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Jada Brooks nunca podría haberse imaginado hasta qué punto iba a cambiar su vida cuando se enamoró de Maddox Richardson en el instituto. Jamás podría haber sabido que el perturbado hermano de Maddox acabaría por dejar tullido al suyo. Ni tampoco podría haber imaginado que iba a verse obligada a rechazar por completo a Maddox, y descubrir poco después que estaba embarazada de su bebé. Aunque Maddox quedó destrozado por los sucesos ocurridos aquella fatídica noche, perder a Jada fue lo peor de todo. Estaba de vuelta en Silver Springs, dispuesto a redimirse y proporcionar a los jóvenes un poco de esa ayuda que le salvó a él. De haber sabido que Jada también había vuelto a la ciudad, no habría regresado. Jada había regresado a Silver Springs para acompañar a su familia tras la muerte de su padre. Pero al ver a Maddox, cada una de las difíciles decisiones que había tenido que tomar en relación a su hija de doce años, empezaron a atormentarla. Enamorarse de nuevo de él resultaba de lo más tentador, pero no solo debía mantenerse firme para no ofender a su familia… si él descubriera lo de Maya, podría perder lo que más le importaba en el mundo.
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Seitenzahl: 539
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Brenda Novak, Inc.
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Nunca me olvidé de ti, n.º 209 - febrero 2020
Título original: Unforgettable You
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-136-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Dedicado al equipo empaquetador que acude a mi casa dos días al mes para preparar las «Cajas del Lector Profesional de Brenda Novak», un servicio de suscripción dirigido por mi hija a través de mi página web y que incluye ejemplares autografiados de mis libros, y también de libros de otros autores, además de divertidos complementos para lectores. Gracias a Theresa Atashkar, Janice Bechtel, Marilou Frary, Cindy Gabriel, Yolanda Gliko, Leslie Henning, Dana Kelly, Patricia King, Danita Moon, Stephanie Novembri, Jan Plott, Jeri Ramos, Liz Schneider-Cheyne y Brittany Walton por el trabajo duro, la buena compañía, las estupendas historias y abundantes risas. ¡Las cajas del lector profesional no serían posibles sin vosotras!
Jada Brooks empujaba la silla de ruedas de su hermano por el mercadillo de productores locales que se celebraba ese segundo fin de semana de junio, en un sábado por la mañana que respondía al cliché de «la foto perfecta», pues no se veía más que cielo azul y el típico tiempo suave del sur de California, cuando de repente vio algo que le hizo pararse en seco.
–¿Qué pasa? –Atticus se volvió en la silla y miró a su hermana.
Habían pasado trece años desde que recibiera aquel balazo y ya se había acostumbrado a la parálisis que le afectaba a los miembros inferiores del cuerpo, siendo capaz de aguantar el peso de su cuerpo con los brazos. Era capaz de realizar casi cualquier actividad y, desde que su camioneta había sido adaptada adecuadamente, también podía conducir. Sin embargo, si se encontraba en un espacio más o menos abarrotado, resultaba más relajante y más fácil de mantenerse juntos si ella empujaba la silla. La visita al mercadillo mientras Maya, la hija de doce años de Jada, ayudaba a su abuela en la tienda de galletas, se había convertido en una costumbre ocasional desde el divorcio de Jada y su regreso a la ciudad hacía tres meses.
–Es que… –Jada sacudió la cabeza para deshacerse de la imagen que se resistía a desaparecer. Sin duda se había equivocado y no había visto a quien creía haber visto.
Maddox Richardson se había marchado de la ciudad poco después de que ella quedara embarazada, y no tenía ningún motivo para regresar. A diferencia de ella, él no tenía familia por la zona. El único motivo por el que se había instalado en Silver Springs años atrás era por la orden judicial que le había enviado al rancho de muchachos de New Horizons, un colegio interno para adolescentes problemáticos. Y se había marchado de allí al matricularse en otro colegio, en otro lugar, un lugar que nunca le habían comunicado a ella. Después de aquella horrible noche, Maddox había sido literalmente borrado de su vida por exigencia de sus padres, lo cual no había sido fácil considerando todos los trámites burocráticos que la madre de Maddox había tenido que realizar para complacerlos.
El que fuera justo para Maddox obligarle a marcharse a otro lugar era una cuestión totalmente diferente. Jada intentaba no pensar en ello. De hecho, intentaba no pensar en Maddox.
Por desgracia no se le daba demasiado bien. Infinidad de pequeñas cosas le recordaban a él, sobre todo desde su regreso al lugar en el que se habían conocido. Cualquiera que se le pareciera ligeramente, o se riera como él, o tuviera los ojos del mismo color azul cerúleo. Incluso un olor concreto o una determinada canción, despertaba en ella el recuerdo de su persona. La vida de Maddox se había cruzado con la suya de un modo que jamás podría olvidar… tanto para lo bueno como para lo malo.
–¿Jada? –llamó Atticus.
Ella parpadeó, consciente de que había dejado la frase sin terminar, pero siguió mirando a la gente a su alrededor. Maddox no estaba allí. Seguramente se trataría de alguien de su estatura y complexión, con el mismo cabello negro azabache. Sin embargo, no localizaba a nadie con ese aspecto. Sin duda esa persona se había confundido entre la multitud que los rodeaba.
–No pasa nada –Jada se obligó a sonreír y volvió a empujar la silla.
De ninguna manera podía mencionar el nombre de Maddox delante de Atticus.
–¿Compramos un poco de kale para nuestros smoothies mañaneros? –preguntó su hermano.
Atticus seguía viviendo en casa de su madre, nunca había mantenido una relación seria, ni parecía tener intención de hacerlo. Desde el nacimiento de Maya, Jada había vivido en Los Ángeles y aún no había alquilado nada en Silver Springs tras su regreso, de modo que la niña y ella también estaban viviendo en casa de su madre. Esperaba el momento idóneo para mudarse, pero no había muchas casas en alquiler en esa comunidad de artistas, amantes de la naturaleza y gente espiritual. Además, su madre últimamente enfermaba a menudo, de modo que Jada no necesitaba una casa propia.
De haber vivido todavía su padre…
Jada se obligó a apartar la mente de Jeremiah. Perderlo a comienzos de año por culpa de un ictus a la temprana edad de cincuenta y cinco años no había sido fácil, sobre todo porque seguía teniendo la sensación de haberlo defraudado horriblemente y de no haber tenido la oportunidad de compensarle por ello, cosa que en esos momentos intentaba hacer con su madre y su hermano.
–Claro –contestó a propósito del kale–. A lo mejor le sube las defensas a mamá. Se supone que es muy sano.
Parándose delante del puesto más cercano, eligió un cogollo de hojas verdes y aspecto especialmente sano, y estaba a punto de pagarle al vendedor cuando oyó gritar su nombre.
Se volvió y vio a Tiffany Martínez, una amiga con la que había ido al colegio desde el quinto curso, corriendo hacia ella vestida con una blusa de manga corta, sandalias y pantalón corto, todo muy parecido a lo que ella misma llevaba puesto. Dado que Jada había tenido un bebé cuando los demás chicos y chicas de su edad se preparaban para ir a la universidad, su vida había tomado un rumbo totalmente diferente, uno que la había desconectado del grupo de amigos con los que se había criado. Durante los primeros años, después de su traslado a Los Ángeles, se había sentido ignorada, abandonada, descolgada del resto, mientras todos los demás se iban a la universidad y no paraban de hablar en las redes sociales de lo divertidas que eran sus vidas. Seguirlos desde la pantalla de su ordenador mientras sufría por criar a un bebé, cuando ella misma era poco más que una niña, había hecho que todo aquello resultara aún más difícil. Sin embargo, Tiffany siempre le había mostrado su apoyo y había mantenido el contacto. Y en esos momentos, cuando muchos de sus viejos amigos empezaban a casarse y a tener hijos, las cosas estaban cambiando. Jada había restablecido el contacto con varios de ellos que seguían viviendo por la zona.
Pero Tiffany siempre sería su preferida. Y también era la única que conocía el secreto mejor guardado de Jada.
–Hola, Tiff.
Jada guardó el kale en su bolsa reutilizable y la colgó del respaldo de la silla de ruedas de Atticus. Al hablar con ella por teléfono la noche anterior, Jada le había dicho a Tiffany que iba a ir al mercadillo de productores locales y ella se había animado a acudir también. Al igual que Jada, su amiga acababa de divorciarse, aunque no tenía hijos y, salvo cuando estaba trabajando en el hospital regional como enfermera, siempre estaba buscando alguna actividad. Habrían acudido juntas, solían hacerlo a menudo, pero Tiffany no había querido trastocar los planes de su amiga con Atticus.
–Me alegra que hayas venido.
–Llevo aquí un buen rato. Estaba a punto de marcharme cuando… –Tiffany recogió un mechón de rizos cobrizos detrás de la oreja mientras su mirada, tan verde y clara que resultaba impresionante, se disparaba hacia Atticus, cautivo oyente en su silla de ruedas–, cuando vi algo que… bueno, que me recordó a ti y me hizo preguntarme si todavía estarías aquí.
¿De manera que Tiffany no la había visto de casualidad, acercándose para saludar? ¿La había estado buscando?
–¿Y qué viste?
–En realidad fue a una persona –de nuevo Tiffany miró incómoda a Atticus–. Un antiguo conocido nuestro… de hace tiempo.
El corazón de Jada comenzó a latir enloquecido mientras el comportamiento de su amiga se fundía con el susto que acababa de sufrir hacía unos minutos. Por el modo de actuar de Tiffany, agitada y muy consciente de la presencia de Atticus, que no se perdía una palabra, ella lo supo.
–Atticus, ¿te importaría comprar unas cebollas moradas mientras yo charlo con Tiffany?
–Claro, sin problema –visiblemente aliviado por no tener que soportar la cháchara femenina, Atticus se alejó mientras Jada apartaba a Tiffany unos cuantos pasos en dirección contraria, solo para mayor seguridad.
–¿Qué sucede? –susurró–. ¿Por qué tienes ese aspecto de anuncio del fin del mundo?
–¿No lo sabes? –Tiffany agarró a su amiga por los brazos–. ¿No lo has visto?
–¿Visto? –la sospecha de Jada se transformó en terror absoluto–. Supongo que no te estarás refiriendo a Maddox.
–¡Me estoy refiriendo precisamente a Maddox!
Mierda. Entonces lo había visto de verdad. La cuestión era si él la había visto también. Y, sobre todo, ¿qué hacía en Silver Springs?
Jada tragó nerviosamente. ¿Había regresado porque había descubierto lo de Maya?
No podía ser eso, ¿o sí? Su familia había mantenido el embarazo en secreto y no le había resultado difícil ocultar la barriga con ropas anchas mientras el curso escolar llegaba a su fin. Sus padres la habían mantenido encerrada en casa durante todo el verano, coincidiendo con el último trimestre de embarazo, de modo que casi nadie la había visto claramente embarazada. Y poco después del nacimiento se había mudado a Los Ángeles con su bebé. Aparte de Tiffany, las pocas amistades con las que había mantenido el contacto, aunque no muy estrecho, durante los años transcurridos, sabían que se había casado al poco de terminar el instituto, que había tenido una hija y que recientemente se había divorciado. Pero no sabían exactamente cuándo había conocido a su marido o tenido a Maya. La mayoría daba por hecho que Maya era de su ex.
Pero a poco que alguien insistiera en los detalles sobre el momento y lugar del nacimiento de Maya, seguramente les resultaría sencillo sumar dos y dos para que les diera cuatro, y Jada temía que Maddox hiciera justamente eso.
–¿Estás bien? –preguntó Tiffany.
–¿Por qué? –Jada se sentía mareada, floja–. ¿Por qué ha regresado?
–No lo sé, pero ha vuelto. Acabo de verlo.
–¿Estás segura de que era él?
–Sin duda alguna. Es imposible confundirse con Maddox Richardson.
Maddox siempre había destacado, era único, carismático, atractivo… y condenadamente sexy. Ella nunca había conocido a un hombre capaz de hacer que una mujer sintiera una oleada de calor y ese cosquilleo con una simple mirada por su parte.
Tiffany también lo había conocido en la escuela y era evidente que recordaba cómo era. A su amiga le había interesado el hermano de Maddox, Tobias, no tan enigmático y atractivo como Maddox, aunque se acercaba mucho, a pesar de su mala reputación y el comportamiento que le había hecho merecedor de ella. Su amiga también había estado en la fiesta aquella fatídica noche.
–¿Te ha visto? –preguntó Jada.
–Sí, pero no sé si me habrá reconocido. Nuestras miradas se fundieron durante un segundo, pero enseguida desvió la mirada y continuó su marcha.
Era imposible que no hubiese reconocido a Tiffany. No había muchas personas con su color de pelo y esos ojos verdes y rasgados. Entonces, ¿qué significaba ese comportamiento?
–¿Podría ser que Tobias haya salido de prisión? –Tiffany se agachó para ajustarse las sandalias.
–No tengo ni idea.
–Debería estar fuera. Le echaron ocho años y ya han pasado trece.
–Pero mi padre me dijo que hizo algo dentro de prisión, que se metió en una pelea o en algún lío, y que alargaron su condena. No estoy segura de cuánto tiempo añadieron –era lo último que le había dicho su padre antes de morir, y desde luego no iba a preguntarle a su madre, no iba a sacar el tema delante de ella.
–Me pregunto qué aspecto tendrá ahora –Tiffany parecía tan turbada como se sentía ella.
–No creo que la cárcel lo haya mejorado. Y tampoco sé qué habrán hecho los últimos trece años con Maddox.
–¿No habéis mantenido ningún contacto?
–Ninguno, y lo sabes. Pero a mí también me pareció haberlo visto hace unos minutos. Acababa de convencerme a mí misma de que estaba equivocada cuando apareciste tú.
–Lo siento –Tiffany miró hacia atrás–. Me figuro que no debes sentirte muy contenta.
Jada dirigía la mirada en dirección contraria. Su hermano estaba pagando las cebollas y a Maddox no se le veía por ninguna parte.
–No lo estoy –asintió. Y, sin embargo, un pequeño rincón de rebeldía en su interior sentía un injustificable torrente de emoción y expectación. ¿Qué aspecto tendría Maddox? ¿A qué se dedicaba? ¿Se había casado? ¿Era feliz?
A menudo había intentado localizarlo, durante años se había muerto de ganas de verlo o averiguar cualquier detalle de lo que estuviera sucediendo en su vida. Pero él no participaba en las redes sociales.
–¿Qué vas a decirle? –preguntó su amiga.
Jada no tenía ni idea. ¿Qué podía decirle? Si no se hubiese relacionado con él, su hermano sería un adulto plenamente funcional.
–Voy a intentar evitarlo.
Era la manera más inteligente de manejar la situación, por Maya. Si llamaba la atención de Maddox, él podría descubrir la verdad, suponiendo que nadie se lo hubiese chivado ya.
–Seguramente sea lo mejor –concedió Tiffany–. Las montañas y colinas de por aquí hacen que Silver Springs parezca una ciudad muy pequeña. Pero aquí viven siete mil personas, no es lo bastante pequeña como para que todo el mundo se conozca. Con suerte no te cruzarás con él.
Lo cual no era muy probable. La mayor parte del día la dedicaba a atender en la tienda de galletas de su madre, situada en el centro. Sin duda iban a verse, a no ser…
–Con suerte no se quedará aquí mucho tiempo –murmuró Jada, aunque sin sentirse totalmente capaz de desearlo sinceramente.
Lo había amado locamente, y no había vuelto a sentir nada comparable, un triste testimonio de lo que había sido su matrimonio. Había fastidiado su vida en muchos aspectos, saliendo con el chico contra el que le habían advertido sus padres, quedándose embarazada a los diecisiete, casándose con el hombre equivocado en una alocada carrera por intentar encontrar la misma clase de amor devorador que había perdido. Y justo cuando empezaba a dejar atrás el pasado, decidida a reconstruir lentamente su vida y tomando todas las precauciones, ¿Maddox aparecía por Silver Springs?
Increíble…
–Sí, puede que solo esté de paso.
–Quizás haya venido a ver a Aiyana –sugirió Jada.
Aiyana Turner dirigía el rancho para muchachos al que Maddox había asistido. Casi todos los alumnos que habían pasado por allí adoraban a esa mujer. Durante años, ella había hecho muchísimo por los jóvenes con problemas y se había ganado sobradamente todos los elogios que le dedicaban.
–Puede que vayan a celebrar alguna clase de reunión –añadió ella para respaldar su idea–. A fin de cuentas estamos en junio, cuando los colegios celebran las graduaciones.
La expresión de escepticismo que asomó al rostro de Tiffany delató sus verdaderos sentimientos.
–¿Conoce a Aiyana tan bien? Él no estuvo en New Horizons durante un curso entero siquiera. Y se graduó en otro centro.
–Aun así, nunca se sabe.
–Puede que tengas razón.
Jada levantó una mano para alertar a su amiga sobre el hecho de que Atticus se acercaba a ellas.
–¿Necesitamos algo más? –preguntó su hermano.
–No –Jada no pudo evitar echar un vistazo a su alrededor–. Tenemos suficiente. Deberíamos irnos.
Las pobladas cejas de Atticus se juntaron sobre los ojos del color del chocolate con leche. Mientras que los cabellos de Jada eran de color rubio arena, sus ojos eran del mismo color que los de su hermano, y por eso, en parte, todo el mundo decía que se parecían.
–¿Ya hemos terminado las compras? Pensaba que íbamos a tomarnos un perrito caliente y una limonada en ese puesto –Atticus señaló el lugar con un movimiento de la cabeza.
Jada no quería correr el riesgo de tropezarse con Maddox, sobre todo estando con Atticus. ¿Cómo iba a sentirse su hermano al saber que Maddox había regresado? A pesar de que no ser directamente responsable de que estuviera sentado en una silla de ruedas, sí había intervenido en lo sucedido aquella noche. De no haber puesto él en marcha los acontecimientos, no habría sucedido nada. Y rápidamente había intentado proteger a su propio hermano, Tobias, que sí era directamente responsable.
–Esa era mi idea también –contestó ella–, pero me está empezando a doler la cabeza. Debería irme a casa y tomarme un analgésico antes de ir a ayudar a mamá en la tienda. ¿Te importa?
–Supongo que no –Atticus levantó ambas manos.
Jada se sentía mal por haber interrumpido en seco la excursión. Atticus y ella empezaban a encontrar sus puntos en común. Después de perder el uso de sus piernas, su hermano se había mostrado huraño y fatalista. Mientras ella había estado viviendo en Los Ángeles le había resultado muy difícil hablar con él. Su madre se quejaba de que se pasaba días sin salir de su habitación, que parecía incapaz de superar la depresión surgida tras la pérdida de movilidad. Por eso Jada se alegraba de que empezara a comportarse con normalidad y a vivir lo mejor que podía. Y por eso no quería obstaculizar su recuperación, ni siquiera negándose a algo tan nimio como tomarse juntos un perrito caliente. Pero si Atticus veía a Maddox, ella temía que fuera a entrar en barrena y perder todos los avances que había logrado hacer.
–De acuerdo entonces. La próxima vez que vengamos, comeremos aquí –le aseguró Jada mientras se despedía de su amiga agitando la mano en el aire y empujaba la silla de ruedas hacia la salida del mercadillo.
Maddox Richardson se apresuró todo lo que pudo para alejarse del lugar en el que había visto a Jada Brooks. Antes de acceder a regresar a Silver Springs para convertirse en el director de la nueva escuela para chicas que Aiyana Turner iba a abrir junto al rancho para muchachos New Horizons, a las afueras de la ciudad, se había asegurado de que Jada ya no vivía en la zona. Aiyana le había dicho que Jada se había casado, tenía una hija, ¡y vivía en Los Ángeles!
De modo que… ¿se había trasladado a Silver Springs con su pequeña familia? ¿Cabía la posibilidad de tropezarse con ella cada vez que fuera a la ciudad?
¿Estaba tan solo de visita?
Para no ser visto, se detuvo tras el edificio de metal corrugado que protegía a los vendedores y llamó a su nueva jefa.
–No te vas a creer a quién acabo de ver –le soltó a Aiyana en cuanto esta descolgó el teléfono.
–¿Maddox? –la mujer parecía sorprendida ante la falta de saludo o alguna otra introducción. O quizás no hacía más que reaccionar a la urgencia que detectaba en la voz de Maddox.
–Sí, soy yo.
–¿A quién has visto? –ella no le dio siquiera la oportunidad de contestar–. Por favor, no me digas que a Atticus Brooks. Apenas sale de su casa.
¡Eso era lo que le había asegurado ella!
–A Jada. Y Atticus iba con ella.
Se produjo un prolongado silencio.
–¿Te vio? –preguntó Aiyana al fin.
–No lo creo. Me escabullí entre la multitud en cuanto la vi, pero mientras intentaba alejarme de ella todo lo posible, me tropecé con esa amiga con la que solía pasar todo el tiempo… Tiffany algo.
–Tiffany Martínez.
–Esa. Es posible que Jada no se haya fijado en mí el tiempo suficiente para verme bien, pero Tiffany sin duda me reconoció.
–Y se lo va a contar a Jada.
–Sin duda alguna. Así que cuéntame… ¿qué está pasando aquí?
Mientras Aiyana intentaba convencerle de que aceptara el puesto, le había contado que el padre de Jada había muerto. Le había explicado que la madre y el hermano de Jada seguían viviendo allí, pero que si se limitaba a hacer su trabajo y no les molestaba, si no se acercaba a ellos, seguramente ni siquiera se darían cuenta de que había regresado. No solo habían pasado trece años desde el horrible suceso que había destrozado tantas vidas, ¡él ni siquiera había sido el causante de todo aquello! Y la oportunidad que le había ofrecido esa mujer era sencillamente demasiado buena para rechazarla, sobre todo para alguien con su accidentado pasado. Hacía falta alguien como Aiyana para poder ver más allá de la confusión y la ira de su infancia, para descubrir su potencial como adulto.
Además, se lo debía. Aiyana había mantenido el contacto con él a lo largo de todos esos años, le había conseguido una beca para estudiar en la universidad, beca pagada por un adinerado benefactor. Maddox sospechaba que ese benefactor no era otro sino Hudson King, quien tanto hacía por la escuela, aunque la persona que firmaba los cheques había solicitado permanecer en el anonimato. Aiyana también le había ayudado a conseguir su primer empleo en la academia Westlake, en Utah, al recomendarle a su amigo, a la sazón director de la academia. Le había entusiasmado la idea de trabajar para ella, de hacerse cargo de la dirección de la nueva escuela para chicas y de tener la posibilidad de hacer todo lo posible para devolverle lo que ella había hecho por él, a través de su trabajo.
Pero de repente… empezaba a preguntarse si no había cometido un error.
–No sé qué estará pasando –contestó Aiyana–. Haré algunas llamadas.
–Supongo que no habrás oído nada de que Jada haya regresado a la ciudad…
–No, pero no es la clase de noticia que saldría publicada en la prensa. Y he estado tan ocupada con la graduación de los alumnos que no he estado muy al día de lo que sucedía por aquí.
–Seguramente habrá venido de visita.
–Eso supongo yo también.
–De modo que todo va a salir bien.
–Te llamaré en cuanto descubra algo.
–Te lo agradezco –Maddox colgó la llamada y se frotó el rostro con una mano mientras echaba a andar en dirección a las montañas Topatopa. Ya había firmado el contrato de alquiler de la casa en la que vivía, y había tomado el mando de la escuela. No iba a poder echarse atrás tan fácilmente.
A lo mejor se estaba preocupando sin motivo. Dado que el hermano y la madre de Jada vivían allí, era normal que fuera a verlos de vez en cuando. Y si las visitas no se repetían muy a menudo, quizás lograra evitarla.
Dejó escapar el aire y se dirigió hacia el aparcamiento. Sin embargo, apenas había dado dos pasos cuando Aiyana lo llamó.
–¿Qué has averiguado? –Maddox se detuvo y se tapó una oreja para oír por encima de las conversaciones de la gente a su alrededor.
–Creo que será mejor que te sientes –contestó ella.
–¿Qué haces aquí tan pronto? ¿No habías ido al mercadillo de productores locales con Atticus?
Jada intentó dejar a un lado sus temores y recelos para que no se reflejaran en el rostro. Su madre parecía cansada, agotada y sabía que, en parte, se debía al lupus que sufría. Los brotes podían ser fuertes, y los últimos meses habían sido duros. Pero Susan también batallaba con su constante preocupación por Atticus. Era su bebé, seis años más joven que Jada, y siempre había sido el preferido de sus padres, lo que hacía que lo sucedido en el instituto pareciera mucho peor. Ella había permitido que el «becerro de oro», de la familia quedara permanentemente lastimado. Atticus casi había perdido la vida delante de ella.
–Hoy hemos decidido volver algo más pronto.
–No habréis discutido… –su madre abrió los ojos desmesuradamente.
–No, claro que no. Me empezó a doler la cabeza, nada más.
–Ah, bueno –Susan ni siquiera preguntó si se encontraba mejor.
Aunque Jada quiso creer que lo habría hecho si Maya no les hubiera interrumpido asomando la cabeza a la tienda desde el obrador.
–¡Hola, mami! ¡Ven a ver esto! He estado horneando galletas de pepitas de chocolate.
El que había estado horneando… algo, era más que evidente. Tenía un pegote de harina en la mejilla y algo más en el pelo.
–¿Tu sola?
–La abuela dijo que esta vez podía hacerlo yo sola.
Al menos su madre parecía querer a la niña, a pesar de haber presionado a Jada para que la entregara en adopción y, cuando se negó a hacerlo, de negarse a reconocer su existencia durante sus primeros dos años de vida.
–Sabe hacerlo –intervino su madre, casi a la defensiva–. La he enseñado.
–Es una chica lista –y también hermosa.
Había heredado el espeso cabello de su padre, que llevaba largo, y también tenía sus enormes y soñadores ojos, como los de Jake Gyllenhaal. Maya era alta, de nuevo como su padre, pero no tenía su cuerpo robusto, en eso había salido a ella. Su hija le recordaba a una gacela, sobre todo cuando practicaba atletismo, su deporte favorito.
–Hay que preparar las galletas red velvet –dijo Maya.
–Estupendo, te ayudaré. Ya puedes irte a casa a descansar, mamá.
En el rostro de su madre asomó una fugaz expresión de arrepentimiento mientras miraba a su alrededor. Por difícil que resultara obtener beneficios de Sugar Mama, esa mujer adoraba lo que había creado y no paraba de probar nuevas técnicas de marketing con la esperanza de que el negocio despegara. El hecho de no ganar demasiado dinero nunca había sido un problema mientras el padre de Jada vivía y podía ayudar con los gastos, pero desde su muerte, el dinero empezaba a escasear. Y esa era otra razón por la que Jada no había alquilado una casa para ella. Había decidido quedarse en casa, pagando un alquiler, una manera de ayudar sin hacer sentirse incómoda a su madre, o culpable por aceptar el dinero. El problema era que con el tiempo que dedicaba a quitarle trabajo a su madre en la tienda, ayudar con la limpieza de la casa y animar a su hermano siempre que podía, no dedicaba mucho tiempo a su propio negocio de gestión de redes sociales de varias empresas. Ya había tenido que dejar marchar a los dos clientes que más tiempo le consumían.
–¿Estás segura? –preguntó Susan.
–Claro. Maya y yo podemos ocuparnos de la tienda, ¿verdad? –Jada se volvió hacia su hija.
–Abuela, sabes que la caja registradora se me da bien –intervino Maya.
–Sí. Es verdad –su madre bajó el tono de voz mientras apartaba a Jada a un lado–. Estos chicos. Hoy en día son capaces de manejar un ordenador como si nada.
Jada sonrió.
–¿Le llevo a Atticus algo de comer o ya habéis comido en el mercadillo?
–No pudimos comer nada. Dijo que iba a prepararse algo en casa.
–En la nevera no hay gran cosa. Será mejor que lo llame –Susan sacó el teléfono del bolso mientras salía de la tienda.
La sonrisa de Jada se esfumó lentamente. Cierto que Atticus no podía caminar, pero estaba más capacitado de lo que su madre quería aceptar. Susan tendría que dejar de tratarlo como a un niño. Tenía la sensación de que su madre le hacía sentir más discapacitado, más digno de lástima, y que con ello solo conseguía hundirlo más. Atticus debía superar la autocompasión y su sentido de limitación si quería salir a flote.
Sin embargo, Jada no podía decir nada. Aún no. Tenía intención de hacer algo al respecto en algún momento, cuando la situación emocional fuese más estable. Pero con Maddox de regreso en la ciudad no estaba dispuesta a alterar lo más mínimo la relación entre ella y su madre y hermano. Iba a seguir manteniendo la cabeza agachada y a rezar para que Maddox se marchara sin siquiera averiguar que ella también estaba en la ciudad.
¡Jada había vuelto! En el lapso de tiempo transcurrido desde que Maddox había aceptado la oferta de trabajo de Aiyana y su traslado a Silver Springs, ella se había mudado a la ciudad para cuidar de su madre, recientemente diagnosticada de lupus, y su hermano pequeño. Al parecer, Atticus se había graduado online en informática, pero seguía viviendo en casa de su madre, y no tenía trabajo.
¿Qué probabilidades había de que Jada regresara a Silver Springs justo en ese momento? Maddox era consciente de estar forzando su suerte al mudarse al lugar en el que todo había ido tan mal. Pero Aiyana se había mostrado muy confiada y lo había animado. Y él se había convencido de que todo iría bien porque quería creer que todo iría bien, quería hacerse cargo del centro New Horizons para chicas. Sin la ayuda de Aiyana no habría podido construirse una vida como la que tenía. Esa mujer le había hecho sentirse valorado, y se negó a rendirse cuando él intentó rechazarla. Maddox deseaba hacer eso mismo con alguien, conseguir marcar la diferencia, y Aiyana le había proporcionado el medio para lograrlo.
Lo malo era que aceptar el trabajo que ella le había ofrecido le había acercado de nuevo a la única chica que le había roto el corazón. No soportaba que Jada lo culpara por lo sucedido la noche en que su hermano recibió el disparo, pero era consciente de que tenía sus motivos para ello. Había sido él quien la había convencido de desobedecer a sus padres y llevarse a Atticus a la fiesta. De no haberla empujado a hacerlo, Atticus seguiría conservando la movilidad de sus piernas
Entró en su despacho y arrojó las llaves sobre el escritorio. El rancho para muchachos New Horizons, al otro lado del complejo de veinte hectáreas, bullía con la actividad de los estudiantes que deambulaban por el campus, jugaban al baloncesto en las canchas al aire libre, al rugby en el campo, o veían películas en el gimnasio. En verano tenían dos semanas de vacaciones, pero muchos alumnos permanecían allí todo el año. New Horizons para chicas, separado del complejo de los chicos por una alta valla, estaba completamente vacío. Maddox todavía no había aceptado oficialmente a su primera alumna, y no sucedería hasta dentro de dos o tres semanas.
Aspiró el olor de la nueva alfombra y la pintura mientras repasaba cómo se había instalado en su oficina. También se había instalado en una casa. ¿Había cometido un error? ¿Debería meterlo todo en cajas de nuevo? Lo cierto era que no veía cómo iba a poder permanecer allí. Era consciente de lo difícil que sería encontrarse con Atticus, si sucediera alguna vez, y no había sentido la menor gana de que sucediera. Todas las cartas de disculpa que había enviado a lo largo de los años habían permanecido sin respuesta. Sinceramente, desearía que esa bala lo hubiera alcanzado a él, pero no había sido así, y porque estaba convencido de haber hecho todo lo que estaba en su mano, estaba dispuesto a mantener la cabeza alta, mirar a Atticus a la cara, y volver a disculparse.
Pero con Jada era diferente. En lo que a ella respectaba, sus emociones se complicaban. Tenía derecho a echarle la culpa, a pesar de que casi lo había destrozado al hacerlo. Maddox había necesitado su perdón más que nada en el mundo, a pesar de no haber tenido el valor de pedírselo.
Por Dios, qué complicada era la vida, sobre todo la suya. Aunque las consecuencias sobre su persona no habían sido tan malas como sobre Atticus, sí que había perdido aún más que Jada. ¡Había perdido a su mejor amigo, y único hermano, durante trece años! Y todo el mundo parecía pensar que se lo merecía, algo contra lo que llevaba luchando desde entonces. ¿Se merecía lo sucedido aquella noche? Era un crío joven y estúpido que solo quería ir a una fiesta. Quizás se había mostrado imprudente en algunas de sus acciones, y desde luego distaba mucho de ser perfecto. Pero jamás había tenido intención de lastimar a nadie, ni siquiera había tocado el arma. De manera que, en su opinión, el castigo no se correspondía con el crimen. El hecho de ser mayor que Tobias, aunque solo fuera por un año, lo había empeorado todo. Su madre, sus profesores, todo el mundo, había esperado de él que evitara que Tobias se metiera en problemas, que lo mantuviera a salvo. Pero Tobias actuaba por voluntad propia y no se dejaba, no se le podía, controlar. En aquella época, Maddox ni siquiera era capaz de evitar meterse él mismo en líos. Y, desde luego, no había sido lo bastante maduro como para responsabilizarse de otra persona.
Sacó el móvil del bolsillo y abrió el calendario. Tobias iba a salir libre el veinte de julio. Maddox se moría de ganas de que llegara el momento. Por otro lado, se sentía receloso, temeroso de descubrir exactamente qué efecto habían producido en su hermano pequeño tantos años entre rejas. Tobias había sido encarcelado siendo muy joven y Maddox dudaba que se hubiese producido mucha «rehabilitación». Tobias no había tenido intención de disparar a nadie, mucho menos a un crío de once años. Había sufrido una alucinación, pensaba que Atticus era una especie de monstruo que lo iba a atacar. Pero eso tampoco parecía haberle importado a nadie.
El teléfono sonó mientras seguía contando los días que faltaban para que soltaran a Tobias. Era su madre, Jill, que últimamente lo llamaba muy a menudo. Cuando era joven y la necesitaba, nunca estaba disponible, demasiado ocupada yendo de un hombre a otro, intentando satisfacerse a sí misma. Pero desde que Maddox era un adulto y podía ofrecerle algún apoyo, se mantenía en contacto casi constantemente.
Sintió la tentación de rechazar la llamada y enviarla al buzón de voz. No tenía ganas de hablar con ella. Su madre era más soportable desde que no tomaba drogas, pero dado su historial, no podría asegurar que estuviera tan limpia como ella afirmaba. Además, era una mujer muy irritable y emocional, y si él no contestaba a sus llamadas, volvía a intentarlo, o dejaba un largo y airado mensaje trufado de todas las palabrotas que se sabía.
Así pues, murmuró un juramento y pulsó la tecla verde.
–¿Hola?
–¿Te has decidido?
Maddox apretó tres dedos contra la frente. Su madre quería que la llevara con él a buscar a Tobias, pero Tobias había dejado bien claro que no quería que fuera. Maddox no quería repetirle las palabras exactas de su hermano, pero tampoco podía endosársela a Tobias nada más salir de Soledad. Se merecía al menos una oportunidad para aclimatarse, hasta cierto punto, antes de tener que enfrentarse a la persona que siempre conseguía hacerle estallar.
–Me parece que no es buena idea, mamá. Deberíamos darle a Tobias un poco de espacio. Los dos.
–¿Y cómo piensas darle ese espacio si vas a ir a recogerlo?
–Alguien tiene que hacerlo.
–¿Y vas a traerlo a mi casa después?
–No. Ya te lo he dicho. Ha conocido a alguien y van a vivir juntos.
–Aquí, en Los Ángeles, ¿verdad? No en Silver Springs.
–Pues claro que en Los Ángeles. Él jamás se mudaría a Silver Springs.
La única razón por la que Maddox había aceptado la oferta de trabajo de Aiyana y se había trasladado a Silver Springs era que su hermano tenía otro lugar en el que vivir. Tobias llevaba con la misma mujer, hermana de un compañero de celda, desde hacía un año. Pero cartas y visitas no eran lo mismo que una convivencia las veinticuatro horas, siete días a la semana, de modo que Maddox se mostraba escéptico en cuanto a la duración de la relación. Esperaba que fuera duradera. Si esa mujer lo echaba de su casa antes de que Tobias lograra un trabajo, iba a tener que encontrar el modo de ayudarlo, y eso significaba que podría tener que abandonar el puesto que acababa de aceptar, caso de que no decidiera hacerlo de todos modos por culpa de Jada.
–Pues si de todos modos va a venir a Los Ángeles, ¿por qué no podéis pasaros por mi casa?
«¡Porque no quiere verte! ¡Porque tiene la intención de empezar de nuevo, y tú haces que sienta ganas de atravesar la pared con el puño!».
–Pues porque tiene ganas de ver a su chica.
–Y después de trece años en prisión, ¿no tiene ganas de ver a su madre?
Si tantas ganas tenía de ver a su hijo, podría haber acudido a Soledad mucho más a menudo de lo que lo había hecho.
–Estoy seguro de que pronto irá a verte –le aseguró Maddox–. Ha sufrido mucho, démosle la oportunidad de reconciliarse un poco con la vida en el exterior, de sanar un poco, antes de empezar a exigirle cosas.
–¿Y qué tiene de exigencia el querer ver a mi hijo?
Su madre no quería ser rechazada y, seguramente, tenía motivos para sentirse ofendida, pero también era verdad que se ofendía por todo. Y ese era parte del problema.
Maddox abrió la boca para decir algo que la calmara, que evitara un estallido, pues ya percibía el tono cada vez más agudo de su voz, pero ella no le dio la oportunidad de hacerlo.
–¡Dios mío qué ingratos son los hijos! –exclamó antes de colgar.
Maddox se rascó la cabeza. Intentaba concederle a su madre el beneficio de la duda, sobre todo últimamente. La vida tampoco había sido fácil para ella, pero, por lo menos, había estado más o menos presente, proporcionándoles un techo. El que los había abandonado realmente era su padre. Se habían separado hacía tantos años que apenas lo recordaba.
Sin embargo, las emociones no eran siempre justas y a menudo tampoco eran lógicas. Todavía le resultaba difícil perdonarla por tanta indiferencia y egoísmo, causantes de que Tobias y él vivieran sin vigilancia, en la calle hasta altas horas de la noche, relacionándose con la gente equivocada a la temprana edad de doce y trece años. Nadie se había preocupado por lo que hacían, sobre todo por si su madre bebía o se drogaba, o metía a un hombre en casa.
Se dijo a sí mismo que debería llamarla. Estaría bien que lo hiciera. Pero no fue capaz. Otro día.
Maddox guardó el móvil en el bolsillo y se concentró en los expedientes de las alumnas que el estado esperaba poder enviarles. Su madre volvería a ponerse en contacto con él… en cuanto necesitara dinero.
–¿Te gusta vivir en Silver Springs? –Jada miró a su hija de reojo mientras colocaban las galletas que acababan de hornear en el mostrador.
–Sí –Maya la miró confusa–. ¿Por qué? ¿A ti no?
–Sí, a mí también –contestó ella.
Claro que, teniendo en cuenta lo que había visto Tiffany en el mercadillo de productores locales, o más bien a quién había visto, al igual que ella durante un fugaz instante, empezaba a preguntarse si no habría sido un error regresar allí, si no deberían volver a Los Ángeles.
Maya se limpió las manos sobre el delantal de Sugar Mama y se irguió mientras su madre colocaba la última galleta.
–Entonces… ¿por qué me lo preguntas? –quiso saber la niña–. ¿Es que lamentas haber venido? No me digas que estás pensando en irte. La abuela está siendo muy amable, de momento. ¿No te parece?
–Así es. Y no estaba pensando necesariamente en marcharnos. Es que… esto es muy diferente de Los Ángeles. Quería estar segura de que te gusta.
–Sí que es diferente, pero me gusta más. De todos modos, no podemos irnos. ¿Quién ayudaría a la abuela?
Esa era una buena observación, aunque la niña no era consciente de toda la película. Maya sabía que Eric, el exmarido de su madre, no era su padre biológico. Jada se lo había explicado desde el principio. Ni siquiera sabía que su padre vivía, pues le había dicho que había muerto en un accidente de moto antes de que ella naciera, para así protegerla de un posible sentimiento de rechazo, o que se preguntara dónde estaría su padre, o insistiera en encontrarlo. Quizás no había estado bien mentir, había momentos en que Jada sentía una enorme sensación de culpabilidad, pero la verdad solo causaría más problemas.
Y por eso mismo nunca le había contado que había sido el hermano de su padre quien había herido al tío Atticus, o que ella era la responsable de haber llevado a Atticus al lugar en el que le habían disparado. Solo le había contado que su tío había ido a una fiesta en la que se había producido un altercado y que alguien, bajo el efecto de las drogas, había disparado unos cuantos tiros, tras lo cual habían encontrado a Atticus tirado en el suelo, sangrando.
–Nos quedaremos y ayudaremos a la abuela –afirmó Jada–. Solo quería asegurarme.
–Es muy difícil instalarse en un lugar nuevo, no me gustaría tener que volver a hacerlo –se quejó Maya–. Ya he empezado a hacer amigos aquí. No me gustaría tener que separarme de Annie.
La mejor amiga de Maya era una chica agradable. Aun así, a Jada le sorprendió que le importara más que Eric. ¡Se había criado con su padrastro! Sin embargo, pensándolo bien, resultaba bastante comprensible. Nunca habían estado demasiado unidos. Eric no la maltrataba ni se mostraba desagradable con ella, pero pasaba mucho tiempo fuera y, cuando estaba en casa, estaba preocupado, emocionalmente inaccesible. De haberse mostrado más abierto, cariñoso y comprometido, a lo mejor ella habría conseguido que funcionara el matrimonio.
–De acuerdo –posó una mano sobre la espalda de su hija para tranquilizarla–. No te preocupes.
Maya sonrió aliviada, pero no tuvo ocasión de decir nada más pues la campana de la puerta sonó y ambas se volvieron para recibir a Aiyana Turner, una mujer pequeñita de piel dorada, largos cabellos negros, que casi siempre llevaba recogidos en una trenza, ropa de brillantes colores y muchas joyas con turquesas.
Normalmente a Jada le habría encantado ver a Aiyana. Todo el mundo la adoraba. Supuso que, cuando muriera, pondrían una estatua con su nombre, pues era muy admirada. Sin embargo, que entrara en la tienda, precisamente ese día, cuando Jada no la había visto desde su regreso a la ciudad, la inquietó. ¿Sabía Aiyana algo de Maddox y su regreso? ¿Se había mantenido en contacto con él durante todos esos años?
Sería muy propio de ella. Había adoptado a ocho de sus alumnos para terminar de criarlos. Había colocado a muchos otros en buenas casas y había seguido trabajando para darles su apoyo mucho después de que se hubiesen marchado para estudiar en la universidad, consiguiéndoles becas, trabajos, cualquier cosa que pudiera ayudarles a construirse una buena vida.
–¡Hola! –saludó alegre Maya. Aún no conocía a Aiyana y lo único que vio fue a una clienta, de las que tan necesitadas estaban, colocándose automáticamente en «modo ventas», tal y como había visto hacer a su abuela–. Acabamos de glasear algunas de nuestras famosas galletas red velvet. ¿Le gustaría probar una?
A menudo colocaban una bandeja sobre el mostrador, con una selección de galletas cortadas en trocitos para degustación.
–No hace falta que te molestes haciéndomelas probar –Aiyana guiñó un ojo–. Ya sé lo buenas que están. Por eso he venido.
–Si compra una docena se ahorrará unos cuántos dólares… –le informó Maya.
Jada no pudo evitar reír por lo bajo ante el brillo que desprendía la mirada de Aiyana mientras le seguía el juego a la niña.
–Pues eso haré entonces. Siempre me han gustado las gangas.
Emocionada por haber conseguido una venta, y encima de las buenas, como solía decir su abuela cada vez que conseguía convencer a un cliente para que comprara más de lo que tenía intención de comprar, Maya se apresuró a preparar una caja.
–Es muy amable por tu parte ayudar a Susan como lo estás haciendo –Aiyana se dirigió a Jada mientras la niña llenaba cuidadosamente la caja–. Apuesto a que te estará muy agradecida.
Si lo estaba, desde luego no se le notaba. Jada sospechaba que su madre no la había perdonado por lo de Atticus, y seguramente no lo haría jamás.
–Ha tenido un año duro.
–Sí. Siento mucho lo de tu padre. Te vi en el entierro, pero no quise molestarte.
Jada luchó por contener el nudo que de repente empezaba a crecer en su garganta.
–Gracias, fue muy repentino.
E inesperado. De hecho, no había tenido la oportunidad de solucionar las cosas entre ellos, y eso era lo que más dolía.
–Fue muy triste. Aún era joven –Aiyana esperó pacientemente a que Maya terminara con las galletas y se las entregara–. Me preguntaba, siempre que Maya se sienta cómoda atendiendo la tienda ella sola durante unos minutos, si podrías salir fuera para que hablemos un poco.
Jada sintió que se le encogía el estómago. Aiyana sabía algo, de eso no había duda. Las galletas no habían sido más que una excusa para entrar en la tienda, no al revés.
–Pues, sí, claro. ¿Podrás atender la tienda unos minutos, Maya?
–Claro. Acabo de demostrarte que puedo hacerlo yo sola –contestó la niña con orgullo.
Era evidente que su hija estaba ansiosa por aprovechar la oportunidad, de modo que Jada respiró hondo y siguió a la otra mujer a la calle.
Aiyana se volvió hacia ella cuando apenas habían dado unos pasos, y todavía bajo el techado que conectaba casi todas las tiendas de la ciudad.
–Jada, qué bueno tenerte de vuelta.
A Jada le pareció que la mujer era sincera. De hecho, Aiyana siempre era sincera, pero también notó cierto tono de reserva en su voz.
–Sin embargo, no soy la única que ha vuelto. Por eso has venido, ¿verdad?
La expresión apocada reveló la verdad antes de que la mujer respondiera.
–Te mentiría si dijera lo contrario. Pero cuando le ofrecí a Maddox el puesto de director del centro para chicas de New Horizons, sinceramente no tenía ni idea de que fueras a mudarte tú también aquí, y tan pronto. Esto ha sido toda una sorpresa para mí, y para él, tanto como para ti.
–¿Para eso ha vuelto, entonces? –Jada dejó escapar lentamente el aliento–. ¿Para dirigir la nueva escuela?
–Así es.
Cielo santo. No solo iba a quedarse, sino que tenía un buen trabajo.
–Entonces no está simplemente de paso…
–No. Por lo menos espero que no se marche. Lo necesito.
Jada hizo visera con la mano para proteger sus ojos del sol.
–¿Tú lo necesitas? ¿Estás segura? Quiero decir… ¿está cualificado para dirigir un colegio? –sus padres siempre habían dicho que nunca llegaría a nada, y había tenido que admitir, al menos ante ella misma, que seguramente era así. La mayoría de los jóvenes en su situación nunca llegaban a nada.
–Pues lo cierto es que sí lo está –contestó Aiyana–. Posee una licenciatura y acabó los estudios en tiempo récord en cuanto se asentó. Ha pasado los tres últimos años ayudando a dirigir una escuela privada en Utah. No solo está cualificado, sino que esa escuela le ha proporcionado una brillante recomendación. No creo que pudiera encontrar un candidato mejor. Y, además, lo conozco y me gusta, lo que hace que trabajar con él resulte aún más atractivo.
–¿Y qué pasa con mi hermano? –Jada se frotó la frente.
–Siento si el hecho de contratar a Maddox te parece una falta de consideración por mi parte. Me siento muy mal por lo que sucedió y espero que me creas. Pero Maddox no apretó ese gatillo y, en mi opinión, es tan víctima de aquella noche como los demás. Todos resultasteis heridos en alguna medida, tu pobre hermano el que más, por supuesto, pero eso no significa que sea el único que se merezca algo de consideración.
Jada miraba fijamente el suelo bajo sus pies. No podía decirle a Aiyana que no contratara a Maddox. No había ninguna ley en contra de su regreso. Siempre se había sentido mal por el comportamiento de sus padres tras el tiroteo, yendo al extremo de pagar a la madre de Maddox para que solicitara ante la corte el traslado de su hijo. Maddox tenía el mismo derecho que todos los demás a vivir allí.
–¿Dónde vive?
–Tengo intención de hacer construir una casa en los terrenos de la escuela, pero hay necesidades más importantes en las que invertir los fondos en esta fase inicial, de modo que aún no lo he puesto en marcha.
–Lo cual significa…
–Que vive de alquiler en la casa de la parte trasera de la propiedad de Uriah Lamb.
Jada conocía a Uriah. Su esposa solía enseñarle a tocar el piano, aunque no había continuado con ello. La propiedad no estaba tan alejada del centro como la escuela. Era muy probable que se tropezara con él, sobre todo porque no se imaginaba a ese hombre quedándose en casa todo el fin de semana. Y eso significaba que si ella también quería salir…
–¿Cuándo van a soltar a su hermano? ¿O ya ha salido de prisión?
–Todavía no ha salido, pero lo hará pronto, según tengo entendido. No recuerdo la fecha exacta, pero sé que es en algún momento del mes que viene. Sin embargo, puedo asegurarte que Tobias no vendrá aquí.
Gracias a Dios por las pequeñas gracias concedidas.
–¿Adónde irá?
–A Los Ángeles. Su madre sigue viviendo allí, comparte casa con una compañera de piso que le ayuda a pagar el alquiler, una mujer que trabaja en el mismo bar que ella. Por lo que me ha contado Maddox, Tobias tiene una novia que también vive en Los Ángeles. Se alojará en su casa.
–Entiendo –Jada tenía muchas preguntas, pero una por encima de todas las demás–. ¿Maddox se ha casado?
Aunque la pregunta no tenía nada que ver con la situación con Atticus, si Maddox mantenía una relación con otra mujer, si tenía hijos con otra mujer, sería mucho menos probable que fuera a prestarle atención a ella o, sobre todo, a Maya.
–No.
Jada no soportaba la simpatía que destilaba la mirada de Aiyana, pero no había modo alguno de engañarla, de fingir que Maddox no había significado tanto para ella. Era demasiado intuitiva.
–Nunca se ha casado –explicó Aiyana–, y no tiene hijos.
Un escalofrío de miedo recorrió la columna de Jada. Aiyana no lo sabía, pero había mucho más en juego que simplemente disgustar a Atticus aunque, considerando la situación de su hermano, ya bastaría con eso. Maddox sí tenía una hija, solo que no lo sabía. Y Jada ya no sabía cómo iba a evitar que lo descubriera.
El lunes, después de leer los expedientes de las alumnas que tenían más probabilidades de ser admitidas en agosto, Maddox había dedicado el resto de la tarde a elegir el personal y repasar el presupuesto de otoño, intentando descubrir cómo arañar un poco de acá para destinarlo allá. Aiyana se había preocupado más de que los chicos tuvieran un buen lugar para vivir que en que le pagaran, de modo que se enfrentaba a más problemas económicos que en cualquier otro trabajo. Sin embargo, sabía que ella lo hacía por el bien de los chicos y por eso New Horizons era tan especial, por eso él quería participar. Solo tenía que superar los desafíos que provocaba la generosidad de Aiyana ayudándola a encontrar patrocinadores, a contactar con alumnos dispuestos a contribuir o a cultivar relaciones con las personas lo bastante adineradas para ayudar. El estado pagaba por cada alumno que enviaba allí, pero una tarifa muy reducida, algo que Aiyana había negociado para que les resultara más viable. Siempre decía que se resistía a pedir demasiado por miedo a que New Horizons no recibiera a aquellos alumnos que más lo necesitaban, aquellos que llevaban tiempo rebotando de una casa de acogida a otra, o que incluso habían pasado por el sistema judicial.
Maddox había conseguido terminar unas cuantas cosas, pero no se sentía productivo al máximo, no era capaz de concentrarse. No dejaba de pensar en Jada. Desde su regreso a Silver Springs resultaba difícil no pensar en ella. Cada paisaje, cada olor, cada sonido parecía sacar a la luz aquellos días en que eran tan inocentes y estaban tan enamorados. Pero desde que sabía que estaba cerca, era aún peor. Se preguntó qué tal le iría, cómo había sido su matrimonio, cuántos años tenía su hija, qué le había empujado a divorciarse.
Y, sobre todo, se preguntó si alguna vez lo perdonaría…
–Me figuré que te encontraría aquí.
Maddox levantó la vista y vio a Aiyana asomar la cabeza en su despacho. Pasaban de las siete, pero no tenía ninguna necesidad de estar en otro lugar. Desde el regreso de Jada sentía que no podía salir siquiera a cenar o a tomar algo.
–Intento estar preparado.
Fingía que era absolutamente necesario quedarse a trabajar hasta tarde, pero no estaba haciendo nada que no pudiera hacer en su casa. Simplemente no le interesaba pasarse horas en esa casa vacía. En Utah por lo menos tenía a Paris esperándolo. Había roto con ella poco antes de mudarse, pero seguía habiendo algunas cuestiones a solucionar sobre la conveniencia de volver juntos. Últimamente ella le había estado contactando, preguntándole si podía ir a verlo.
Quizás si le permitiera hacerlo conseguiría olvidar a Jada. Salvo que… no estaba enamorado de Paris, y no estaba bien acceder a su visita si sabía que no conduciría a nada.
–¿Tienes un minuto? –preguntó Aiyana.
–Claro –Maddox se levantó y señaló una silla al otro lado del escritorio.
–¿Qué tal va todo? –ella señaló hacia un montón de carpetas.
–No va mal. Todavía hay mucho que hacer, pero lo conseguiremos.
Una pequeña sonrisa curvó los labios de la mujer.
–¿Significa eso que no vas a dimitir?
–¿Dimitir?
–Ahora que sabes que Jada también vive aquí.
–Me siento tentado –Maddox respiró hondo y se dejó caer en la silla.
–Hablé con ella el sábado.
Para evitar el contacto visual, Maddox empezó a ordenar los papeles de su escritorio. Esa mujer tenía la irritante habilidad de ver en el interior de los demás.
–Hablaste sobre…
–Quería que supiera que cuando aceptaste el trabajo no sabías que ella vivía aquí, y que yo tampoco lo sabía cuando te lo ofrecí.
Las palabras de Aiyana le obligaron a detenerse y levantar la vista.
–¿Te lo habrías pensado dos veces de haberlo sabido?
–Seguramente, pero solo porque habría supuesto que lo rechazarías.
Y tenía razón, habría supuesto un punto de inflexión.
–¿Y? ¿Qué dijo ella?
–No mucho. Le preocupa la reacción de su hermano cuando descubra que has vuelto. Pero tú y yo ya hemos hablado de Atticus. Ese chico necesita dejar atrás lo sucedido y pasar página. Por despiadado e insensible que pueda parecer, después de todo lo que ha sufrido, no hay otra elección posible, no si pretende ser feliz.
Eran las mismas crudas verdades que ella le había estado diciendo a lo largo de los años. Maddox recordaba una llamada en particular, cuando ella le había instado a dejar de sentir lástima por sí mismo y a mover el culo. Ese amor despiadado había sido tan necesario como el otro, el incondicional. Lo había comprendido con los años. Sin ella, sin esa persona que seguía pendiente de él, contando con él, era muy probable que hubiese elegido un camino mucho menos productivo.
–¿Se sintió muy decepcionada al saber que vivimos en el mismo entorno?
–No creo que «decepcionada», sea la palabra adecuada –contestó Aiyana tras observarlo atentamente.
–¿Y qué palabra elegirías? –en cuanto formuló la pregunta, Maddox deseó no haberlo hecho.
–Preocupada.
–Pues no tiene nada de lo que preocuparse. Tengo la intención de mantenerme alejado de ella.
–Le dejé claro que no ibas a molestarla.
–Gracias.
Aiyana guardó silencio a la espera de que Maddox volviera a mirarla.
–Me preguntó si estabas casado –dijo cuando sus miradas se encontraron de nuevo.
–Porque… –cada músculo del cuerpo de Maddox se tensó.
–No me lo dijo, pero si mi opinión sirve de algo, creo que porque ella también te amaba.
Aunque, desde luego, no había hecho nada para demostrarlo. Durante meses, después de haber sido trasladado a la academia Rockport, a las afueras de la gélida Chicago, había esperado ansioso una carta, una llamada de teléfono, cualquier cosa. Se sentía desolado, solo, tanto que se le manifestaba en forma de dolor físico. Su madre estaba tan furiosa con él porque había permitido que su hermano se hiciera con una pistola que ni siquiera le dirigía la palabra, aunque el hecho de que estuviese ocupada con otro hombre seguramente tenía más que ver con eso que su enfado. Tobias había sido juzgado como adulto, y dado que todo el proceso judicial había durado más de un año, debido a su edad y a las partes que se peleaban sobre cómo debería ser juzgado, fue enviado a una prisión de adultos. Maddox había perdido a la chica que amaba más que a nada en el mundo, y tuvo que vivir con la noción de que el hermano de esa chica, de tan solo once años, había quedado paralítico y ella lo consideraba el culpable. Únicamente Aiyana le había ofrecido su apoyo durante esos horribles meses en los que había estado a punto de escapar de la rígida escuela para vivir por su cuenta. Pero ella le había hecho comprender que, por oprimente que le resultara el ambiente en la escuela, era el único camino para tener una segunda oportunidad, y que sería una estupidez desperdiciarlo. También le había prometido el dinero necesario para estudiar en la universidad, con la condición de que mejorara sus notas y se aplicara en los estudios.
Maddox seguía sin saber muy bien por qué había hecho caso a Aiyana. Desde luego no había sido por la promesa de estudiar en la universidad. Sin duda fue por su compasión y entusiasmo, su absoluta determinación a no permitir que se entregara a la vida que habría vivido de no hacerle caso. Aún recordaba la sorpresa que le había generado el interés de esa mujer.
–¿Tienes idea de por qué fracasó su matrimonio?