Obras completas de Fernán Caballero. Tomo XII - Cecilia Böhl de Faber - E-Book

Obras completas de Fernán Caballero. Tomo XII E-Book

Cecilia Böhl de Faber

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Beschreibung

Cecilia Böhl de Faber fue una gran cronista de su época, ya fuera a través de cuentos o de sus cartas personales, esta fantástica autora nos legó un retrato único del siglo XIX.En este duodécimo volumen de «Obras completas de Fernán Caballero» se recogen relatos de costumbres y cartas de la escritora española como «El vendedor de tagarninas», «La viuda del cesante», «Una excursión a Waterloo», «Una madre», «Un naufragio», «Un sermón bajo naranjos», «Promesa de un soldado a la Virgen del Carmen», «Matrimonio bien avenido, la mujer junto al marido», «Episodio de un viaje a Carmona», «El Eddistone» o «El alcázar de Sevilla».«Obras completas de Fernán Caballero» es una serie de volúmenes que recogen la producción literaria de la escritora Cecilia Böhl de Faber, quien publicó en vida bajo el seudónimo masculino Fernán Caballero. En la colección completa de sus obras se recogen relatos, novelas de costumbres, poemas, refranes y dichos, cartas y otros escritos.

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Cecilia Böhl de Faber

OBRAS COMPLETAS DE FERNÁN CABALLERO. TOMO XII

 

Saga

Obras completas de Fernán Caballero. Tomo XII

 

Copyright © 1910, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726875317

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

EL VENDEDOR DE TAGARNINAS

EL VENDEDOR DE TAGARNINAS

El que llora será consolado.

San Mateo.

Lo que vamos á referir no es ficción, es realidad, es una sencillísima historia, que literariamente no merezca quizá ni ser escrita ni leída; no obstante, algo nos dice en el fondo de nuestro corazón que por algunos, aunque pocos, será leída esta relación con simpatía; á estos pocos nos dirigimos para referirles la corta historia de un pobre niño vendedor de tagarninas.

Dice Bulwer, el excelente moderno autor inglés: No hay duda que existen poetas que nunca han soñado con el Parnaso, lo que quiere decir que se puede mover al corazón y cautivar la imaginación sin valerse, para lograrlo, del arte, ni del saber, ni seguir la senda trazada; basta sentir y expresar lo que se ve.

Era Ortega guarda de un olivar en un pueblo pequeño, y cumplía bien con su deber; era bien querido, pero sobre todo de su mujer, que criaba una niña, y de su hijo Miguelito, que tenía cinco años. Erale á Ortega la vida suave y el trabajo ligero, como le es al caballo la carga de oloroso heno que lleva para su propio sustento. Pero el guarda se había granjeado la animadversión de unos cabreros que tenían sus cabrerizas en un coto limítrofe del olivar que estaba al cuidado de Ortega.

Por repetidas veces habían dejado penetrar sus cabras en el olivar, con grave perjuicio de la sementera y del arbolado, hasta que acabó Ortega por denunciarlos,—y esto bastó, ¡Dios mío! para que un día, al pasar Ortega cerca de un vallado, se disparase entre las zarzas un tiro, cuya bala atravesó su pecho.—¡Oh! ¡En qué mina se crió el fatal pedazo de plomo que hizo á un tiempo un cadáver, un asesino, una viuda y dos huérfanos!!

Avisóse al lugar de que yacía un hombre muerto cerca de un vallado, y en breve el abandonado cadáver se vió rodeado de aquel unánime é inmenso interés que conmueve, sacudiéndola hasta sus entrañas, á la humanidad cuando se comete contra ella el delito de sangre, empezando por el sacerdote, que vino en nombre de la Religión, en caso que aún luche el alma con la muerte; sigue la justicia, que viene en nombre de la sociedad, magnífica institución, bella obra de ilustración hecha con la ayuda de Dios, de los siglos y de la sabiduría; acompáñala el facultativo, que acude en nombre de la humanidad, en cuyo estandarte puso Jesús por lema la palabra hermandad, y sigue el pueblo, que viene en su propio nombre á tributar su compasión y lágrimas á la víctima, sus imprecaciones al asesino, pues puro existe en el corazón del hombre el sentimiento de lo justo cuando las pasiones no lo ofuscan.

Púsose al muerto sobre unas angarillas, y se ofrecieron á llevar las angarillas de la muerte aquellos mismos andaluces altivos que por todo el oro del mundo no se hubiesen prestado á llevar la silla de mano de un rico.

No pueden aquellos que no lo han presenciado formarse una idea del desesperado é inmenso dolor de la infeliz que vió entrar por su puerta el sangriento y yerto cadáver de aquel que siempre entró en su casa como una protección y un amparo, ¡como un objeto de culto y cariño! La desgraciada viuda, que estaba criando, tuvo un retroceso y derrame de leche; sus pechos quedaron exhautos; la madre y la niña perecían: la primera, de resultas de una espantosa enfermedad; la segunda, de necesidad.

Vosotros, los habitantes de las ciudades, no sabéis cuán grande y expansiva es la caridad en los campesinos, y cuán verdadero hacen aquel bello refrán de que más hace el que quiere que el que puede. No hubo una sola mujer en el pueblo que estuviese criando que no viniese á dar el pecho á la pobre criatura, para la cual se habían secado las fuentes de vida que le señalara la Naturaleza. La niña fué criada á traguitos, según la expresión consagrada para indicar esta clase de crianza, y como generalmente todas las lugareñas son sanas, se hacen robustas estas crías de muchas amas. Verdad es que tan pronto toman leche de una recién parida, tan pronto la de una mujer que cría á pesar de tener un hijo de dos años y correr tras de su madre; pero no le hace, medran, y si lo extrañáis os responde: que Dios hace la costa.

Miguelito era el que se veía á todas horas descalzo de pies y piernas, pues todo se había vendido para la enfermedad de la madre y estaban en la última miseria, cargado con la niña, con la que apenas podía, llevándola por todas las casas del lugar, sofocado y jadeante en verano, encogido y aterido de frío en el invierno; pero siempre alerta, siempre dispuesto, siempre mandable y consagrado al cuidado de su madre y hermanita. Si compadecidos de verlo en algunas casas le daban un pedazo de pan, lo escondía y se lo llevaba á su madre. Esta pobre había quedado baldada, y ese niño bendito, á pesar de su corta edad, era su Providencia; para él no había juegos ni distracciones; era inseparable de esa madre y de esa hermana que ni una ni otra se podían valer. El todo lo hacía bajo la inspección de su madre, y aun de noche sacudía con firme voluntad ese incombatible sueño de la infancia cuando era preciso pasear la niña para acallarla. ¡Qué humilde era, y qué incansable! Y cuando su madre le bendecía no comprendía esa alma dulce y modesta el por qué merecía esa merced. ¡Angel de Dios, que, cual su Criador, sólo abrojos había de pisar en este suelo!

Miguel tenía ya seis años, y con el fin de ayudar á su madre iba, como veía hacer á otros muchachos mayores que él, á coger tagarninas al campo. Salía por la mañana y volvía á la oración sin haber probado bocado en todo el día, y por descanso iba de puerta en puerta ofreciendo sus tagarninas. Pero los muchachos mayores que él, que andaban más, habían vuelto antes y le habían quitado la poca venta que tenía la silvestre legumbre.

—¿Se quieren tagarninas? — preguntaba con débil voz, exhausto de cansancio, hambre y frío.

— No.

Y el infeliz niño se rastreaba á otra puerta ofreciendo casi por nada el fruto de su inmenso trabajo.

—¿Se quieren tagarninas?

— No.

Y seguía humillado y resignado á otra puerta en que le aguardaba otro no; pero estaba tan connaturalizado con el no, que parecía que no lo cogía de nuevo. ¡Había llevado tantos! de suerte que se hallaba muy contento si encontraba quien le diese tres ó cuatro cuartos por su espuerta.

¡Tres ó cuatro cuartos por todo un día de ímprobo trabajo, para su corta edad, en parajes tríos y húmedos, y hecho en ayunas! ¡Misericordia de Dios! ¡Divina justicia! ¡qué magníficas compensaciones guarda tu diestra, prometidas en las Bienaventuranzas! ¡Oh, mi Dios! Si no te creyera justo, no te creyera Dios; si no te creyera premiador del bueno que sufre, no te creyera Padre; sí no te creyera castigador del cínicamente malo que goza, no te creyera Señor. Sí, todo eres: y esta santa creencia todo lo explica. ¡Oh, dichosas criaturas las que vais á la vida eterna por la misma senda que anduvo el Señor por el mundo: la pobreza, el padecimiento, el desprecio y la paciencia! ¡Arrancáis lágrimas á nuestros ojos y nos podríais contestar á nosotros, ricos, soberbios y fríos: ¡No lloréis sobre mí, sino sobre vosotros y vuestros hijos!

Algunas veces su madre quería retenerlo, porque su corazón se partía de ver á ese angelito solo, desabrigado, en días fríos y lluviosos, con su espuertita y sus brazos cruzados, para abrigarse bajo de ellos sus manos entumecidas é hinchadas; los días se habían hecho tan cortos, las noches venían tan de prisa y tan frías, pero nada detenía al pobre niño, y la infeliz madre decía llorando: ¡Si no va, ni él comerá ni la niña! Y lo veía ir con tan desgarradora pena, que vertía su corazón sangre por todos sus poros, hasta que lo veía entrar con un cuarterón de pan y unas pocas de tagarninas.

Una fría tarde de Diciembre tocó solemne la oración, y el niño no había venido; y tocaron lúgubres las ánimas, y el niño no había vuelto, y la madre estaba baldada y no podía salir á buscar al hijo de su alma, al ángel que las mantenía á ella y á su niña, y pasaron una á una, cual callados espectros en negras mortajas, las horas tremendas de la noche, y la madre no se murió de congoja y de angustia porque la congoja no mata, porque la angustia es una tremenda agonía sin el descanso de la muerte, como el castigo de los condenados; y á la mañana siguiente el sobejanero de un cortijo, que pasaba por una senda apartada, vió sentado al pie de un árbol á un niño: tenía los brazos cruzados, la cabecita caída sobre el pecho; á su lado estaba una espuerta con tagarninas. Se acercó; ¡el niño estaba muerto! ¡muerto de frío, de necesidad, de cansancio y de miedo!

Lo que he contado no es ficción, es realidad.

¡Dios y señor! hombres hay, tus hijos, Padre, que en su mezquina soberbia se atreven á sostener que las compensaciones en la otra vida, esto es, el premio y el castigo, son invenciones de los hombres: ¿puede concebirse tan espantoso absurdo? ¿puede creerse y no desesperarse? ¡Señor! ¡Señor! consérvanos la fe á los religiosos, aunque no sea más que para impedir que no se parta de lástima unas veces, y no se ahogue de indignación otras nuestro corazón. Déjanos confiar en aquella divina promesa: El que llora será consolado.

__________

LA VIUDA DEL CESANTE

LA VIUDA DEL CESANTE

Las murallas de Cádiz son un hermoso paseo, ancho, llano, sin el menor obstáculo ni tropiezo, en el que puede pasear descuidado un ciego, un distraído, ó el que, absorto en contemplar la vista que ofrece, anda, como aquéllos, sin brújula. Bajando por ella desde los cuarteles, se mira á la izquierda una fila de casas altas, alineadas, fuertes y uniformes como un regimiento prusiano, y á la derecha la bahía, poblada de barcos anclados, inmóviles y mustios como presos. ¡Qué imagen de la fuerza bruta es el navío! Privado de su piloto, todo lo atropella, destroza y hunde, hasta que él mismo se pierde en desconocidas playas.

La costa opuesta aparece confusa como un recuerdo medio borrado, y al frente se extiende el mar, que la cortedad de nuestra vista hace á cierta distancia unirse al cielo, no obstante de estar allí tan distantes como lo están aquí, y esto lo creemos por fe, como debemos creer otras muchas cosas que nuestra vista no alcanza ni nuestra concepción comprende, porque la comprensión del hombre, así como su vista, son limitadas.

Paseaban por esta muralla, hace de esto algunos años, dos señores. El uno era alto, de buena presencia; el otro era más pequeño, algo agobiado y de semblante doliente y decaído.

— Paisano,—dijo en tono jovial el más alto al que lo acompañaba,—usted se hace del porvenir un monte, y yo lo veo muy llano.

— Llano, sí,—contestó el interpelado;— llano, como lo es el camino que desde Puerta de Tierra conduce al camposanto. Usted, que tiene su porvenir asegurado, puede vivir tranquilo; pero un empleado como yo, que tiene siempre la cesantía como la espada de Damocles, amenazando su cabeza, no puede hallar sosiego ni gusto para nada. A pesar del juicio, modestia y economía de mi mujer y de nuestra vida retirada, apenas tenemos ahorros, pues habiéndoseme en poco tiempo destinado desde Málaga á la Coruña, desde la Coruña á Pamplona y desde Pamplona á aquí, los crecidos costes de los viajes los han absorbido todos.

— Y ¿por qué, con mil diablos, fué usted empleado, paisano?

— Mi padre lo era, y antiguamente los hijos seguían las carreras de sus padres, sin aspirar á más que á distinguirse y subir en ellas, y los servicios de aquéllos les servían de derecho y recomendación; pero desde que todos en España quieren empleos, y cada ministro y cada diputado tiene un ciento de ahijados que colocar, para que éstos tengan cabida se tienen que dejar cesantes infinitos empleados, por más que toda su vida hayan servido fiel é inteligentemente sus destinos... Yo no tengo protector ni me he afiliado á ningún bando político, y así estoy seguro de quedar cesante muy en breve.

— Paisano, no anticipe usted males.

— Señor don Andrés, más vale estar prevenido que recibir inopinadamente la noticia de su ruina. Si mi padre, que en descanso está, hubiese podido prever el porvenir, me hubiese enviado con usted á Lima cuando se fué; allí ha hecho usted fortuna y ha logrado la suma felicidad, que es vivir independiente.

Habían llegado á una de las escaleras por las que se desciende de la muralla... Después que la hubieron bajado, dijo don Andrés á su acompañante:

— Véngase usted á la nevería á tomar un helado.

— Gracias, — contestó el invitado. — Me voy, como tengo de costumbre, á mi casa, en la que rezamos el rosario; nos hace mi hijo una lectura amena mientras cose mi mujer, ó jugamos una partida de tresillo; á las diez tomamos chocolate y nos acostamos; esto es poco elegante, pero no nos cuidamos por la elegancia. No diga usted tampoco que rezamos el rosario; nos llamarían neos, lo que sería suficiente motivo para dejarme cesante.

Pocos meses después los temores del pobre empleado se habían realizado. Cesante y forzosamente desocupado, un hombre laborioso como él lo era, sin medios ni esperanza de mejorar su suerte, cayó en un profundo abatimiento, que agravó el mal de hígado que lo había lentamente acometido, y que de crónico pasó á agudo, y en breve plazo le ocasionó la muerte.

Desgarrador fué el pesar de su amante mujer y de su excelente hijo, joven de veinte años, que se había criado al lado de su padre para seguir su carrera, la que de todo punto se le cerraba, no teniendo cabida este joven capaz, excelente y modesto, entre la infinidad de pretendientes que no tenían ninguna de sus cualidades; pero que en su lugar contaban con osadía y un protector político cualesquiera.

Tres días después del entierro estaba la infeliz viuda recostada en un canapé, caída la cabeza sobre el pecho de su hijo, que la tenía abrazada, y sin atender á las benévolas palabras de consuelo que don Andrés le repetía, á pesar de estar convencido de su insuficiencia. De repente levantó la pobre viuda su cabeza, y con los ojos secos y desatentados, exclamó, cruzando sus manos:

—¿Qué va á ser de mí y de mi hijo?

— A grandes males grandes remedios, —repuso don Andrés.—Su marido de usted me decía que ojalá que su padre le hubiese enviado á Lima cuando yo fuí; que vaya, pues, su hijo; yo le daré cartas de recomendación, en particular para la viuda del compañero que allí tuve; yo le costearé el viaje... y me devolverá este desembolso cuando pueda hacerlo cómodamente,—añadió don Andrés al notar que la viuda apurada iba á rechazar.—Señora,—prosiguió,—este sacrificio es necesario, y la única tabla de salvación que les queda á ustedes en la cruel situación en que, tanto el uno como el otro, se hallan.

El corazón de la tierna madre se partió; pero no era posible rehusar, cuando su mismo hijo se hallaba dispuesto á seguir aquel amistoso consejo, y cual si no fuesen bastantes las lágrimas de la viuda, vinieron á aumentarlas las lágrimas de la madre, al ver la nave que encerraba al solo objeto que amaba en este mundo, aquel hijo amante del que nunca se había separado, poner erguida la proa á la ancha mar, no dejando tras de sí sino una estela que borraban tan luego las aguas móviles del mar, como el tiempo borra el recuerdo.

Pasaron días, semanas, meses; pasó un año sin disminuir en la pobre solitaria el dolor de la ausencia, y haciendo brotar y crecer en su corazón la más angustiosa zozobra al ver que ninguna noticia de la llegada de su hijo á su destino recibía; y como si esto no bastase á colmar su infortunio, presentóse el cólera, y una de las primeras víctimas que escogió fué don Andrés, su único amigo, aquel por cuyo conducto esperaba recibir al fin noticias de su hijo.

La viuda había vendido cuanto tenía para mantenerse; pero, siendo esto caro en Cádiz, vió con asombro que dentro de poco nada le quedaría.

Entonces hizo un paquete de lo estrictamente necesario, vendió lo restante por lo que la dieron, y se fué al muelle, en el que buscó un falucho de los que de los pueblecitos de la costa llevan frutos y legumbres á Cádiz, y se embarcó en él. Durante la travesía se informó de un marinero joven de si hallaría en el pueblo alguna casa en la que le quisiesen arrendar una habitación. El marinero contestó que su madre tenía una bastante capaz, por haber sido su padre albañil y haberle agregado por la parte del corral habitaciones, para que cuando sus hijos se casasen tuviese cada cual casa en que vivir, y que, estando una desocupada, no tendría su madre inconveniente en arrendársela. Y así sucedió; por ocho reales al mes tomó posesión de una salita y alcoba, y por dos reales más puso la dueña en ella cuatro sillas toscas, una mesita de pino sin pintar y una cama de bancos y tablas apolilladas. La viuda, del poco dinero que traía, separó seis duros, pensando:«Esto compone un año de alquiler; de aquí allá sabré de mi hijo ó me habré muerto.» Pero ¡ay! ni una cosa ni otra sucedió... pasó el año, y no pudiendo ya pagar, dió la dueña por pretexto que uno de sus hijos mozos se iba á casar, para obligar á la inquilina á mudarse.

Las almas nobles y delicadas se acostumbran luego á todas las privaciones, incomodidades y humillaciones de la pobreza, pero jamás á los cálculos, tretas é importunidades que engendran en las almas que no lo son, por lo que la pobre viuda, que había caído en una completa apatía en todo lo que no era el temor y la esperanza que alternaban en su corazón, no sabía qué hacer, hasta que una buena mujer, que vivía en la casa inmediata, la que no tenía más que una salita, le ofreció una covacha que había servido para guardar leña y los aparejos de la burra cuando vivía su marido. La aceptó, como el perdido en un desierto, sin encontrar senda, al fin, cansado, se deja caer en el suelo.

De allí no salía sino para ir á la iglesia, que, aunque perteneciendo á una aldea tan pequeña, era hermosa como casi todas las de España. Allí, postrada ante el altar de una bellísima Virgen de La Esperanza, era donde únicamente podía respirar, llorar y hallar algún sosiego. Muchas veces se ha dicho, pero más veces aún se debe repetir, que la desgracia nos lleva irremisiblemente á buscar consuelo en la Religión, que es la única que nos enseña á sufrir con resignación y con fruto. El Señor no ha dicho:«Toma una corona de flores y sígueme», sino que ha dicho:«Toma tu cruz y sígueme.»

Al pie de aquel altar imploraba, pues, esta infeliz la intervención de la Santa Madre de Dios para con su Hijo por la vuelta del suyo, y la Virgen, que tenía en la mano el áncora, símbolo de la hermosa virtud que le habían dado por advocación, parecía enseñársela y decirle: Si te faltan las terrestres, nunca te faltarán las divinas.

Volvióse luego á su covacha. La buena vecina Josefa, el día que tenía que comer, le daba alguna pequeña parte; pero el día que no lo tenía é iba á comer en casa de una hija casada, que era tan pobre como ella, la triste viuda no probaba bocado; y días y días se sucedían, y ninguno le traía noticias de su hijo; pero ella no perdía las esperanzas, á lo que la vecina le decía:

— Por demás está visto que su hijo ha muerto.

Pero ¿quién sería tan bárbaro para arrancarle sus esperanzas?; ellas la ayudan á vivir; el día que las pierda se muere.

Pero la pobre viuda se iba debilitando por días; andaba doblada, y estaba tan delgada, que sus huesos todos parecían quererse desprender de su cuerpo, y, no obstante, se arrastraba al pie del altar.

Un día que el cura, saliendo de la sacristía, atravesaba la iglesia, desierta á la sazón, vió un bulto al pie del altar de la Señora; acercóse, y vió que lo formaba una mujer desmayada.

Llamó el cura á un monaguillo; éste avisó á algunos vecinos, que llevaron á la inerte señora á su casa, acompañándoles el cura, que quedó asombrado al ver la desnuda y triste covacha que la dueña de la casa indicó como su albergue.

— Josefa,—le dijo el cura;—yo no sabía que esta señora estuviese tan necesitada. ¿Cuánto te paga por esta covacha?

— Nada, señor; ¡pues si no tiene para pan y este desmayo le proviene de necesidad! Hace dos días que no come, porque, no teniéndolo para mí, no he podido darle un bocado.

El Cura se volvió hacia el monaguillo y le mandó ir á su casa, y que dijese á su sobrina que acudiese al punto, trayendo un plato de la comida que tuviera preparada para ellos y un bollo de pan.

Al cabo de un rato, la pobre viuda abrió los ojos, y al ver al Cura exclamó:

—¡Ay, señor Cura! ¡Yo pensé que ya el Señor se había apiadado de mí, y ponía fin á mis sufrimientos! Pero no es así; ¡cúmplase su santísima voluntad!

— Pero, señora —contestó el Cura,—¿por qué no ha hablado usted? Poco tengo, pero es bastante para impedir que ninguno de mis feligreses se muera de hambre.

Entró en esto apresuradamente una hermosa joven de catorce á quince años, que traía en un plato arroz con tomate, que, sin que se lo dijese su tío, presentó á la pobre viuda; ésta volvió la cabeza al otro lado.

— A comer, señora, á comer—dijo el Cura; —¡ojalá fuera otra cosa! Pero lo que importa es que usted coma; lo contrario sería ofender á Dios y afligirme á mí.

Rosalía, que así se llamaba la sobrina del Cura, unió con calor sus instancias á las de su tío, y la pobre viuda cedió. A medida que aquel sencillo pero sano y caliente alimento caía en su desfallecido estómago, se iba la desmayada reanimando, y pudo referir al Cura su triste historia.

Desde aquel día, este excelente hombre se constituyó con sus escasos medios en ser el amparo de aquella desamparada. Rosalía, por su parte, se dedicó con aquel tierno y santo amor que inspira la lástima, y que aumentó de día en día el trato dulce y tierno de la viuda, á asistirla, aliviarla y acompañarla cuando caía enferma. Cada día le traía un plato de la comida que ponía en su casa, ya patatas guisadas, ya garbanzos, y de vez en cuando pescado, cuando algún marinero agradecido á los favores del Cura se lo regalaba. El Cura reanimaba su abatido espíritu, dándola esperanzas, que él no abrigaba, de que su hijo no hubiese muerto, y que cuando menos lo pensase recibiría carta.

Así pasaron años, sin que se disminuyesen ni se enfriasen, ni en el tío ni en la sobrina, los cuidados, el interés y la caridad hacia aquella infeliz. ¡Qué de virtudes y qué de buenas obras calladas, sin pretensión ni aparato, existen que el mundo ignora!.. Pero Dios no las ignora.

Toda la noche había estado el Cura ayudandó á bien morir á un hombre que había tenido una larga y penosa agonía; había ido á la iglesia, en la que había dicho misa, que aplicó por el alma del finado, y entró en su casa rendido de cansancio y de necesidad.

Cuando estuvo en su cuarto, se quitó su viejo manteo y su sombrero de canoa, que colgó en una percha; se dejó caer en su tosco sillón de brazos, é iba á dormirse cuando entró Rosalía, trayendo en una mano un plato de sopas y en la otra un pequeño vaso de vino.

—¿Qué es esto? —exclamó el Cura poco acostumbrado á semejante regalo. —¿De dónde has sacado estas gollerías?

— Hoy son los días del señor López—contestó Rosalía, — que ha matado una ternera y ha mandado á usted dos libras y media de tocino, con un jarrito del vino de su viña; puse al instante el puchero para poderle dar un plato de sopas cuando entrase y antes que se pusiese á descansar, pues de ambas cosas tendrá usted gran necesidad.

— Necesidad, precisamente, no—respondió el Cura tomando la sopa; — pero me viene bien, Rosalía.

El Cura tomó su sopa y su vasito de vino, que, aunque ambos, caldo y vino, de inferior calidad, comunicaron á su desfallecido estómago un gran bienestar; dió á Dios las gracias, recomendó á su sobrina que de ambos regalos llevase su parte á la viuda, y habiendo dejado caer su cabeza sobre la almohada que había colocado allí Rosalía, se quedó dormido en un sueño que hizo profundo como el de un niño su cansancio, y tranquila como un cielo sin nubes su pura y limpia conciencia.

Dos horas habría que disfrutaba el Cura de este envidiable sueño, cuando le despertó una voz desconocida que á la puerta de su casa preguntaba por él. Su sobrina se presentó para decir que estaba su tío recogido; pero ya éste se había levantado, y abriendo la puerta de su cuarto:

—¿Qué se le ofrecía á usted, caballero? — preguntó al ver á un señor joven y bien portado.

— Perdone usted si le incomodo — respondió el forastero;—pero un asunto del mayor interés me trae aquí para hacerle á usted una pregunta. En este pueblo pequeño es de pensar que tenga usted noticias de todo forastero que venga á habitarlo — preguntó el recién llegado.

— Es muy cierto, señor mío.

— Así puedo esperar que me dé usted razón de si vino aquí, hace nueve ó diez años una señora viuda y sola, que tenía por nombre doña Carmen Díez de Vargas.

El Cura miró con ansia á aquel forastero, y le dijo con emoción:

—¿Le trae usted por suerte noticias de su hijo, que hace nueve años llora por muerto?

— No le traigo noticias, le traigo á su propio hijo, pues ése soy yo. ¿Vive mi madre? ¿Dónde está? ¡Oh, señor! condúzcame usted adonde se halle... no se detenga...

Y el forastero se encaminaba hacia la calle.

— Párese usted — le gritó apurado el Cura. — Su pobre madre está muy delicada; al ver á usted inopinadamente, la sorpresa y el gozo podrían matarla; es necesario prepararla.

Adrián Vargas, pues era él, se sentó muy agitado en una silla, y dijo:

— Tiene usted razón, señor Cura; y siendo así, suplico á usted tome el encargo de prepararla. Vaya usted, señor Cura, vaya usted, que esta misión es santa y una de las pocas gozosas que tiene su ministerio.

— Voy, señor—repuso el Cura. —Rosalía, tráeme mi canoa y mi manteo. Pero, señor, ¿me explicará usted la causa de un silencio de diez años?

— Todo se explicará; pero ahora, por Dios, diga usted á mi madre que su hijo está aquí y ansía por abrazarla.

El Cura se encaminó presuroso hacia la miserable casa y triste covacha en que habitaba la pobre viuda.

— Señora—la dijo después de saludarla,— siempre he dicho á usted que nunca se deben perder las esperanzas; son el báculo que nos ayuda á subir la cuesta de la vida, que tan agria y árida es para algunos.

—¿Qué esperanzas no se apuran en diez años, señor Cura?—contestó la pobre viuda.

— Pues pasados esos diez años pueden realizarse, y sepa usted que ha llegado una persona de Lima que dice haber conocido allí á su hijo de usted, el que quedaba en dicho punto á su salida.

Un temblor convulsivo se apoderó de la débil y padecida señora al oir aquellas palabras; quiso hablar, pero las palabras quedaron ahogadas en su garganta: una lívida palidez se extendió sobre su rostro.

El Cura llamó á la buena vecina Josefa para que trajese agua, y vuelta un poco en sí mediante estos auxilios, la pobre viuda pudo preguntar al Cura con voz trémula:

— El que trae esas noticias, ¿hace mucho que ha llegado? ¿Dónde le ha visto usted? ¿Está en el pueblo?

— No, no está en el pueblo,—respondió el Cura, asustado, al ver el estado convulso de la viuda.

—¡Oh, señor Cura! ¿por qué no me avisó usted para que yo lo hubiese visto y hablado?

— Porque ha de volver mañana por una fe de bautismo que le tendré buscada; mientras tanto, tranquilícese usted y dé gracias á Dios por esta inesperada merced, debida seguramente á la intercesión de su santa Madre de la Esperanza, que tanto ha invocado.

— Señor, — dijo el Cura á Adrián cuando regresó á su casa,— el anuncio solamente de que vive usted y está en Lima ha puesto á su madre en tal estado de excitación, que hace imposible causarla más emociones hasta que se haya sosegado. Su madre de usted ha padecido mucho, está muy destruída, muy débil, y no puede pasar del extremo del dolor al colmo de la alegría sin grandes precauciones; es necesario aguardar hasta mañana para que usted la vea. Siento muchísimo no poder ofrecer á usted hospedaje; mi casa, como usted ve, la componen sólo esta mi habitación con una alcoba, en la que estrechamente cabe el mal catre de tijera en que duermo, y enfrente, separado por el callejón de entrada que comunica con el corral, está la cocina y otra piececita en que duerme mi sobrina. Mi cena consiste en unas sopas de aceite y chocolate, y aunque es mala, mucho celebraría nos acompañase á tomarla.

El joven dió las gracias y se retiró al mesón. Poco ó nada durmió, y á la mañana siguiente se fué á casa del Cura, que había salido ya para ofrecer el santo sacrificio de la Misa en la iglesia. Allí fué Adrián á buscarlo, y cuando hubo concluído el Cura con los deberes de su santo ministerio, se unió á él, y al atravesar la iglesia y pasar ante el altar de la Virgen de la Esperanza, mirándola le dijo:

— Esta Señora es la que me introdujo con su madre de usted.

El Cura se dirigió á su casa.

—¡Oh, señor Cura! — exclamó Adrián.— Suplico á usted no me impida por más tiempo el ir á abrazar á mi madre.

— Esto no puede ser.

— Usted le ha dicho que hoy viene la persona que me ha visto en Lima; esa persona seré yo: he variado tanto en diez años, que mi madre no me reconocer á si yo no me doy á conocer.

— Pues ya que usted lo exige, vamos,— respondió el Cura;—pero, por Dios, le suplico que sea prudente.

— Señora,—dijo el Cura al entrar en el lóbrego chiribitil de la pobre viuda, —aquí tiene usted al caballero que ha llegado de Lima.

— Y mi hijo, ¿vive? — exclamó la madre, levantándose para ir al encuentro del forastero; pero apenas fijó en él sus ansiosas miradas, cuando dió un grito agudo, vaciló y cayó en brazos de Adrián, que corrió á sostenerla.

Había perdido completamente el conocimiento.

El Cura mandó á una de las vecinas que corriese á avisar á su sobrina, y cuando la viuda, gracias á los auxilios que le fueron prodigados, abrió los ojos, los fijó lentamente en los que la rodeaban, que eran la buena vecina Josefa, que la sostenía la cabeza apoyada en su pecho; Rosalía, que de rodillas la presentaba un pañuelo empapado en vinagre; al otro lado, de rodillas también, su hijo, que cubría de besos y de lágrimas una de sus manos, y al frente el Cura echándola aire con el sombrero de paja que traía Adrián. Apenas comprendió lo sucedido, cuando el exceso de la dicha la hizo desvanecerse de nuevo.

— Esto me temía yo; ¡está tan débil!—dijo el Cura.

—¡Hijo de mi alma!—exclamó, volviendo en sí la viuda, arrojándose en los brazos de Adrián.

— Yo pensé, madre mía, que no me hubiese usted reconocido; ¡estoy tan mudado!

—¿Qué ojos y qué corazón de madre no reconocen á su hijo? Pero di, di: ¿cómo no has escrito y has olvidado á tu madre durante diez años, que han sido diez siglos?

Entonces, de una manera difusa, é interrumpido ya por las preguntas, ya por exclamaciones, hizo Adrián la relación, que en breves y más claras palabras vamos á resumir.

Cuando llegó á Lima, fué su primer cuidado presentarse en casa de la viuda del ex compañero de don Andrés, para quien le había dado éste una carta de recomendación. La viuda, que tenía poco más de treinta años y carácter vehemente y apasionado, se prendó luego de aquel bello joven, que tan notables elogios merecía del ex compañero de su marido, é hízolo su secretario particular; habiendo cumplido este cargo con tanto celo como inteligencia, lo puso al frente de sus negocios. Viendo que Adrián no correspondía á las muestras de afecto que ella le daba, y que permanecía triste y metido en sí, le preguntó un día cuáles eran sus miras y sus esperanzas. Adrián contestó con la verdad y naturalidad de su cándido carácter, que eran las de poder ganar lo suficiente para mantener á la que más amaba en este mundo, á su madre, y reunir un capitalito para volver á su lado.

Esta respuesta, que aniquilaba todas sus esperanzas, desesperó á la mujer violenta y apasionada y exasperó su pasión, al punto de mandar secretamente que se le entregase toda la correspondencia de Adrián, y así las cartas que recibía como las que escribía Adrián, fueron por ella arrojadas al fuego.

Afligíase Adrián de no tener noticias de su madre, cuando se supo allí que el cólera hacía estragos en Cádiz, y que una de sus víctimas había sido don Andrés. Con este motivo, un amigo complaciente de la viuda le dió á entender de una manera muy clara que su madre también lo había sido. La viuda, al ver el vivo dolor de Adrián, le prestó los más cariñosos consuelos, y él, agradecido y tan aislado en el mundo, admitió la oferta de su mano, que le hizo el consabido complaciente amigo de la apasionada viuda.

Adrián cayó desde entonces bajo el doble despotismo de un carácter y de una pasión indómitos, que sólo su templada y suave índole hubiesen podido tolerar.

Así pasaron ocho años amargos y tristes para Adrián, que recordaba la dulce paz doméstica en que se había criado y las virtudes de su buena madre.

Entonces acometió á su mujer una enfermedad aguda, que la puso en las puertas de la muerte, y ya en ellas, se arrepintió y le confesó su delito, implorando su perdón; al hacer esta revelación, el excelente joven pudo contener su ira; pero no el alejamiento y horror que le causaba la criminal, que murió desesperada.

En su testamento dejaba á su marido por heredero universal; pero él rehusó tomar dádiva alguna de la que quizás fuese la asesina de su madre, y sólo se reservó los gananciales hechos desde su matrimonio y gerencia de los negocios, que eran muy crecidos.

Los parientes, herederos naturales, le entregaron en el acto cien mil duros en buenas letras de cambio, sin aguardar los trámites legales, y él á ellos el desistimiento de la herencia legalizado, y en la primera ocasión emprendió el regreso á su patria.

Al llegar á Cádiz se dirigió á la casa de don Andrés, en la que supo la aldea á que se había retirado doña Carmen.

— Pero ahora, madre mía—acabó diciendo,—ya no vivirá usted en una aldea; he vuelto para dedicar mi vida á hacer dulce y feliz la de usted; soy rico por mi trabajo; iremos, pues, adonde usted quiera establecerse: á Cádiz, á Madrid.

—¡Hijo de mi alma! no, no me saques de aquí — exclamó la viuda;—tengo cariño á este pueblo como se le tiene á un amigo que ha visto sufrir mucho; á la Virgen Santa de la Esperanza, que tantas ha derramado en mi corazón, pues sin la de volverte á ver no hubiera podido penar tanto. Y, sobre todo — prosiguió, volviéndose al Cura y á Rosalía,—no me separes de estos dos seres benéficos, á los que debes el hallarme viva y no muerta de miseria. Ellos me han mantenido, servido, cuidado y consolado, sin desmayar un día en tan triste tarea, sin tener más esperanzas de recompensa que mi estéril gratitud. No, no me puedo separar de ellos; quiero morir auxiliada por este modesto santo y asistida por este ángel puro, que ha pasado los primeros años de su juventud sin más afán ni más pasión é intereses que el de asistir á su excelente tío y de cuidar á una pobre enferma mendiga.

Adrián cayó de rodillas ante Rosalía, la que, ruborizada al oir las palabras de la viuda, se tapaba la cara con ambas manos, diciendo:

— No admito esos elogios ni esa gratitud que no merezco...

—¡Oh! admítala usted—exclamó Adrián,— y con la mía, que es aún mucho mayor, ¡como pobre paga de una deuda que sólo Dios puede pagar!

Algunos años después había Adrián hecho labrar una casa, no ostentosa, pero grande y cómoda; no brillaban en ella los primores artísticos ni tal ó cual arquitectura, pero la valoraba su solidez. A espaldas tenía un hermoso jardín, arreglado en una huerta y combinado de manera que uno de los más hermosos naranjos que había en ella viniese á estar frente de la puerta de la casa que daba al jardín. Alrededor del robusto tronco del naranjo se había colccado un ancho banco rústico. En torno de este centro se habían plantado toda clase de arbustos de flor, como lilas, mirtos, aromos, celindas y luisas; tupían enredaderas los claros que entre sí dejaban estas plantas. A la entrada de este gran cenador había colocados dos rústicos sillones. En aquel lugar perfumado, tan fresco en verano como al abrigo de los vientos en invierno, es donde se reunía por las tardes la familia de Adrián, á la sazón aumentada.

En una de estas tardes del mes de Octubre estaban sentados en el banco, debajo del naranjo, el Cura y doña Carmen; enfrente, en los dos asientos mencionados, Adrián y Rosalía. Esta tenía entre sus rodillas, y sujetaba con las andaderas, un hermoso niño, que pateaba el suelo con sus piececitos, meneaba los brazos, reía y gritaba al ver jugar y correr alrededor del naranjo á dos hermanitos suyos.

— No meter tanto ruido, niños,—dijo Rosalía, que era su madre,—que incomodáis al tío Cura y á abuelita; no correr más; id á coger flores.

Los niños obedecieron, y el mayor se había empinado ya para coger una flor de adelfa, cuando les gritó la niñera, que era Josefa, la pobre y buena vecina que amparó á la viuda:

— Suelta, suelta, no cojas adelfas.

—¿Y por qué?—preguntó el niño.

— Porque son malas.

—¿Tienen espinas?

— No; pero son dañinas. Todas las flores tienen su miel y su misterio, menos la adelfa, que no tiene ninguno.

— No es,—contestó el niño.

— Sí es; y si no, verás lo que sucedió en una ocasión. Había un reo de muerte muy retemalo; pero como á los malos nunca les faltan padrinos, los tenía éste, que se empeñaron con su majestad el rey para que lo indultase. El rey no quería, y por no dar un no pelado, dijo que se lo daría si le llevaba un ramo compuesto de todas las flores del mundo. El reo, que sabía más que Briján, cogió un panal de miel, y en medio clavó un ramo de adelfa, porque sabía que las abejas de todas las flores sacan miel menos de la adelfa, que no la tiene.

—¿Y el rey le perdonó? —preguntó el niño.

— Por supuesto, como que tenía palabra de rey.

—¿Y se comió la miel?

—¡No que no! A todo el mundo le gusta la miel, hasta á los osos, que se pirran por ella

— Rosalía, —dijo el Cura, —¿qué es eso, que me he encontrado en lugar de mi sillón de paja una lujosa butaca de muelles?..

— Tío, el sillón estaba roto.

— Lo sé, y mandé que se compusiese.

— Señor, estaba todo apolillado, no se ha podido componer. Tío, va usted siendo viejecito, y es preciso que se cuide.

—¿Yo viejecito?—preguntó con cierta extrañeza el Cura.— Verdad es, niña, y tienes razón, pues nací en el siglo pasado; pero como, bendito sea Dios, no me ha dado ninguno de los achaques que acompañan á la vejez, se me ha entrado por las puertas sin sentir. ¡Bien venida sea! ¡No me pesa!..

—¡Ay, señor Cura,—dijo doña Carmen,— me parece mentira la felicidad que gozo! Si antes no tenía ojos para llorar ahora me faltan labios para dar gracias á Dios, y después de dárselas por haberme devuelto el hijo de mi alma, se las doy porque ha podido pagar con su cariño la caridad que por tantos años han ejercido usted y mi Rosalía conmigo.

— Madre,— dijo con pena Rosalía, — me había usted prometido no volver á avergonzarnos con esa tema.

En este momento entró un criado trayendo el correo, en el que venían toda clase de periódicos. El Cura se apresuró á coger El Boletín Eclesiástico; la viuda se apoderó de Los Ecos de María, preciosa publicación de Barcelona; Adrián cogió La Ilustración Popular Económica, que se publica en Valencia, y Rosalía rompió la faja de otro de Madrid, que, con el título de El Ultimo Figurín, trataba de literatura y de modas.

— Este es nuevo, — dijo.—¿Otro periódico más, Adrián? ¡Esto es un despilfarro!..

— Mujer: ¿más orden y economía quieres que tenga?—contestó Adrián.—No gastamos ni la cuarta parte de la renta que tenemos, y no ahorro por avaricia, sino para emplear lo que no se gasta en adquirir para cada uno de mis hijos un patrimonio en fincas rurales para que se hagan agricultores, mejorando y fomentando sus bienes, viviendo como honrados y modestos propietarios, aquí en el campo, sin depender de nadie ni ser gravosos al Erario, que es la bolsa común de todos los españoles.

—¡Ay!—exclamó asombrada Rosalía, que había seguido leyendo el periódico nuevo.— Adrián: ¿sabes lo que trae este diario?

—¿Qué cosa puede ser esa que tanto te asombra?—repuso su marido.

— Es nuestra historia, con el epígrafe ó título de La viuda de un cesante; nada absolutamente hay cambiado, sino los nombres.

—¡Dios mío! — exclamó doña Carmen; — nosotras, que vivimos tan retiradas del mundo, tan ignoradas de todos...

—¿Quién habrá podido, — añadió Rosalía,—contársela á la persona que la escribe?

En este momento se posó sobre una rama del naranjo un pajarito, que se puso á cantar.

Adrián, señalando sonriéndose á la rama, dijo:

— Ese.

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UNA EXCURSIÓN A WATERLOO

CARTA DE FERNÁN CABALLERO Á SU MEJOR AMIGA

UNA EXCURSION A WATERLOO

CARTA DE FERNÁN CABALLERO A SU MEJOR AMIGA

Waterloo ! ¿No retumba la última sílaba de esta voz hueca y prolongadamente como la vibración solemne y gloriosa del postrer cañonazo que dió fin á la más osada é indebida usurpación de los tiempos modernos; cañonazo que afirmó el estandarte de la legítima libertad de las naciones, de la independencia de buena ley de los pueblos y de la paz europea? He ido á ver ese lugar ilustre; he ido con el entusiasmo y el respeto con que en un principio fué visitado el lugar del triunfo de la justa causa, pues ni en la verdad ni en la justicia puede haber reacción, sino por extravagancia, paradoja ó espíritu de partido.

Pero antes de darte cuenta de mi devota peregrinación, te hablaré de nuestra salida de Londres y de nuestra llegada á Flandes, que no es un Flandes, sino un país el más bonito, el más culto y sosegado del mundo.

Después de despedirnos de los señores que nos acompañaron hasta el vapor, me puse á considerar la nueva senda que íbamos á seguir, que era el Támesis, al que el sol que brillaba hacía aparecer como un río de plata, cual si quisiese hacer patente la metáfora que se aplica respecto á Londres. No obstante, el Támesis no es un río, como lo ha demostrado Méry, que tuvo la suerte de hallar esta verdad para acreditar su brillante colección de paradojas. El Támesis es una ría, y aunque más estrecha y prolongada, parecida á las rías de Galicia. Poco más arriba de Londres, en Richmond, desmáyase el portentoso río entre juncos.

Oyóse un ruido sordo y subterráneo, como si gruñesen á la par todas las piezas de las complicadas máquinas al sentirse despertar del letargo; levóse el ancla con dura y fuerte mano, como se arranca del corazón de una madre que ve partir á su hijo la última esperanza de retenerle; soltáronse las ruedas, esas estúpidas locomotoras que llevan al hombre con iguales bríos hacia el puerto que hacia el abismo, y partimos con la misma prisa que habíamos llegado... ¡Como si fuese lo mismo partir que llegar! Pasamos por cima de un puente; este trueque, que es original, necesita explicarse. Pasamos sobre el Túnel, que es un puente que está, no encima, sino debajo del río. Este túnel es un largo callejón, abovedado y alumbrado por gas; el más á propósito para paseo de topos que han cavado por debajo del río, y que siendo una obra de gigantes, tiene el aspecto de una obra de pigmeos.

Salió el vapor del Támesis como un toro del chiquero; cortó con su aguda proa las olas del mar del Norte, que son cortas, crespas y profusas como los cabellos de un negro, y á las veintidós horas llegamos á Amberes.

Las orillas de su río Escalda (Escaut), que es muy ancho, son chatas, fértiles y monotonas. La vista de Amberes tampoco sorprende; sólo la torre de su Catedral absorbe la atención. Parece que las hadas encajeras de aquel país de los maravillosos encajes la han trabajado con hebras de cantería. Por todas partes se trasluce, como si se uniesen la luz y la piedra para hacerse valer mutuamente. Pero aún sorprende y embelesa más la hermosa sonnerie que entre esta mezcla de piedra y luz suena y se esparce.

Sunnerie es, literalmente traducido, campaneo; pero aquel armonioso campaneo constituye una música cuyo género, sonido y efecto no es comparable al de otras músicas. Es tan original, tan peculiar, que abre, si decirse puede, un nuevo campo á las ideas y una nueva esfera al sentir. Así fué que al oir aquellos excepcionales sonidos, alegres y solemnes á un tiempo, comedidos y libres, exactos, dulces, infalibles y expresivos, siempre los mismos, así entre los rayos del sol como entre las tempestades, figúrase uno que el bronce y la armonía, dos cosas tan heterogéneas, se han unido para formar una maravilla que halague el oído, como para la vista formaron otra la piedra y la luz unidas. Al oirlos me quedé suspenso, abstraído, y lo que ni el viaje, ni el país, ni nada palpable había logrado, lograron ellos: me sentí