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Como el fuego Carol Marinelli Fría, distante… y la más irresistible . Deuda de deseo Caitlin Crews "Ella ya había pagado su deuda con él… pero ahora estaban unidos por su secreto" El anuncio del jeque Sharon Kendrick ¡De descubrir a su heredero secreto … a recuperar a su cenicienta!
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Bianca, n.º 227 - febrero 2021
I.S.B.N.: 978-84-1375-308-9
Créditos
Como el fuego
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Deuda de deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
El anuncio del jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
NO SIGAS por ahí, tío Luigi.
–No, no –intervino Dante Romano, mirando a su hermano con una sonrisa helada–. Deja que siga por ahí.
El consejo de administración se había reunido en el cuartel general de la empresa Romano en Roma y, aunque era una helada mañana de enero, el tema del día era caliente.
De nuevo, los artículos en la prensa sobre la disoluta vida privada del accionista mayoritario de la empresa alteraban el orden del día.
Dante Romano, el protagonista de tales artículos, estaba sentado a la cabecera de la mesa, mirando a todos con desdén mientras su hermano, Stefano, hacía lo posible para cambiar de tema. Pero Dante, más que dispuesto a defenderse, se volvió hacia su tío.
–Tal vez querrías aclarar eso, Luigi –le dijo, con un tono cortante como el hielo.
–Estoy diciendo que somos una familia de empresarios con una larga trayectoria.
–Eso ya lo sabemos –dijo Dante, encogiéndose de hombros.
–Y que tenemos una reputación que mantener.
–¿Y?
–Titulares como los del fin de semana ensucian la reputación de la familia…
–¡Ya está bien! –lo interrumpió Dante–. No estamos en un almacén embotellando aceite y vino para venderlo en el pueblo. Somos una empresa multimillonaria. ¿A quién le importa con quién me acuesto?
Miró a los miembros de su familia, todos ricos y poderosos gracias a su padre. Ninguno se atrevía a mirarlo a los ojos, ni siquiera su hermano menor, Stefano. Y Ariana, que era la melliza de Stefano, se miraba las uñas, evidentemente incómoda.
Pero Luigi siguió adelante:
–Con tu padre enfermo y tantos cambios en el consejo, necesitamos estabilidad. Debemos respetar los valores familiares con los que tu abuelo formó esta compañía.
Familia, familia, familia. Dante había oído esa palabra un millón de veces y estaba harto.
Él quería a su familia, sí, pero para él el amor era una carga.
Después de la reunión iría al Giardino delle Cascate, daría patadas a las piedras y se pondría a gritar… porque la verdad era que la familia Romano era menos que perfecta.
Dante siempre había odiado que su madre los retratase como si lo fueran cuando él había presenciado innumerables peleas. Había muchos secretos en la familia Romano y el propio Luigi había estado a punto de destruir la empresa por su afición al juego.
Dante era desconfiado por naturaleza. Creía que todos mentían. Siempre.
–Espera un momento, Luigi –dijo entonces–. Mi abuelo dirigía una empresa pequeña desde un cobertizo, pero mi padre hizo famoso el nombre de los Romano en todo el mundo con su visión para los negocios…
–¡Y también con sus valores familiares! –lo interrumpió su tío.
–Hasta que tuvo una aventura con su secretaria –le recordó Dante.
–Por favor –intervino Stefano de nuevo–. No sigáis por ahí.
Pero Dante no estaba dispuesto a callarse.
–¿Por qué no? Mi padre dejó plantada a su mujer después de treinta y tres años de matrimonio y se casó con una chica tan joven como su hija, así que no te atrevas a darme lecciones sobre valores familiares. Ninguno de vosotros –Dante miró alrededor, pero nadie se atrevía a sostener su mirada–. Yo no tengo por qué dar explicaciones sobre mi vida privada. Soy soltero y me acuesto con quien me dé la gana.
Como hacía muy a menudo porque las mujeres lo adoraban.
Lo adoraban. Y no era solo por su innegable atractivo físico, su espeso pelo negro o sus ardientes ojos oscuros. Ni su fabuloso cuerpo, que él compartía felizmente con una interminable lista de mujeres. Sí, su riqueza era envidiable, como lo era su vigor en el dormitorio.
Pero había algo más. Su arrogancia, su insolencia, su indomable carácter, eran chocantes para muchos, pero su carisma y su pícara sonrisa eran irresistibles.
Porque Dante podía ser encantador. Incluso cuando estaba siendo un canalla.
«Vamos, bella», decía cuando rompía una relación. Llamaba «bella» a todas las mujeres porque eso era más fácil que recordar los nombres. «¿Una pulsera de diamantes secaría esas lágrimas? ¿O un coche tal vez?».
Las mujeres con las que salía sabían desde el principio que la relación no iría a ningún sitio y decían aceptarlo, pero luego no era tan fácil sacarlas de entre las sábanas de seda.
–Trabajo mucho y todos lo sabéis. Si no fuese por mí, estaríamos de vuelta en el cobertizo, embotellando aceite. No he salvado la empresa una vez sino dos veces –les recordó a todos.
Cuando sus padres se divorciaron, Dante había tomado el timón de la compañía. Se había hecho cargo de todo y había reestructurado la empresa, de ahí que Luigi ya no fuese uno de los mayores accionistas. Por eso había tensiones.
Su móvil empezó a sonar en ese momento. Era el médico de su padre desde el hospital, aunque no era una sorpresa porque había esperado que se pusiera en contacto con él.
Había visitado a su padre en Florencia la noche anterior para discutir su traslado a un hospital de Roma. Era lo más lógico porque Dante vivía en Roma, Stefano iba de Roma a Nueva York y, aunque Ariana pasaba mucho tiempo en la oficina de París, tenía su casa en Roma también.
Sin embargo, Rafael había cambiado de opinión y quería volver a la casa familiar de Luctano, en las colinas de la Toscana, rodeada de sus queridos viñedos.
–Podemos llevarte allí –le había dicho–. Claro que sí.
No siempre se habían llevado bien, pero tenían una buena relación. Su padre había sido distante cuando era niño porque trabajaba a todas horas, pero cuando nacieron Stefano y Ariana, la dinámica de la familia cambió. Sus padres dejaron de pelearse, tal vez porque la empresa había crecido y su situación económica había mejorado. O tal vez, había pensado Dante, porque le habían enviado a un internado en Roma.
Sin embargo, las vacaciones en la casa de Luctano habían sido siempre maravillosas. Su padre se tomaba unas semanas libres para enseñarle el maravilloso paisaje de la Toscana y los productos que eran la base del negocio familiar.
Con poco más de veinte años, Dante había empezado a trabajar en la empresa. Rafael había puesto toda su energía en los productos, dejando la dirección de los negocios a su hermano Luigi, que era un hombre impulsivo y aficionado al juego.
Cuando estuvieron al borde de la bancarrota y Dante se hizo cargo de la administración de la empresa, la relación con su padre se hizo más estrecha. Incluso podría decir que eran amigos.
Hasta que apareció Mia Hamilton.
Mia, una desconocida secretaria de la oficina de Londres, se había convertido en la ayudante personal de Rafael Romano.
Cuando le diagnosticaron la enfermedad, Dante intentó dejar a un lado su animadversión para que el tiempo que le quedaba a su padre fuese lo más agradable posible. No le importaba que se hubiera trasladado a Luctano porque tenía su propio helicóptero.
Lo que le preocupaba era que ella estuviese allí.
En el hospital, Mia tenía la decencia de alejarse cuando iba a visitar a Rafael…
Mia, su madrastra.
Odiaba a la mujer de su padre y verla en la casa familiar no le hacía la menor gracia, pero llamaría al hospital para organizar el traslado y, por el momento, seguiría con la reunión del consejo.
Pero la pantalla de su móvil se iluminó de nuevo y Dante se alarmó.
–¿Por qué no nos tomamos un descanso? –sugirió–. Cuando volvamos, tal vez podríamos hablar de algo que no sea mi vida sexual.
Salió de la sala de juntas, dejando a Luigi con expresión airada, y se dirigió a su despacho. Tenía cuatro llamadas perdidas del médico de su padre y eso no auguraba nada bueno.
–¿Doctor Minnelli? Soy Dante Romano.
Y así, de repente, supo que todo había terminado.
El médico le contó que la salud de su padre se había deteriorado de forma repentina y, antes de que pudiese llamar a la familia para decirles que el final estaba cerca, Rafael Romano había fallecido.
Dante había sabido que ese día iba a llegar y, sin embargo, la muerte de su padre fue un golpe que lo dejó sin respiración.
Miró hacia la basílica de San Pablo Extramuros y clavó los ojos en la enorme cúpula.
No podía creer que su padre hubiese muerto.
–¿Sufrió mucho? –le preguntó, con voz entrecortada.
–No, en absoluto –le aseguró el médico–. Todo fue muy rápido.
Roberto, su abogado, estaba con él. La signora Romano estaba en el jardín del hospital, pero Rafael murió antes de que pudiese llegar a la habitación…
Dante no quería saber nada de Mia Romano, que era irrelevante y pronto desaparecería de sus vidas como el cáncer que era. Su padre había muerto solo con el abogado de la familia a su lado, sin Angela, su leal esposa durante tres décadas hasta que Mia apareció en sus vidas.
–¿Ha llamado a mi madre?
–No, aún no. La signora Romano pensó que era mejor llamarle a usted.
Bueno, al menos en eso no se había equivocado porque Dante no hubiera querido saberlo por Mia. La había odiado desde la primera vez que la vio.
Aunque eso no era del todo cierto. La había odiado desde la segunda vez que la vio. La primera vez no sabía que ella era la mujer que había roto el matrimonio de sus padres.
Ese día, Mia llevaba un vestido de lino de color lavanda, el pelo rubio sujeto en un moño. Dante se había quedado fascinado por los ojos de color azul zafiro, enmarcados por largas y pálidas pestañas.
–¿Quién eres? –le había preguntado cuando entró en el despacho de su padre.
–Mia Hamilton –había respondido ella–. La ayudante del señor Romano.
Su mediocre italiano debería haber sido una advertencia, pero Dante estaba demasiado cautivado como para pensar con claridad.
Dante recordaba la exquisita tensión en el aire cuando sus ojos se encontraron. Recordaba el ligero rubor que se había extendido por sus altos pómulos, el largo y esbelto cuello… pero entonces su padre entró en el despacho.
O, más bien, por suerte su padre entró en el despacho en ese momento.
Rafael le había pedido a Mia que saliese del despacho y, unos minutos después, Dante había descubierto por qué a su padre no le importaba que su ayudante no hablase italiano.
Más tarde descubriría lo decidida y tenaz que era la estirada Mia Hamilton.
Y lo implacable.
Mia se había negado a ser la amante de Rafael Romano y no aceptaría nada menos que ser su esposa.
La prensa había crucificado a Mia, a quien calificaban de buscavidas y cosas peores. «La reina de hielo», la habían llamado en muchas revistas porque jamás mostraba la menor emoción. Ni siquiera cuando la que pronto sería exesposa de Rafael, Angela Romano, lloró abiertamente en una entrevista televisada mientras hablaba sobre el final de su matrimonio. Ese día, Mia Hamilton había sido fotografiada de compras en Via Cola di Rienzo.
Dante no se había unido a las voces de condena porque su animosidad hacia Mia era profundamente personal. Su desdén hacia ella era en realidad una defensa.
Por supuesto, había apuntalado la propiedad del negocio para evitar que ella lo tocase con sus manos de buscavidas, pero mientras se decía a sí mismo que la quería de rodillas, suplicando, la verdad era que solo la quería… de rodillas.
Tras un rápido divorcio seis meses después del día que la conoció en el despacho de su padre, Mia Hamilton se había convertido en Mia Romano.
Naturalmente, Dante no había asistido a la boda. Había respondido a la invitación con una nota escrita a mano diciendo que siempre había considerado el matrimonio como una institución irrelevante y nunca más que en ese momento.
Ningún miembro de la familia había acudido a la boda, por supuesto. Su madre vivía ahora permanentemente en Roma y su madrastra tenía los tacones firmemente clavados en la residencia de Toscana.
El hogar de su familia.
Pero no podía pensar en Mia ahora, cuando su padre acababa de morir.
–Gracias por todo lo que ha hecho por él –le dijo al médico, llevándose una mano a la frente–. Yo le daré la noticia a mi familia.
A la auténtica familia de Rafael.
Después de cortar la comunicación, Dante se quedó inmóvil un momento, pensativo. Su padre había planeado su propio funeral con el mismo cuidado que había puesto en su primer viñedo para convertirlo en el enorme imperio que era ahora.
Sí, a pesar de sus diferencias, Dante lo echaría mucho de menos.
–Sarah –murmuró, pulsando el intercomunicador– ¿puedes pedirle a Stefano y Ariana que vengan a mi despacho, por favor?
–Sí, claro.
–Y a Luigi.
Los mellizos tenían veinticinco años y Dante treinta y dos. Stefano era un chico reservado y guardó silencio mientras les daba la triste noticia. Ariana, la niña mimada de su padre, lloró con verdadera angustia y Luigi enterró la cara entre las manos, sorprendido por la muerte de su hermano mayor.
–Tenemos que decírselo a mamá –dijo Dante entonces.
Era inapropiado, pensó mientras volvían a la sala de juntas, que el consejo de administración supiera lo que había pasado antes que su propia madre, pero debían haber oído llorar a Ariana porque sus expresiones eran solemnes. Evidentemente, se habían enterado de la noticia. Rafael había sido un jefe severo, pero también respetado y querido por todos.
–La noticia no debe salir de esta habitación –les advirtió con tono grave–. Haremos un anuncio oficial, pero antes debemos darle la noticia a nuestra madre. La reunión queda aplazada hasta la semana que viene.
–Pobre mamá –dijo Ariana, sollozando mientras subían al ascensor–. Será un golpe terrible para ella.
–Mamá es fuerte.
–Pero debería haber estado a su lado –insistió su hermana –. Todo esto es culpa de ella.
–Hay muchas cosas por las que culparla, pero no por la muerte de papá.
Poco después llegaron a la lujosa Villa Borghese, donde Angela Romano tenía su ático. Un hombre y una mujer se acercaban al portal en ese momento. Iban de la mano, riendo. La mujer era su madre y el rostro del hombre le resultaba vagamente familiar.
–Dé una vuelta a la manzana –le dijo Dante al conductor.
Stefano lo miró, sorprendido.
–¿Por qué?
–Necesito un momento para calmarme antes de hablar con ella. Además, deberíamos alertarla de nuestra llegada. Si aparecemos así, de repente, se llevará un susto.
Mientras el conductor daba la vuelta a la manzana, Dante la llamó por teléfono.
–Pronto?
–Hola, mamá. Estamos debajo de tu casa. ¿Podemos subir? Me temo que debemos darte una triste noticia.
Cuando cortó la comunicación, Ariana lo miró con gesto acusador.
–¿Por qué le has dicho eso? Ahora sabrá que papá ha muerto.
–Es lo mejor. Estuvieron casados más de treinta años y puede que necesite un momento para hacerse a la idea.
Y también para despedir a su amante.
¿Quién era? Su rostro le resultaba familiar, aunque esa era la menor de sus preocupaciones. Sencillamente, se había quedado atónito al ver a su madre con otro hombre. Por supuesto, su madre tenía todo el derecho a rehacer su vida y merecía ser feliz…
Pero no le había hecho gracia enterarse precisamente aquel día.
Su madre estaba sola cuando abrió la puerta del ático.
–Dante, ¿qué haces aquí?
Al ver la expresión triste de Stefano y Ariana tras él, entendió lo que pasaba y se quedó inmóvil en la puerta.
–Vamos –dijo él, tomándola del brazo para llevarla al salón.
–No, no, no –murmuró Angela, dejándose caer en un sofá.
–Todo fue muy rápido. Papá no sufrió y mantuvo la dignidad hasta el final. Incluso se reunió con Roberto…
–Yo debería haber estado a su lado –lo interrumpió su madre, llorando–. ¿Y el funeral? No he vuelto a Luctano desde…
Desde que se descubrió la aventura de Rafael con Mia Hamilton. El escándalo había sido tremendo y su madre se había mudado al apartamento de Roma inmediatamente.
–Luigi y Rosa han dicho que puedes dormir en su casa. O puedes alojarte en el hotel.
Qué desgracia. Su madre, que había vivido en Luctano toda su vida, reducida a ser cliente de un hotel, aunque fuese propiedad de los Romano.
Dante estaba furioso mientras se servía un coñac, aunque intentaba disimular, pero cuando empezaron a hablar de los arreglos para el funeral sintió el profundo deseo de ver a su padre por última vez.
–Voy al hospital. ¿Queréis venir?
Stefano negó con la cabeza y Adriana empezó a llorar de nuevo.
–Muy bien. Mañana iremos juntos a Luctano para el funeral.
–Es culpa mía –dijo Angela entonces, como hablando consigo misma–. Debería haber sido una esposa mejor. Debería haber aguantado…
–¿Aguantar qué, mamá? Nada de esto es culpa tuya.
Él sabía bien de quién era la culpa.
–Yo me encargo de darle la comida a Alfonzo –se ofreció Stefano.
Maldito perro.
Alfonzo, un bichón maltés viejo, ciego y antipático, era su cruz y la razón por la que no llevaba mujeres a su casa.
–Gracias.
Cuando llegó al hospital, Mia no estaba en la habitación. En realidad, no esperaba encontrarla velando el cadáver de su padre y se alegró de no tener que verla en ese momento.
Rafael Romano tenía un aspecto tranquilo, como si estuviera dormido, y la habitación olía ligeramente a vainilla. Eran las orquídeas, pensó. Siempre había orquídeas en la habitación de su padre.
–Lo sabías, ¿verdad? –musitó, sentándose a su lado y apretando la helada mano de Rafael–. Por eso anoche me dijiste que querías volver a Luctano.
Por fin, su voz se rompió mientras le hacía la pregunta que no se había atrevido a hacer cuando su padre estaba vivo:
–¿Por qué tuviste que casarte con ella, papá?
Y no se refería al dolor que había causado el segundo matrimonio de Rafael, sino a la agonía de desear a la esposa de su padre.
DESDE su confortable y lujosa suite en la casa de Luctano, Mia observaba el helicóptero de Dante aterrizando en el helipuerto de la finca.
Era un día lluvioso y gris y, deliberadamente, no miró hacia el lago, donde al día siguiente sería enterrado Rafael.
Aquella mañana, mientras montaba a Massimo, se había topado con la tumba recién excavada y se asustó tanto que salió huyendo al galope.
La residencia de los Romano estaba a las afueras de Luctano, en las fértiles colinas de la Toscana, rodeada de interminables viñedos. El nuevo propietario de esos viñedos, y de la casa, sería revelado al día siguiente, después del funeral. Y no sería ella. Había acordado mucho tiempo atrás con Rafael que no reclamaría ningún derecho sobre esas propiedades.
Pero, aunque no las quería, Mia echaría de menos aquel sitio.
Echaría de menos los maravillosos paseos a caballo y el tiempo que pasaba frente al lago o paseando por la finca, intentando ordenar sus pensamientos. Y echaría de menos el confort de su suite, que había sido su refugio durante esos años.
Era una suite preciosa, con paredes forradas de seda y exquisitos muebles. Le encantaba tumbarse frente a la chimenea del salón por las noches para leer un buen libro y el dormitorio, con su cama con dosel, era a la vez femenino y acogedor.
Aquel había sido su refugio durante los últimos dos años y, aunque de verdad no quería la propiedad, le dolería dejar atrás todo aquello. Rafael sería enterrado al día siguiente en el cementerio de la finca y ella se iría por la noche.
Podía ver los faros de varios coches que subían por la colina hacia la residencia y tomó aire, intentando armarse de valor. No había visto a ningún miembro de la familia Romano en mucho tiempo, pero Rafael había dejado claro cómo debía ser el funeral y sus deseos serían cumplidos.
Cenarían juntos esa noche. Angela no se reuniría con ellos porque, a pesar de haber conservado el apellido, ya no era parte de la familia, pero sus hijos, su hermano, su cuñada y algunos primos brindarían por Rafael antes de enterrarlo al día siguiente.
La más joven, Ariana, bajó del helicóptero y subió a uno de los coches. Era una joven morena de piernas largas, tan mimada como guapa. El siguiente era Stefano, su hermano mellizo, que había llevado a Eloa, su guapísima prometida brasileña. Stefano era tan atractivo como Ariana e igualmente arrogante.
Todos los Romano eran arrogantes, pero el hermano mayor, Dante, se llevaba la palma. Y allí estaba, bajando del helicóptero en ese momento.
Mia se preparó para la aparición de su última conquista, pero en lugar de una altísima modelo rubia quien bajó del aparato fue Angela Romano. Iba vestida de negro de los pies a la cabeza y se apoyaba en la mano de su hijo para bajar por la escalerilla.
Ah, de modo que ese era el juego, pensó. Angela haciendo el papel de la auténtica viuda.
Si ellos supieran…
Dante miró hacia la casa y Mia dio un paso atrás, aunque estaba demasiado lejos como para verla.
De todos los Romano, era él quien la ponía más nerviosa porque su odio era palpable. Insistía en que todos hablasen su idioma cuando se reunían con ella, pero no por consideración sino para dejar claro que ella no hablaba italiano y también, estaba segura, para que entendiese las pullas que le dirigían.
Mia temía encontrarse con él. Cada vez que se veían, esos ojos negros parecían clavarse en su alma, diciéndole en silencio que sabía que no amaba a su padre, que solo se había casado con Rafael por dinero y que el matrimonio era una farsa.
Y tenía razón, pero Dante no sabía toda la verdad y no debía saberla nunca.
Pero no era solo la farsa del matrimonio lo que la ponía nerviosa sino el propio Dante. Aquel hombre provocaba en ella unos sentimientos que nunca antes había experimentado y que no quería explorar…
Sylvia, el ama de llaves, llamó a la puerta y asomó la cabeza en la habitación para decirle que la familia de Rafael llegaría en cinco minutos.
Mia apretó los labios.
–¿Cómo estás tú, Sylvia?
–Bien –respondió la mujer, encogiéndose de hombros–. Bueno, un poco triste.
–Lo sé.
–Y un poco preocupada también. Mi marido y yo… en fin, echaremos mucho de menos al señor Romano. Y también a usted.
Mia sabía que la pareja había vivido allí durante muchos años y debían estar preocupados por su puesto de trabajo.
–Gracias –le dijo, dando un paso adelante para abrazarla. Mia no era particularmente afectuosa, pero adoraba a Sylvia, que siempre había sido cariñosa con ella–. Será mejor que bajemos. Los saludaré y les ofreceré una copa, pero cenaré en mi habitación.
–Sí, claro –asintió Sylvia, que conocía bien la situación.
Cuando el ama de llaves desapareció, Mia se miró en el antiguo espejo de cuerpo entero. Llevaba un sencillo vestido negro, medias negras, zapatos de medio tacón y el pelo sujeto en un moño. Iba a ponerse un collar de perlas que había sido de su madre, pero se preguntó si sería demasiado ostentoso.
No sabía cómo debía actuar y menos qué sentía en realidad. El suyo había sido un matrimonio de conveniencia, pero Rafael se había convertido en un amigo muy querido y lo echaría de menos.
Daba igual, lidiaría con sus sentimientos más tarde, cuando se hubiese alejado de aquella familia para siempre.
Mia bajó por la escalera y entró en el salón. Estaba frente a la chimenea, abrazándose a sí misma e intentando calmarse, cuando los Romano entraron en la casa.
¿Qué iba a hacer?
Todos la detestaban porque creían que era la causa de la ruptura entre Rafael y Angela. ¿Esperarían que saliese a saludarlos? No, lo dudaba.
Durante los últimos años, cada vez que alguno de ellos visitaba a su padre, Rafael estaba allí. Iba a ser muy diferente estando sola.
Poco después oyó voces en el pasillo y, entre ellas, la de Dante, con su particular tono venenoso.
–¿Dónde está nuestra madrastra?
Mia torció el gesto. Dante insistía en llamarla así y esa noche le molestó de verdad.
–Ah, aquí estás.
Ni el mínimo intento de ser amable, aunque solo fuese para guardar las apariencias. Nunca se habían tocado siquiera. Ni un beso, ni un apretón de manos.
La relación siempre había sido difícil, pero la tensión entre ellos había aumentado en las últimas semanas. Cuando iba a visitar a su padre en el hospital y ella se levantaba de la silla, Dante daba un paso atrás, como si no pudiera soportar rozarla siquiera. Desde que Rafael le dijo que era su amante, era como si entre ellos hubiese una pesada puerta de acero.
Una puerta que no se había abierto ni un solo centímetro en esos dos años.
Hablaban solo cuando no tenían más remedio que hacerlo y, en realidad, Mia lo agradecía. Dante era alto y formidable en los mejores momentos y en los peores, como aquel, podía ser el propio demonio.
Llevaba un traje de chaqueta oscuro y una camisa blanca arrugada, algo poco habitual en él, que siempre iba inmaculadamente vestido. No se había afeitado y sus ojos estaban un poco enrojecidos, pero aparte de eso nadie sabría que estaba de luto. Sí, era guapísimo, pero Mia se negaba a pensar en ello.
–Te acompaño en el sentimiento –le dijo, aunque sabía que sus palabras sonaban forzadas.
–Pero no lo compartes –replicó Dante.
En lugar de contestarle como merecía, Mia se mostró fríamente amable.
–Las habitaciones están preparadas.
–No es necesario. Mis hermanos dormirán en casa de mi tío y yo me alojaré en el hotel.
–Muy bien, pero si alguien cambiase de opinión…
–Lo dudo mucho.
Dante se dirigió al bar, abrió un decantador de cristal y se sirvió una copa de coñac.
–¿Tus hermanos no van a entrar? –le preguntó ella.
–¿De verdad esperabas que tomasen una copa contigo? No, lo siento, pero han ido directamente al comedor. Solo queremos que esta cena termine cuanto antes. Cenaremos y luego te dejaremos en paz.
–Entonces, os dejo solos para que cenéis tranquilos.
–No, de eso nada. Tú cenarás con nosotros.
–¿Por qué? Acabas de dejar bien claro que no soy bienvenida.
–Pero mi padre quería que cenásemos juntos esta noche y, además, es la última oportunidad de repasar los preparativos del entierro y el funeral. No tendré tiempo de explicarlo dos veces.
–¿Qué hay que explicar? Todo está organizado.
–Porque lo he organizado yo. Los coches, el discurso, el entierro, la lectura del testamento. ¿Es que no piensas aportar nada al funeral de tu marido más que unas lágrimas de cocodrilo?
Sin esperar respuesta, Dante se dio la vuelta y se dirigió al comedor.
–¿Ella va a cenar con nosotros? –le preguntó Ariana.
A pesar de las instrucciones de Rafael, ninguno de ellos pensaba que Mia tendría la desvergüenza de presentarse.
–Creo que sí.
–Menuda cara…
–Calla, Ariana –le advirtió Dante.
No le gustaba esa mentalidad de ataque en grupo y se daba cuenta de que su animosidad hacia ella era exagerada, pero verla era como una patada en el estómago.
Cuando entraron, la casa estaba en silencio. En una típica casa italiana habría sollozos, llantos, gritos de dolor, pero Mia estaba inmóvil y digna frente a la chimenea.
En silencio, digna y totalmente capaz de excitarlo a pesar de todo.
HUBO muchas miradas de soslayo mientras Mia se sentaba en la cabecera de la pulida mesa. Después de todo, era la señora de la casa y todos la detestaban por ello.
–Dei morti parla bene –dijo Dante, levantando su copa.
Mia conocía esa expresión: «habla bien de los muertos».
Tomó un sorbo del oscuro líquido, un vino del viñedo privado de Rafael, y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar porque le sabía amargo.
Un segundo después, Luigi ofreció un brindis mirándola directamente.
–‘Dove c’è’ un testamento, c’è’ un parente.’
«Donde hay un testamento hay un pariente».
Era un dicho familiar, pero la implicación de que Mia estaba allí solo por el dinero era evidente.
Mia ni siquiera parpadeó ante el menosprecio, aunque tampoco levantó su copa y, a pesar de sí mismo, Dante tuvo que admirar su fortaleza. Y, a pesar del odio que sentía por ella, tuvo que salir en su defensa.
–Eso es cierto, Luigi. No tengo la menor duda de que tú estarás en el estudio para la lectura del testamento –dijo, mirando alrededor–. Todos vosotros estaréis allí.
Mia no había esperado el menor apoyo de Dante y, aunque lo agradecía, no se atrevió a demostrarlo. Le parecía tan raro estar en la misma habitación, compartiendo una cena con él.
Se sentía rara cada vez que Dante estaba cerca. Sabía que la detestaba, pero la hacía sentirse extrañamente consciente de su cuerpo.
Cuando sirvieron el primer plato, Dante fue directo al grano:
–El coche fúnebre llegará a las once y la comitiva saldrá de aquí poco después. Naturalmente, tú irás detrás del coche fúnebre –dijo, mirando a Mia.
–¿Con quién? –preguntó ella.
–Eso depende de ti. Imagino que habrás invitado a alguien para que te apoye tras la muerte de tu marido –después de decir eso, Dante se volvió hacia sus hermanos–. Yo iré detrás, con Stefano, Eloa y Ariana. Y Luigi, tu familia irá en el tercer coche.
–¿Y dónde irá mamá? –preguntó Ariana.
–Mamá esperará en la iglesia.
–Pero no es justo que mamá no vaya en el coche cuando era su…
–Déjalo, Ariana.
Su hermana fue la primera en abandonar el barco. Tirando el tenedor sobre el plato, Ariana se levantó y salió en tromba del comedor.
Dante apartó la copa de vino.
–La comitiva recorrerá toda la finca –siguió explicando–. Primero, pasaremos por los establos y luego daremos una vuelta por los viñedos y las residencias de los empleados. De ese modo, podrán salir para saludar al coche fúnebre antes de ir a la iglesia.
Iba a ser una procesión muy larga, pensó Mia. La propiedad de Rafael incluía las residencias de los empleados, el lago, los establos, el interminable campo de amapolas.
Le angustiaba la idea de ir sola detrás del coche fúnebre porque le recordaba el funeral de sus padres y eso era algo en lo que no quería pensar de ningún modo.
El silencio durante la cena era insoportable, pero mientras retiraban los platos Sylvia puso una mano en su hombro y Mia levantó la mirada para esbozar una sonrisa de agradecimiento.
Dante se percató del gesto. Los empleados la adoraban, algo que era evidente cada vez que visitaba a su padre, y eso lo desconcertaba. Ese gesto de apoyo dejaba claro que Mia era respetada y querida en la casa.
Estaba preciosa a la luz de las velas. Tenía los ojos algo hinchados, pero aparte de eso no había señales de que hubiese llorado. De hecho, dudaba que hubiese derramado una sola lágrima por su padre.
Ella giró la cabeza en ese momento y, aunque esperaba una mirada de desaprobación, no fue así. A pesar de su clara animadversión, la mirada de Dante no era desdeñosa.
Mia se sentía atrapada por esa mirada.
Sabía que Eloa estaba hablando, pero no podía oír lo que decía porque era como si Dante y ella estuvieran solos en el comedor.
Durante esos dos años se había obligado a sí misma a ser distante, pero ahora no podía apartar la mirada. Durante dos años había hecho lo imposible para ignorar el cosquilleo que evocaba su presencia, para negar la excitación que provocaba en ella, pero en ese momento era incapaz de contenerla. Sentía calor en el cuello, en las mejillas, en los pechos. Sin decir una palabra, Dante hacía que tuviese que cruzar las piernas.
Era como si la puerta de acero empezase a abrirse y, por primera vez desde que se conocieron, se permitió a sí misma buscar su mirada.
«Ah, estirada Mia», pensó Dante mientras giraba la cabeza. «No vas a hacerlo, de eso nada».
Sylvia sirvió el segundo plato, pero el ambiente era cada vez más tenso. Ahora era Mia quien quería tirar el tenedor y salir corriendo.
–¿Dónde se sentará Angela en la iglesia? –preguntó la mujer de Luigi entonces.
–Donde ella quiera.
–¿Pero en qué banco? Debería sentarse con los hijos de Rafael en el primer banco.
–Mia se sentará en el primer banco –respondió Dante–. La etiqueta dicta que la exesposa se siente detrás.
Aunque él sabía que eso no iba a ocurrir. Su madre querría sentarse en el primer banco, pensó, sintiendo una rara punzada de simpatía por la viuda de su padre.
–Mi padre será enterrado frente al lago, en una ceremonia corta, solo con sus hijos y… –Dante tragó saliva– su esposa. Luego volveremos aquí para tomar una copa antes de leer el testamento. Yo leeré la elegía, pero… ¿Mia?
Ella levantó la mirada, sorprendida al escuchar su nombre.
–¿Sí?
–¿Quieres que diga algo en particular?
Mia no había esperado que pidieran su opinión y no sabía cómo responder sin ofender a los que habían querido a Rafael. Después de todo, ella sabía mejor que nadie que su matrimonio había sido una farsa.
–Ya le dije a tu padre todo lo que quería decirle. Seguro que lo que hayas escrito estará bien.
–¿Entonces no quieres añadir nada?
Mia no sabía qué decir y el silencio se alargó hasta que Luigi se levantó de la silla, mirándola con tal desagrado que, por un momento, temió que le tirase la copa de vino a la cara.
–Me voy a la iglesia. Allí, al menos, podré estar con mi hermano por última vez.
–Nosotros vamos también –dijo Stefano–. ¿Vienes, Dante?
–Antes tengo que solucionar un par de cosas –respondió él.
–Vendré a buscarte después para la vigilia.
Mientras salían de la casa, Mia los oyó comentar que su viuda era incapaz de derramar una sola lágrima, y menos declarar su amor por su difunto marido.
–Bueno, todo ha ido bien –comentó, irónica, cuando se quedaron solos.
–No podía ir bien. No entiendo por qué mi padre pidió que cenásemos juntos.
–Yo tampoco –dijo Mia, sin mirarlo–. Dante, no me importa que tu familia se siente en el primer banco. Yo puedo sentarme atrás…
–No te sentarás atrás, yo hablaré con mi madre –la interrumpió él–. El problema es que no sé qué debo decir en la elegía. ¿Debo hablar de lo feliz que hiciste a mi padre en sus últimos años? ¿Debo decir que, por fin, mi padre conoció al amor de su vida? Imagino que querrás que diga algo sobre vosotros.
Mia torció el gesto. Lo que acababa de sugerir sería una ofensa para Angela y para sus hijos.
–No hace falta. Ya le dije a tu padre todo lo que tenía que decirle.
–Ya, claro –asintió él, con tono desdeñoso.
La tensión era insoportable y Mia se levantó de la silla.
–Si me perdonas –murmuró.
–No necesitas mi permiso para levantarte, pero márchate si quieres, me da igual.
Mia subió a su habitación, angustiada. Sylvia había cerrado las cortinas y, después de ducharse y ponerse el camisón, se metió en la cama, temiendo el día siguiente.
No podía dejar de recordar el entierro de sus padres y la idea de ir sola tras el coche fúnebre le hacía sentir náuseas.
Quería un té, una tila, algo caliente y relajante, pero no pensaba bajar a la cocina hasta que Dante se hubiera ido.
Aunque entonces estaría sola en la casa.
Le daba miedo estar sola en la casa por la noche. De hecho, le daba pánico.
Sylvia y su marido vivían en una casita cerca de la residencia, pero jamás los llamaría para algo tan trivial como hacerle un té. Sí, aquella sería su última noche en la casa porque, por tonto que pareciese, le daban pánico los fantasmas. No podía quedarse allí sabiendo que Rafael estaba enterrado en la finca. Ya había hecho las maletas y al día siguiente, después de la lectura del testamento, se iría de Luctano para siempre.
Los Romano querían que se fuera y ella se lo pondría fácil.
Estaba leyendo en la cama cuando Stefano volvió para buscar a su hermano. Cuando la puerta se cerró y oyó pasos sobre la gravilla del camino, se puso una bata y salió de la suite.
Encendió la luz del pasillo y bajó por la escalera sobresaltándose con cada ruido, pero cuando abrió la puerta de la cocina se dio cuenta de que no estaba sola. Porque allí, en silencio, con una copa de coñac en la mano, estaba Dante.
–Ah, pensé que habías ido a la vigilia –dijo al verlo, abrochándose el cinturón de la bata a toda prisa.
–No, he decidido no ir –respondió Dante–. Vi a mi padre el día que murió, así que no necesito verlo ahora.
Mia asintió con la cabeza. No se le ocurría nada peor que pasar la noche en una iglesia con un cadáver.
–Iba a hacerme un té. ¿Quieres uno?
Dante negó con la cabeza.
–No, gracias. Me voy al hotel. Ah, y hay un pequeño cambio de planes para mañana. Stefano insiste en que Eloa acuda al entierro.
–¿Y no te parece bien? Están comprometidos y van a casarse.
–Ya, bueno, esperemos que Roberto redacte un acuerdo prematrimonial.
–¿No crees que puedan estar enamorados?
–Que Dios los ayude si es así, el amor solo causa problemas.
–Qué cínico eres.
–Dice la joven y desolada viuda –replicó él, sarcástico.
Mia le dio la espalda y Dante intentó no notar el ligero temblor de su mano mientras se preparaba el té. Le sorprendía que se hiciera el té ella misma en lugar de llamar a Sylvia. La había imaginado sentada en la cama, tocando la campanilla para que le llevasen una bandeja… pero apartó esa imagen de su mente porque no quería imaginar, ni por un segundo, a Mia en la cama.
Tenía que hacer un esfuerzo para no mirar sus curvas bajo la bata de seda. Algo había cambiado entre ellos desde la muerte de su padre. Las reglas que se había impuesto para evitarla empezaban a derrumbarse.
Miró hacia la ventana, pero la noche era tan oscura que podría estar mirando un espejo.
–Dante, no quiero ir al entierro…
–Lo siento, pero tienes que hacerlo. ¡Eras su mujer!
–Sí, lo sé, pero no quiero ir sola en el coche.
–¿Dónde están tus parientes, tus amigos? –le preguntó Dante.
Por lo poco que le había contado su padre, sabía que sus padres habían muerto, pero no sabía mucho más sobre su vida.
–No he llamado a nadie.
–¿Por qué no? ¿Es que se han cansado de tus juegos? Tienes un hermano, pero no estuvo en la boda y tampoco está aquí hoy, aunque creo recordar que el año pasado tú fuiste a su boda. ¿Te preocupa que venga y revele alguna de tus mentiras?
–Dante…
–No es un castigo que vayas sola en el coche sino un gesto de cortesía. No es culpa mía que no tengas a nadie que te acompañe.
Ella se volvió, airada.
–¿Esperas que los vecinos me tiren fruta podrida o algo así?
Dante vio un brillo de lágrimas en sus ojos azules. Era la primera muestra de emoción desde que llegó. De hecho, era la primera vez que mostraba emoción desde el día que se conocieron y, a pesar de sí mismo, lo conmovió. Quería ofrecerle consuelo, tomarla entre sus brazos…
Su deseo por ella era perpetuo, un fuego que tenía que apagar constantemente, pero cada día era más difícil.
–¿Pensabas que iríamos juntos a la iglesia como una familia unida? No me hagas reír.
–Me voy a mi habitación –dijo ella, tomando la bandeja.
–Saldremos de aquí a las once –anunció Dante.
–Muy bien.
En sus ojos vio un brillo que no se atrevía a descifrar. Puro desdén, pensó, nada más que eso. No podía ser nada más.
Siempre había sido consciente de la potente sexualidad de Dante, pero ahora, de repente, era consciente de la suya propia. Consciente de que estaba desnuda bajo el camisón. Sus pechos se habían vuelto extrañamente pesados y parecía haber chispas en el aire. La puerta de acero se abría cada vez más y le daba pánico ver lo que podría haber detrás.
–Buenas noches –se despidió, con voz ronca, antes de dirigirse hacia la escalera.
Estuvo a punto de tropezar y solo pudo respirar cuando cerró la puerta de la habitación.
Olvidándose del té, se dejó caer sobre la cama, angustiada. Y la llamaban «la reina de hielo», pensó. Estaba ardiendo por él. Sentía cosas que no había sentido nunca antes de conocer a Dante.
Había pensado muchas veces que le faltaba algo, que debía tener algún problema porque nunca había tenido el menor interés por el sexo.
Incluso en la universidad, cuando escuchaba perpleja la obsesiva charla de sus compañeras sobre los chicos y las cosas que hacían con ellos, a ella le parecían sucias y la dejaban con el estómago revuelto.
No había ninguna razón para ello. No había sufrido ningún trauma, nada que pudiese justificar esa actitud, pero así era. Había salido con un par de compañeros, pero ningún beso la había excitado y el roce de sus lenguas le daba asco. Y, por supuesto, hacer algo más que eso era inimaginable.
Aunque su matrimonio con Rafael le había dado una oportunidad única para curar después de la tragedia que había caído sobre su familia, la verdad era que también le había dado la oportunidad de esconderse de algo con lo que tarde o temprano tendría que lidiar.
Un matrimonio sin sexo le había parecido una bendición, pero esos sentimientos, aunque profundamente enterrados, estaban ahí. Dante los había despertado.
Mia llevaba unos días como ayudante personal de Rafael y los rumores habían empezado a circular cuando Dante Romano entró en el despacho de su padre. Y, en un minuto, en unos segundos, había entendido todo lo que se había perdido en esos años.
Sus ojos oscuros la habían dejado transfigurada y la profunda voz ronca había provocado un cosquilleo en la boca de su estómago. Su aroma, tan masculino, se había quedado grabado en su memoria y cuando le pregunto quién era tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar su voz.
Mia estaba allí para consumar un acuerdo sugerido por Angela Romano. Iba a casarse con Rafael, pero su violenta reacción al ver a Dante hizo que pensara en dar marcha atrás.
Aunque era imposible porque ya se había gastado parte del dinero que había recibido a cambio del acuerdo.
No era más que un enamoramiento adolescente, se dijo a sí misma. Pero, a pesar de sus intentos de aplastarlo, ese tonto enamoramiento había crecido y provocado un fuego que no sabía cómo apagar.
En ese momento, mientras pensaba en Dante, quería cerrar los ojos e imaginar que la besaba. Desearía que estuviera en la suite con ella, en su cama…
Mia dejó escapar un gemido de frustración, luchando para no tocarse mientras pensaba en él porque sería…
Desastroso, terrible.
«Dante te odia», se recordó a sí misma.
Solo tendría que soportar el día siguiente y volvería a ser Mia Hamilton en lugar de una esposa trofeo. Haría lo que pudiese para rehacer su vida.
Y jamás volvería a encontrarse con Dante Romano.
EL DÍA del entierro amaneció cargado de oscuras nubes de tormenta y Mia, que volvía a la casa sobre la grupa de Massimo, temió que fuese un mal presagio.
Massimo había sido el caballo de Rafael, su favorito, pero estaba demasiado débil como para montarlo. Era un precioso murgese negro, un animal muy grande, pero obediente y dulce.
Y aquel día estaba triste.
–Sabe que ocurre algo –le dijo uno de los mozos–. Los animales saben esas cosas.
–Sí, yo también lo creo –murmuró ella.
El hombre tenía la misma expresión de tristeza y preocupación que el resto de los empleados, pero después del entierro sabrían qué iba a ser de ellos.
Estaba segura de que Rafael les había dejado la casa a sus hijos, aunque no podía imaginarlos viviendo en Luctano. Seguramente pasarían por allí de vez en cuando, como hacían con el resto de las casas que tenían por toda Europa. Era una pena, pensó, mirando la orquídea que había cortado durante el paseo, porque era un sitio precioso.
Mia subió a su habitación a toda velocidad. Los parientes de Rafael empezaban a llegar y pensó que lo mejor sería quedarse allí hasta el último minuto.
Cuando salió de la ducha, Sylvia entró en la habitación con la bandeja del desayuno.
–Gian de Luca ha venido en su helicóptero –dijo el ama de llaves, enarcando una ceja–. El aparato lleva el escudo de armas en la cola y es perfectamente reconocible. Es un duque, no sé si lo sabe.
–No, no lo sabía.
–Pero no sé qué hace aquí. Gian no es de la familia.
Gian era el propietario del hotel La Fiordelise, donde Rafael y ella habían celebrado su boda, y tenía peor fama de mujeriego que Dante.
–Es un desprecio para los Castello –siguió Sylvia.
–¿Por qué?
–Porque Dante no ha permitido que los Castello vinieran en su helicóptero –respondió la mujer, suspirando–. En un funeral italiano siempre hay alguien ofendido, pero en fin, los preparativos van sobre ruedas. Dante lo tiene todo controlado.
Mia pensó que, a pesar de las apariencias, nada estaba controlado. Sentía náuseas y le daba pánico el día que la esperaba, pero intentó tomar algo de desayuno. Se había mareado durante el entierro de sus padres por la emoción, pero también porque tenía el estómago vacío y no quería volver a pasar por eso.
Con la ropa negra sobre la cama y el aire de tristeza que permeaba el aire, no podía evitar pensar en ese terrible momento de su vida.
Estaba de vacaciones en Nueva York, con sus padres y su hermano. Habían ido al teatro en Broadway y disfrutado de la bella ciudad, pero el último día, su padre había decidido alquilar un coche para visitar los Hampton. Mia le había aconsejado que no lo hiciese, recordándole que habían estado a punto de tener un accidente en Francia porque estaba acostumbrado a conducir por la izquierda, pero Paul Hamilton no le había hecho caso y su madre, Corinne, se había reído de su preocupación. Ese día lo habían pasado de maravilla, pero se hizo de noche mientras volvían a Manhattan. Su padre, cegado por unos faros, se había desplazado al carril contrario y habían chocado contra un coche que iba de frente.
Sus padres habían muerto inmediatamente, su hermano sufrió graves lesiones y ella se quedó atrapada entre los hierros. Estaba convencida de que habían sido horas cuando en realidad solo habían sido treinta minutos hasta que la sacaron del coche.
Sabía que habían sido treinta minutos porque había leído el informe forense muchas veces, igual que las interminables facturas del hospital.
Por suerte, tenía un seguro de viaje. Meticulosa y organizada, Mia se había hecho el seguro cuando compró el billete de avión. Sus padres también, de modo que sus cadáveres habían sido repatriados sin ningún problema, pero Michael, su hermano, no tenía seguro de ningún tipo.
Todo había sido horrible. Además de perder a sus padres, había tenido que vender la casa familiar, pero ni siquiera así había podido pagar todas las facturas del hospital, que le había cobrado hasta la última gasa.
Su hermano, que había quedado paralizado de cintura para abajo, sufría una depresión y ella estaba endeudada hasta las cejas, pero consiguió un puesto de secretaria en las oficinas de la empresa Romano en Londres. Recibía un buen salario, pero las facturas se acumulaban, el apartamento que había alquilado era demasiado pequeño para una silla de ruedas y… era demasiado para ella.
Mia tenía el corazón roto y estaba asustada y furiosa.
Furiosa con su padre por no haberle hecho caso, furiosa con su madre por no haberla apoyado y furiosa con su hermano, que había sido tan irresponsable como para viajar sin seguro a Estados Unidos. Aunque, por supuesto, el pobre había pagado un precio muy alto por ese error.
Tenía que vivir con todo eso y un día, mientras Rafael Romano visitaba la oficina y ella estaba al borde de un ataque de pánico después de hablar con uno de sus innumerables acreedores, él se había percatado de su angustia y le había preguntado qué le pasaba.
Aún la emocionaba recordar que en ese momento tan difícil, a punto de pedir el divorcio y con graves problemas de salud, Rafael había encontrado tiempo para preocuparse por ella.
Mia le había contado cuál era su situación y dos años después allí estaba, a punto de acudir a su funeral.
Pero esa mañana, cuando debería estar pensando en la generosidad y la amabilidad de Rafael, eran los recuerdos del accidente de sus padres los que la hacían temblar.
Podía oír la voz de su madre llamándola, diciéndole que aguantase, que alguien iría a sacarla de allí y que la quería. Pero el informe forense decía que su madre había muerto inmediatamente después del impacto.
Mia había leído el informe muchas veces y la asustaba. Más que eso, la aterrorizaba.
A los veinticuatro años le daba más miedo la oscuridad que cuando era niña porque no solo creía en los fantasmas sino que había oído hablar a uno.
«Cálmate», se dijo a sí misma mientras se vestía para el funeral.
El vestido de lana que había comprado en Florencia, adornado desde el cuello a la cintura con botoncitos de perlas, era una elección absurda para ese día porque le temblaban las manos, pero por fin abrochó el último botón.
Iba a ponerse máscara de pestañas, pero decidió no hacerlo porque, aunque no lloraba a menudo, aquel iba a ser un día difícil y no quería arriesgarse. Por supuesto, llevaría la alianza de casada y el anillo de compromiso, aunque se los quitaría por la noche, antes de irse.
Eran casi las once y, con desgana, tomó la orquídea que había cortado esa mañana y salió de la habitación.
La familia estaba reunida en el vestíbulo, todos vestidos de negro. Por suerte, Angela había jurado no volver a poner el pie en la casa mientras «aquella fresca» estuviese allí. Aunque Mia estaba segura de que haría una excepción para la lectura del testamento.
Había sido Angela quien quiso aquel arreglo entre Rafael y ella, pero le encantaba hacer el papel de víctima y, en su opinión, lo hacía demasiado bien.
Dante se dio la vuelta cuando Mia empezó a descender por la escalera y no dejó de mirarla hasta que estuvo a su lado.
–Ah, aquí está mi madrastra.
El odio por Mia era su única defensa. Tenía que recordar constantemente el caos que había provocado en su familia y decirse a sí mismo una y otra vez que la mujer de su padre estaba y estaría siempre fuera de su alcance.
Mia apretó los labios, sin decir nada. Solo unas horas más y sería libre, pensó.
El entierro de Rafael Romano iba a ser una gran ocasión. El hotel de la familia estaba lleno y no solo de invitados sino de periodistas, aunque no se les permitió que entrasen en la finca.
Mia descendió los escalones de piedra, intentando no mirar el coche fúnebre, pero cuando el conductor le abrió la puerta tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo.
Dante vio que subía al coche con gesto retraído, casi como si estuviera asustada. A pesar de lo que había dicho la noche anterior, que fuera sola en el coche era un insulto y todo el mundo se daba cuenta. Era una forma de dejar claro que nunca había sido parte del teatro de su familia.
No le habían dado una sola oportunidad.
Sabía que Mia Hamilton se había casado con su padre por dinero, ¿pero y si había habido amor entre ellos? La realidad era que su padre parecía feliz.
El brillo de lágrimas en sus ojos la noche anterior aún era capaz de conmoverlo y su voz entrecortada cuando dijo que no quería ir sola en el coche…
–Yo iré con Mia –dijo Dante entonces.
–Qué tontería –replicó Ariana, sarcástica–. ¿Por qué ibas a hacer eso?
Sin molestarse en responder, él se dirigió al coche y abrió la puerta.
–¿Qué ocurre? –preguntó Mia, dando un respingo.
–Nada –respondió Dante–. Imagino que podemos intentar estar un poco más unidos en este día tan triste.
–Ah, gracias.
Era un alivio que intentase dejar a un lado su animosidad y, además, la compañía de Dante hacía que ese momento fuese menos aterrador.
La procesión de coches empezó a moverse en dirección a los establos y Dante apretó los labios cuando vio que habían sacado a Massimo de su cuadra. Uno de los mozos, vestido de negro, sujetaba las bridas del animal, que golpeaba el suelo con los cascos.
Poco después llegaron a la casa del guardés, que se quitó el sombrero al paso del coche fúnebre.
Mientras recorrían los viñedos, Dante recordó los veranos que había pasado allí cuando era niño, los paseos con su padre por la finca. Cerró los ojos y recordó la última conversación que había mantenido con él…
Le había hablado de la reunión del consejo de administración del día siguiente, en la que tendría que dar explicaciones sobre su escandalosa vida privada.
–Oye, al menos no eres un Castello –había bromeado Rafael.
Los Castello vivían al otro lado del valle y tenían una cadena de restaurantes en Inglaterra, pero los hijos eran unos derrochadores y unos irresponsables.
–No dejes que el consejo dicte cómo debes vivir tu vida –le había aconsejado su padre–. Debes tener tu propia brújula, Dante. Además, yo me siento orgulloso de ti.
Lentamente, recorrieron el perímetro de la finca, bordeada de viñedos y campos de amapolas. Roberto, el abogado de su padre, salía de su casa en ese momento secándose las lágrimas con un pañuelo, pero Dante no lloró. No sabía hacerlo.
¿Su padre sabía que estaba a punto de morir?, se preguntó. Tal vez había intuido que el final era inminente y por eso quería volver a casa.
Tomaron la carretera flanqueada por altos cipreses, como soldados en posición de firmes. Más allá, el tapiz de viñedos de los Romano, que crecía con los años, y a lo lejos las casas del pueblo, pero hasta los rojos tejados parecían tristes aquel día.
Mia giró la cabeza para mirarlo y vio que estaba perdido en sus pensamientos. Aunque intentaba disimular, estaba emocionado y se le encogía el corazón por él como se le habría encogido por cualquiera que hubiese perdido a su padre. O tal vez ella misma necesitaba consuelo porque, sin pensar, alargó una mano para apretar la suya.
–Mia –dijo él, pronunciando su nombre con tono venenoso– aparta tus manos de mí.
Mia no había esperado esa reacción y fue como una bofetada.
Cuando entraron en la iglesia, se dirigió al primer banco, sintiendo cien ojos clavados en ella. A pesar del frío, unas gotas de sudor corrían entre sus pechos, pero mantuvo la cabeza bien alta durante el servicio religioso y también mientras Dante leía el panegírico.
–Rafael Romano era hijo de Alberto y Carmella, y el hermano mayor de Luigi…
Mia era capaz de entender casi todo lo que decía, pero iba un paso por detrás ya que tenía que traducir sus palabras.
–Era un hombre muy activo y siempre decía que ya habría tiempo de descansar cuando hubiese muerto.
Dante contó que Rafael se había casado con Angela a los diecinueve años y que, según ella, había sido un matrimonio lleno de amor, risas y sorpresas.
Sí, era verdad, a su padre siempre le había gustado sorprenderlos.
Habló después del pequeño negocio familiar, que Rafael había convertido en un imperio, siempre comprando más terrenos con los beneficios, más viñedos…
–Pronto abastecerían a los mejores restaurantes de Florencia, Roma, París, Londres…
Dante hizo una pausa, porque aquella era la parte más difícil para él. Tenía que pintar la imagen de una familia feliz y no le gustaba mentir. Sus padres se peleaban a menudo cuando él era pequeño. Aún recordaba las broncas y cuánto había temido que se separasen, pero la llegada de los mellizos les había dado una segunda oportunidad, de modo que recordó la paz que Stefano y Ariana llevaron a su familia.
Mia notó el ligero temblor en su voz. ¿Por qué estaba tan pendiente de Dante Romano? ¿Por qué era tan consciente de él? ¿Y por qué diantres lo había tocado?
Incluso ahora, en el funeral de su marido, sintió un cosquilleo en la mano con la que había tocado la de Dante. En aquella iglesia que olía a cerrado, sentía como si estuviese a su lado de nuevo, respirando el aroma de su colonia masculina.
–Mi padre siempre había querido una hija –estaba diciendo él, mirando a Ariana, que lloraba en silencio– y estaba tan contento de tener otro hijo…
Siguió hablando hasta que, por fin, llegó la parte más difícil del discurso y Mia se puso tensa cuando empezó a hablar en su idioma.
–Mi padre quería a su familia y, sin embargo, siendo Rafael, había sitio en su vida para más amor y tiempo para más sorpresas. Hace dos años se casó con Mia Hamilton… –hizo una pausa, como luchando contra el dolor que había causado ese capítulo de la vida de su padre–. Yo sé que Mia fue un gran consuelo para él y que llevó paz a sus últimos años de vida. Lo sé porque él mismo me lo dijo.
No podía decir que hubiesen recibido a Mia con los brazos abiertos o que el amor de Mia y Rafael hubiera sido evidente para todos, pero debía lidiar con la realidad e intentó hacerlo con el mayor respeto.
Mia bajó la mirada, emocionada al saber que Rafael había dicho eso y agradeciendo que Dante lo hiciese público. Porque era cierto, Rafael y ella habían sido grandes amigos.
–Tristemente –concluyó Dante– ya no habrá más sorpresas. Por fin ha llegado el momento de descansar para él –su voz se rompió por fin–. Siempre lo echaremos de menos.
El entierro fue terrible.
Ariana no dejaba de sollozar y Stefano tenía que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas mientras Dante apretaba los puños a los costados.
Ella estaba algo apartada, bajo un enorme roble, sintiéndose a la vez enferma y helada mientras bajaban el ataúd. Cuando fue su turno de echar un puñado de tierra en la tumba, sus piernas parecían de goma y temía desmayarse, pero Dante le pasó un brazo por la cintura. Podría haberle espetado: «No me pongas las manos encima» como había hecho él, pero se limitó a darle las gracias en voz baja.
Dante la llevó al borde de la tumba y guio su mano para que tirase la orquídea sobre el ataúd.
Estaba hecho. Todo había terminado.
Mia cerró los ojos, aliviada.
–Gracias –dijo de nuevo mientras se dirigían al coche.
Dante decidió volver andando a la casa porque necesitaba calmarse y conservar el poco sentido común que le quedaba.
Y entonces llegó la lectura del testamento de Rafael Romano.
Dove c’è’ un testamento, c’è’ un parente.
«Donde hay un testamento, hay un pariente». Desde luego que sí.