Noticias sobre ti misma - Fatima Sime - E-Book

Noticias sobre ti misma E-Book

Fatima Sime

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Beschreibung

Son nueve historias que se mueven en escenarios de desamparo, soledad y un salvaje erotismo: Una hija visitando un vagabundo de noche en un río, el secreto que ronda en la Casa de las Tetas, un enano que husmea piernas en los ascensores, una mujer que acoge a un delincuente prófugo son algunas de las intrigas que emocionan y a veces desgarran.

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serie narrativa

NOTICIAS SOBRE TI MISMA

NOTICIAS SOBRE TI MISMA

© Fátima Sime

Inscripción Nº 227.394

I.S.B.N. 978-956-260-633-2

© Editorial Cuarto Propio

Valenzuela Castillo 990 / Providencia / Santiago de Chile

Fono / fax: (56-2) 2792 6518 / 2792 6520

Web: www.cuartopropio.cl

Producción general y diseño: Rosana Espino

Edición: Marisol Vera

Impresión: Dimacofi

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

1ª edición, abril de 2013

Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

I offer you explanations of yourself, theories about yourself,

authentic and surprising news of yourself.

Jorge Luis Borges, Two English Poems

Tú tienes olor a pipeño

A los nanotúbulos

El hombre llevaba ocho horas escondido en una zanja húmeda y estrecha, en la mitad de un potrero. Estaba descalzo y con la ropa desgarrada. La noche era negra, sin luna ni estrellas, una noche propicia para seguir huyendo, mimetizado o perdido entre la bruma. Salió de la zanja frotándose los bíceps y las pantorrillas entumecidas. Miró a su alrededor: niebla y silencio.

–Suerte de la buena –dijo.

Caminó entre los matorrales, pero un dolor punzante le paralizó la pierna izquierda. Se sentó en la tierra y apoyó el pie en una piedra tratando de palpárselo. Retiró la mano húmeda y pegajosa.

–Buena suerte de la gran puta –dijo.

Un corte profundo, que no recordaba dónde ni cómo se había hecho, le cruzaba el talón de lado a lado. Sin pensarlo dos veces se arrancó la única manga que le quedaba a la camisa y la partió en dos en un extremo. Con esa venda improvisada juntó los bordes de la herida y se amarró con fuerza el talón. Luego avanzó rengueando por el potrero pedregoso hasta una calle angosta y solitaria, donde por fin pudo apurar el tranco. Si lograba mantener ese ritmo llegaría en pocas horas a la población. Había caminado dos cuadras cuando se le acalambró el estómago, tuvo náuseas y un sabor a bilis le quemó la lengua reseca. Se detuvo. No había comido nada sólido en dos días. Pensó buscar algo en una de las casas antes de continuar. Escogió la más oscura, la que parecía más vulnerable. Tenía sobres y volantes esparcidos delante de la puerta, una reja fácil de trepar y ni rastros de un perro. Saltó la reja y al caer el talón lo hizo soltar un quejido. Caminó hacia el patio trasero cojeando y murmurando consigo mismo. Buena suerte de la gran puta, repitió. El patio trasero era un pequeño cuadrado de cemento, con dos balones de gas, unos cardenales secos plantados en tarros de conservas y un tendedero para secar ropa. Del tendedero tomó un colgador de alambre, lo dobló en la punta y se hizo una especie de ganzúa. Manipuló la cerradura hasta correr el pestillo. Estaba a punto de abrir la puerta para entrar a la casa cuando el resplandor verdoso de un televisor iluminó una ventana. Soltó la ganzúa y de su bolsillo sacó un estoque. Aguzó el oído. Nada. No cantaban ni los grillos. Empuñando el estoque se acercó a la ventana: sentada en un sillón, en camisa de dormir, una mujer miraba el noticiero de las nueve. La pantalla mostraba una fuga de reos en la cárcel de Colina. Él vio las imágenes como una película, algo que le sucede a otro. Vio la fachada de la cárcel, vio al alcaide gesticulando, vio algo que podían ser imágenes de archivo que no entendió. Lo distrajo un cruce de piernas de la mujer sobre el brazo del sillón. Se hurgueteaba distraída las uñas de los pies, unos pies nudosos, flacos. Era una mujer flaca. La camisa de dormir traslucía un cuerpo nada voluptuoso. Pero el hombre no veía una mujer desnuda desde hacía mucho, y pegó la cara al vidrio para observarla. Ella parecía divertirse con sus pies: se los frotaba con una regla de metal, abría los dedos como un abanico y se acariciaba entre ellos, subía por la pierna y se rascaba detrás de la rodilla. El hombre estaba como fascinado, pero el largo ayuno le apretaba el estómago y empezó a marearse de nuevo.

–A la mierda –dijo.

Se metió el estoque en el bolsillo y entró a la casa. Como si lo hubiera estado esperando, la mujer bajó con tranquilidad las piernas del brazo del sillón.

–¿Qué quiere? –dijo, sentándose con naturalidad.

Él cruzó el living, apagó el televisor y prendió la lamparita que estaba sobre una mesa.

–Necesito comer y un par de zapatos. Estoy muerto de hambre. No quiero nada más.

–Tengo unos huevos. Puedo…

–¿Y ese ruido? –dijo el hombre sacando el estoque. Se lo puso a la mujer en el cuello–. ¿No estás sola? ¿Hay un hombre? ¿Tenís marido? ¿Querís cagarme, mosca muerta?

–No hay hombre –dijo ella–. Vivo sola desde hace mucho –hizo a un lado la mano con el estoque, casi con delicadeza–. Mire cómo está quedando la alfombra. ¿Cree que se va a poder poner los zapatos? ¿Que va a poder caminar? Ese pie necesita una curación urgente. En el baño tengo un botiquín completo.

El hombre miró hacia abajo. La improvisada venda estaba empapada y había dejado una huella de sangre desde la entrada.

–¿Eres enfermera?

–Soy costurera. Pero sé hacer curaciones.

–Me gustó –dijo el hombre–. También en el baño podría lavarme. Nunca me ha gustado andar cochino –le mostró el estoque–. Tampoco me gustan las mujeres muy ariscas. ¿Tú vas a seguir así? ¿Te vas a portar bien conmigo? –le recorrió el torso con la punta del estoque, se detuvo en el ombligo. La miró fijo–. Con este fierrito puedo rajarte entera, mosquita. Al baño.

En el baño se inclinó sobre el lavatorio y bebió agua por largo rato, se mojó la cara y el pelo para quitarse la tierra. La mujer puso una lámpara en el piso para alumbrar mejor y sacó del botiquín gasas, jeringas, tijeras, pinzas, alcohol y una gran mota de algodón con yodo.

–Cuidado con lo que haces, mosca muerta –dijo el hombre, reanimado. El penetrante aroma del yodo le llegó al cerebro como un bálsamo. Volvió a levantar el estoque.

–No seas idiota –dijo la mujer–. ¿Por qué no dejas de lado esa cosa? El baño es chico. Para curarte bien necesito espacio. Ya, siéntate en la taza y pásame ese pie –el hombre se dejó caer en la taza pero no soltó el estoque–. ¿No confías en mí? ¿No confías en mis habilidades? –la mujer apoyó la pierna en el borde de la tina. Tenía el muslo lleno de cicatrices–. Hace unos años me atropelló una micro. Tengo dos pernos de acero. ¿Crees que las cicatrices han estado siempre así, como las ves? No tenía a nadie que me ayudara. Me curé yo misma con santa paciencia durante meses. Dos veces al día. Soy una experta. Toca, mira qué suave. Ni rastros de queloide.

El hombre estiró la mano. El muslo era tan flaco que habría podido abarcarlo con los dedos, pero la piel era tostada y turgente. Tocó las cicatrices. Las sintió suaves y tibias. Estaba hambriento. Se imaginó que la pierna crecía hasta tomar la forma de un pernil. Ese muslo dañado era una abundancia de pulpa jugosa, recién salida del horno, lista para comérsela. Acercó la boca a la pierna. Pero pasó de largo y se fue al suelo. Mareado. Pálido. Sudoroso. Respiraba con dificultad. Ella lo ayudó a incorporarse. Tomó el estoque y lo tiró lejos.

–No estás bien –dijo–. Estás tiritando. Hasta los tatuajes parecen de gelatina –empapó un paño con alcohol y le restregó los brazos y la frente–. Tienes el sudor helado –tomó el pie, retiró las vendas y puso el pie bajo el chorro de la llave. El agua arrastró coágulos de sangre mezclados con pasto y tierra hasta que aparecieron los bordes de la herida, nítidos. Pero al minuto el corte sangró de nuevo, copiosamente.

–Lo siento –dijo la mujer–. No puedo ayudarte. Necesitas puntos. Vas a tener que ir al hospital. La herida es muy profunda.

El hombre habló con dificultad.

–Nada de hospitales. Este problema ahora es tuyo. ¿No dijiste que eras costurera?

La mujer apretaba el pie entre unas gasas y el algodón con yodo.

–Está sangrando –dijo.

–Claro que sangra.

–Sangra mucho.

–Sangra mucho. Pero no puedo ir a un hospital.

La mujer sostenía el pie entre sus dedos. La sangre le manchó el borde de la camisa de dormir.

–Entre mis hilos tengo uno parecido al de volantín –dijo.

–¿Tienes algo fuerte? ¿Un pisco? ¿Aguardiente?

–Tengo unas botellas de pipeño de Chillán.

–Sirve –dijo el hombre. Y cerró los ojos.

La mujer salió del baño. Regresó trayendo una gran jarra con el pipeño y un costurero de mimbre. Mientras ella enhebraba una aguja curva, como las que se usan para coser sacos, y desinfectaba el hilo y la aguja con yodo, el hombre se empinó la jarra de pipeño hasta la última gota. Al cabo de un rato una modorra dulce le embotó la conciencia y ni cuenta se dio cuando se le aflojaron los músculos. Quedó sentado en la taza con los brazos colgando, la cabeza echada hacia atrás, la boca medio abierta, sonriente como si soñara con algo anhelado por mucho tiempo. Soñaba con el pernil y la pulpa jugosa. La mujer aprovechó para tomar el pie y traspasar de un tirón, con la aguja curva, los bordes de la herida. El hombre pegó un grito y manoteó en el aire tratando de levantarse. Ella lo calmó recordándole con voz dulce por qué estaban ahí y esperó a que volviera a dormirse. Aunque la piel del talón parecía un cuero reseco, pasaba el hilo con rapidez. Unió los lados del corte en menos de lo que canta un gallo. Como si le estuviera cosiendo los bluyines o remendando la camisa. Él no volvió a moverse ni a demostrar dolor: otra vez se había desmayado.

Cuando despertó estaba solo. Tenía la pierna herida en el borde de la tina, sobre un rollo de toalla, y el yodo le había teñido hasta las uñas del pie de un color amarillo. Una venda elástica apretada, puesta a la perfección, le cubría el talón y parte de la pantorrilla. Se paró de la taza, caminó unos pasos y probó el pie herido cargando en él, poco a poco, el peso del cuerpo. El dolor en el talón fue como un latigazo, pero se alegró de sentir la pierna firme, tal vez capaz de resistir una caminata. La puerta del baño estaba cerrada y antes de abrirla se preguntó si la mujer lo habría traicionado. Permaneció detrás de la puerta, con el cuerpo rígido, sin saber qué hacer, asustado como un niño, hasta que dio vuelta la manilla y vio que estaba sin llave y que la mujer trajinaba tranquila en la cocina.

–¿Estás bien? –dijo ella–. Te puse penicilina para que no se te infecte. Capaz que la inyección te moleste más. Coserte no me costó nada. Te voy a cocinar unos huevos. Sólo tengo huevos. Salgo poco a comprar.

El hombre recordó lo hambriento que estaba. Pensó en el sueño con el pernil y la pulpa jugosa. La mujer tenía encima de la camisa de dormir una bata que le impedía mirarle los muslos. Además del televisor vio una máquina de coser con un alto de prendas a medio confeccionar. Fue hacia la ventana. La noche seguía oscura y silenciosa. Ningún signo inquietante. Nada de qué alarmarse.

–Gracias –dijo–. El pipeño me asentó el estómago pero me muero de hambre –se sentó en la mesa, en un ángulo donde podía mirar a la mujer con claridad–. Como y me largo. Tengo que llegar donde voy antes que amanezca.

–¿Te gusta el orégano? –dijo ella. Revolvía y probaba los huevos con la punta de la lengua–. Dicen que el orégano ayuda a la virilidad. Una vecina se lo echaba a todas las comidas.

El aroma de la fritura recién hecha, deliciosa, le llenó al hombre la boca de saliva. Pensó que le gustaban mucho las cosas fritas.

–Me gustan las sopaipillas –dijo–. Había una mujer que las hacía grandes como platos. A veces me regalaba una. Era chico yo entonces. Oye, mientras me cosías tuve un sueño.

–Les voy a poner orégano a los huevos. No mucho. También tengo una marraqueta. Está un poco añeja, pero la voy a calentar –buscaba en los anaqueles–. No sé dónde dejé el tostador –cuando se empinó se le abrió ligeramente la bata y el hombre pudo verle las piernas flacas al trasluz. El culo.

–Soñé que me comía un pernil –dijo él–. Debería haber soñado con papas fritas, pero soñé con un pernil. Me encantan las papas fritas. De chico, para las fiestas, si había plata nos daban un bistec a lo pobre.

–Un frasco de pebre –dijo la mujer–. Estás con suerte. No sé desde cuándo está aquí, pero no está vencido.

–La cebolla frita también me gusta mucho. Mi mamá la escondía debajo de la carne para hacernos rabiar.

La mujer se acercó a la mesa. Dijo:

–¿Sabes? Antes de aprender moda limpiaba pescados en un puesto de la feria. Siempre creo que tengo olor a pescado.

Puso frente al hombre una bandeja con una paila humeante, la marraqueta, el pebre y un vaso de agua. Se sentó ajustándose la bata en la cintura.

–Tú tienes olor a pipeño –dijo.

El hombre sonrió.

–Se me asentó el estómago. Pudiste coserme y ponerme esa inyección que dices. Eres buena con las curaciones –miró la venda impecable, miró la paila y miró a la mujer. Quiso calcularle la edad pero no pudo.

–Pero come –dijo ella.

Tomó un trozo de la marraqueta, le echó pebre y lo puso en el borde de la paila.

–Te desmayaste de puro hambriento. Después de comer te cambias de ropa. Tengo un buzo y una polera que te puedo acomodar. Zapatos no tengo. ¿Podrás caminar sin zapatos?

El hombre comió con prisa, desesperado. Se ayudaba con sorbos de agua, sin levantar la vista.

–Buena suerte de la gran puta –dijo.

La mujer no lo oyó o pensó que ese murmullo indescifrable era parte del ruido natural de comer tan ansioso, y siguió hablando de la ropa y de los zapatos y de que tenía unas hawaianas que le quedarían chicas.

–Pero peor es nada –dijo.

Se dio cuenta de que el hombre no estaba escuchando, y permaneció mirándolo comer sin decir nada. Él comía untando el pan con pebre en los huevos, sin dejar de murmurar frases incomprensibles, con la cabeza casi metida en la paila. Aún quedaba huevo revuelto cuando dejó el tenedor y alejó el plato. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la mujer se dio cuenta.

–Voy a hacer un té –dijo levantándose.

Desde la cocina oyó los sollozos. Tenía la tetera en la mano y abrió la caja donde guardaba las bolsas de té. Era un llanto monocorde, sin estridencia. Dejó la tetera y las bolsas de té y fue donde estaba él. El hombre lloraba inmóvil, con los brazos caídos, la cabeza hundida. De pie, a su lado, ella le apretó fuerte la cabeza contra su pecho, él le abrazó la cintura. Y siguió llorando.

¿Usted sabe si hay un enano trabajando en el laboratorio?

A Luz, Cecilia, Armonía, R.R., Erika

y al resto de mi turno

Ella odiaba el ascensor.