Á LA EXCMA. SEÑORA DOÑA IDA DE
BAUER I
Nunca, estimada señora y bondadosa amiga, soñé
con ser
escritor popular. No me explico la causa, pero es lo cierto que
tengo y tendré
siempre pocos lectores. Mi afición á escribir es, sin embargo, tan
fuerte, que
puede más que la indiferencia del público y que mis desengaños.
Varias veces me dí ya por vencido y hasta por
muerto; mas
apenas dejé de ser escritor, cuando
reviví como tal bajo diversa forma. Primero fuí poeta lírico, luego
periodista,
luego crítico, luego aspiré á
filósofo, luego tuve mis intenciones y conatos de dramaturgo
zarzuelero, y al
cabo traté de figurar como novelista en el largo catálogo de
nuestros
autores.
Bajo esta última forma es como la gente me ha
recibido
menos mal; pero aun así, no las tengo todas conmigo.
Mi musa es tan voluntariosa, que hace lo que
quiere y no lo
que yo le mando. De aquí proviene
que, si por dicha logro aplausos, es por falta de
previsión.
Escribí mi primera novela sin caer hasta el fin
en que era
novela lo que
escribía.
Acababa yo de
leer multitud de libros devotos.
Lo poético de aquellos libros me tenía hechizado,
pero no
cautivo. Mi fantasía se exaltó con
tales lecturas, pero mi frío corazón siguió
en
libertad
y
mi
seco
espíritu
se
atuvo
á
la
razón
severa.
Quise entonces recoger como en un ramillete todo
lo más
precioso, ó lo que más precioso me parecía, de aquellas flores
místicas y ascéticas, é inventé un personaje que las
recogiera con fe y entusiasmo,
juzgándome yo, por mí mismo, incapaz de tal cosa. Así brotó
espontánea una
novela, cuando yo distaba tanto de querer ser novelista.
Después me he puesto adrede á componer otras, y
dicen que
lo he hecho peor.
Esto me ha desanimado de tal suerte, que he
estado á punto
de no volver á escribirlas.
Entre las pocas personas que me han dado nuevo
aliento
descuella V., ora por la indulgencia
con que celebra mis obrillas, ora por el
valor que los elogios de V., si prescindimos por un instante de la
bondad que los inspira, deben tener para cuantos conocen su rara
discreción, su
delicado gusto y el hondo y exquisito sentir con que percibe todo
lo
bello.
Aunque yo no hubiese seguido de antemano la
sentencia de
aquel sabio alejandrino que afirmaba que sólo las personas hermosas
entendían
de hermosura, V. me hubiera movido á seguirla, mostrándose
luminoso
y
vivo
ejemplo
y
gentil
prueba
de
su
verdad.
No extrañe V., pues, que, lleno de
agradecimiento, le
dedique este libro.
Por ir dedicado á V., quisiera yo que fuese mejor
que
Pepita
Jiménez, á quien V. tanto celebra; pero harto sabido es que
las
obras literarias, y muy en particular las de carácter poético, sólo
se
dan bien en momentos dichosos de
inspiración, que los autores no renuevan á su
antojo.
En esto como en otras mil cosas, la poesía se
parece á la
magia.Requiere la intervención del cielo.
Cuentan de Alberto Magno que, yendo en
peregrinación de
Roma á Alemania, pasó una noche á las orillas del Po, en la cabaña
de un
pescador. Agasajado allí muy bien, quiso el doctor probar su
gratitud al
huésped, y le hizo y le dió un pez de madera, tan maravilloso que,
puesto en la
red atraía á todos los peces vivos. No hay que ponderar la
ventura del pescador con su pez mágico. Cierto
día, con todo, tuvo un descuido, y el pez se le
perdió. Entonces se puso en camino, fué á Alemania, buscó á
Alberto, y le rogó
que le hiciera otro pez semejante al primero. Alberto respondió que
lo deseaba
(también deseo yo hacer otra
Pepita
Jiménez;) mas que, para hacer otro pez
que tuviese todas las virtudes del antiguo, era menester esperar á
que el cielo presentase idéntico aspecto
y disposición en constelaciones, signos y planetas, que en la noche
en que el
primer pez se hizo, lo cual no podía
acontecer sino dentro de treinta y seis mil y pico de años.
Como yo no puedo
esperar tanto tiempo, me resigno á dedicar á V.
ElComendador
Mendoza
.
Este simpático personaje, antes de salir en
público, no ya
escondido y á trozos, sino por
completo y por sí solo, pasa, con la venia de
Lucía, á besar humildemente los lindos pies de V. y á ponerse bajo
su amparo. Remedando á un antiguo compañero
mío, elige á V. por su madrina. No
desdeñe V. al nuevo ahijado que le presento, aunque no valga lo que
Pepita, y créame su afectísimo
y respetuoso servidor.
JUAN VALERA.
*El Comendador Mendoza.*
I
Á pesar de los
quehaceres y cuidados que me retienen en Madrid casi
de
continuo,
todavía
suelo
ir
de
vez
en
cuando
á
Villabermeja
y
á otros lugares de Andalucía, á pasar cortas
temporadas de
uno á dos meses.
La última vez que
estuve en Villabermeja ya habían salido á luz
LasIlusiones
del Doctor
Faustino
.
D. Juan Fresco me mostró en un principio algún
enojo de que
yo hubiese sacado á relucir su vida y las de varios parientes suyos
en un libro
de entretenimiento; pero al cabo, conociendo que yo
no lo había hecho á mal hacer, me perdonó la falta
de sigilo. Es más: D. Juan aplaudió la
idea de escribir novelas fundadas en hechos reales, y me animó á
que siguiese cultivando el
género. Esto nos movió á hablar del Comendador
Mendoza.
—¿El vulgo —dije yo,— cree aún que el
Comendador anda penando, durante
la noche, por los desvanes de la casa solariega de los
Mendozas,
con
su
manto
blanco
del
hábito
de
Santiago?
—Amigo mío —contestó D. Juan,— el vulgo lee ya
El Citador y otros libros y periódicos librepensadores.
En la
incredulidad, además, está como
impregnado el aire que se respira. No faltan jornaleros escépticos;
pero las
mujeres, por lo común, siguen creyendo á
pie juntillas. Los mismos jornaleros escépticos niegan de día y
rodeados de
gente, y de noche, á solas, tienen más miedo que antes de lo
sobrenatural, por
lo mismo que lo han negado durante el día. Resulta, pues, que, á
pesar de que
vivimos ya en la edad de la razón y se supone que la de la fe ha
pasado, no hay
mujer bermejina que se aventure á subir á los desvanes de la casa
de los
Mendozas sin bajar gritando y
afirmando á veces que ha visto al Comendador, y apenas hay
hombre que suba solo á dichos
desvanes sin hacer un grande esfuerzo de voluntad para vencer ó
disimular el
miedo. El Comendador, por lo visto, no ha cumplido aún su tiempo de
purgatorio,
y eso que murió al empezar este siglo.
Algunos entienden que no está en
el purgatorio, sino en el infierno; pero no parece
natural
que,
si
está
en
el
infierno,
se
le
deje
salir
de
allí
para
que venga á mortificar á sus paisanos. Lo más
razonable y
verosímil es
que
esté
en
el
purgatorio,
y
esto
cree
la
generalidad
de
las
gentes.
—Lo que se infiere de todo, ora esté el
Comendador en el infierno, ora
en
el
purgatorio,
es
que
sus
pecados
debieron
de
ser
enormes.
—Pues, mire V. —replicó D. Juan Fresco,— nada
cuenta el
vulgo de terminante y claro con relación al Comendador. Cuenta, sí,
mil
confusas patrañas. En Villabermeja se conoce que hirió más la
imaginación
popular por su modo de ser y de pensar que por sus hechos. Sus
hechos
conocidos, salvo algún extravío de la mocedad, más le califican de
buena que de
mala
persona.
—De todos modos, ¿V. cree que el Comendador era
una persona
notable?
—Y mucho que lo creo. Yo contaré á V. lo que sé
de él, y
V. juzgará.
Don Juan Fresco me contó entonces lo que sabía
acerca del
ComendadorMendoza. Yo no hago más que ponerlo ahora por
escrito.
II
Don Fadrique López de Mendoza, llamado comunmente
el
Comendador, fué hermano de don José, el mayorazgo, abuelo de
nuestro D. Faustino,
á quien supongo que conocen mis lectores.
Nació D. Fadrique
en 1744.
Desde niño dicen que manifestó una inclinación
perversa á
reírse de todo y á no tomar nada por lo serio. Esta cualidad es la
que menos
fácilmente se perdona, cuando se entrevé que no
proviene de ligereza,
sino
de
tener
un
hombre
el
espíritu
tan
serio,
que
apenas
halla cosa terrena y humana que merezca que él la
considere
con seriedad; por donde, en fuerza de la seriedad misma, nacen el
desdén y la risa
burlona.
Don Fadrique, según la general tradición, era un
hombre de
este género: un hombre jocoso de puro serio.
Claro está que hay dos clases de hombres jocosos
de puro
serios. Á una clase, que es muy numerosa, pertenecen los que andan
siempre tan serios, que hacen reir á los demás, y sin
quererlo son jocosos. Á otra clase, que siempre cuenta pocos
individuos, es á
la que
pertenecía D. Fadrique. Don Fadrique se burlaba de la seriedad
vulgar é inmotivada, en virtud de una seriedad exquisita y
superlativa; por lo cual era
jocoso.
Conviene advertir, no obstante, que la jocosidad
de D.
Fadrique rara vez tocaba en la insolencia ó en la crueldad, ni se
ensañaba en
daño del prójimo. Sus burlas eran
benévolas y urbanas, y tenían á menudo cierto barniz de dulce
melancolía.
El rasgo predominante en el carácter de D.
Fadrique no se
puede negar que implicaba una mala
condición: la falta de respeto. Como veía lo ridículo y lo cómico
en todo,
resultaba que nada ó casi nada respetaba, sin poderlo remediar. Sus
maestros y
superiores se lamentaron mucho de
esto.
Don Fadrique era ágil y fuerte, y nada ni nadie
le inspiró
jamás temor, más que su padre, á quien quiso entrañablemente. No
por eso
dejaba de conocer y aun de decir en confianza, cuando recordaba á
su padre, después de muerto, que, si bien
había sido un cumplido caballero, honrado, pundonoroso, buen marido
y lleno
de caridad para con los pobres, había sido también un
vándalo.
En comprobación de este aserto contaba D.
Fadrique
varias anécdotas, entre las cuales ninguna le gustaba tanto como la
del
bolero.
D. Fadrique bailaba muy bien este baile cuando
era niño,
y D. Diego, que así se llamaba su padre, se
complacía en que su hijo luciese su
habilidad cuando le llevaba de visitas ó las recibía con él en su
casa.
Un día llevó D. Diego
á su hijo D. Fadrique á la pequeña ciudad, que dista dos leguas
de Villabermeja, cuyo
nombre no he querido nunca decir, y donde he puesto la escena de mi
Pepita Jiménez. Para la mejor inteligencia de todo, y á
fin de
evitar perífrasis, pido
al lector que siempre que en adelante hable yo de la ciudad
entienda que hablo de la pequeña
ciudad ya
mencionada.
Don Diego, como queda dicho, llevó á D. Fadrique
á la
ciudad. Tenía D. Fadrique trece
años, pero estaba muy espigado. Como iba
de visitas de ceremonia, lucía casaca y chupa de damasco encarnado
con
botones de acero bruñido, zapatos de hebilla y medias de seda
blanca, de suerte
que parecía un
sol.
La ropa de viaje de D. Fadrique, que estaba muy
traída
y con algunas manchas y desgarrones, se quedó en
la posada, donde
dejaron los caballos. D. Diego quiso que su hijo le acompañase en
todo su esplendor. El muchacho iba
contentísimo de verse tan guapo y con
traje tan señoril y lujoso. Pero la misma idea de la elegancia
aristocrática
del traje le infundió un sentimiento algo exagerado del decoro
y
compostura
que
debía
tener
quien
le
llevaba
puesto.
Por desgracia, en la primera visita que hizo Don
Diego á
una hidalga viuda, que tenía dos hijas doncellas, se habló del niño
Fadrique y
de lo
crecido
que
estaba,
y
del
talento
que
tenía
para
bailar
el
bolero.
—Ahora —dijo D. Diego,— baila el chico peor que
el año
pasado, porque está en la
edad del pavo;
edad insufrible, entre la palmeta y
el barbero. Ya Vds. sabrán que en esa edad se ponen los chicos muy
empalagosos, porque empiezan á presumir de hombres y no lo son.
Sin
embargo,
ya
que
Vds.
se
empeñan,
el
chico
lucirá
su
habilidad.
Las señoras, que habían mostrado deseos de ver á
D. Fadrique bailar, repitieron sus instancias, y una de
las doncellas tomó una guitarra y se puso á tocar para que D.
Fadrique bailase.
—Baila, Fadrique, —dijo D. Diego, no bien
empezó la música.
Repugnancia invencible al baile, en aquella
ocasión se
apoderó de su alma. Veía una contrariedad monstruosa, algo de
lo que llaman ahora una
antinomia, entre el bolero y la casaca. Es de advertir que
en aquel día D. Fadrique llevaba casaca por
primera vez: estrenaba la prenda, si
puede calificarse de estreno el aprovechamiento del arreglo ó
refundición de un
vestido, usado primero por el padre y después por el mayorazgo, á
quien se le
había quedado estrecho y corto.
—Baila, Fadrique, —repitió D. Diego,
bastante
amostazado.
Don Diego, cuyo traje de campo y camino, al uso
de la
tierra, estaba en muy buen estado, no se
había puesto casaca como su hijo. D.
Diego iba todo de estezado, con botas y espuelas, y en la mano
llevaba el látigo con que castigaba al
caballo y á los podencos de una
jauría numerosa que tenía para
cazar.
—Baila, Fadrique, —exclamó D. Diego por tercera
vez,
notándose ya
en
su
voz
cierta
alteración,
causada
por
la
cólera
y
la
sorpresa.
Era tan elevado el concepto que tenía D. Diego de
la
autoridad paterna, que se maravillaba de
aquella
rebeldía.
—Déjele V., señor de Mendoza —dijo la hidalga
viuda.— El
niño está cansado del camino y no quiere
bailar.
—Ha de bailar ahora.
—Déjele V.; otra vez le veremos, —dijo la
que tocaba la guitarra.
—Ha de bailar ahora
—repitió D. Diego.— Baila, Fadrique.
—Yo no bailo con
casaca, —respondió éste al
cabo.
Aquí fué Troya. D. Diego prescindió de las
señoras y de todo.
—¡Rebelde! ¡mal hijo! —gritó:— te enviaré á los
Toribios:
baila ó te desuello; y empezó á
latigazos con D.
Fadrique.
La señorita de la guitarra paró un instante la
música; pero
D. Diego la miró de modo tan terrible,
que ella tuvo miedo de que la hiciese tocar
como
quería
hacer
bailar
á
su
hijo,
y
siguió
tocando
el
bolero.
Don Fadrique, después de recibir ocho ó diez
latigazos, bailó
lo mejor que
supo.
Al pronto se le saltaron las lágrimas;
pero después, considerando que había sido su padre quien le
había pegado, y ofreciéndose á su fantasía de un modo cómico toda
la escena, y
viéndose él mismo bailar á latigazos y
con casaca, se rió, á pesar del dolor físico, y bailó con
inspiración y
entusiasmo.
Las señoras aplaudieron á rabiar.
—Bien, bien —dijo D. Diego.— ¡Por vida del
diablo! ¿Te he
hecho mal, hijo mío?
—No, padre —dijo D. Fadrique.— Está visto: yo
necesitaba
hoy de doble acompañamiento para bailar.
—Hombre, disimula. ¿Por qué eres tonto? ¿Qué
repugnancia
podías tener, si la casaca te va que ni pintada, y el bolero
clásico y de buena
escuela es un baile muy señor? Estas damas me perdonarán. ¿No es
verdad? Yo soy
algo vivo de genio.
Así terminó el lance del bolero.
Aquel día bailó otras cuatro veces D. Fadrique
en
otras tantas visitas, á la más leve insinuación de su
padre.
Decía el cura Fernández, que conoció y trató á D.
Fadrique,
y de quien sabía muchas de estas cosas
mi amigo D. Juan Fresco, que D. Fadrique refería con amor la
anécdota del
bolero, y que lloraba de ternura filial y reía al mismo tiempo,
diciendo
mi padre era un vándalo, cuando se
acordaba de él, dándole de latigazos, y retraía á su memoria á
las damas aterradas, sin dejar
una de ellas de tocar la guitarra, y á él mismo bailando el bolero
mejor que
nunca.
Parece que había en todo esto algo de orgullo de
familia.
El
mi padreera un vándalo de D.
Fadrique casi sonaba en sus labios como alabanza.D. Fadrique,
educado en el
lugar y del mismo modo que su padre, D.Fadrique cerril, hubiera
sido más
vándalo
aún.
La fama de sus travesuras de niño duró en el
lugar muchos
años después de haberse él partido á servir al Rey.
Huérfano de madre á los tres años de edad, había
sido
criado y mimado por una tía solterona, que vivía en la casa, y á
quien
llamaban la chacha
Victoria.
Tenía además otra tía, que si bien no vivía con
la familia,
sino en casa aparte, había también
permanecido soltera y
competía en mimos y en halagos
con la chacha Victoria. Llamábase esta otra tía la chacha
Ramoncica. D. Fadrique era el
ojito derecho de ambas señoras, cada una de las cuales estaba ya en
los
cuarenta y pico de años cuando tenía
doce nuestro
héroe.
Las dos tías ó chachas se parecían en algo y se
diferenciaban en mucho.
Se parecían en cierto entono amable y benévolo de
hidalgas,
en la piedad católica y en la profunda ignorancia. Esto último no
provenía sólo
de que hubiesen sido educadas en el lugar, sino de una idea de
entonces. Yo me figuro que nuestros abuelos,
hartos de la
bachillería femenil, de las cultas latini-parlas y de la
desenvoltura
pedantesca de las damas que retratan Quevedo, Tirso y Calderón en
sus
obras, habían caído en el extremo
contrario de empeñarse en que las
mujeres no aprendiesen nada. La ciencia en la mujer hubo de
considerarse
como un manantial de perversión. Así es que en los lugares, en las
familias
acomodadas y nobles, cuando eran religiosas
y morigeradas, se educaban las niñas para que fuesen muy
hacendosas, muy arregladas y muy señoras de
su casa. Aprendían á coser, á bordar y á hacer calceta; muchas
sabían de
cocina; no pocas planchaban perfectamente; pero casi siempre se
procuraba que
no aprendiesen á escribir, y apenas sí se les enseñaba á leer de
corrido en
El
Año Cristiano ó en algún otro libro
devoto.
Las chachas Victoria y Ramoncica se habían
educado así. La
diversa condición y carácter de cada una estableció después
notables
diferencias.
La chacha Victoria, alta, rubia, delgada y bien
parecida,
había sido, y continuó siendo hasta
la muerte, naturalmente sentimental
y curiosa. Á fuerza de deletrear,
llegó á leer casi de corrido cuando estaba ya muy granada; y sus
lecturas no
fueron sólo de vidas de santos, sino que conoció también algunas
historias
profanas y las obras de varios poetas.
Sus autores favoritos fueron doña María de Zayas y Gerardo
Lobo.
Se preciaba de experimentada y desengañada. Su
conversación estaba siempre como
salpicada de estas dos exclamaciones: —¡Qué mundo éste! —¡Lo que ve
el que
vive!— La chacha Victoria se
sentía como hastiada y fatigada de haber visto tanto, y eso que sus
viajes no se habían extendido más allá de cinco ó seis leguas de
distancia de
Villabermeja.
Una pasión, que hoy calificaríamos de romántica,
había
llenado toda la
vida
de
la
chacha
Victoria.
Cuando
apenas
tenía
diez
y
ocho
años,
conoció y amó en una feria á un caballero cadete
de
infantería. El cadete amó también á la chacha, que no lo era
entonces; pero los
dos amantes, tan hidalgos como pobres, no se podían casar por falta
de dinero.
Formaron, pues, el firme propósito de seguir amándose, se juraron
constancia
eterna y decidieron aguardar para la boda á que llegase á capitán
el cadete.
Por desgracia, entonces se caminaba con pies de plomo en las
carreras, no había
guerras civiles ni pronunciamientos, y el cadete, firme como una
roca y fiel
como un perro, envejeció sin pasar de teniente nunca.
Siempre que el servicio militar lo consentía, el
cadete
venía á Villabermeja; hablaba por la ventana con la chacha
Victoria, y se
decían ambos mil ternuras. En las largas
ausencias se escribían
cartas amorosas cada ocho ó diez días; asiduidad y frecuencia
extraordinarias
entonces.
Esta necesidad de escribir obligó á la chacha
Victoria á
hacerse letrada. El amor fué su maestro de escuela, y le enseñó á
trazar unos
garrapatos anárquicos y misteriosos, que por
revelación de amor
leía, entendía y descifraba el
cadete.
De esta suerte, entre temporadas de pelar la pava
en
Villabermeja, y otras más largas temporadas de estar ausentes,
comunicándose
por cartas, se pasaron cerca de doce años. El cadete llegó á
teniente.
Hubo entonces un momento terrible: una despedida
desgarradora. El cadete, teniente ya, se fué á la guerra de Italia.
Desde allí
venían las cartas muy de tarde en tarde. Al cabo cesaron del todo.
La chacha
Victoria se llenó de presentimientos melancólicos.
En 1747, firmada ya la paz de Aquisgrán, los
soldados
españoles volvieron de Italia á España; pero
nuestro cadete, que
había esperado volver de capitán, no parecía ni escribía. Sólo
pareció, con
la licencia absoluta, su asistente, que era
bermejino.
El bueno del
asistente, en el mejor lenguaje que pudo, y con
los
preparativos y rodeos que le parecieron del caso
para
amortiguar el golpe, dió á la chacha Victoria la triste noticia de
que el cadete, cuando iba ya á ver colmados sus
deseos, cuando iba á ser ascendido á
capitán, en vísperas de la paz, en la rota de Trebia, había caído
atravesado
por la lanza de un
croata.
No murió en el acto. Vivió aún dos ó tres días
con la
herida mortal, y tuvo tiempo de
entregar al asistente, para que trajese á su querida Victoria, un
rizo rubio
que de ella llevaba sobre el pecho en un guardapelo,
las
cartas
y
un
anillo
de
oro
con
un
bonito
diamante.
El
pobre soldado cumplió fielmente su comisión.
La chacha Victoria recibió y bañó en lágrimas
las amadas reliquias. El resto de su vida le pasó recordando al
cadete, permaneciendo fiel á su
memoria y llorándole á veces. Cuanto había de amor en su alma fué
consumiéndose
en devociones y transformándose en cariño por
el sobrino Fadriquito, el cual tenía tres años cuando supo la
chacha
Victoria la muerte de su perpetuo y único
novio.
La pobre chacha Ramoncica había sido siempre
pequeñuela y
mal hecha de cuerpo, sumamente morena y bastante fea de cara.
Cierta dignidad
natural é instintiva le hizo comprender, desde que tenía quince
años, que no
había nacido para el amor. Si algo del amor con que aman las
mujeres á los
hombres había en germen en su alma,
ella acertó á sofocarlo y no brotó jamás. En cambio tuvo afecto
para
todos. Su caridad se extendía hasta los
animales.
Desde la edad de veinticuatro años, en que la
chacha
Ramoncica se quedó huérfana y vivía en casa propia, sola, le hacían
compañía
media docena de gatos, dos ó tres perros y un grajo,
que poseía varias habilidades.
Tenía asimismo Ramoncica un palomar lleno de palomos,
y
un
corral
poblado
de
pavos,
patos,
gallinas
y
conejos.
Una criada llamada Rafaela, que entró á servir á
la chacha Ramoncica cuando ésta
vivía aún en casa de
sus padres,
siguió
sirviéndola toda la vida. Ama y criada eran de la
misma
edad y llegaron juntas á una extrema
vejez.
Rafaela era más fea que la chacha, y, hasta por
imitarla,
permaneció siempre soltera.
En medio de su fealdad, había algo de noble y
distinguido
en la chacha Ramoncica, que era una
señora de muy cortas luces. Rafaela, por el contrario, sobre ser
fea, tenía el
más innoble aspecto; pero estaba dotada de un despejo natural
grandísimo.
Por lo demás, ama y criada, guardando siempre
cada
cual su posición y grado en la jerarquía social, se
identificaron por tal arte, que se diría
que no había en ellas sino una
voluntad, los pensamientos mismos y los mismos
propósitos.
Todo era orden, método y arreglo en aquella casa.
Apenas se
gastaba en comer, porque ama y criada comían poquísimo. Un vestido,
una saya,
una basquiña, cualquiera otra prenda, duraba años y años sobre el
cuerpo de la chacha Ramoncica ó guardada
en el
armario. Después,
estando
aún
en
buen
uso,
pasaba
á
ser
prenda
de
Rafaela.
Los muebles eran siempre los mismos y se
conservaban, como
por encanto, con un lustre y una limpieza que daban consuelo.
Con tal modo de vivir, la chacha Ramoncica, si
bien no
tenía sino muy escasas rentas, apenas
gastaba de ellas una tercera parte. Iba, pues, acumulando y
atesorando, y
pronto tuvo fama de rica. Sin embargo, jamás se sentía con valor de
ser
despilfarrada sino por empeño de su sobrino Fadrique, á quien,
según hemos
dicho, mimaba en competencia de
la chacha
Victoria.
Don Diego andaba siempre en el campo, de caza ó
atendiendo
á las labores. Sus dos hijos, D. José y D. Fadrique, quedaban al
cuidado de la chacha Victoria y del P. Jacinto,
fraile dominico, que pasaba por
muy
docto
en
el
lugar,
y
que
les
sirvió
de
ayo,
enseñándoles
las
primeras
letras y el latín.
Don José era bondadoso y reposado, D. Fadrique un
diablo
de travieso; pero D. José no atinaba
hacerse querer, y D. Fadrique era amado con locura de ambas
chachas, del feroz
D. Diego y del ya citado P. Jacinto, quien apenas tendría treinta y
seis años
de edad cuando enseñaba la lengua de Cicerón á los dos pimpollos
lozanos del
glorioso
y
antiguo
tronco
de
los
López
de
Mendoza
bermejinos.
Mientras que el apacible D. José se quedaba en
casa
estudiando, ó iba al convento á ayudar
á misa, ó empleaba su tiempo en
otras tareas tranquilas, D. Fadrique solía escaparse y promover
mil alborotos en el
pueblo.
Como segundón de la casa, D. Fadrique estaba
condenado á
vestirse de lo que se quedaba estrecho ó
corto para su hermano, el cual, á su vez, solía vestirse de los
desechos de su
padre. La chacha Victoria hacía estos arreglos y traspasos. Ya
hemos hablado de
la casaca y de la chupa encarnadas, que
vinieron á ser memorables por el lance del bolero; pero mucho antes
había
heredado D. Fadrique una capa, que se
hizo más famosa, y que había servido sucesivamente á D. Diego y á
D. José. La capa era blanca, y cuando cayó
en poder de D.
Fadrique recibió el nombre de la
capa-paloma.
La capa-paloma parecía que había dado alas al
chico, quien
se hizo más inquieto y diabólico desde que la poseyó. D. Fadrique,
cabeza de motín y de bando entre los muchachos más
desatinados del pueblo, se diría que llevaba la capa-paloma
como un estandarte, como un signo que todos seguían, como un
penacho blanco de Enrique
IV.
No era muy numeroso el bando de D. Fadrique, no
por falta
de simpatías, sino porque él elegía á sus parciales y secuaces
haciendo pruebas
análogas á las que hizo Gedeón para elegir ó desechar á sus
soldados. De esta
suerte logró D. Fadrique tener unos cincuenta ó
sesenta que le seguían, tan atrevidos y devotos á
su
persona, que cada uno valía por
diez.
Se formó un partido contrario, capitaneado por
D. Casimirito, hijo del hidalgo
más rico del lugar. Este partido era de más gente; pero, así por
las prendas personales del capitán,
como por el valor y decisión de los
soldados, quedaba siempre muy inferior á los fadriqueños.
Varias veces llegaron á las manos ambos bandos,
ya á
puñadas y luchando á brazo partido, ya en pedreas, de que era
teatro un llanete
que está por bajo de un sitio llamado el
Retamal.
Siempre que había un lance de éstos, D. Fadrique
era el
primero en acudir al lugar del peligro; pero es lo cierto que no
bien corría la
voz de que
la capa-paloma iba por el
Retamal abajo, las calles y las plazuelas se despoblaban de
los más
belicosos chiquillos, y todos acudían en busca del capitán
idolatrado.
La victoria, en todas estas pendencias, quedó
siempre por
el bando de D. Fadrique. Los de don
Casimiro resistían poco y se ponían en
un momento en vergonzosa fuga: pero como D. Fadrique se aventuraba
siempre más de lo que conviene á la prudencia de un general,
resultó que dos
veces regó los laureles con su sangre, quedando
descalabrado.
No sólo en batalla campal, sino en otros
ejercicios y
haciendo travesuras de todo género, don Fadrique se había roto
además la cabeza
otra tercera vez, se había herido el pecho con unas tijeras, se
había quemado
una mano y se había dislocado un brazo: pero de todos estos
percances salía al cabo sano y
salvo, merced á su
robustez y á los cuidados de la chacha Victoria, que decía,
maravillada y santiguándose: —¡Ay,
hijo de mi alma, para muy grandes cosas quiere reservarte el cielo,
cuando
vives de milagro y no
mueres!
III
Casimiro tenía tres años más de edad que don
Fadrique, y
era también más fornido y alto.
Irritado de verse vencido siempre como capitán, quiso probarse con
D. Fadrique
en singular combate. Lucharon, pues, á puñadas y á brazo partido, y
el pobre
Casimiro salió siempre acogotado y
pisoteado, á pesar de su superioridad aparente.
Los frailes dominicos del lugar nunca quisieron
bien á la
familia de los Mendozas. Á pesar de la
piedad suma de las chachas Victoria y Ramoncica,
y
de
la
devoción
humilde
de
D.
José,
no
podían
tragar
á
D. Diego, y se mostraban escandalizados de los
desafueros é
insolencias de D. Fadrique.
Sólo el P. Jacinto, que amaba tiernamente á don
Fadrique,
le defendía de las acusaciones y
quejas de los otros frailes.
Éstos, no obstante, le amenazaban á menudo con
cogerle y
enviarle á los Toribios, ó con hacer
que el propio hermano Toribio viniese
por él y se le
llevase.
Bien sabían los frailes que el bendito hermano
Toribio
había muerto hacía más de veinte años; pero la institución creada
por él
florecía, prestando al glorioso fundador una existencia inmortal y
mitológica.
Hasta muy entrado el segundo tercio del siglo presente, el hermano
Toribio y
los Toribios en general han sido el tema constante de todas
amenazas para
infundir saludable terror á los chachos traviesos.
En la mente de D. Fadrique no entraba la idea de
la fervorosa caridad con que el hermano Toribio, á fin de
salvar y purificar las almas de cuantos muchachos cogía, les
martirizaba el
cuerpo, dándoles rudos azotes sobre las
carnes desnudas. Así es que se presentaba en su imaginación el
bendito hermano
Toribio como loco furioso
y
perverso,
enemigo
de
sí
mismo
para
llagarse
con
cadenas
ceñidas á los riñones, y enemigo de todo el
género humano,
á quien desollaba y atormentaba en la edad de la niñez y de la más
temprana
juventud cuando se abren al amor las almas y cuando la naturaleza y
el cielo debieran sonreír y acariciar en vez
de dar
azotes.
Como ya habían ocurrido casos de llevarse á los
Toribios,
contra la voluntad de sus padres, á varios muchachos traviesos, y
como el
hermano Toribio, durante su santa vida, había salido á caza de
tales muchachos,
no sólo por toda Sevilla, sino por otras poblaciones de Andalucía,
desde donde
los conducía á su terrible establecimiento, la amenaza de los
frailes pareció
para broma harto pesada á D. Diego, y
para veras le pareció más pesada aún. Hizo, pues, decir
á los frailes que se abstuviesen de embromar á su
hijo, y mucho más de amenazarle, que ya él sabría castigar al chico
cuando lo
mereciese; pero que nadie más que él había de ser osado á ponerle
las manos
encima. Añadió D. Diego que el chico, aunque pequeño todavía,
sabría defenderse y hasta ofender, si le
atacaban, y que además él volaría en su auxilio, en caso necesario,
y
arrancaría las orejas á tirones
á
todos
los
Toribios
que
ha
habido
y
hay
en
el
mundo.
Con estas insinuaciones, que bien sabían todos
cuán capaz
era de hacer efectivas D. Diego, los
frailes se contuvieron en su malevolencia; pero como D. Fadrique
(fuerza es confesarlo, si
hemos de ser imparciales) seguía siendo peor que Pateta, los
frailes, no atreviéndose ya á esgrimir contra
él armas terrenas y temporales, acudieron al arsenal de las
espirituales y
eternas, y no cesaron de querer amedrentarle con el infierno y el
demonio.
De este método de intimidación se ocasionó un mal
gravísimo. D. Fadrique, á pesar de sus chachas, se hizo impío,
antes de pensar
y de reflexionar, por un sentimiento instintivo. La religión no se
ofreció á su
mente por el lado del amor y de la ternura infinita, sino por el
lado del miedo, contra el cual su natural
valeroso é independiente se rebelaba. D. Fadrique no vió el objeto
del amor
insaciable del alma, y
el
fin
digno
de
su
última
aspiración,
en
los
poderes
sobrenaturales.
D. Fadrique no vió en ellos sino tiranos,
verdugos ó
espantajos sin consistencia.