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Emma Willis nunca se había imaginado a sí misma como modelo, y mucho menos en un calendario tan sensual como aquél… hasta que se presentó a una sesión de fotos sustituyendo a su hermana gemela. En cuanto se encontró frente al guapísimo fotógrafo Rafe Delacantro, ataviada tan sólo con aquella escueta lencería, se sintió sexy y más desinhibida que en toda su vida. Y antes de darse cuenta, estaba intentando seducirlo. En cuanto vio a Emma, Rafe supo que no era la modelo que esperaba. Era demasiado tentadora… por eso no tardó en dejar que lo sedujeran. Ahora sólo debía convencerla de que la aventura podía continuar después de que se apagaran los focos.
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Seitenzahl: 241
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2004 Jill Shalvis
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Objetivo sensual, Elit nº 441 - agosto 2024
Título original: Bared
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410744080
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Rafe Delacantro estaba furioso. Y, como era habitual en él, la culpa la tenía una mujer.
Se encontraba en medio del exuberante bosque tropical de Kauai. Con sus lianas colgantes y sus miles de especies diferentes de árboles y arbustos, por no hablar del zumbido de exóticos insectos y Dios sabía qué más extrañas criaturas, el lugar era un auténtico paraíso.
Pero lo único que podía experimentar en aquel instante era frustración y resentimiento, emociones ambas de las que necesitaba desprenderse de alguna manera para poder hacer su trabajo. Era su último encargo fotográfico, al menos para Hollywood, y se moría de ganas de acabarlo. Durante diez años, había estado fotografiando a gente rica y famosa, bellezas caprichosas y artistas de todo tipo, trabajando principalmente para revistas y agencias de moda, ganándose la reputación de uno de los mejores profesionales del mundo. Y había estado bien. Estaba orgulloso de todo lo que había conseguido.
Pero a los treinta y dos años estaba cansado de exigencias, de andar siempre detrás de gente que tenía demasiada fama, demasiado dinero y ninguna idea de lo que significaba realmente la vida. Rafe sí que tenía alguna idea al respecto. Y pensaba aprovecharla.
Aun así, de alguna manera su oficio lo definía como persona, de modo que no debía, no podía renunciar del todo a su cámara. Después de aquellas últimas sesiones fotográficas, la utilizaría únicamente para él mismo, centrándose en cualquier objeto que no fuera humano. Plantas, paisajes, animales… cualquier objeto al que no tuviera que convencer, engatusar o engañar. Sí, se había ganado a pulso su retiro. Un retiro que iba a ser maravillosa.
Tan pronto como terminara con aquel trabajo, el último encargo de un buen amigo. Se trataba de un modelo de calendario peculiar, doce meses de fantasías… que, para Rafe, significaban doce difíciles y diferentes fotografías realizadas en variados escenarios. Ese día estaba trabajando en la sesión de marzo, auxiliado por su equipo. La luz era perfecta, pero dado lo nublado del cielo, no parecía que fuera a durar mucho.
Necesitaban empezar ya, pero sólo faltaba un elemento fundamental: la modelo. De ahí su frustración y su resentimiento: estaba hirviendo de furia.
Cuando ya se le había agotado la paciencia, apareció por fin. Caminando tranquilamente por el sendero hacia el equipo que la esperaba, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Sus ojos, de un color ambarino que hacía honor a su nombre, estaban ocultos por unas gafas de espejo. La melena le llegaba hasta más abajo de los hombros, libre y suelta, como le había pedido que se la dejara. Lucía simplemente una falda cruzada y una camiseta, ya que daba la casualidad de que el disfraz que tenía que ponerse lo llevaba él en la mano. No tenía ninguna duda de que su espectacular figura, que había aparecido profusamente en una película de serie B y en ciertas páginas web de dudosa calidad, era perfecta para lo que tenía en mente.
La esperaba en medio del estudio, que estaba compuesto por un suelo de musgo natural, un semicírculo de arbustos y una hamaca que se balanceaba suavemente entre dos árboles. Un cenador completaba el escenario. Había empezado a lloviznar y una finísima neblina se levantaba de la tierra, en un efecto que no habría podido conseguir en ninguna parte más que en aquella isla. Fuera del encuadre de la cámara estaban los focos, los cables y el equipo requerido para capturar la luz buscada. Una luz que estaba perdiendo por momentos, conforme la niebla espesaba…
—Ya era hora —le comentó.
Amber se había bajado las gafas de espejo y le había dedicado una sonrisa. Evidentemente a esa mujer sólo le importaba una persona: ella misma. Algo que Rafe había aprendido durante su primera y única cita, hacía ya varios años. No tenía ningún interés en nada que no fuera su propia imagen reflejada en un espejo… aunque había reaccionado con tanta sorpresa como indignación cuando se negó a continuar saliendo con ella.
Habían trabajado juntos en algunas ocasiones desde aquella desastrosa cita en que ella se presentó tarde y de mal humor, amargándole la velada. Y desde entonces, cada vez que habían coincidido, había disfrutado irritándolo y entorpeciendo su trabajo: ese día, por cierto, no esperaba menos. Pero Rafe le había prometido a Stone, su viejo amigo y ayudante, su participación en el proyecto del calendario porque el estudio que lo patrocinaba le había prometido, a su vez, promocionar su carrera como fotógrafo. De modo que no tenía más remedio que reprimir el impulso de retorcerle a Amber su precioso cuello.
Llevaban ya dos sesiones de las doce y Amber lo había desquiciado en ambas: llegando tarde, protestando por las condiciones de alojamiento, exigiendo continuamente un trato especial… Y Stone sospechaba que era su manera de vengarse de Rafe por su negativa a frecuentar su compañía.
A Rafe eso, sin embargo, no le importaba. Lo único que le importaba era acabar de una vez. Y con la fantasía de la doncella francesa, enero, y la de la amazona de la selva, febrero, ya terminadas, estaba en camino de conseguirlo. Sólo le quedaban diez…
—Gracias por haber llegado solamente una hora tarde —le dijo—. Estamos a punto de perder la luz, así que date prisa —le lanzó la ropa.
Vio que se quedaba mirando el vaporoso vestido, de un blanco «virginal».
—¿Qué es esto?
—Tu disfraz. Ve a cambiarte.
Amber sostenía el vestido de dos piezas entre sus largos y finos dedos. La parte inferior no era más que un diminuto pedazo de satén blanco. La superior tenía más tela, aunque el adverbio «más», en ese caso, era relativo. Básicamente se componía de una gasa en la que tendría que envolverse mientras posaba tumbada en la hamaca, en medio de aquel glorioso paisaje.
Mientras seguía examinando el vestido, empezaron a caer más gotas. Y más gruesas. Rafe maldijo en silencio. No iba a quedarse otro día en aquel paraíso. Tenía su propio paraíso al que volver, su nueva casa en las colinas que dominaban Los Ángeles.
—Apresúrate, Amber.
—Pero el tiempo… —levantó la mirada al cielo.
—Ya lo sé, pero si te das prisa, quizá podamos terminar antes de que nos electrocutemos con los focos —le puso las manos sobre los hombros y la hizo volverse para enfilarla hacia el camerino improvisado a un lado del estudio: en realidad unas cuantas cañas de bambú con unas sábanas.
Entrecerrando los ojos, la observó mientras se dirigía hacia allí, rígida e inexpresiva. «Por favor, no me montes una rabieta», rezó. «Hoy no». Pero ese día le pasaba algo raro. No lo había mirado ni a él ni a los demás componentes de su equipo con su habitual expresión de diosa engreída. Ni había solicitado nada especial, y menos ayuda alguna…
Esperaba que no estuviera drogada. Nadie se drogaba y posaba para él. Nadie.
—¿Qué te pasa?
Se quedó quieta por un momento.
—Nada.
Rafe miró a Stone. Acostumbrado también a los trucos habituales de Amber, su amigo se limitó a sacudir la cabeza y a encogerse de hombros. Tampoco tenía la menor idea de lo que le sucedía.
Entonces Amber se volvió hacia él, con el vestido todavía colgando de un dedo como si le diera asco. Lo cual era ciertamente extraño, ya que le encantaba lucir su cuerpo y aquella prenda suponía una oportunidad inmejorable para ello.
El lejano retumbar de un trueno le hizo dar un respingo, como si fuera el primero que escuchara en su vida.
—Creo que tal vez deberíamos suspender la sesión…
¿No quería exhibir su fantástica figura en un radio de cinco kilómetros a la redonda? ¿No quería hacer babear de deseo a todos los presentes en el estudio? ¿Por qué? Rafe se estrujó el cerebro buscando alguna razón. ¿En qué la había hecho enfadar? No recordaba ninguna ofensa en particular, excepto quizá cuando se negó a acompañarla a aquella fiesta a la que había querido ir después de su última sesión fotográfica en Hollywood.
Las fiestas de ese tipo le interesaban tanto como pasar una noche con Amber: nada. No quería mezclarse con mujeres en el trabajo. No quería mezclarse con mujeres ni siquiera remotamente relacionadas con el trabajo.
A esas alturas, lo que quería era una mujer de verdad, con un cuerpo de verdad y un sistema de valores de verdad. Una mujer que tuviera carácter, esperanzas y sueños que no se cifrasen en un Oscar o en un Emmy.
No le importaba que tuviera su propia carrera o que se pasara más tiempo viajando que él. Sólo quería una mujer que lo quisiese no por lo que él pudiera hacer por ella, sino por lo que los dos pudieran hacer por los dos.
Stone siempre se reía de eso: no creía que una mujer semejante existiera. Él disfrutaba con las numerosas y bien dispuestas mujeres que cada día se echaban en sus brazos. Rafe no. Estaba cansado de eso. De eso y de todo en general.
—¿Te importa que empecemos de una vez? —le preguntó con una voz que la sobresaltó tanto como el trueno anterior.
—Pero va a… —al levantar la cabeza de nuevo, una gota de lluvia le cayó justo en la nariz— llover.
Como si las hubiera conjurado, las gotas empezaron a caer más rápido y con mayor fuerza. Sus compañeros se apresuraron a proteger el equipo. Instintivamente, Rafe se acercó a ella con un paraguas para resguardar el peinado y el maquillaje… cuando de repente se detuvo en seco.
El agua le empapaba el pelo, salpicándolo de reflejos. Su cutis resultaba aún más cremoso, si eso era posible. Y la manera en que las gotas resbalaban por sus mejillas y sus labios… Le tendió el paraguas a un técnico de iluminación, sin dejar de mirarla.
—El tiempo jugará en nuestro favor. Vamos a hacerlo.
Amber se mordió el labio inferior.
—No creo que…
—Es perfecto.
—Bueno, pero…
Frustrado, se plantó frente a ella y le quitó las gafas para verle los ojos. Si estaban rojos o vidriosos, indicio de que se había colocado con algo, iba a…
Pero Amber bajó su luminosa mirada ambarina, apartándose mientras seguía mordiéndose el labio. Y además se había… ¿ruborizado? ¿Sería posible?
«Espera un momento», se dijo, consternado. Amber no se había ruborizado en toda su vida. Como fotógrafo, y por tanto persona especializada en capturar los secretos matices de cada rostro, de repente lo comprendió todo. Aquella mujer tímida e introvertida no era la atrevida y escandalosa Amber que conocía.
Eso sólo podía significar dos cosas. O que Amber había experimentado un cambio completo de personalidad desde que la había visto en su última sesión fotográfica o… o que aquella joven era su hermana gemela.
¿Cómo la llamaba Amber? ¿Reina Emma? Sí, eso era. Reina Emma. En vano intentó recordar por qué; hacía ya demasiado tiempo que se había acostumbrado a las absurdas ocurrencias de Amber. Y tampoco se le ocurría una buena razón por la que Amber hubiera enviado a su hermana en su lugar, cuando aquel calendario representaba un paso tan importante en su carrera.
—Amber —pronunció tentativamente, esperando que Emma le dijera por qué estaba allí en sustitución de su irritante hermana gemela.
—Eh… —lo miró a los ojos— sí.
Maldijo una vez más para sus adentros. Definitivamente no era Amber.
—Cámbiate —le ordenó con un tono que habría hecho saltar indignada a su hermana—. Ahora.
Con expresión incrédula, vio que se limitaba a asentir con la cabeza. ¿Tan decidida estaba a no contarle la verdad? Eso sí que era un contratiempo. Lo que le faltaba. Miró a Stone, que volvió a encogerse de hombros. Estaba tan estupefacto como él.
«Muy bien, de acuerdo», pensó. Amber y Emma eran gemelas idénticas: nadie podría distinguirlas. Siempre y cuando pudiera fotografiar a una de ellas, no le importaba quién de ellas fuera en realidad. Además, Reina Emma no podía ser más intratable que su hermana. Eso era imposible.
—Vamos —la empujó suavemente de nuevo hacia el camerino improvisado—. Está lloviendo, pero si no te das prisa, perderemos la poca luz que nos queda.
Aparentemente reacia, se dirigió hacia el chamizo de bambú… arrastrando los pies como Amber jamás habría hecho.
Stone se le acercó, con una pequeña pizarra de la mano. Era tan rubio como él moreno, dotado de una fuerte complexión que recordaba la de un boxeador. Impaciente, la observó alejarse.
—¿Cuál es el problema esta vez?
—Esperemos que ninguno.
Stone soltó un resoplido de incredulidad, y Rafe sonrió irónico. Amber siempre había representado un problema, pero… ¿y Emma?
Apartó las sábanas que hacían las veces de cortinas y entró. Al instante se la oyó refunfuñar. Pero no llamó pidiendo ayuda. Ni volvió a salir.
—Probablemente necesite ayuda —comentó Rafe con un suspiro, mirando su reloj.
Stone lo sujetó de un hombro.
—Yo iré. Tú te sentirías tentado de estrangularla.
—¿Y tú no?
Stone esbozó una deslumbrante sonrisa.
—Estará desnuda. Y no nunca le haría ningún daño a una mujer desnuda.
Rafe continuó escuchando el sordo refunfuñar procedente del otro lado de las sábanas, que por cierto se agitaban frenéticamente. Amber nunca refunfuñaba. Prefería gritar. Pero ese día no lo estaba haciendo. Porque no era Amber, sino Emma quien en aquel instante estaba rezongando y protestando entre dientes por el vaporoso disfraz que debía ponerse. Otra reacción, por cierto, que no podía menos que delatarla.
Amber tenía un cuerpo de escándalo, y vivía para exhibirlo. ¿Qué podía importarle que la tela fuera vaporosa? Al contrario: si lo era, mejor para ella.
Stone arqueó una ceja mientras se acercaba a las sábanas.
—¿Necesitas ayuda? —inquirió, extendiendo una mano para apartarlas.
—¡No! Estoy… bien. Ahora mismo salgo.
Stone se volvió sorprendido hacia Rafe, porque también a él le extrañaba aquella actitud. Amber solía requerir un mínimo de diez personas pendientes del menor de sus caprichos a cada momento.
Sólo que, como tuvo que recordarse, no estaban lidiando precisamente con Amber, sino con su hermana. En cualquier caso, no pensaba perder el tiempo con aquellas tonterías. Emma serviría igualmente bien a sus propósitos: terminar de una vez con aquel encargo.
Eso suponiendo que se dignara salir algún día de aquella especie de camerino…
Allí estaba, completamente desnuda dentro de un chamizo de cañas de bambú y sábanas, en algún lugar del extremo septentrional de Kauai… gracias a su hermana Amber.
Resultaba increíble que, siendo como era una impenitente adicta al trabajo, y más bien puritana, hubiera terminado en aquella situación. Pero tendría que seguir lidiando con ella.
Al igual que había tenido que lidiar con las diversas situaciones de emergencia en las que la había enredado Amber con el transcurso de los años. Que eran demasiadas para poderlas enumerar.
Emma miró el pequeño triángulo de tela que constituía la parte inferior de su disfraz. «Póntelo de una vez», se ordenó. ¿Pero y después? ¿Cómo iba a ir a ninguna parte vestida con aquello?
Volvió a examinarlo detenidamente. Sólo entonces tomó conciencia de lo que era. Era un tanga. Estaba segura de que a Amber Willis, actriz y modelo, le habría encantado lucir algo así. Pero Emma Willis, humilde guionista de culebrones de televisión, los odiaba. Esa vez Amber le había hecho una buena jugada…
Se rió para sus adentros. Amber siempre le hacía jugadas como ésa, y no la había compensado debidamente nunca, jamás. Examinó a continuación la parte superior de su disfraz: era todavía peor que la inferior.
Había concebido una tímida esperanza debido a la cantidad de tela que tenía, por muy vaporosa que fuera. Pero cuando se la puso, el efecto era igual que si se hubiera quedado en cueros. En teoría, ésa era precisamente la idea. El tema de la fotografía era el sacrificio de una virgen, y ella era la víctima propiciatoria ideal.
Al menos era así como se sentía. La lluvia seguía repiqueteando sobre las sábanas que la rodeaban, filtrándose poco a poco. Curiosamente el ambiente resultaba fresco, aunque no frío, pese al calor del suelo que pisaban sus pies desnudos. Amber la había telefoneado dos días atrás desde alguna isla del Caribe, donde había estado pasando unos días con su último juguete sexual.
—Este tipo es capaz de provocarme un orgasmo estando en otra habitación —le había comentado, soltando un soñador suspiro—. Creo que es El Único. El Número Uno.
Ya. El único. No había ningún «único». Amber estaba harta de ver cómo su hermana se engañaba a sí misma una y otra vez. Sólo esperaba que algún día pudiera darse cuenta y dejara de enamorarse con tanta facilidad.
De enamorarse o de encapricharse de un bonito cuerpo masculino. Pero antes de que pudiera recordarle aquel antiguo refrán de que el amor solía terminar convirtiéndose en puro deseo, Amber le había suplicado que le hiciera el trabajo por el que ya había cobrado, porque aquel calendario iba a suponer «el éxito de su vida».
No habían sido declaraciones muy novedosas tratándose de Amber, pero Emma seguía albergando grandes esperanzas para su hermana. Su hermana, que ni siquiera era capaz de salvarse a sí misma. Ella sí que podía salvarla, aunque no entendiera muy bien por qué significaba tanto para su carrera posar casi desnuda con aquella vaporosa tela blanca. Y lo que aquello podía tener que ver con su carrera de actriz.
Pero el amor filial y la estupidez despejaban cualquier duda que pudiera tener. Por eso seguía teniendo esperanzas. Y ayudándola.
Además, quizá realmente ese trabajo significara el triunfo final de la carrera de Amber. Y quizá aquel tipo fuera realmente el único, el número uno. ¿Quién era ella para dudarlo?
Y, en cualquier caso, tampoco era para quejarse demasiado. Estaba en Kauai, un lugar que sólo había visto en fotos, empapándose con la lluvia diaria que tantas ganas había tenido de ver. Porque la lluvia diaria de Los Ángeles era otra cosa. Y, por una vez, no se encontraba encerrada en su pequeño despacho, con los dedos agarrotados después de haber pasado horas escribiendo su último guión.
¿Cuántas veces se había prometido a sí misma que haría algo divertido? Eso podría ser divertido. Ciertamente, le preocupaba perderse dos días de trabajo, pero era un fin de semana y, teóricamente, los tenía libres.
«Teóricamente», porque el culebrón y la agencia dueña de los derechos se había aprovechado completamente de ella durante los últimos años, y ella se había dejado. Trabajaba en una categoría inmediatamente inferior a la del guionista principal, todo un éxito para una joven de veintiséis años, pero el tal guionista era un tirano que explotaba a sus empleados hasta la muerte.
Y así era como Emma seguía trabajando, semana tras semana.
Pues bien, había llegado la hora de tomarse un pequeño descanso. Por muy insólita que resultase la situación, iba a ponerse aquel diminuto disfraz y, aunque sólo fuera por una vez, a utilizar su belleza en lugar de su cerebro. No importaba que el vestido, por llamarlo de alguna manera, no le gustara. O que el hecho de posar delante de una cámara la pusiera nerviosa. Por Amber, por la «diversión» que se había prometido a sí misma, lo haría.
—Vamos —escuchó una imperiosa e impaciente voz masculina al otro lado de las sábanas.
El corazón se le subió a la garganta. No tenía que verlo para recordar la fuerte impresión que le había producido. Era tal y como Amber le había descrito: alto, imponente, con unos ojos muy oscuros que daban la sensación de verlo, de penetrarlo todo. Por cierto que no se había mostrado nada contento de verla a ella, lo cual no era de extrañar. Emma sabía perfectamente lo muy difícil que podía llegar a ponerse su hermana, y se imaginaba que el hombre simplemente se habría preparado para un estallido de los suyos.
Sabía que no iba a gustarle nada descubrir que lo había engañado… si acaso llegaba a descubrirlo. Porque decírselo en aquel momento estaba descartado. Su hermana se lo había dejado muy claro. Si Rafe se enteraba de que Amber se había escabullido, él se escabulliría también, y el proyecto del calendario quedaría cancelado hasta que ella volviera a aparecer.
Aquel encargo era muy importante, y lo necesitaba. Emma había aceptado hacerlo, así que sin mayor dilación se puso el tanga. Intentó ajustárselo, pero no había nada que ajustar. Aquella cosa se ajustaba sola a su trasero… Pero bueno, tampoco le quedaba tan mal.
Riéndose de sí misma, se concentró en la parte superior de su disfraz. El simple hecho de mirarla, de pensar en cómo le quedaría, la hacía sentirse… sexy.
«Míralo por el lado divertido», se ordenó. Estaba en una isla lejos de casa, sin ningún conocido cerca. De manera que lo mejor que podía hacer era disfrutar.
—Vamos, maldita sea —gruñó Rafe al otro lado de la cortina, agotada aparentemente su paciencia.
Por fin apartó las sábanas y Emma quedó cara a cara con el fotógrafo. Un metro noventa de hombre, con el pelo brillante y peinado hacia atrás, tensa la cuadrada mandíbula, el rostro salpicado de gotas de lluvia que resbalaban hasta su cuello. Los gastados vaqueros y la sencilla camiseta azul, que se pegaba a su torso como una segunda piel hablaban de un cuerpo magnífico.
Rápidamente se envolvió en la gasa y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Todavía no estoy lista —ni sabía si lo estaría alguna vez, dada la situación.
—Pues yo sí.
Obviamente Amber se había dedicado a desquiciarlo en un pasado no muy lejano. Emma tendría que lidiar con eso, así como con el pequeño pero relevante detalle de que era un hombre tremendamente guapo. Tanto que en aquel instante merecería estar delante de la cámara y no detrás.
Con la diferencia de que Rafe, de virginal víctima, no tenía absolutamente nada.
—Ya sé que no te importa, pero necesito la luz que se nos está escapando segundo a segundo —y lanzando una indiferente mirada a su cuerpo, la agarró de la muñeca y la sacó del refugio de las sábanas.
Echó a caminar con paso rápido, tirando de ella. Emma tuvo que correr a la vez que se sujetaba la gasa y el tanga. Para cuando llegó al estudio, estaba jadeando. Realmente tendría que hacer algo más de ejercicio aparte de las sesiones caseras de yoga. Aunque sabía perfectamente que no lo haría. Cuando no estaba escribiendo, estaba durmiendo. Y cuando no estaba durmiendo, estaba pensando en su guión. El trabajo gobernaba su vida. El trabajo era su vida.
¿Pero entonces cómo era que había terminado en aquel paraíso tropical y además medio desnuda? En cualquier caso, allí estaba, decidida a salvar a su hermana y a divertirse aunque sólo fuera por una vez, con Rafe y su ayudante mirándola expectantes.
Seguía lloviendo, con gruesas gotas que se derramaban sobre su piel ardiente con una deliciosa sensación de frescor. Si hubiera tenido ocasión de hacerlo, le habría encantado dar un paseo sola, empapándose a placer…
El otro hombre se adelantó hacia ella mientras Rafe recogía su cámara. ¿Cómo le había dicho que se llamaba aquel rubio alto e imponente? Stone. A Stone no le caía bien Amber, pero eso a su hermana no le importaba y tampoco debería importarle a ella. En aquel momento, Emma no pudo menos que preguntarse por el motivo de aquella antipatía. Sospechaba que detrás debía de esconderse una larga historia…
La mirada azul claro de Stone, aunque fría, era más amable que la que le lanzó Rafe cuando le señaló la hamaca.
—Ahí tienes. Posa como tú sabes para que podamos terminar cuanto antes.
«Posa como tú sabes». Claro, no había problema. Estaba empapada y debía de tener el pelo hecho un desastre. De repente se le acercó una mujer que se presentó como Jen, peluquera y maquilladora.
—Sólo quiero… —empezó a tocarle el peinado, pero bajó las manos a una orden de Rafe.
—Está perfecta —le aseguró, con tres carretes de fotos en la mano—. El cutis tiene un brillo fabuloso y el pelo está bien. Déjala.
Extrañamente aquellas palabras, pronunciadas en un tono tan impersonal y ni siquiera dirigidas a Emma, consiguieron darle un vuelco al estómago. Él pensaba que estaba perfecta. Antes de aquel día, posar para un fotógrafo era algo que jamás se le había pasado por la cabeza. «Eres demasiado inteligente para perder tu tiempo en esas cosas», le había aconsejado su madre desde que era muy joven. De manera que, de las dos hermanas, ella siempre había sido la estudiosa.
Emma se subió a la hamaca, lo cual no resultó nada fácil, y se ajustó bien la gasa, sin descruzar los brazos sobre el pecho.
Stone se inclinó hacia ella y Emma reprimió un respingo. Iba a prepararla para la pose, a tocarla, y ésa sería la parte más difícil. A Amber le encantaba que la tocaran: lo necesitaba como necesitaba respirar.
A Emma, sin embargo, no le ocurría lo mismo. Cerró los ojos. Respiró hondo.
—Stone, ¿dónde está la pantalla blanca? —inquirió Rafe detrás de la cámara.
—La blanca… —Stone miró la de color azul que habían usado antes y maldijo entre dientes—. En mi habitación —miró el escenario, la lluvia empapando a la modelo, la luz, y suspiró con expresión resignada—. Sí, la necesitamos. Voy a buscarla —echó a correr por el sendero por el que acababa de llegar Emma arrastrada por Rafe.
Emma se volvió hacia la cámara, pero de repente se encontró de nuevo frente al fotógrafo. Alto, fuerte. Empapado también por la lluvia.
—Quédate quieta —le ordenó.
Obedeció y lo miró a los ojos, curiosa por saber si la estaba mirando. O viendo siquiera.
—Relájate.
No, no la estaba viendo, al menos como mujer. No supo si sentirse aliviada u ofendida. «Aliviada», decidió segundos después, dándose cuenta de que jamás se había sentido tan completa e insoportablemente desnuda. Dada la vida que había llevado, gobernada por el trabajo, no estaba acostumbrada a esas cosas, y menos a posar prácticamente desnuda delante de alguien. Había tenido alguna relación ocasional, pero dado lo apretado de su agenda, «ocasional» era la palabra exacta. Ciertamente había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que la habían besado. Incluso entonces, dado el estado de distracción en que solía encontrarse con el guión de turno que tenía entre manos, casi ni se había enterado del beso.
La desnudez tampoco había formado parte de aquellas ocasionales relaciones. Lo que en aquel instante estaba sintiendo se parecía demasiado a una de aquellas pesadillas infantiles en las que se veía a sí misma desnuda en el autobús escolar, por poner un ejemplo. Era una sensación horrible, aterradora, humillante…
—Perfecto —concluyó Rafe, mirándola de nuevo a través del objetivo de la cámara.
El estómago volvió a darle otro vuelco. Los pezones se le endurecieron. Sí, estaba horrorizada, aterrada, humillada… y excitada también.
—Abrázate las rodillas —le ordenó sin bajar la cámara, acercándose.
«Oh, Dios mío», exclamó para sus adentros. Si no hubiera sido por la lluvia, se habría puesto a sudar…
Con gesto sombrío, sin pronunciar una palabra, la agarró de los tobillos y le flexionó las rodillas. Luego le asió las muñecas y la obligó a abrazarse las piernas.
—Inclina la cabeza, sólo un poco… —lo dijo con un tono gruñón, frustrado. De ahí su sorpresa cuando, de repente, su tono pareció suavizarse—. Oh, sí. Muy bien —le apartó delicadamente el pelo de la cara, rozándole el cutis con los dedos.
Emma lo miró sobresaltada cuando sus pezones se endurecieron una vez más, pero Rafe parecía completamente absorto en la pose que estaba buscando.
Estuvo a punto de reírse de lo impersonal que parecía todo. Pero se contuvo, no fuera a salirle una carcajada histérica…