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Recoge cinco títulos escritos entre 1909 y 1921: El plano oblicuo, una de las primeras ficciones que escribió; El cazador, crónicas noveladas; El suicida, y, finalmente, Aquellos días y Retratos reales e imaginarios. El primero, con comentarios acerca de temas del momento y, el segundo, con evocaciones de personajes de diferentes épocas y países.
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Seitenzahl: 777
letras mexicanas
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1956 Segunda edición, 1995 Primera edición electrónica, 2015
D. R. © 1956, Fondo de Cultura Económica D. R. © 1995, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-2517-5 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
En este tomo III de mis Obras Completas recojo tres libros cuyo orden de publicación es el siguiente: 1) El suicida, 1917; 2) El plano oblicuo, 1920; y 3) El cazador, 1921. Pero, por su elaboración, el orden debe ser el que aquí se adopta, según se explica en la “Noticia” particular de cada obra. Se incluyen aquí, además, los libros Aquellos días y Retratos reales e imaginarios que, aunque publicados respectivamente en 1938 y 1920, fueron escritos de 1916 a 1920. El material de este tomo, en conjunto —pues algunas de sus páginas proceden de México, antes de mi primer salida a Europa en 1913, otras proceden de París (1913 a 1914), y otras de España— abarca desde 1909 hasta 1921.
1.—Alfonso Reyes // El Plano // Oblicuo // (Cuentos y diálogos) // Madrid // Octubre de 1920.—8o, 128 págs. (Tipográfica “Europa”. Pizarro, 16. Madrid.)
2.—Alfonso Reyes // Verdad // y Mentira // Prólogo de // J. M. González de Mendoza // Colección // Crisol // (Adorno) // Núm. 291.—16o, 437 págs.— Aguilar, S. A. de Ediciones. Madrid, 1950. El plano oblicuo, de la pág. 33 a la pág. 187.
1.—Al portugués: “A primeira confissão”. (“La primera confesión”, trad. de Cira Nery, A Cigarra, Río de Janeiro, ¿1951?)
2.—Al italiano: “La prima confessione” (“La primera confesión”), trad. fragmentaria de Massimo Mida (Massimo Puccini), en Il Novo Corriere, Florencia, 29 de junio de 1948.
3.—Al francés: “Lutte de Patrons” (“Lucha de patronos”), trad. de Georges Pillement, Revue de l’Amérique Latine, París, 1o de diciembre de 1922; “Le Repas” (“La Cena”), trad. de Jean Cassou, Revue de l’Amérique Latine, París, 1o de abril de 1924 (págs. 331-336); “La première confession” (“La primer a confesión”), trad. J. Cassou, La Revue Bleue, París, 17 de julio de 1926; “L’ Entrevue” (“La Entrevista”), trad. J. Cassou, Le Mail, París-Orleáns, junio de 1928 (págs. 349-358); “Comment Chamisso dialogua...” (“De cómo Chamisso dialogó...”), trad. J. Cassou, La Nouvelle Revue, París, octubre de 1928 (págs. 80-83).
4.—Al inglés: “The Supper” (“La Cena”), trad. E. Smiley, Adam, Londres, julio-agosto de 1917.
5.—Al alemán: “Die verschwundene Königin” (“La Reina perdida”), trad. Inés E. Manz, Neue Zürcher Zeitung, Zurich, 13 de abril de 1930.
Con excepción de “La Reina perdida”, que data de París, 1914, este libro fue escrito en México, de 1910 a 1913, aunque, naturalmente, fue retocado y corregido en Madrid, antes de su publicación. Sobre la sonrisa de que se habla en “Las dos caras” (“La entrevista”), ver “El coleccionista” (Calendario: Obras completas, II, pp. 352-4).
La cena, que recrea y enamora.
SAN JUAN DE LA CRUZ.
TUVE que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados... No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.
De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
“Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...”
Ni una letra más.
Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: “¡Ah, si no faltara!...”, tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges en la calzada de algún templo egipcio.
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar... Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia? —pregunté.
—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.
Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consintió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.
A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.
El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.
Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
—Vamos al jardín.
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacía pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el emparrado.
—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció...
—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.
Su voz temblaba.
Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero que entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
Y luego, dirigiéndose a Amalia:
—Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones... Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:
—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor... Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
(“¡Ah, si no faltara!”... “¡Le hará tanto bien!”)
Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.
—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.
El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.
Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz... ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.
1912.
CARTERO, malas entrañas,flor de la bellaquería:no me trajiste la carta,que era lo que yo quería.
Así canturreaba yo, olvidado por un momento de mis comensales, mientras bailaban en la dulcera las llamas del ron.
Fui, en la infancia, amigo de dos o tres cómicos de opereta; y como a partir de la adolescencia me he encerrado para siempre en esta casa heredada, las únicas canciones que conozco son las que de ellos aprendí. Por eso viene con frecuencia a mis labios una mala música retozona, ciertas bajas coplas...
Vivo solo. Mi casa, esta enorme casa en que estoy recluido desde hace treinta y cinco años, me protege contra los desperdicios callejeros, me protege de las perspectivas ilimitadas por las que se escapa nuestra alma y nos deja solos. ¡Ay! Nadie como yo detesta las plazas y los campos abiertos. La gelatinosa vida del ser hay que resguardarla con paredes de hierro. Mi puerta no se abre sino para dar acceso a los pocos amigos que me toleran. Gozo del placer infantil de perderme en los innumerables salones, en las galerías inesperadas, en las torres cuyas ventanas miran yo no sé adónde. Vivo, pues, recogido, en el centro matemático de mí mismo, con una estática voluptuosidad. Estática: ni centrífuga ni centrípeta; el Universo y yo como un círculo dentro de otro, pero sin radiaciones internas, sin clandestinos amores.
Noreñita, con su alma aburrida de covachuelo y su hábito de tratar con jefes caprichosos, se disponía a gustar los postres sin hacer caso de mis canturías. Pero el señor Clavijero (¡oh!, demasiado joven aún, demasiado joven y, en consecuencia, demasiado serio y difícil) se consideraba obligado a seguir la letra de mis coplas con gestecitos de aprobación, mientras sus redundantes ojos me acechaban con ese mirar que equivale a discutir cosas ociosas. Por momentos aquella mirada sin color parecía esconder la potencialidad de una carcajada, o lo simulaba. Inútil fingimiento, por cierto: yo sabía de sobra (mi experiencia de los hombres es admirable), yo sabía de sobra que aquella carcajada no había de reventar sino unos treinta años más tarde, cuando el señor Clavijero tuviera cerca de sesenta y se hallara, por eso mismo, adaptado a la vida lo bastante para permitirse los desahogos más francos de su temperamento. Los jóvenes son incapaces de instalarse cómodamente en ninguna situación de la vida.
Zarabullí,bullí, cuz, cuz,de la Vera Cruz...
Mis canciones (yo lo sentía) atravesaban la gasa de llamas que flotaba sobre la dulcera: el margen azul, casi invisible, la sombra cálida del fuego. Y, evaporadas después en una nube de chisporroteos, inundaban el espacio del vasto y penumbroso comedor. Penumbroso, porque así era mi capricho. Pero el señor Clavijero (oh, demasiado joven: inservible aún), el señor Clavijero, que creía que no es tolerable tener caprichos, no podía disimular su asombro. Su estúpida expectación iba de la lámpara apagada que colgaba sobre la mesa —y que, según él, debería arder— a la vergonzante y semioculta que no ardía, sino soñaba, en el ángulo del salón, y que, según él, debería estar apagada. Aquella noche, para colmo, como sucede siempre en París, la luz eléctrica padecía una titilación exquisita y subterránea.
Era la hora sutil de las confesiones. El señorito Clavijero aseguraba con amarga sonrisa:
—¡Yo padezco encefalitis! ¡Yo padezco encefalitis!
Harto lo sabemos: todos los jóvenes la padecen.
Pero Noreñita (¡oh musa, dame aliento: quiero cantar los amores de un escritorio de cortina y una máquina de escribir!), Noreñita aseguraba que todos sus males provenían de sus dos aficiones:
Primero: escribir a máquina.
Segundo: tocar el piano.
—¡Figúrese usted! —exclamaba desde su imposible cara de chimpancé—. Un pianista, acostumbrado a su doble hilera de notas, ¿qué espantables emociones musicales no experimentará cuando, cerrando los ojos, recorre con los dedos la TRIPLE hilera de la Oliver, las CUATRO hileras de la Underwood, las SEIS O SIETE de la Yost?
Bajo esta observación sugestiva, yo adiviné un mundo monstruoso; y, para librarme a la atracción del misterio, solté a voz en cuello:
Churrimpamplí se casacon la torera,y por eso le dicenChurrimpamplera.Y ejito ej tan verdácomo ver un borrico volápor loj elementoj.¡Ay, Churrimpamplí de mi alma!¿Dónde te hallaré?—Y en la ejquina tomando café.Y en la ejquina tomando café.
Mis canciones me envolvían. En las doradas alas concéntricas de mi canto, naufragaban todos los objetos. Sólo sobrevivían los puntos más iluminados: los cuatro ojos de mis comensales; los vidrios del aparador y la mitad de su luna; un tenedor, una media cuchara, los últimos destellos del ron. Y por un segundo, la curva de un chorro de agua que alguien vertió en una copa.
Perdí los remos. Sumergido en las inspiraciones oscuras de aquella cena, y arrebatado a otro espacio por el ritmo de mis coplillas, apenas recuerdo que bailaban ante mí cuatro ojos llenos de estupor. Y me complací en prolongar aquella postura difícil, seguro de poder destruirla en cualquier instante.
En ese precisamente, mis pies y mis manos gozaron de una sensación tan muelle como si se hundieran en almohadones de pluma. Paréceme que mis coplas, al mismo tiempo, dejaron de hacerse comprensibles; que mi canción se disolvió en gorgoritos y golpes de glotis, en hipos y en zumbidos; que tirolicé locamente y, desviándome de lo musical sancionado, me abandoné a una salva de rumores bucales aun más seductores que una canción, y pude crear un raro ritmo acabado en articulaciones, en erres, en emes y en jui-juá.
¡Increíble! ¡Increíble! Yo: el ser concentrado, enemigo de todo lo amorfo o de lo que solicita la fuga; enemigo de los caminos, de las puertas abiertas, de los terrenos en declive; yo, el ser perpendicular sobre la base horizontal de mi vida, me sentí como atraído fuera de mí. Al mismo tiempo (¡horror!) me entró miedo por la derecha. Nunca estoy dispuesto a los incómodos movimientos de torsión: no quise volver la cabeza. Cambié de asiento, y me encontré frente a frente de mi aparador holandés. Las dos tapas del anaquel superior, abriéndose, me parecieron dos enormes cuencas vacías. Sin embargo, observando detenidamente, descubrí en el fondo, con cierto indescriptible consuelo —diminutas ciudades de porcelana—, mis juegos de té.
Un rechinido provocativo, y el cajón central de mi aparador se abrió como un labio que se adelanta. De su interior, en un tintineo de cuchillos y tenedores, brotó una voz:
—¿Chamisso? —me dijo—. ¿Se te puede hablar delante de estos señores?
Lo animé con un gesto.
—¡Ay! —suspiró.
La historia era larga y cansada. Entraba en el pormenor de los parentescos vegetales; se diluía en el consabido romanticismo de la selva y los pájaros; discutía, con conocimiento de causa, la hipótesis goethiana de la planta considerada como alotropía de la hoja; cantaba la estrofa de la savia ascendente y la antistrofa de la descendente, en un imperdonable estilo pompier; analizaba el mito de Perséfone a propósito de las estaciones del año; celebraba las adivinaciones de Ovidio y el sentimiento animista de sus Metamorfosis; se burlaba de mi maestro de Botánica, y acababa —en do de pecho— con la elegía del hacha del leñador.
1913.
...una hipertrofia del corazón —la enfermedad que padecen los pobres gansos de Estrasburgo.
AUNQUE yo mismo me había ofrecido provocarla, hubiera deseado elegir más detenidamente las circunstancias y aun el sitio de la entrevista. Es debilidad que padezco el temer a las cosas repentinas. Y como había madurado tanto el proyecto de juntarlos, y concebido un escenario ideal —y acaso señalé día del año— para el encuentro, no dejó de afectarme aquella sorpresa como una burla del azar. Muchas veces me ha sucedido trepar distraídamente por una escalera y, al término de ella, disponerme, todavía, a alcanzar otro peldaño: mi pie cae entonces en una sensación de vacío, corriéndome por el cuerpo un temblor de desequilibrio. Este mismo sentimiento sufrí: la cercanía del objeto superó mi propósito —un sentimiento que, no por traer la conciencia de la llegada, perdía el resabio de fracaso.
Robledo empujó la puertecilla de resorte, y yo entré siguiéndole. Nos envolvió una nube de murmullos más densa aún que el humo del tabaco. La música se ahoga en las charlas; los pies se deslizan sordamente. Nuestra imagen, desde el espejo, viene a nuestro encuentro. Como la calle estaba oscura, ahora nos ciega tanta luz.
Los hombres sentimos la atracción de los rostros que nos espían; así fue que, instantáneamente, sin titubear un punto, me volví hacia un ángulo de la sala, desde el cual adiviné que nos llegaba la línea recta de una contemplación atentísima. Era él. Tan minuciosamente nos estaba examinando, que advertí todavía en su cara aquella opacidad —momentánea inercia—, aquella manera ciega de mirar del que observa sin sentirse observado, del que observa con igual semblante al amigo y al desconocido... Porque los signos de la amistad casi no salen a la cara sino cuando chocan las dos miradas. Como él sintiera mis ojos sobre los suyos, se iluminó con una expresión de reconocimiento que, sin ser todavía sonrisa, hubiera podido sustituir —y los sustituyó en el caso— al saludo y al llamado. Pero yo, al instante, viendo venir la burla del azar, quise frustrarla y busqué, anhelando hacia la puerta, el brazo de Robledo. No era tiempo ya: Robledo se me había adelantado —¡cosa extraña!— dando algunos pasos en la dirección de aquel hombre desconocido para él. ¿Es posible que le atrajera como simple objeto? ¿O bien adivinó, a través de nuestra mirada, la amistad que me unía con aquel hombre? La debilidad de Robledo por los raros ejemplares humanos es confesada por todos, y el desconocido brillaba, de lejos, en su romántica apariencia —pálido y ligeramente moreno, los ojos garzos, los cabellos rubios y opacos, fina la nariz—, sobre el fondo rojo de los cojines y con inequívocas señales de estar admirando su propia soledad. Poco después, él también se adelantó hacia Robledo, pero con los ojos puestos en mí, implorando, acaso, mi ayuda o invocándome como un derecho para acercarse a mi otro amigo. Su mirada se estampó en mi conciencia cual una disculpa matemática, tan cortés como enérgica:
—¡Ea! —me sugirió—; dos amigos de un tercero son también amigos entre sí. (¡Error, error!)
Tan notoria fue la afinidad, que cruzó por mi espíritu —ráfaga de despecho— una duda relativamente amarga: ¿si mis dos amigos se habrían conocido ya antes y tratado ya a espaldas mías? Sin embargo, pronto hube de consolarme: en aquella marcha de acercamiento, así como los primeros pasos fueron atrevidos por ambas partes, los segundos fueron mesurados, y los últimos, verdaderamente vacilantes. Y mis dos amigos se encontraron en mitad del salón, no sabiendo qué hacer de su atrevimiento y mirándose, desconcertados y tímidos, bajo la regadera de rayos de la araña. En mi mente cosquilleó una tentación diabólica:
—¿Qué sucedería si yo pasara de largo junto a ellos, como quien ha llegado solo y solo se marcha, abandonándolos a sus propias fuerzas?
Pero me contuve: la nobleza con que habían parecido entregarse el uno al otro me obligaba más que una palabra empeñada. Así, murmuré algunas frases de presentación y me abandoné, resueltamente, en los brazos de mi destino, instalándome en mi malestar.
Después he meditado: si me hubiera yo escabullido sin presentarlos, mis dos amigos se habrían, inevitablemente, conflagrado en mi contra; su entrevista hubiera quedado enturbiada con una emoción desagradable; me hubiera conquistado a un tiempo dos enemigos preciosos y, a mi turno, me habría burlado del azar que se me interpuso, castigándolo con infernal sabiduría. Mas, dado aquel paso, imposible retroceder.
Elegimos asientos. Yo estaba lleno de despecho, y pensaba:
—Por más que la moral de Robledo no parezca, en estos días de relajamiento, exigir un escenario mejor para sus experiencias, y por más que la sola presencia de Carbonel demuestre que, por su parte, tampoco le ahoga este ambiente, es duro verse obligado a trabar aquí relaciones con personas que, al andar del tiempo, pueden llegar a ser centros espirituales de nuestra existencia. (En redor de mis reflexiones de gentleman, zumbaba una música alegre.) Yo —continué pensando— tenía dispuesto para su entrevista un terrado junto a una biblioteca, con vista al jardín, el sitio mejor de mi casa y el mejor de toda casa posible; y, de empeñarse ellos, aun habría consentido en pasearlos por todas mis habitaciones, dando así constante pretexto a su charla. Contra la afición de Carbonel, estaba yo resuelto —eso sí— a no ofrecerles cartas: tanto hubiera sido como correr entre ambos una invisible cortina y permitirles sustituir las especies de la conversación por los tecnicismos de los naipes. En cambio, me proponía abandonar, con premeditada distracción, dos o tres libros sobre las mesas, para convidarlos al comento. Como mis amigos tienen más bien un espíritu literario, y como los choques del gusto, en los temperamentos no apostólicos, suelen decidir para siempre de una amistad, los libros habían de ser libros de filosofía: con lo que ambos se verían estrechados a la prudencia, y comprometidos en la más artificial de las actitudes. (¡Oh, qué fruición!) Mas ahora ¿qué hacer? (La música, en redor de mis desabridas sutilezas, se había hecho brusca, afirmativa, nutritiva casi.)
El cambio de postura determinó un alto en mis reflexiones. Acababa de sentarme junto a mis amigos. Aún no habían cambiado éstos más que las primeras cortesías. En este punto, Robledo me dirigió una sonrisa.
¡Oh, qué sonrisa aquélla!
Pocos gestos humanos ejercen sobre mí mayor influencia que las sonrisas: yo las recojo, las estudio, las conservo con acucia de coleccionador.
Si mi amigo hubiera reído, habría dado, sencillamente, en una vulgaridad tan grosera como, por ejemplo, una confesión inesperada. Lo cómico, fuente de la risa, reside casi siempre en un objeto palpable y discernible para todas las personas de un corrillo. Pero Robledo, sabiamente, se contuvo en el dorado margen de la sonrisa: la sonrisa es vaga por esencia, y con dificultad llegaríamos a saber, aun en las situaciones más concretas y llanas, cuáles son todos los motivos posibles de una sonrisa momentánea.
—¿Cuáles son —me dije— todos los motivos posibles de esta sonrisa?
Y confieso que por un segundo —aunque estoy lejos de creer, con los ligeros, que la sonrisa es siempre una risa que comienza— temí que aquella sonrisa se desatara en risa: una risa es siempre un misterio que se descubre. Y si Robledo, con su sonrisa, me arrojó al océano en la barquilla de las conjeturas, con la risa se me habría descubierto, como en vívido lampo. La risa es la comunicación, la sociabilidad misma; al paso que la sonrisa puede ser el solo fulgor de un pensamiento solitario. La sonrisa de Robledo, sin embargo, se dirigía notoriamente en busca de mi pensamiento: no era una sonrisa egoísta, sino un discreteo o sugestión que, no pudiéndome llegar en palabras, venía a mí como sobre alas. Ella, desde luego, parecía contener un principio de reproche y decirme:
—¡Nunca me hablaste de tu amigo!
—¡Oh! —pensé yo—. Eso hubiera secado el sabor de la sorpresa.
Mas la sonrisa de Robledo, fija y duradera —los ojos dilatados maliciosamente, y erguida la cabeza con un centelleo de triunfo—, parecía ofrecerse a ser sondeada hasta el fondo; parecía estar llena de motivos y contener, en un solo plano, el desarrollo de un diálogo. Hubiérase dicho que me replicaba:
—Mas ¿por qué haber esperado tanto tiempo y por qué haber confiado al azar lo que debiste procurar por tus manos?
—¡Oh, si supieras! —estuve yo a punto de articular—. No ha sido culpa mía: el azar se ha burlado de mis intenciones.
La sonrisa ofrecía aún la posibilidad de una respuesta:
—¿Pero no temiste —sonreía—, no temiste, ¡oh morosísimo!, que tu amigo y yo nos hubiéramos encontrado sin tu intervención?
Y en un desarrollo que ya no sé si estaba también en la sonrisa o si fue eco de mi espíritu, parecía reflexionar:
—¡Tal vez entonces habríamos tardado en entendernos! Nos habría faltado el santo y seña.
Yo padecía un suave delirio. Era desconcertante aquella sonrisa, y me resultaba invencible como una dialéctica cerrada. Lo que más me inquietaba era aquel ambiente de triunfo que la envolvía, aquel reto...
—Ya ves: nos hemos encontrado a tu pesar, contra ti.
Hubiera querido formular disculpas, y las palabras temblaban en mi boca, con sensible vitalidad. Entonces noté que la sonrisa —como en un cambio de los colores del crepúsculo— se desbordaba hacia la satisfacción más completa; de modo que, tras el reproche, anunciaba ahora el perdón. Con esto descansé. Bebí la sonrisa de mi amigo, y, tratando de corresponderla, sólo pude, según creo (tan interesado estaba ya ante las posibilidades de aquella entrevista), reflejarla con otra sonrisa tan sorda, absorta y llena de obesidad como la de lord Lovat retratado por Hogarth.
En la cara de Carbonel otro fue el reflejo: sobre ella aleteó el relámpago de un tic —un tic que vibraba hacia el ojo izquierdo, plegando la comisura de la boca. De tiempo atrás sus facciones cobraban distinción y relieve; mas yo nunca le había sorprendido, como ahora, operando efectos especiales de simpatía. Yo era el amigo viejo, lo acostumbrado; conmigo no tenía que luchar. Delante de mí había sufrido la profunda transformación de la edad, que influye tanto en la vida de la mirada, en el desembarazo del cuerpo y en la general elocuencia del semblante humano. En la adolescencia, antes de la metamorfosis, era Carbonel como las demás sombras humanas. Después, adquirida la seguridad de su estilo, creó sus propias modas de vestir, sus modas de hablar (su voz opaca parecía cargada de ensueño), cambió el rumbo mismo de su vida —y sacó la antorcha. Fue un deslumbramiento. Visitóme desde entonces con asiduidad, lo cual era prueba de que apreciaba ya su propio valer.
Entre mis amigos la transformación de Carbonel produjo un hervor exegético, un desenfreno de conjeturas: los más vulgares acudieron a las explicaciones del amor; los más candorosos, al estudio; los lógicos, al desarrollo de la edad; los filósofos, al albor de la conciencia ética. Los filósofos tenían razón: para mí fue siempre indudable que alguna corriente moral encendía el dolor de aquellos ojos y vibraba en aquella voz. “Esto es algo más que simple fisiología”, me dije. Pero ¿qué sería? Muchos ejercicios de humildad tuve que hacer antes de conformarme con el fruto de mis investigaciones. Me sometí, al fin, y quedé, con el dedo puesto en el misterio, esperando nuevos análisis y nuevas luces. Hasta donde pude llegar, Carbonel se hallaba influido nada menos que por algo tan romántico y anticuado como la Idea de la Decepción —ésta era mi exégesis actual.
Entonces fue cuando concebí el propósito de encerrarlo, como en un estuche, en mi secreto, y sacarlo un día —joya irisada— delante del propio Robledo, ávido de almas. Confiaba, para interesarlo, en el solo aspecto de Carbonel.
Éste, arrellanado de nuevo sobre los almohadones, ostensiblemente se exhibía:
—Heme aquí.
Helo ahí —pensé— adornado con todas sus prendas anticuadas. Como una combinación nueva de elementos viejos. Como una protesta o reencarnación del gusto de nuestros padres, pero atractivo aún para nosotros, más que todas nuestras novedades efímeras. Su anillo, pesado y riquísimo (esa piedra negra ¿qué es?), es una vieja moda. Su vestido casi es una colección de supervivencias. En esa actitud se han retratado todos los poetas románticos. Ese tic del rostro es una elegancia ya muy vieja, como una virtud de otros días, lo mismo que el rapé en caja de oro; y la decepción que lo ilumina, también. Está construido sobre meros gustos sancionados y ya recogidos por la Historia, y acaso por eso solamente es perfecto.
Al llegar aquí percibí, por entre la niebla de mis reflexiones, que a las primeras frases había sucedido un torturante silencio. Uno y otro eran demasiado voluptuosos para romperlo. Así, por temor a una escena absurda, y con la conciencia vacilante, me decidí a comenzar.
—Robledo —dije a Carbonel, como prosiguiendo la presentación, y resuelto a provocar una tormenta de rectificaciones—. Robledo: hombre seco, sin sociedad; poco amigo del movimiento, aunque, como puede usted ver, su cuerpo ondula; más amigo, sin embargo, del campo que de la ciudad. Lee a Emerson y toca el violín.
Y, volviéndome después a Robledo:
—Carbonel, ya lo ves: educado en la grande escuela de los strugglers for life, lleno de disciplinas prácticas y capaz de acuñar el oro del crepúsculo. Concede grave trascendencia moral al hecho de que se le escape de la mano el bastón, y opina que saber desplegar y leer un periódico en el viento entra en la educación del joven caballero...
Pero me detuve, ajusticiado por dos sonrisas compasivas: mis amigos estaban mucho más allá de la reacción; con un tácito acuerdo, me protegían, o me dejaban despeñarme, desde su silencio. Callaré, pase lo que pase. No abriré la boca. Mis ojos cayeron, simplemente, sobre un espejo: quise esconderme en sus aguas. El silencio se prolongó aún, y ya comenzaba a angustiarme, cuando, en las regiones de la imagen, identifiqué la silueta de Carbonel y parte del rostro de Robledo. Ambos parecían mirar al centro de la sala. De pronto, Carbonel soltó como un fallo condenatorio:
—¡Tiene usted razón!
¡Buen principio de diálogo! Temblé puerilmente: ¿se habrían confabulado contra mí, a señas? ¿Tan pronto habrían alcanzado los instantes magnéticos de la comunicación humana? Sin duda yo ardía aquella noche en excitaciones febriles: ciertos malestares domésticos y las muchas horas de compañía de aquel duende: Robledo ...
—Tiene usted razón —insistió Carbonel, y yo fui todo oídos en pos del secreto—; hasta es extraño que eso se entienda como cosa de arte; ignoro si ambos tendremos iguales motivos para reprocharlo, pero veo que en la conclusión estamos de acuerdo.
Aunque seguí a oscuras, me prometí sacar alguna luz del desarrollo del diálogo. Pero mis amigos querían atormentarme. Silencio. Robledo nada contesta, y se vuelve hacia el salón como para seguir presenciando algún espectáculo. Aunque hice lo mismo, no vi nada que me llamara la atención. Robledo, entonces, vino a la charla por primera vez. Aunque de costumbre habla con mesura, ahora mi ansia lo representa lentísimo. Al fin:
—¡Oh, en cuanto a eso! —vacila—. Es posible.
Mis amigos hablan en circunloquios, en palabras sobreentendidas. Sin duda he perdido definitivamente el origen de su diálogo; pero ya el diálogo mismo comienza a interesarme, y me resuelvo a seguirlo, suspendido del aire. Robledo ha tomado una actitud singular, y mira oblicuamente al suelo, con una mirada vacía, con la expresión del hombre que prevé la perspectiva interior de sus ideas; va a seguir hablando, me digo. Pero tarda... Esta vez no sólo yo me angustio.
—¿No soy indiscreto?... —comienza Carbonel.
Robledo ya le ha entendido, y corta con un rayo:
—¡No!
Yo sigo a oscuras. Adelante. Ahora va a proseguir Robledo: ha reacomodado el busto, como hombre que se dispone a saltar, haciendo con el codo izquierdo un movimiento de ala.
—No; lo diré brevemente, por más que estoy seguro de que nuestras razones son muy diversas. ¿Opuestas quizás? No me agradan estas confusiones de estilos; toda mezcla de emociones contrarias me es repugnante. Este cruel maridaje de la risa más grosera con la pasión más delicada es una grotesca pantomima.
Considero sus palabras, las peso y las mido sin atinar con el hecho que las inspira. Algo ha sucedido en aquella sala de que yo no me percaté.
—Pues yo —repuso Carbonel— encuentro que estos caprichos corroen toda naturalidad.
Positivamente —observo para mí—, asisto a una controversia de escuelas: Robledo representa las disciplinas estéticas, y Carbonel, como era de esperarse, algo más viejo.
—¿El retorno a la naturaleza? —sonrió entonces Robledo, como formulando mi pensamiento.
—Tal vez —confiesa Carbonel—. Sé que es filosofía añeja de relojero; pero no he podido borrar este prejuicio por la naturaleza.
—¿La naturaleza? La fe en la naturaleza lleva a la decepción.
Había sonado la palabra única: decepción. ¿Qué iba a contestar Carbonel? Aquél era el reactivo que yo buscaba. El instinto de Robledo había acertado en pocos momentos con lo que a mí me costara tantas meditaciones. No pude contenerme: ostensiblemente, juguete de mis apetitos, abrí los sentidos para espiar el experimento.
Carbonel se acercó a la mesa y dejó caer ambos puños, como alistándose para una conversación más activa y personal. ¡Oh, maravilloso Robledo! Carbonel se va, por fin, a entregar:
—Es verdad: a la decepción. De todas las colinas he mirado a todos los valles. En ninguno encontré el dibujo de mi pensamiento.
—¿Parábolas? —silabiza el incisivo Robledo.
Pero Carbonel respira ya como previniéndose al desahogo. El río oratorio va a desatarse. Oíd:
—Yo era entonces un niño enfermo, y mi casa estaba en la montaña...
1912.
SE ABRÍA junto a mi casa la puerta menor de un convento de monjas Reparadoras. Desde mi ventana sorprendía yo, a veces, las silenciosas parejas que iban y venían; los lienzos colgados a secar; el jardincillo cultivado con esa admirable minuciosidad de la vida devota. El temblor de una campanita me llegaba de cuando en cuando, o en mitad del día, o sobresaltando el sueño de mis noches; y más de una vez suspendía mis juegos para meditar: “Señor, ¿qué sucede en esa casa?” Cuando mi imaginación infantil había poblado ya de fantasmas aquella morada de misterio, me dijo mi abuela, entre una y otra tos:
—Niño, ése es un convento de Reparadoras. Ya te llevaré a rezar a su capilla.
Fuimos. Ardían los cirios, y la luz corría por los oropeles de los santos; la luz muda, la luz oscura, si vale decirlo; la que no irradia ni se difunde, la que hace de cada llama una chispa fija y aislada, en medio de la más completa oscuridad. De la sombra parecían salir, aquí y allá, una media cara lívida, un brazo ensangrentado del Cristo, una mano de palo que bendecía. Cuando entraba una mujer vestida de negro, era como si volara por el aire una cabeza. “Señor, ¿qué sucede en este convento?” Había en el ambiente algo maléfico.
Al salir de la capilla aquel día, oí a tres viejas contar el secreto que en aquel convento se escondía. La abuela enredaba con el sacristán no sé qué historia sobre las lechuzas y el aceite de la iglesia, y yo pude deslizarme hasta el grupo donde las tres comadres, como tres Parcas afanadas, tejían sus maledicencias vulgares. Y dijo una vieja:
—Estas monjas, señoras mías, son las que han arreglado esas famosas recetas del arte cisoria y culinaria que nos han legado nuestras madres y aún están en boga.
Y otra vieja dijo:
—Lo sé. Soy antigua amiga del convento, y, por cierto, aquí me casé. ¡Qué día aquél!
Y dijo la otra:
—En esta capilla hace muchos años que nadie se casa. Sólo el sacramento de la Misa está permitido. Sobre esto hay mucho que contar. La santa madre Transverberación, de esta misma comunidad, fue siempre la mejor bordadora de la casa, la más diestra en aderezar una canastilla o unas donas; por eso hasta la llamaban “la monjita de los matrimonios”; porque a ella acudían las recién casadas y las por casar. Bien es cierto que la santa madre no había visto nunca un matrimonio, y su ciencia de las cosas del mundo comenzaba y acababa en la canastilla. Era también la primera en cerner y amasar la harina para el pan del cuerpo, y asimismo era la primera en la oración, que es el pan del alma.
Las viejas daban saltitos y charlaban. La abuela rifaba con el sacristán. Abiertos los ojos y las orejas, yo —chiquillo de quien no se hacía caso— discurría por entre los grupos, oyéndolo todo. Continuó la vieja:
—Al fin, un día, la santa madre asistió a un matrimonio en esta capilla. ¡Pobre madre Transverberación! Salió de allí como poseída, con descompuestos pasos. Corrió por el jardín la cuitada, y a poco se desplomó con un raro éxtasis,
dejando su cuidadoentre las azucenas olvidado.
”Desde ese día, la monja mudó de semblante y de aficiones; no rezaba, no bordaba, no amasaba ya. Si rezaba, caía en desmayos; si bordaba, se pinchaba los dedos, manchando su sangre las telas blancas; y los panes que ella amasaba, como al soplo de Satanás, se volvían cenizas.”
Las tres viejas se santiguaron. Y la narradora continuó:
—¡Oh, fatal poder de la imaginación, tentada del malo! A los nueve meses cabales, la madre Transverberación dio un soldado más a la República. Desde entonces se ha prohibido la celebración de matrimonios en la capilla de las Reparadoras, y a ellas no se les permite aderezar más canastillas ni donas. Lo tengo oído de Juan, mi sobrino, a quien Pedro el manco le dijo que se lo había contado su suegra.
Y las tres alegres comadres ríen escondiendo el rostro, se santiguan contra los malos pensamientos, dan saltitos de duende.
Tú, lector, si llegas a saber —que sí lo sabrás, porque eres muy sabio— dónde está la tumba de Heinrich Bebel, el “Bebelius”, del renacimiento alemán, grítale esta historia por las hendeduras de las losas, para que la ponga en metros latinos y la haga correr en los infiernos. ¡Así nos libremos tú y yo de sus llamas nunca saciadas!
—Sepa, pues, mi abuela que ya he averiguado lo que sucede: que por ese convento de Reparadoras ha pasado el mismo demonio endiablando monjas.
Yo lo suelto con toda la boca, orgulloso de mi nuevo conocimiento. Con toda la boca abierta me escucha la pobre mujer —que buen siglo haya—, y, creyéndome en pecado mortal, me manda a confesar al instante ese simple error de opinión.
Yo.—Padre mío, vengo a confesarme.
El cura.—Niño eres; ya sé cuáles son tus pecados. ¡Oh, ejemplar de la especie más uniforme! ¡Oh, niño representativo! Tú te comiste, sin duda, las almendras para el pastel; tú te entraste anoche a robar nueces por los nocedales de tu vecino. ¿Que no? Pues ahora caigo: eras tú, eras tú, pillastre, quien meses pasados destruía los tubos del órgano de la iglesia para hacerse pitos. ¿Que no has sido tú? ¿Cómo que no, si eres chicuelo? La semilla humana ¿ha de estar tan diferenciada en tan tierna edad para que os podáis distinguir los unos de los otros? Tus pecados tienen que ser los pecados de los otros niños; tú apedreas a las viejas en la calle y rompes los vidrios de las casas; tú te comes las golosinas; tú echas tierra a la boca de los que bostezan, ¡raza bellaca!; tú atas cohetes a la cola del gato; tú has embravecido a la vaca en fuerza de torearla, ¡así fueras tú quien la ordeñase! Tú, en fin, todo lo haces a izquierdas y desatinadamente, como el “Félix” del poeta alemán, que bebe siempre en la botella y nunca en el vaso, y como aquel muchacho que pone Luis Vives en sus Diálogos latinos, el cual ni se levanta con la aurora, ni sabe peinarse y vestirse por sus propias manos, ni echar agua en la palangana precisamente por el pico del jarro.
Yo.—Padre, yo no me acuso de tantas atrocidades. Acúsome, padre, de haber creído que el diablo se metió en un convento de monjas.
El confesor.—¡Negra sospecha! No eres tú el primero que la abriga: lo mismo creía Martín Lutero.
Yo.—Padre, ¿y quién fue ése?
El confesor.—Un feo y lascivo demonio que tenía unas barbas de maíz, y en la frente unos cuernecillos retorcidos; por nariz, un hueso de mango; dos grandes orejas de onagro; unos puños toscos de labriego. Nació de labriegos, se hizo monje, se alzó contra el Papa, robó a una monja endiablada, tuvieron unos como hijos endiablados... Ya sabrás más de él cuando más crezcas. Ve en tanto a decir a tu abuela que yo te absuelvo, y te doy por capital penitencia el tomar esta misma tarde una jícara de chocolate con bollos. Esta misma tarde, ¿lo entiendes?
Alejéme pensando en el demonio Lutero y en si tendría cola, rasgo que olvidaron explicarme. Desde entonces me creí obligado a la travesura por ser niño. De donde deriva la serie de mis males. El padre confesor, con sus reprimendas abstractas, y sin parar en mi inocencia, había conseguido apicararme el entendimiento, pervirtiéndome la voluntad.
Fuime a la abuela con el mensaje; no pensé desconcertarla tanto. En cuanto supo mi penitencia, toda fue aspavientos y exclamaciones. Yo, inocente, me daba ya por el mayor pecador, según la enormidad del rescate.
Lo creeréis o no: me es de todo punto imposible saber si me dieron al fin el chocolate con bollos. Sólo recuerdo, como entre la niebla de lágrimas que el espanto me hizo llorar, que una voz cascada me decía:
—No llores, pequeñín; si casi no has pecado en nada. Si tu abuela se angustia, no es por eso. Es que bien quisiera daros gusto a ti y al señor cura; pero no tengo, no tengo, ¿entiendes? ¡Y todavía dijo que esta misma tarde había de ser!...
1910.
ESCENARIO no muy vasto, no tan vasto como se asegura: la cabeza de Walter Savage Landor. Ambiente romano convencional.
En el fondo, templos en ruinas, grises, olvidados, duermen con una solemnidad fotográfica. Abundan las inscripciones jurídicas, las piedras históricas. La yerba, descolorida. Las cigarras han huido de todos los árboles —árboles en forma de parasol. Parece que nunca hubo cigarras, o se las confunde con unas viejecitas romanas que hierven su caldo, a mediodía, entre las grietas del Capitolio.
A lo lejos —clara campiña— se columbran, como liras abiertas, los cuernos de los toros latinos. Anochece.
Aquiles y Elena, en primer término. Ella, de pie; él, tendido, reclinado sobre la yerba. Aunque hechos a todas las cabezas, se encuentran incómodos: hubieran preferido un escenario más adecuado. ¿Qué han de hacer aquí, entre los despojos de la gente romana? ¡Oh, Landor! Muy a tu pesar, los dos se acuerdan, en excelente griego arcaico, del Escamandro, de los muros de Ilión, de las naves huecas en la playa.
Este diálogo acontece inmediatamente después del que escribió Landor. Es como charla de bastidores adentro entre gente sutil que se ha violentado para representar un mal drama: Aquiles, amoscado de haber hecho el necio; Elena, más que sofocada (¡nuestras pobres mujeres!) de haber hecho la niña boba.
En Landor, Aquiles se preocupa de las faltas ajenas, y ostenta puerilmente la atrasada botánica —botánica de maestro curandero, de saludador— que heredó de su preceptor Quirón. En Landor, Elena, al reconocer a Aquiles, sólo piensa en suplicarle que no haga de ella su esclava, su hembra. Y Elena —todos la conocéis— ha dicho siempre: “Si en algo me complazco yo es en que todos los hombres me hagan su esclava”.
Pero las hipóstasis están sujetas a los caprichos de la mente que las concibe. Y Aquiles y Elena, muy a su pesar, salieron al escenario del diálogo como quiso Landor, charlaron un poco (¡rara charla, por cierto!; ¡peregrina concepción de Grecia! Una charla tejida de interrogaciones y exclamaciones) y, al fin, abandonaron la escena. Y helos que no saben a qué dioses darse, metidos en aquella cabeza más bien romana: un escenario no muy vasto.
Aquiles trae el resquemor de las últimas palabras que le hicieron decir: cierta alusión muy lamartiniana al corazón, al único sitio vulnerable. Elena trae la incomodidad de haber tenido que portarse con miedo y dar unas disculpas ociosas (¡ella nunca se disculpó!); de haber dicho tanta trivialidad.
Las liebres, entre las ruinas, se burlan gloriosamente de su meditación, correteando como faunos y ninfas que se persiguen. Y Elena:
—¡Oh, cuán puros éramos ayer!
Aquiles finge no escucharla; pero lo denuncia un cantarcillo que le viene a los labios, que musita entre dientes, y que dice, más o menos: “Sí, sí; cualquiera tiempo pasado fue mejor”.
Como Elena es mujer mimosa (de niña, sus hermanos la subían a sus caballos), conversación que se propone no la perdona. Insiste:
—¿Aquiles? ¡Oh, cuán puros éramos ayer!
Aquiles, como todo ser dotado de naturaleza doble y confusa, es meditabundo, dado al silencio. A veces, descuidaba la guerra, divertido con la vista del mar. Quién afirma que lo ha oído requebrar a las olas, diciéndoles: “Sólo tú me comprendes”. Quién asegura que lo ha sorprendido confiando sus secretos a los caballos de su carro y cuchicheando a sus orejas: “Pero no se lo digas a nadie; ni a Patroclo”. Su doble naturaleza lo hace concentrado y altivo. Algo tiene de los animales domésticos, que no siempre entienden bien lo que les queremos; algo de los poetas, que casi nunca escuchan lo que les decimos. Aquiles es tan inconsciente y profundo como Elena es avizora, locuaz, dueña de sus alfileres y sus encantos: ¡buena mujer, al fin!
Aquiles no experimenta la necesidad de hablar. Tampoco ama precisamente a Elena, a despecho de la suspicacia de Landor. Si la amara, comenzaría por declararlo. Los griegos no disimulaban su placer, ni su ira, ni su miedo. (Antes del combate, no era extraño verles llorar.) Pero Aquiles piensa que no es necesario conversar con Elena: basta contemplarla. Tiene razón.
Y, sin quererlo, por el hábito de la duda metódica, tan desarrollado en los seres de doble esencia, se pregunta si, después de todo, Elena será tan hermosa como dice la fama... Medita, compara y resuelve:
—Es, en verdad, muy linda. Pero... ese cuello blanco, tan largo... Bien se ve que es hija del Cisne.
Elena, aunque acostumbrada a estos chismorreos vulgares que corren entre las comadres a propósito de su paternidad y su nacimiento, protesta con una patadita ligera. (¡La infiel tiene unos pies de diosa!) Y, ya irritada, insiste con un tonillo impertinente:
—¡Aquiles! ¡Aquiles! ¡Centauros te habían de educar, que no en la corte del rey de Francia! Por los pies de plata de tu madre, ¿no me harás caso? Escucha: ¡Oh, cuán puros éramos ayer! ¿Qué me respondes?
Aquiles, cuyo sentimiento del espectáculo es, a sus horas, más hondo que el de las cigüeñas de Egipto ante el crepúsculo (rojo y oro sobre el Nilo, palmeras de cobre, inmensidad), ha sorprendido el piececito inquieto de Elena; ha oído la invocación —algo imprudente— a los pies de plata de su madre: asocia lo que ve con lo que oye. Medita, compara, resuelve:
—¡Si ésta hubiera tenido los pies de plata! ¡Ay, pero ni una huella en el suelo, ni cómo rastrearla y seguirla! ¡Triste Menelao! Más ligeros son los pies de Elena que los míos. Ella, como Iris, no toca el suelo: pisa en la voluntad de los hombres con unas pisadas invisibles, como tentaciones. Sus plantas huelen al jugo de todas las flores. ¡Oh, qué hurtos, qué correrías por los jardines! Elena a todos los hombres podría decirles: “¡Acuérdate, acuérdate de Aquel Día!”
Elena, anonadada, se sonroja trémulamente. Si aquello fuera galanteo de jovencete o reclamo de enamorado, ahí de las habilidades y composturas que ella sabía. Pero oírse elogiar así, en tercera persona, frente a frente y —como si fuera cristiana— ¡por sus pecados!, es cosa que la desvanece, trémulamente.
La luna, entre las ruinas inoportunas, asoma, vieja Celestina, fría a la vez que rozagante, pagada de sí. Algún pajarraco burlón, en el horizonte, desde su rama, proyectado sobre el astro como una sombra chinesca, lo picotea, lo picotea, con un regocijado chiar.
Cuando Elena advierte que ha anochecido, echa atrás el manto, descubre los brazos hacia la luna, y canta:
—El ansia de la tierra está suspendida de mis manos...
Es una antigua canción de rueca. Los ojos de Elena relampaguean, furtivamente, hacia Aquiles, el soldadón. Aquiles se acuerda de la infortunada Briseida, su dulce esclava.
—El ansia de la tierra está suspendida de mis manos. Venid a buscarme por las tapias de mi jardín, a la hora en que duerme mi señor y enmudece la pajarera. Las fuentes se han vuelto de luz. ¡Ay, Romeo! ¡Ay, Calisto!
”En la sangre de mi palomar se han teñido vuestros halcones. Al hora de la alondra os iréis de mí. Venid a buscarme por las tapias de mi jardín.
”Me cortejaréis con adivinanzas, como Salomón a la reina Balquis. Yo os propondré los enigmas que me enseñaba mi nodriza la Esfinge, con que supe conducir al Infierno, como a tigre por el cordón de seda, a aquel caballero alemán que me evocó, espantado, desde el trípode de las Madres.
”El ansia de la tierra está suspendida de mis manos.
”¡Ay padre, hermanos, esposo mío! No os lo ocultaré: lo han querido todos los dioses. Me ostentaré desde la torre de Troya, para ver a los que luchan por mí, y todos lo adivinarán en esta cabellera desordenada, en esta cabellera que me denuncia, revuelta con las hojas del suelo.
”Gira, gira, gira, rueca mía, devanando el hilo de plata. Las Parcas ya no saben tejer. Las princesas llamarán a los pájaros para desenredar la madeja. Lo que haga de día la hilandera casta, yo lo desharé por la noche. ¡Redes de la mar, redes de la mar! ¡Os he tejido con mis cabellos de cáñamo! ¡Túnica, túnica de mi amado muerto! Yo la tejí para él; la teñí en mi sangre venenosa.
”Y el ansia de la tierra está suspendida de mis hábiles manos.
”Día llegará: mis taloncitos sonrosados os redoblarán sobre el corazón. Día llegará: os llevaré en rastra al cielo, estrangulados en mis trenzas de cáñamo. Porque yo soy vuestro dueño. Hombres, todos los hombres: ‘¡Acuérdate de Aquel Día!’, gritadme todos, y yo desfalleceré, trémulamente.”
—Bien —comenta Aquiles a media voz, mientras ella se recoge en el manto, jadeante, y lo abre y lo cierra como las alas de una mariposa lunar—. Bien: el gusto, algo asiático, poco ponderado: confusión de estilos y de épocas; el sabor, de clavo; el olor, de mirra. Pero ello va con las aficiones del tiempo. Y menos mal que no ha hecho el menor caso de estas ruinas romanas.
(Arde bajo la luna, al fondo, una ruina en forma de herradura, desportillada como una dentadura vieja.)
Y:
—¡El ansia de la tierra está chorreando de mis brazos! —exagera Elena, arrebatada, mientras, en una ola de luz, la túnica se le arrolla a los pies, formando un nido, de donde salta ella, dorada, desnuda, hija del Cisne—.
”Forma sustancial de la luz, Cisne, flor de hielo: ahógame en tu cíngulo de seda, y yo flotaré, cabellera inútil, sobre el río en que se bañaba mi madre —¡oh, hermanos míos!: mientras vuestra honestidad se da topes en los picos de las estrellas.”
Y después, cruzando los brazos, arrullando su propio seno: