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Fragmentos y novelas inacabadas o interrumpidas, escritas por el genial escritor cordobés.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Juan Valera
Dos veces a la semana, jueves y domingos, abría sus salones el señor don Lorenzo Tostado y tenía tertulia en su magnífica casa de cierto lugar de la provincia de Córdoba, cuyo verdadero nombre me conviene encubrir, llamándole Villaverde. Las personas más pudientes y encopetadas acudían allí a solazarse. Había dos y hasta tres mesas de tresillo, billar y periódicos para los hombres más políticos, graves y maduros. Las viejas solían entretenerse jugando a la lotería. Y la gente joven, caballeretes y señoritas, ya hacían juegos de prendas, ya bailaban, y siempre charlaban, reían y se divertían. Ni faltaba, en ocasiones, quien cantase al piano algo serio y difícil de óperas italianas, ni quien, rasgueando y punteando magistralmente la guitarra, entonase la caña, las malagueñas, la jota o cantares nuevos tomados de las más aplaudidas zarzuelas.
Aquella amena tertulia adquirió fama de muy proveedora de noviazgos y hasta de fecunda en casamientos, que allí germinaban y al cabo venían a concertarse.
Los otros cinco días de la semana no quería don Lorenzo ver a nadie. Los consagraba a la soledad, a la meditación y al estudio. La soledad de don Lorenzo era, no obstante, muy agradable, porque guardaba en ella, para que la alegrase, iluminase y beatificase, a su ahijada Lolita, quien, por su despejo, discreción y hermosura, era la joya del lugar y objeto de la envidia de cuantas mocitas solteras vivían en él y en otras poblaciones de diez o doce leguas a la redonda. Lolita, aunque era modesta y recatada, en cuantas ferias y romerías se había mostrado, acompañando a su padrino, se había llevado la palma y había eclipsado a todas las mujeres.
No por eso se engreía ella. Quien verdaderamente se engreía, se esponjaba y se entusiasmaba con tales triunfos era don Lorenzo, su padrino.
No debemos dar oídos a chismes y hablillas del lugar. Sólo debemos decir y afirmar lo que está probado. La linda Lola, que tendría a la sazón dieciocho años, era huérfana de padre y madre y se había criado en casa de don Lorenzo, viejo solterón, de unos setenta, y que la había sacado de pila. Lola había llegado a ser en aquella casa como la señora de todo.
Don Lorenzo era un potentado. Con asombro hablaban sus compatricios de la mucha hacienda que él poseía, ponderando lo muy rico que era, como caso rarísimo en aquellos lugares. Sin exageración alguna se estimaba el caudal de don Lorenzo en más de tres millones de pesetas.
¿Heredaría o no heredaría Lola tan cuantiosos bienes? Pregunta era ésta que todo el mundo hacía, pero nadie acertaba a responder.
Don Lorenzo había tenido la desgracia o la fortuna, según cada cual quiera entenderlo, de nacer como un hongo o más misteriosamente aún, porque ignoraba de quién había nacido, y aunque él suponía que era natural de Villaverde, porque el registro de la parroquia daba fe de su bautismo, bien pudo ser que le trajesen a bautizar de alguna alquería o de algún lugar cercano. Le dieron por nombre Lorenzo porque le bautizaron el día de San Lorenzo. En cuanto al apellido de Tostado, le adquirió mucho más tarde, porque, como anduviese de chicuelo por las calles y por las huertas, hazas y olivares de la cercanía, siempre a la intemperie y tan ligero de ropa que iba casi desnudo, se le tostó mucho la piel, y de esta suerte, no un mortal cualquiera, sino el refulgente sol, con sus brillantes y fecundos rayos, se encargó de darle el apellido que le faltaba.
Listo y travieso, Lorencillo cayó en gracia al conde de Barcos, que pasaba muchos meses en su casa solariega de aquel lugar, donde poseía extensos y fértiles predios.
Lorencillo entró de pinche en la cocina del conde. Y fijó tanto la atención y mostró tan raras y felices disposiciones para el arte que en aquella oficina se ejercitaba, que apenas le apuntaba el bozo cuando ya era un excelente cocinero.
Después de la muerte del conde su protector, el nuevo conde, su hijo, peritísimo en todas las artes del deleite, a pesar de la inusitada singularidad y, caso raro y teratológico de que en la provincia de Córdoba aparezca en nuestros días un buen cocinero, reconoció que Lorenzo lo era, y se lo llevó a Madrid de jefe de su cocina.
Si el conde era espléndido y fastuoso, su mujer, perteneciente por su familia a lo más egregio de la Corte, le echaba la zancadilla en esplendidez, en fausto y en todo. Los trajes que ella lucía y los bailes y banquetes que daban, eran la quintaesencia del más primoroso y exquisito refinamiento, prestando a los cronistas de la high life vastísimo campo por donde correr, dilatarse y hasta volar en alas de su pujante ingenio encomiástico y descriptivo.
Poco venturoso resultado tuvo tanta gloria. La gloria siguió creciendo; pero las rentas mermaron. No pudiendo ya hacer el principal papel, los condes, como recurso económico, levantaron la casa de Madrid y se vinieron a Villaverde a pasar una larga temporada. Pero la condesa gustaba poco de los placeres campesinos; se aburría, rabiaba y se desesperaba. En cuanto al conde, no estaba en Villaverde más complacido.
Para sustraerse al idilio forzoso que tanto les desagradaba, tomaron, al cabo, la resolución de irse del lugar. Y, como era imposible vivir y figurar en Madrid con el boato y esplendor de antes, se fueron a tierra extranjera, viviendo en París con relativa modestia y tomando aquel corazón y cerebro del mundo por centro de sus excursiones.
Para viajar sin estorbos ni cuidados pusieron en un colegio de padres jesuita, al señorito don Andrés, de edad ya de diez años, y único hijo que habían tenido.
Entretanto, Lorenzo era ya don Lorenzo, y no era ya cocinero. Como trofeo y en algo a modo de panoplia, había colocado y suspendido en la pared los instrumentos de su arte, entre una guirnalda de laureles; había comprado algunas finquillas, y había mostrado y siguió mostrando las mismas o mayores aptitudes, capacidad e inspiración que para la cocina, para el comercio y la agricultura.
Ora sea sólo por esto, ora sea también porque la suerte le fue propicia, don Lorenzo prosperó maravillosamente y llegó a ser, en pocos años, uno de los más ricos capitalistas de Andalucía.
El conde y la condesa de Barcos tomaron de él no poco dinero prestado, para sus angustias, apuros, hipotecándole las mejores fincas, que al cabo vinieron a ser de don Lorenzo. No paró aquí la desventura de los condes. Él murió trágicamente en un desafío, y ella, sola en país extraño, con poquísimo dinero, ajada ya y marchita su hermosura por la vejez que apresuradamente vino sobre ella, murió también, a poco, quedando así don Andrés huérfano de padre y madre, con pocas rentas, con un título que no quiso dejar de sacar y con una educación esmeradísima, si bien no ordenada y encaminada a ningún fin práctico y material y económicamente provechoso.
Veintitrés años tendría don Andrés, o mejor diremos el nuevo conde de Barcos, cuando vino a tomar posesión de los restos de la hacienda que de su padre había heredado.
El pilluelo expósito, pinche de la cocina de su abuelo y hábil cocinero de su padre, era ya el principal de sus acreedores, el poseedor de las mejores fincas de su condado y el verdadero señor y cacique de la villa donde el condesito conservaba aún su antigua casa solariega, con hermosas columnas de jaspe rojo en la fachada principal, corintias a ambos lados de la puerta y jónicas en el balcón del centro, sobre cuyo amplio vano resplandecían el escudo de armas, con barras, calderas, leones y grifos, y sobre todo, barcos con una escuadra de barcos, de los que, sin duda, el título del conde procedía.
Acontece a menudo lo contrario de lo que vulgarmente se cree: los hijos, en vez de heredar los vicios y pasiones de sus padres, prueban el amargo fruto de tales pasiones y vicios, escarmientan en ellos y cultivan las virtudes que les son opuestas. De aquí que no pocas hijas de damas galantes sean celebradísimas, con razón, por su honradez casta y austera, y no pocos herederos de gente pródiga y manirrota se distinguen por su arreglo, economía y aplicación juiciosa para el cuidado de la propia hacienda. En este número nos complacemos en contar al flamante conde de Barcos, a quien, como si fuera nuestro íntimo amigo, nos atrevemos a tratar a veces con familiaridad, llamándole a secas Andrés y hasta Andresito.
Pagadas las deudas que su padre y su madre le habían dejado, después de hacer como hizo, liquidación y arreglo de todo, Andresito halló que sólo le quedaban la casa solariega, que no quería vender y un caudalejo cuyo producto, por término medio, se podía estimar en cuatro mil pesetas anuales. Echó, luego, sus cuentas, reflexionó detenidamente sobre su situación, midió, pesó y apreció, acaso con severidad, los medios de que disponía para abrirse camino en la Corte y recobrar decentemente la alta posición de que habían gozado sus ilustres predecesores, y dedujo de todo ello las siguientes melancólicas sentencias: que con el título de conde y con sólo cuatro mil pesetas al año, pasaría en Madrid vida muy angustiosa y aperreada, y haría un papel harto poco airoso; que no siendo licenciado en ninguna Facultad, ni bachiller siquiera, sólo podía pretender emplearlos de seis mil reales, rivalizando con los sargentos y exponiéndose, aunque alcanzase la mezquina ayuda de costas de tan pobre empleo, a que la gente se burlara de él por lo mal que se avendría el don con el Tiruleque, y, por último, que a pesar de lo mucho que él cavilaba, rastreaba e inquiría, lo que es el atajo, el camino derecho para encumbrarse pronto, o no estaba trazado para él, o permanecía oculto o estaba lleno de peligros y con tantos baches y tropiezos, que se exponía a dar en él de hocicos y a cubrirse de lodo.
En suma, Andresito era tan tímido y escrupuloso, que no se atrevió a volver a Madrid para buscar fortuna y hallar sólo trabajos y desilusiones. Se quedó, pues, en Villaverde, de cuyo ruedo y término hacía dos años que no salía y donde sus únicas diversiones diurnas eran la lectura y la caza, y su único esparcimiento por la noche la tertulia de don Lorenzo Tostado.
Una noche de aquellas en que don Lorenzo no recibía después del toque de ánimas, el conde de Barcos pidió y obtuvo permiso para interrumpir la soledad, las meditaciones y los soliloquios de don Lorenzo y hacerle una visita por extraordinario y sin que valiera como precedente. Para nadie quería el conde establecerle y menos aún para él, porque su visita era de despedida.
En los dos años que había vivido retirado en el lugar con extraordinaria economía, había ahorrado cerca de siete mil pesetas. Hallándose con esta suma, sintió renacer sus esperanzas ambiciosas, desechó de repente su plan de seguir viviendo en el retiro, y resolvió ir a Madrid en busca de mejor suerte.
En vísperas de su partida venía a despedirse de don Lorenzo y de su ahijada Lola.
Era uno de los primeros días del mes de enero de 1897. El tiempo estaba frío y lluvioso; pero en la sala que don Lorenzo estaba de diario era muy agradable la temperatura. Leña de olivo y pasta de orujo ardían en la chimenea levantando alegre llama, y don Lorenzo, sentado en un sillón de brazos, al amor de la lumbre, meditaba tan profundamente, que cerraba los ojos. Lola, algo separada del fuego, y al lado de un velador, sobre el cual había una lámpara, bordaba con primor un escapulario que pensaba hacer bendecir y regalar a su padrino.
La visita del conde, turbando aquella intimidad, fue algo embarazosa al principio; pero don Lorenzo quitó al conde la cortedad, recibiéndole con mucho afecto, hablando por él y por Lola al principio, y cuando éstos se animaron y tomaron parte en la conversación, quedose absorto en sus meditaciones y como traspuesto o dormido.
Sin reflexionarlo, y como por instinto, siguieron la conversación en voz baja los dos jóvenes interlocutores.
—No me explico —dijo ella— este cambio tan súbito e imprevisto. Hace dos días afirmaba usted aún que no pensaba salir nunca de este lugar, donde era su propósito pasar tranquilamente la vida entera, sin pretender ni ambicionar nada. ¿Por qué nos abandona usted y se nos va a Madrid?
—Tengo para ello muy poderosas razones —contestó el conde—. No es sólo la ambición quien me mueve.
—¿Cuál es entonces el oculto motivo que tiene usted para dejarnos? —replicó Lola.
—No puedo ni debo decirlo. Crea usted, sin embargo, que me voy muy a pesar mío; que aquí vivía yo dichoso; todo lo dichoso al menos que puedo yo ser dado mi carácter y las circunstancias en que me hallo.
—Me enoja —interpuso ella— que me hable usted con tanto misterio. Sea usted franco: en Villaverde se aburre usted y se va a Madrid, no sólo en busca de mejor fortuna, sino ansioso también de diversiones y de… amoríos.
Al pronunciar estas últimas palabras, la voz temblaba algo a Lola, y el conde creyó ver que se le humedecían los ojos.
El conde se acercó más a ella, y le dijo con cierta vehemencia y en voz baja:
—Todas las diversiones de Madrid las daría yo con gusto por algunos momentos pasados junto a usted, y todos los amoríos de que en Madrid pudiera gozar, por obtener aquí de usted estimación y cariño.
Dulcemente conmovida oyó Lola aquellas frases, y, sin poderlo evitar, importunas lágrimas delataron su emoción, brotando de sus ojos y cayendo sobre el bordado, aunque apresuradamente acudió a interceptarlas y recogerlas en su pañuelo. Quién sabe hasta qué punto se hubiera avivado entonces el diálogo y se hubieran aclarado las explicaciones, si el sueño de don Lorenzo no se hubiese interrumpido de pronto. Don Lorenzo se puso en pie y dijo:
—¡Voto a sanes! ¿Qué pensará usted de mí, señor conde? Que soy un viejo chocho, decrépito, que me duermo como una marmota.
—Yo no pienso —contestó el conde— sino en que es muy tarde y en que debo ya retirarme. Sé que usted madruga mucho, que se levanta con el alba, y no extraño que a estas horas, cerca de las diez, tenga usted ganas de dormir.
—No es que tengo ganas, sino que me duermo; pero no gusto de irme a la cama sin cenar. Con franqueza, señor conde, quédese usted a cenar con nosotros. Yo espero que no tenga usted que decir ni que pensar que es fundado el refrán que dice: En casa del herrero, asador de palo. Aunque yo me jubilé hace años, mi criada Ramona, bajo mi dirección, y siguiendo mis consejos, saca refrán por mentiroso. Quédese usted a cenar para que de ello se convenza.
A pesar de tan franco convite, el conde no se atrevió a aceptar. Se juzgó en una posición difícil, y, turbado y confuso, balbuceó mil excusas, se despidió de nuevo para Madrid y se fue a la calle.
Al día siguiente, muy de mañana, salió el conde para Madrid en el tren del ferrocarril que pasa por Villaverde.
Comido, alumbrado y alojado, se hallaba nuestro conde por cuatro pesetas diarias en una modesta, aunque aseada, casa de huéspedes, en una de las mejores calles de Madrid. Allí cavilaba mucho para descubrir el medio decente de adquirir posición y dinero. Por desgracia, no daba con este modo. Poco a poco iba gastando lo que en el lugar había ahorrado. Y aunque hacía visitas y no tenía mala traza, y andaba limpio y no muy mal vestido, la gente reparaba poco en él, y, si reparaba, era, ya para calificarle de buen muchacho, con piadosa indulgencia, ya para tildarle de cursi, con aspereza burlona.
Harto a las claras notaba el conde su mal éxito, y cada día se iban haciendo más leves y vagas sus esperanzas, amenazando disiparse por completo. El conde, sin embargo, se aferraba en seguir en Madrid y por nada del mundo quería volver a Villaverde, donde, como hemos visto, era estimado y, al parecer, amado de una muy linda muchacha, la cual era probable, cuando no seguro, que llegaría a ser una muy rica heredera.
Lola estaba enamorada del conde, y, en su cándida sencillez aldeana, no acertaba a disimularlo.
La conversación más significativa que entre el conde y Lola había habido, es la que tuvieron al despedirse, de la que ya hemos dado cuenta. Nada de formal declaración amorosa por parte del conde. Cuanto dijo a Lola hubiera podido interpretarse como mera galantería. De todos modos, era evidente que Lola le parecía muy bien, y que, no sólo por esto, sino por conveniencia y por cálculo, le convenía enamorar a Lola. ¿Por qué, pues, se había ido el conde a Madrid y había dejado a Lola abandonada?
Don Lorenzo Tostado era uno de los más raros ejemplos de los hombres que todo se lo deben a sí mismos, incluso la educación. Él acaso podía muy bien haber mucho a la elevación de don Lorenzo desde el fango del arroyo y desde la miseria en que había nacido al encumbramiento en que se hallaba; pero el acaso entraba por poco, y la voluntad enérgica y perseverante merecía sólo aplauso y aparecía como única causa cuando se advertía cómo desde la ignorancia más crasa y rompiendo el mezquino círculo de ideas vulgares y de sentimientos ruines en que la desvalida pobreza suele encerrar a los hombres, don Lorenzo había sabido poco a poco elevarse a las luminosas esferas. En los libros de cocina había empezado a aprender cosas útiles y prácticas, y de grado en grado después había ido aprendiendo nobles y hermosas teorías y penetrando con el entendimiento curioso en los velados y altos misterios de la ciencia humana. Desde el arte de guisar había saltado don Lorenzo al estudio de la química, que es su fundamento, y también al estudio de cuanto se guisa o puede guisarse, lanzándose así en la zoología y en la botánica, y por este camino en la contemplación racional de todo el universo visible en su conjunto armonioso. Quiso luego don Lorenzo explicarse el encadenamiento, orden, origen y fin de los seres que había estudiado, y llegó a meditar sobre sus causas primeras. Meditó asimismo sobre la propia meditación, a fin de calcular y de medir las fuerzas que él tenía para llegar a la certidumbre en algo y para demostrarse la identidad de las cosas mismas con el concepto que él tenía de las cosas. En suma, don Lorenzo pasó así, pausada y solemnemente, de pinche a cocinero y de cocinero a muy valiente filósofo y a persona muy ilustrada.
Conservaba bien la vista y compraba y leía multitud de libros sobre todas las materias. De él podía decirse como del don Policarpo de la leyenda de Mora:
«Que de la descripción de un raro anfibio pasa a las estrategias de Polibio».
y hasta que avanzando más aspiraba a comprender
A Espinosa, que dice en gruesos tomos:
Yo soy Dios, tú eres Dios, todos lo somos.
Claro está que don Lorenzo no se encumbraba a todas horas a las alturas metafísicas. Lo fenomenal y contingente seguía interesándole de continuo, y él fijaba su atención en la realidad circundante, si bien iluminándola con los esplendores que de su especulación filosófica habían nacido y que él, si se me permite la comparación, traía en la frente cuando descendía de lo contemplativo a lo activo, como aquellas dos rayas de luz que fulguraban en la cabeza de Moisés cuando bajó del Sinaí con las tablas.
Del saber adquirido por don Lorenzo, brotaron muy recomendables virtudes y muy elevados sentimientos. Su alma se llenó de amor a la patria. Leyó su historia y le entusiasmó. Y si su amor por la patria grande era fervoroso, no por eso dejaba de sobreponerse a este amor el amor de la patria chica. El regionalismo está de moda, y don Lorenzo no era ni quería ser, en punto alguno, un hombre demodado. De aquí que admirase sobre todo las glorias cordobesas y que soñase y cavilase en los medios de conservarlas y aun de acrecentarlas. Mucho podía valerle su dinero para esto, y en esto pensaba y proyectaba emplear generosamente su fortuna. Tenía mil planes; pero los unos tropezaban contra los otros, al ir a salir de su cabeza, y no salían bien ordenados y trazados, ni llegaban a realizarse. Él estaba, además, harto viejo y decadente de salud para realizarlos por sí y los dejaba todos para después de su muerte, consignándolos en su testamento.
De lo que él hablaba con amigos y conocidos, poco podía inferirse. Sólo se daba por cierto en el lugar que don Lorenzo se limitaría a dejar a Lola un pequeño capital, que viniese a producir a lo más doce mil pesetas anuales, y que todo el resto de sus cuantiosos bienes serían consagrados y destinados a la realización de sus proyectos. Pero como tenía tantos y hablaba de tantos, nadie sabía de cierto cuáles eran los preferidos o si lo eran todos hasta donde el dinero alcanzase.
Don Lorenzo proyectaba cada día algo nuevo, casi siempre para honra y provecho de su región, la provincia de Córdoba.
FIN DEL FRAGMENTO DE DON LORENZO TOSTADO
Es tal la multitud de manuscritos hallados en Egipto, llevados a Viena y adquiridos por el archiduque Raniero, que será menester la constante actividad de muchos sabios, quizá durante un siglo, para trasladar a los idiomas de la moderna Europa lo que en dichos manuscritos se contiene, y, si lo merece, darlo a la estampa.
Nada abunda más en la colección que lo redactado en lengua griega, desde los tiempos de Alejandro el Magno, hasta la conquista por los muslimes del antiguo reino de los Faraones.
De algo de esto se ha dado ya noticia o se han hecho traducciones o extractos, pero aún queda muchísimo por descifrar.
Un doctor amigo mío, hábil paleógrafo y eruditísimo helenista, cuyo nombre se guarda para mayores cosas, ha leído, entre estos manuscritos, parte de la biografía de cierta moza, llamada Elisa la Malagueña, y me la ha referido punto por punto.
Confieso que al principio extrañé bastante y tuve por disparatada facecia que una paisana mía, de quien no sabemos que hablen las historias profanas, ni menos las sagradas, hubiera escrito como Plutarco, o más bien de sí misma, como Sila, César o Marco Aurelio, yendo a parar y conservándose su escritura cerca de Alejandría; pero mi sabio amigo me demostró pronto que no hay nada de que debamos maravillarnos.
Durante largo tiempo hubo colonias griegas en el litoral de nuestra Península, y en varias comarcas de ellas dominaron luego los bizantinos. Natural es, pues, que no se tenga por exótica, sino por muy visitada entonces entre nosotros el habla de Homero.
En la Antigüedad grecorromana la afición a escribir Memorias había cundido tanto como cunde en Francia desde hace dos o tres siglos. Apenas había persona que hubiese o creyese haber hecho algo notable, o que hubiese conocido a quien lo hiciera, que no se considerase obligada a escribir, exhibiéndose para que la posteridad se instruyese o se deleitase.
Por fortuna, como entonces no había imprenta, casi todas estas Memorias se han perdido, librándonos de no pocos quebraderos de cabeza y de gastar tiempo en su lectura y estudio.
A mí, sin embargo, me parecen tan curiosas y entretenidas las Memorias de mi paisana, al principio escritas por ella y completadas luego por otros autores, que no las trocaría, por ejemplo, con las de Aspasia, la amada de Pericles, o con las de Taïs, la que incendió a Persépolis, si se descubriesen o se conservasen; y como no quiero que sigan en la obscuridad, exponiéndolas a que por cualquier accidente se extravíen, se quemen o se apolillen, sin que nos quede reliquia de ellas, voy a ponerlas todas aquí, aunque no sea con fidelidad muy escrupulosa. Las traslado a este papel, no del original griego, consignado en los papiros, sino de la traducción oída; pero procuro hacerlo con el tino, brevedad y gracia que en el original resplandecen y que acreditan a Elisa la Malagueña y a los que después continuaron y completaron su obra, de excelentes prosistas clásicos, si bien en época ya de gran decadencia: a mediados del tercer siglo de nuestra Era vulgar.
Creo de mi deber advertir, por más que para alguien sea superflua la advertencia, que no respondo de todo lo que diga la autora, a cuyas faltas, o religiosas o morales, pondrá el cristiano lector el saludable y necesario correctivo.
Elisa la Malagueña no sólo era gentil, o digamos idólatra, sino hembra algo liviana y alegre, como a su oficio convenía, pues era del género y condición de las muchachas de Cádiz, que ya celebra Anacreonte, y de la Teletusa de Bética, que Marcial encomia. Elisa cantaba, bailaba y repiqueteaba las castañuelas tan bien como ellas antes, y mejor que en nuestra edad Lola Montes, Pepita Oliva, Petra Cámara, y la flamante señorita Otero, por quienes tal vez no en balde se dijo que de atrás le viene el pico al garbanzo.
Los sujetos graves pueden hallar digno de censura que yo, en avanzada edad, me emplee en asuntos tan resbaladizos, pero en mi defensa, alegaré tres razones: la primera está tomada del amable filósofo señor de Montaigne, que cree que los viejos, a fin de desopilar el bazo y desechar melancolías, podemos tratar cosas de regocijo, burlas y deleite; es la segunda de Lucrecio, quien encontraba siempre, en el fondo y en las heces y lejos de todos los placeres, cierta provechosa amargura, y la tercera, por último, es del piadoso poeta Torcuato Tasso, quien, considerando remedio eficaz para las dolencias e impurezas del alma, quiere que nos la propinemos y bebamos, engañados y seducidos por lo dulce con que a este fin suele untarse para los niños el borde del vaso, lo cual, en la ocasión presente, será no poco de cuanto Elisa refiera.
Elisa, además, no trata sólo de verdes y florecientes amoríos, sino que a menudo se quiebra de puro sutil, diserta sobre alambicadas filosofías y penetra en tamañas honduras, que no me parecen propias de las mujeres de su clase, por muy ilustradas y sabidillas que fuesen en Grecia, por donde me inclino a sospechar que el escrito es apócrifo, o que no es obra de la moza de Málaga, sino de algún sofista por el estilo del famoso Alcifrón, sobre la cual sospecha juzgará el que leyere.
Y creyendo yo que basta de proemio le terminaré haciendo notar que Elisa o la persona que toma su nombre no se dirige al público en sus Confesiones o Memorias, como modernamente Juan Jacobo Rousseau, demostrando así que era más púdica y vergonzosa que el elocuente ginebrino, sino que se dirige a un gracioso bailarín, cantor y comediante, que fue íntimo amigo suyo, y que se llamaba Dióscoro de Samos.
Las Memorias, si he de hablar con toda sinceridad, como es mi deber, más que traducidas, parafraseadas y comentadas por mí, dicen como siguen.
Confidencias de Elisa
Firme amistad y eterno agradecimiento me unen a ti con lazo indisoluble, mi querido Dióscoro. Nuestros cuerpos podrán separarse, pero mi alma siempre estará contigo, venerando, si no la presencia, el recuerdo de tu persona.
Ha tiempo que agitan todo mi ser singulares imaginaciones y sentimientos extraños. Me falta valer para hablarte de esto. No acertaría yo tampoco a explicártelo improvisadamente y de voz viva. Me decido, pues, a escribir lo que en mí noto; a dar razón de mi vida en escrita confesión misteriosa. Procuraré retratarme con fidelidad, aunque yo sola, por ahora, contemple el retrato. Acaso tú le veas más tarde y me reconozcas y comprendas cómo yo soy, el destino, valiéndose de medios imprevistos, me lleva un día lejos de ti. Entonces te dejaré escrito para que sea rastro indeleble de nuestra convivencia.
En balde me afano por descorrer o por rasgar el velo que encubre los primeros años de mi niñez. Ignoro quiénes fueron mis padres. No sé dónde nací, aunque presumo que en Málaga. Sólo se presenta a mi memoria de un modo confuso la figura del histrión y titiritero ambulante que me enseñó a bailar en la maroma, a cantar canciones populares y a recitar versos en calles, plazas y mercados.
Por más hondamente que retraigo yo a mi pensamiento la vida pasada, no columbro la hora ni el instante en que se abrieron mis ojos y hube de iniciarme en los misterios de Afrodita, perdida la santa ignorancia que dicen que tienen las niñas educadas con recato y vigiladas por madres celosas y por fieles esclavas.
Sólo mi amo, el titiritero, miraba por mí, pero materialmente. Era como hortelano o como viñador sin delicadeza, a quien poco importa que se ajen algunas flores con tal de que nadie coja el fruto antes de sazón, y a quien, si no se vendimia en agraz la viña, no desagrada que se arranquen pámpanos para que el sol toque el racimo y le dore y endulce.
El titiritero, en suma, cuidaba someramente de mí; mas no de la íntegra limpieza de mi alma. Mi alma, no obstante, allá en su centro, permanecía cándida y limpia. Era como tela de amianto impregnada en pez y arrojada a las llamas. La pez arde y se consume, y queda limpia la tela.
Trece o catorce años debía tener yo cuando tú me conociste. Hubo en Málaga solemnes fiestas para celebrar el advenimiento al trono de Alejandro Severo.
Tú apareciste allí con tu hermosa hermana Zoe. Lograste que te dieran el teatro público para algunas representaciones, y como tu hermana y tú estabais solos, te ajustaste con mi amo, a quien llamaban el maestro Isidoro, a fin de que él y su gente completasen la compañía. En ella, fuera de vosotros dos, nadie había con más habilidades que yo, ni que llamase más la atención del público, ni que fuese más aplaudida.
Tenía yo una inconsciente desenvoltura y una candorosa falta de pudor que entusiasmaba a las gentes y que deleitaban y alborotaban sobre todo a los viejos.
No podía decirse que yo fuese mujer aún, pero mis movimientos, mis gestos, mis sonrisas y mi modo de mirar, cuando yo bailaba o cantaba, prometían tanto que era maravilla. Linda es la rosa abierta que muestra el áureo seno en medio de sus abundantes pétalos rojos y suaves y que exhala delicado aroma; pero el capullo gusta y excita más por el misterio, sobre todo cuando el misterio está próximo a revelarse, y ya, por entre lo verde, empieza a aparecer el carmín de las enrolladas hojas, las cuales prometen romper pronto la cárcel que las encierra y desplegarse embalsamando el ambiente y entregándose a los lascivos besos de las auras.
Tú, que eres gran conocedor, notaste al punto lo que yo valía y el provecho que podías sacar de mí.
El maestro Isidoro estaba, como siempre, muy falto de dinero, y, siendo yo suya y a modo de su esclava, pues me había criado y educado, tú te concertaste con él, y, pagándolo bien, conseguiste que te entregase mi persona.
Deseabas tú tenerme contigo; pero más lo deseaba tu hermana Zoe, quien desde el principio y con mayor vehemencia, sintió por mí extraordinaria simpatía.
He dicho que el maestro Isidoro me había educado porque no se me ha ocurrido expresarlo de otra suerte; pero la verdad es que la educación que me había dado, si prescindimos del canto, casi natural y sin estudio, de la danza y de mis habilidades de acróbata, era educación harto incompleta. Yo lo ignoraba todo. Sólo sabía picardías groseras, extrañamente combinadas con mi candidez de niña. No acertaba a discernir lo perverso y vicioso de lo decente y honesto. De los hombres, de la sociedad y de todo el gran espectáculo del mundo, me forjaba yo las más fantásticas ideas. Sobre mí misma apenas había reflexionado ni me había examinado. Aunque vaga y confusamente, presentía yo que iba a ser muy bonita, y que pronto, muy pronto se desenvolvería en mí un pasmoso poder que sería fuente de felicidad para alguien, venero de deleites y causa para mí de nombradía y de fortuna.
Crecía yo sin embargo con espontánea falta de dirección, a modo de planta sin cultivo. Ni siquiera en lo corporal había yo concebido un extremo de elegancia, de distinción y de gracia, a que aspirase realizándole en mi persona. Estaba cerca el momento en que iba todo a florecer, y yo no comprendía por qué arte había de solicitar y de hacer más rico el florecimiento, prestándole valor y atractivos que no da por sí sola la ciega naturaleza, sin esmero, sin cultivo y sin guía.
De gran provecho me fueron entonces la tutela y los sabios consejos de tu hermana Zoe, quien, como he dicho, me quiso desde luego muchísimo y a quien nunca sabré cómo pagar las sabias lecciones que acertó a darme.
Aunque parezca inmodestia, no he de ocultar yo que ella encontró en mí la más atenta, hábil y aprovechada discípula. Cada leve indicación suya, era luminosa revelación para mí. Comprendí lo que yo podía ser y puse y empleé toda la energía de mi voluntad para que ninguna esperanza se desvaneciese y para que mi natural generoso, estimulado e impulsado por mi deseo y dirigido por mi entendimiento, viniese a manifestarse en toda la plenitud de la hermosura y en toda la fresca lozanía de la juventud cuando brota como en la primavera, se rompen las yemas, se dilatan los renuevos y se engalana el árbol de verde pompa y de preciosas flores.
Cuatro años duró esta educación mía, de que tu hermana fue maestra; esta transformación mía de niña en mujer hermosa, a la que tanto contribuyó tu hermana con sus consejos, con su estímulo y con su ilustrada experiencia.
Durante todo aquel tiempo me mirabas tú con afecto, pero con afecto en cierto modo frío, casi técnico, como mira el artista la obra que va saliendo bien de entre sus manos, y, halagada su vanidad, se complace en dicha obra, sin otro anhelo que el de verla terminada y sin defecto alguno.
Zoe y tú cultivasteis también mi espíritu, sumido hasta entonces en la barbarie. Me hicisteis comprender y admirar el orden, la hermosura y la magnificencia de las cosas todas, que son visibles, y me impulsasteis a fantasear algo de lo invisible y de lo sobrenatural, que sin duda lo ordena, lo concierta y lo penetra todo, animándolo y dándole vida.
Inútil es recordarte que, a los pocos días de haber hecho tú el trato con el maestro Isidoro, por cuya virtud te quedaste conmigo, salimos de Málaga y recorrimos muchas ciudades de España, Italia y Grecia.
En todas éramos bien recibidos y aplaudidos y ganábamos mucho dinero. Tú me enseñaste a recitar bien los versos. Casi llegué a recitarlos mejor que Zoe. Ella al menos así lo declaraba, mostrándose, por su extremado cariño hacia mí, complacida y no celosa.
En Alejandría había llegado yo, según asegurabas tú, a la perfección del arte de la comedianta, y ya hice contigo o representé escenas, casi siempre amorosas, en que ambos fuimos muy aplaudidos.
A decir verdad, toda esta educación artística y poética me había revelado no poco y había hecho surgir del fondo de mi alma alambicados sentimientos que el vulgo desconoce; pero tú seguías mirándome como obra tuya y de tu hermana, y no como mujer capaz de inspirar amor y que te le inspirase, y sobre lo que era verdadero amor seguía yo a ciegas.
Mi amistad estrechísima con tu hermana, apenas podía darme de esto un vago, confuso y remotísimo presentimiento, como pudiera la luz de la luna o el resplandor de una estrella hacer concebir a quien nunca le hubiese visto el refulgente brillo del sol del mediodía. Y los impuros recuerdos de mi descuidada y viciosa niñez, comparados con el radiante fulgor del amor verdadero, eran como la luz de una tea, obscurecida por el humo, si se compara a los rayos vencedores del sol, que disipan las nubes y doran y serenan la amplitud azulada del aire y dan transparente claridad al éter.
Cuando tú por vez primera me dejaste conocer que me amabas, mi primer sentimiento fue muy hondo y hasta entonces desconocido. Sentí que yo también quería y debía amarte, pero que algo me faltaba. Quería ser toda tuya; verter sobre ti mi alma como esencia olorosa, guardada cuidadosamente en un pomo sellado, a fin de que el aroma exquisito y volátil no se disipe. Nadie había hasta entonces abierto el pomo, ni vertido una sola gota del elixir precioso, pero yo recelaba que algo de su aroma, por falta de cuidado, había ido disipándose, y que ya no podía yo dártele a ti en toda su fuerza y reconcentrada virtud. Esto me afligía y me desconsolaba, y entonces, casi antes del amor, despertó en mí el pudor, aletargado o hasta aquel punto dormido.
Contradicción pasmosa; la admiración, el culto de mi propia hermosura corporal, de que yo me envanecía y en que yo me deleitaba, me hacían considerar que algo iba yo a perder al entregarme a ti, y al par que me dolía este sacrificio, por lo mismo que le consideraba costoso y grande, me complacía en poder hacértele, como la mayor prueba de amor que podía darte, como algo con que rescataba yo mi falta y compensaba o suplía la mengua de lo pasado en mi descuidada edad primera.
Hacía ya tiempo que me mostraba yo huraña y esquiva con los hombres de cierta importancia y con los personajes que venían a vernos y que me requebraban y pretendían. Alguna vez nos llevaban a los tres a su casa, a tu hermana, a ti y a mí, a fin de que representásemos, cantásemos y bailásemos, alegrando los banquetes que daban.
Ciertamente no era mi castidad ni ninguna otra virtud la que de todos mis pretendientes hasta entonces me había defendido. Lo que me había defendido era la admiración de mi propia belleza y el temor de deslustrarla. Consideraba yo, en mi orgullo, tan portentoso aquel tesoro, que no había riqueza en el mundo que le pudiera pagar.
Sólo podía pagarle otro tesoro inmenso de amor que naciese en el alma de un ser a quien juzgase yo digno de mí.
La rica variedad de las cosas visibles, el orden con que se encadenan y enlazan unas a otras, y la vida, unas veces latente y otras veces manifiesta, que circula por el seno íntimo de los seres todos, habían llamado mucho mi atención desde pequeña. Yo me inclinaba a creer que había seres vivos e inteligentes, de condición superior a la nuestra y de tan sutil y etérea substancia formados, que se escapaban a la investigación de nuestros sentidos, a no ser que por ingénita delicadeza y perspicacia de ellos, ya constante, ya producida en un momento dado por causas que no acertaba yo a explicarme, llegásemos a percibirlos.
No cabe duda que entre lo que llamamos natural y lo que llamamos sobrenatural no hay límite fijo. Algo debía yo gratuita y espontáneamente a la naturaleza; pero mucho más debía a mi empeño de elevarme, al esfuerzo poderoso con que me había mejorado y hermoseado, descollando entre las otras mujeres y logrando una distinción, una finura y un primor en mí, que era como mi propia creación, como producto de mi espíritu y del arte que mi espíritu ejercía. Ahora bien, ¿no podía ser que este perfeccionamiento que yo me había dado, no sólo me apartase de mis semejantes, esto es, de los hombres y de las mujeres, sino que me hiciese digna de llamar la atención y de atraer las miradas de los genios, de las deidades o como quieran llamarse otras criaturas vivas e inteligentes más perfectas que nosotros y que por lo común no nos miran y nos desdeñan? ¿No podía ser también que, al afinar yo y depurar la materia y la forma de mi cuerpo, hubiese logrado igualmente afinar mis sentidos, ponerlos más penetrantes y hacerlos aptos y capaces de ver otras formas más etéreas y vagas, y de oír, acallando en torno mío el grosero concierto de cuanto agita al ambiente y hiere luego el oído, músicas, acentos y palabras de más delicada condición, que estremecen y hacen ondular un fluido más raro que el aire? ¿No podía ser que, gracias a esta lucidez conquistada por mí, pudiese yo ver y oír lo que no ven ni oyen los hombres y las mujeres vulgares?
Así cavilaba yo poco tiempo ha; pero, aunque hace poco tiempo, no acierto a recordar si mis cavilaciones fueron antes o fueron después de la singularísima percepción experimentada por mí desde hace bastantes días, con tal vaguedad al principio que, después de pasada, dudaba de que hubiese sido real, de que no hubiese yo soñado despierta, y que poco después se ha ido aclarando y fijando por tal extremo, que no dudo ya que hay fuera de mí un ser real que la produce y por el cual a menudo estoy obsesa. Yo veo a este ser; su imagen ha quedado en mi memoria pintada con líneas y colores; y su voz, que ha penetrado en mi oído, sin que tal vez sonase como suena para el vulgo todo lo sonoro, tenía una dulce melodía y una cadencia que no puedo olvidar. Eran palabras, no atinaré a decir de qué lengua, pero yo creía entender su significado, si bien no de un modo concreto como se entienden las cláusulas y frases del que nos habla o escribe, sino de un modo confuso, que sugiere más de lo que expresa, como inspirada música.
La vista y el oído son los sentidos que me dan testimonio de este ser. El tacto le niega; yo he querido asirle, detenerle, tocarle; pero mis manos han pasado al través de su cuerpo como si fuera una niebla luminosa, y lo único que he conseguido es que, deshecho el encanto, haya dejado yo de ver y oír a quien lo causaba. Sin embargo, yo le tengo tan presente y fijo en la memoria, que te le podría describir con exactitud si me acudiesen las palabras que para ello necesito.
Es un varón alto y majestuoso, en lo mejor de su edad, cabellos y barba negros artísticamente rizados; sus grandes y rasgados ojos están llenos de fuego, su vestidura talar es blanca y flotante; sobre la cabeza lleva una corona de peregrina hechura, y en la diestra una vara, al parecer de oro, como si fuera signo de mando o vara de virtudes.
Mucho me lisonjea que este personaje, que se me aparece con frecuencia cuando estoy completamente sola, que penetra en mi estancia aunque mi estancia esté cerrada con siete llaves, como si se filtrara por el muro más espeso o se introdujese por la cerradura o por más sutiles resquicios, se complazca en mirarme y me mire con admiración y con afecto. Conozco, además, que él quiere que yo le vea, le contemple bien y le halle hermoso y amable. Confieso que lo que no han conseguido poderosos señores, príncipes, generales, procónsules, elegantes patricios y acaudalados publicanos, acaso lo consiga el singular personaje que te describo.
Hasta ahora nada te he querido revelar. Nada quiero que sepas. ¿Para qué he de infundirte celos de un personaje intangible, de algo más leve y vaporoso hasta ahora que las áureas matutinas? Pero, en fin, si este personaje adquiriese consistencia, si mi deseo hiciese el milagro de consolidarle, no sé lo que sería de mí. Recelo que por él te olvidaría, que por seguirle te dejaría. Es, con todo, lo que me lleva hacia él algo muy distinto del amor que te tengo. Es una mezcla prodigiosa de asombro y de satisfacción de amor propio, al considerarme perseguida, y aunque de un modo inefable y algo incierto, requerida de amores por un ser superior a nuestra humana naturaleza; todo lo cual me llena de terror religioso y doblega y somete mi voluntad a su mandato. Si él mandase y yo atinase a entender su voz de mando, no cabe duda que yo le obedeciera. Él me atraería a sí, fascinándome como la sierpe fascina al pajarillo.
¿Será él un genio, un dios o algo parecido en la forma a lo humano, aunque forjado de más leve substancia, que sólo a fuerza de sobreexcitación de mis sentidos he podido ver y que no podré tocar nunca?
Hasta ahora nunca se me ha aparecido tu rival cuando tú estás conmigo; pero su imagen, viva y clara en mi memoria, no me deja un solo instante y viene a interponerse entre tú y yo, y creo que tiene fuerzas para arrancarme de tus brazos y para moverme, en un principio, a recibir con tibieza tus caricias en el día, y a rechazarlas si tuviera valor para ello y si la piedad y el afecto hacia ti no me lo estorbaran, temerosa de tu pesar y de tu enojo.
La desaparición de Elisa fue un golpe terrible para Dióscoro. Zoe, que también amaba mucho a Elisa, sintió con no menor vehemencia su desaparición; pero ni Zoe ni Dióscoro, a pesar de todas las investigaciones y pesquisas que hicieron, llegaron a comprender nunca de qué suerte y cuándo Elisa había desaparecido. Ambos se ponían a recordar lo que inmediatamente había pasado y reconocían que ni ellos ni nadie había notado que Elisa hubiese tenido rondador, pretendiente ni galán que tratase de enamorarla, seducirla y robarla.
Encerrado en una cajita, halló Dióscoro un rollo de papiros que contenía lo que acabamos de leer; pero la confesión de Elisa, en vez de aclarar el asunto, le hacía más tenebroso e inexplicable. Si el personaje que ella decía que la perseguía y la visitaba era creación de su mente, mal podía robarla separándola de su protector y amante y de su amiga. Y a Zoe y a Dióscoro, en aquella época de relativa incredulidad, en que las antiguas religiones habían perdido la virtud de infundir fe, se hacía muy dificultoso de creer que una divinidad o un genio se hubiese prendado de Elisa y se la hubiese llevado a algún cristalino alcázar en el fondo de los mares o a una rica mansión subterránea o a un castillo aéreo edificado sobre las nubes.
Lo que Dióscoro pensaba y creía con más insistencia, atormentándole mucho los celos cuando lo pensaba y lo creía, era que algún mortal, por medio de artes que él ignoraba, hubiese logrado enamorar a Elisa, fascinarla, robarla y llevársela, sin que se comprendiese a qué lugar extremo o a qué misterioso recinto.
Hasta en sus intereses habían perdido mucho los dos hermanos perdiendo a Elisa, que era la que alcanzaba más favor con el público, la que recibía mayores aplausos y la que atraía más gente cuando daban alguna representación.
Casi nunca viene sola una desgracia. Todo mal éxito trae o provoca otros sucesos o lances peores. Y así sucedió en la ocasión de que hablamos.
Zoe había sentido al parecer, tanto o más que Dióscoro, la desaparición de Elisa. Al menos la deploraba y lamentaba con más expansivas demostraciones. Sin embargo, Zoe se esforzó por borrar de la memoria del público alejandrino el recuerdo de Elisa, por superarla en gracia bailando y por reemplazarla en los diálogos y pasillos que ella solía antes representar con su hermano. Zoe era también mujer muy hermosa y representaba dignamente, aunque ya bastante granada, a la zagala cándida que se deja vencer por Dafnis en el idilio de Teócrito, y mejor aún, porque Zoe estaba entonces en todo el desenvolvimiento de su hermosura, a la diosa Juno cuando sube a la cumbre del Gárgaro a seducir y a rendir a Júpiter.
No es extraño que Zoe tuviese, como tenía, muchos admiradores. Entre ellos figuraba el mismo Procónsul.
Ocurre más a menudo de lo que parece que de un suceso nazcan sugestiones que tal vez por sí solas no nacieran.
Zoe sola con su hermano estaba primero muy triste por la desaparición de Elisa, a quien amaba por varios motivos; como discípula, con gran satisfacción de amor propio, porque veía en ella su creación; la obra de su habilidad y de su ingenio. Cuanto el arte había puesto en Elisa para realzar su natural encanto, lo consideraba Zoe como suyo. Otra de las causas de su grande amor a Elisa había sido su constante convivencia con ella, su dulce trato y su amena conversación, que durante mucho tiempo la había distraído y satisfecho de tal suerte, que Zoe no había pensado ni había sentido el deseo de tener amores con hombre alguno. La contemplación artística de la hermosura de Elisa había llenado su mente de una luz tan clara, de un resplandor difuso de hermosura tan deslumbrante, que la había como cegado, impidiéndole ver belleza en los hombres que se le acercaban y la pretendían. Zoe estaba como embebida y pendiente de la beldad de Elisa, y, satisfecha con verla y tenerla cerca de sí, no anhelaba otro goce.
Esta tierna y vehemente amistad de Zoe hacia Elisa, causaba a Zoe un contento purísimo sin mezcla de sentimiento alguno que le envenenase o le agriase.
Jamás miró a Elisa como rival, porque Elisa sólo había amado a su hermano y sólo de su hermano había sido. Y aunque la amistad entre mujeres si llega a la vehemencia no está libre de celos, a Zoe apenas se los daba su hermano. Se figuraba ella todo el primor y toda la gala de Elisa cual pomo de esencias de cuyo beatificante aroma sólo gozaban ella y su hermano sin que trascendiese fuera de la casa de ambos.
Fugada Elisa, dos sentimientos harto enojosos atormentaban a Zoe: cierta pena de que la beldad de su amiga, que sólo desde lejos había admirado el público, y de la que, en completo abandono, en perfecta intimidad, difundiéndose por el amor como se difunde el perfume por la virtud del fuego, sólo había gozado su hermano, fuese ahora de un ser extraño, mortal, dios o genio. En este sentimiento, como de amante celoso, Zoe coincidía con su hermano; pero después de la fuga de Elisa otro sentimiento más propio y frecuente en el alma de la mujer, atormentaba a Zoe. El sentimiento de la rivalidad y de la emulación, hasta entonces dormido, se había despertado en ella. Zoe era también hermosa, discreta, docta e inspirada en su arte, elocuentísima para expresar las más sublimes pasiones. Sus gestos y ademanes tenían tal corrección y elegancia, que podían servir de modelo a los más hábiles artistas. Su voz argentina y melodiosa cautivaba las almas o debía cautivarlas, penetrando en ellas tan honda y eficazmente como la de Elisa. ¿Por qué, pues, Elisa y no ella había sido objeto de un rapto misterioso, tal vez llevado a cabo por un ser de especie superior a la nuestra y más noble y bella acaso que la especie humana? ¿Había sido el raptor algún poderoso príncipe venido de oculto, atraído por la fama de Elisa, allá de encantadas regiones, tal vez de las islas Afortunadas o tal vez del verdadero jardín de las Hespérides, resto de la hundida Atlántida, rodeado de un mar luminoso, donde la diosa de las ondas recibe por la noche al sol en su tálamo? ¿Habría sido el raptor tal vez algún sabio monarca que tiene su trono y su dichosísimo reino más allá de las regiones inhospitables donde viven los Arimaspes y los Grifos, más allá de las montañas Rifeas en el fértil y ameno país de los hiperbóreos, donde nunca rugen las tempestades, donde sólo soplan el céfiro y otros vientos mansos que esparcen el olor de las flores, y donde Apolo vierte con más prodigalidad sus dones en las mentes humanas, y donde se tiene y se alcanza mejor el sentimiento de la hermosura? ¿Por qué el rey de este país vino a buscar a Elisa y se la llevó consigo y no fue a ella a quien buscó y a quien se llevó?
Todas estas cavilaciones e imaginaciones atormentaban tanto a Zoe, que le robaban el sueño y la traían desmejorada, ojerosa e inquieta. Su antigua alegría se había disipado. De agradablemente locuaz que era antes, se había vuelto taciturna. Y estaba de humor tan acre y vidrioso, que a menudo se enojaba contra su hermano, y en vez de consolarle por la pérdida de Elisa, le atormentaba echándole la culpa de aquella pérdida por la tibiez y flojedad de su cariño, cuyos lazos no habían sabido ni podido retener cautiva a la bella joven, dejando que otro amor más brioso los desatara o los rompiese.
En el supuesto de que el raptor de Elisa hubiese sido un ser benéfico, hermoso y superior a nosotros, Zoe padecía doble envidia: envidiaba al raptor porque gozaba de la presencia y del afecto de Elisa, y envidiaba también a Elisa, suponiendo que tenía un amante con todas las excelencias que ella había prestado en sus sueños más amorosos al personaje ideal amado de su alma.
En ocasiones, para atormentarse más y por mil distintas maneras, Zoe pensaba también que el raptor de Elisa, así como pudo ser el propio genio del amor, un semidiós o un dios que hallase en ella bienaventuranza y que en cambio se la diera a ella, pudo también haber sido un ser aborrecible, un monstruo, uno de esos seres extraños a la condición humana, no porque la superen, sino porque le son adversos, un cíclope, por ejemplo, un sátiro o un hipocentauro.
Sufría Dióscoro con más paciencia que Zoe la desaparición de Elisa. Apenas hablaba de ella con su hermana, y mirando su mal como irremediable, no encontraba otra cura que la del olvido, si el olvido era posible. Zoe, entretanto, aunque también creyese irremediable el mal, no renunciaba al empeño de hallar, si no su remedio, su explicación satisfactoria. Su curiosidad era cada vez más viva. ¿Quién había robado a Elisa y dónde se la había llevado? El misterio en que había quedado envuelto el rapto excitaba poderosamente su ansia de penetrarle.
Zoe acudió a todos los medios y recursos que ofrecía entonces Alejandría, donde florecían y fermentaban las sectas religiosas. Las doctrinas ocultas y las artes adivinatorias y mágicas, nacidas allí o traídas a aquella grande y floreciente ciudad desde los más remotos países. Para averiguar el paradero de Elisa, Zoe fue a consultar a una hechicera de Tasalia, que gozaba entonces de alta fama en Egipto, que veía a largas distancias y al través de espesísimos muros, que adivinaba los pensamientos ocultos de los hombres, que domaba culebras, que componía filtros, pociones y linimentos para infundir sueños, durante los cuales solían descubrirse casos recónditos. También fue a visitar Zoe, cuando se inclinaba a creer que había sido alguien venido del reino de los muertos quien había robado a Elisa, a hombres iniciados en antiguos misterios, que tenían fama y se jactaban de evocar los manes. Pero ni en la vigilia, ni en el sueño, ni por medio de otra persona, ni por ella misma sobreexcitada su sensibilidad por virtud de linimentos y pociones, desprendido su espíritu del más cercano y tangible mundo real, pudo hallar nunca indicio, huella o señal que le mostrase por dónde había ido Elisa, dónde residía entonces y en poder de quién se hallaba.
Sin duda era una combinación de fuerzas la que movía el alma de Zoe en busca de Elisa. En la combinación entraban la envidia, la curiosidad, el afecto vehementísimo que a aquella mujer había profesado, y ya el anhelo de volver a estar con ella, ya el prurito de igualarse con ella en aventuras, triunfos, conquistas y lances extraordinarios. Zoe recurrió a todos los medios para buscarla; en el antro misterioso de una vieja hechicera se hizo frotar con una unción mágica y voló o creyó volar al sitio en que los genios y las ninfas tienen juntas y celebran fiestas, y tejen danzas a la luz de la luna en el seno de los bosques, en la encantada orilla de los lagos o en la alta cima de los montes que las nubes envuelven y coronan. Pero Zoe, ora fuese su peregrinación real, ora fuese soñada, no pudo encontrar a Elisa. Zoe siguió fantásticamente el errante curso de Io, hija de Inaco, atravesó la Escitia, vio los tesoros que defienden los grifos contra la insolente avidez de los arimaspes, y llegó a las regiones hiperbóreas y vio la bienandanza de los que viven allí amados de los dioses; pero no descubrió a Elisa.
Zoe estuvo también en Pancalla, en la isla sagrada donde embriaga dulcemente el aire impregnado de aromas; donde la mar que rodea a las islas es clara y luminosa como diamantes líquidos y dulce como miel hiblea; pero tampoco encontró a Elisa por allí.
Zoe se interrogaba a sí misma y no acertaba a contestar ¿qué era lo que más deseaba?, ¿hallar a Elisa o imitarla y ser como ella?
Pronto desesperó de hallar a Elisa desechando por imposible aquel extremo de su deseo, el otro extremo prevaleció y adquirió mayor fuerza.
Zoe no vaciló más. Su vanidad lo pedía y su ansia de amor lo pedía con mayor eficacia aún. Necesitaba amar como nunca había amado y necesitaba ser amada también con frenesí y por un ser que no desmereciese del ser enamorado de Elisa. Si su deseado amante no estaba más allá de la condición humana, ella quería al menos que estuviera en la cumbre de dicha condición, que fuese como la flor, como lo más elevado del humano linaje. Si Elisa había sido arrebatada por un personaje extraordinario que tenía apariencias de sobrenatural, era porque Elisa merecía indudablemente tan gran situación. ¿Cómo Zoe, que a los ojos y en la mente del Procónsul no valía menos que Elisa, no había de merecer también que la enamorasen y robasen?
Zoe logró que se enamorase de ella Epagato, el prefecto de Egipto. Era terrible personaje; ídolo de los soldados. En Roma se había puesto al frente del motín de las tropas que asesinaron a Ulpiano, prefecto de Roma, ministro favorito del Emperador, severo jurisconsulto y hombre de Estado, que había querido reformar el ejército y purificarle de sus vicios restaurando en él la antigua disciplina. Los soldados, dirigidos por Epagato, le habían muerto a estocadas al lado del Emperador mismo, quien en balde le cubrió con su púrpura para defenderle. La sangre de Ulpiano manchó las vestiduras del Emperador Alejandro Severo. No pudo el Emperador vengar la muerte de su amigo y la afrenta sacrílega que a su propia majestad habían hecho. Tuvo que recurrir al disimulo, y lo único que pudo hacer, al cabo de cierto tiempo, fue alejar a Epagato de Roma, nombrándole prefecto o gobernador de Egipto.
Epagato era un personaje que, como no pocos de aquellos y de otros tiempos de corrupción y de decadencia, tenía el más triste concepto de los seres humanos. Creía él que todos o eran débiles y tontos y para nada valían, o si valían para algo, eran corrompidos, tunantes y malvados. Él mismo se ponía, pues, en el dilema o bien de servirse de gente incapaz, o bien de recurrir, si para algo habían de servirle, a los más inmortales y perversos entre los hombres. Como Epagato había optado por el segundo extremo del dilema, resultaba que todo Egipto gemía bajo el poder tiránico de una caterva de bandidos, así en los empleos militares como en la justicia y en la administración de la provincia toda y de cada uno de sus municipios. Aquello era un saqueo, un robo y un vejamen perpetuo de todos los habitantes, pacíficos y honrados, pero indolentes y cobardes.
La mayor protesta que había contra todo ello era la de los hombres de la nueva secta judaica que se llamaban galileos o cristianos, muchos de los cuales, llenos de odio, desprecio y horror por la sociedad de entonces, huían de los grandes centros de población y se iban a vivir en los desiertos de la Tebaida.
Cuando un vaso está lleno una sola gota más que caiga en él hace que llegue a su colmo y que el líquido rebose y se derrame. Así sucedió en Egipto con el gobierno de Epagato. Hacía tiempo que los ediles de Alejandría, más que Ayuntamiento o Consejo municipal, eran una cueva de ladrones. El pueblo lo sufría con paciencia; pero ocurrió que el pósito o granero público, del que cuidaban dos ediles y donde había almacenada para acudir a la manutención del pueblo en épocas de carestía una gran cantidad de trigo, lentejas y otros granos, fue saqueado por dichos dos ediles que vendieron a ricos mercaderes de Caria, que habían venido a Alejand [...]