Pacto entre enemigos - Ana Isora - E-Book
SONDERANGEBOT

Pacto entre enemigos E-Book

Ana Isora

0,0
3,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cuando un viejo rival se convierte en cómplice, ¿puede el amor vencer al odio? Aldana es una líder astur. Marco es un centurión romano. Aparentemente, son enemigos irreconciliables. Pero la guerra tiene muchas aristas, y llegará el momento en que Marco le deba la vida a Aldana. Sin embargo, la legión termina por derrotar a los rebeldes y estos son vendidos en Roma al mejor postor. El destino de Aldana es oscuro: prefiere la muerte antes que ser entregada al proxeneta que puja por ella. No sabe que Marco aún tiene una deuda que saldar… y un trato que proponer. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 461

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Ana Isora González de Lena Román

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pacto entre enemigos, n.º 275 - agosto 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-701-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo

Nota histórica

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

A mi familia, por permanecer siempre junto a mí.

 

A Ángel y a Marilá, por comprender que la diferencia es un don, y no un inconveniente.

 

 

 

 

 

¡Tú, romano! Recuerda tu misión: ¡dominar a todos los pueblos por la fuerza!

VIRGILIO, Eneida (VI, 850-853).

 

Una hembra celta iracunda es una fuerza peligrosa a la que hay que temer, ya que no es raro que luchen a la par que sus hombres, y a veces, hasta mejor que ellos.

JULIO CÉSAR. La guerra de las Galias.

 

Vivamos, Lesbia mía, y amemos. Y los rumores de los ancianos no nos importen todos ellos un as. Los soles pueden ponerse y volver a salir, pero cuando para nosotros se ponga nuestra breve luz, dormiremos una noche eterna. Así que dame mil besos, después cien, y después otros mil, luego otros cien…

CATULO. Canto V. Siglo I a.C.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Asturias, año 19 a.C.

 

El centurión Marco Ticio Aquila había visto muchas cosas, pero aquella ocupaba un lugar especial entre las profundidades del infierno. Esforzándose, avanzó un paso más, solo para comprobar cómo su cuerpo se hundía en el limo cenagoso del norte de Hispania. Una fina llovizna oscurecía el paisaje, y detrás de él, los hombres luchaban por seguirle el ritmo.

—¡Vamos! —clamó, en lo que podía interpretarse como una orden amable.

Los suyos habían sufrido mucho, y ahora su destino por fin estaba cerca. Ni él ni los demás esperaban, sin embargo, que el último trecho fuera sencillo. Su superior, Publio Fausto Galeo, les había ordenado que acudieran a recoger las muestras de pleitesía de la población derrotada, y a Marco no le había quedado más remedio que obedecer. La misión no era de su agrado. Los astures eran un pueblo salvaje e indómito, con tendencia a sublevarse cada cierto tiempo. Marco hubiera preferido estar bajo las órdenes de su antiguo oficial, pero este había muerto hacía meses y él había recibido el mandato de dirigirse hacia el norte, más allá de las montañas, y ayudar al nuevo tribuno a hacerse con las tropas. No le resultaba fácil. Publio era un joven ambicioso, más atento a la política que a las necesidades de la guerra. Marco había llevado a cabo misiones diplomáticas en el sur, con otros oficiales, pero aun así, Publio continuaba ignorando cualquier ayuda que pudieran prestarle. Después de subyugar a los mandos intermedios, su comportamiento se había vuelto irascible y difícil. Cuando le sugirieron que la obediencia indígena podía esconder segundas intenciones, acabó montando en cólera:

—Id, pues —dijo—, y traedme los impuestos de aquellas tribus que antes creyeron poder enfrentarse a nosotros. Sus supervivientes ni siquiera tienen fuerzas para vitorearnos, pero lo hacen por temor al ejército. Tal vez eso os devuelva la confianza en la ley de Augusto.

Así que Marco había marchado al encuentro de los astures, los que hacía no mucho le habían hecho temer por su vida. Las guerras astur-cántabras habían resultado ser un episodio muy sangriento, gracias a Carisio, Agripa y a los mismos rebeldes, que untaban sus armas con veneno de tejo. Marco sabía que la paz no podía darse por garantizada, pero Publio había tenido razón esta vez. Los habitantes de aquel pequeño pueblo no tuvieron ánimos para resistir ante nadie, y las negociaciones fueron bastante fluidas. A Marco casi le dieron pena. Después de tantos años en el ejército, hubiera debido acostumbrarse a escenas muy duras, pero aun así le afectó ver a los niños famélicos. Ellos solo se llevaron lo que Publio les había pedido. Nunca le había gustado menos identificarse con el papel de soldado invasor.

—Mi centurión —le susurró el optio—, nuestros hombres están inquietos.

Marco miró hacia atrás. La columna estaba exhausta. No hubieran debido salir del campamento, y él lo sabía. El invierno había dejado un rastro de hambre y miseria, también entre la tropa de élite; y aunque ya lo habían dejado atrás, la nieve complicaba mucho la marcha. Un enfermo gimió a su lado y Marco lo acomodó en su hombro. Él era centurión, pero también amigo. Y a Julio Nepote, un viejo oficial, le debía la vida.

—Continuad —dijo—. No quiero rezagados: quien se encuentra con los astures, lo paga con la vida. Optio, vigílame a ese grupo —pidió—. Estamos a punto de cruzar una zona complicada, manteneos atentos.

El oficial asintió. La orografía nunca jugaba a su favor, pero aquel entorno era un caso aparte. Los peñascos reducían la visibilidad, y el viento y el frío no ayudaban. Un grave silencio se extendió entre la tropa, mientras combatían los elementos que los dioses astures habían querido enviarles. El aguanieve les aguijoneaba la piel.

—Ya casi estamos —dijo Marco.

Y así era. Durante un segundo, la niebla incluso pareció disiparse y dejar al descubierto una silueta sombría. El campamento aún quedaba a bastantes millas, pero el hecho de reconocer el relieve que lo rodeaba animó a sus hombres. Marco casi podía verse ante Publio, entregándole los alimentos que habían requisado y que durante todo el camino no habían hecho más que ser una constante rémora. Le pareció sentir el olor del fuego y de las viandas cocinándose en él. Sin embargo, no podía distraerse. Se esforzó por continuar, sin reducir la atención.

Una llamada cruzó el aire.

Marco se tensó. No fue el único. Julio y él se miraron.

—Centurión… —musitó el optio.

Marco lo mandó callar. Y en ese momento…

—¡Alzad vuestro escudo!

Algunos hombres obedecieron a destiempo, y aquello les costó la vida. Una lluvia de flechas segó sus gargantas. El mismo Marco tuvo dificultades para protegerse, con el herido sobre su hombro. La reacción, con todo, había sido buena. Marco bramó, reagrupando a sus hombres.

—¡Vamos, vamos! ¡Formad! ¡Si destrozan nuestra defensa, estamos perdidos!

Los hombres abandonaron la carga de Publio y la centuria se transformó en una armadura articulada, compuesta por decenas de escudos rojizos. Más flechas cayeron sobre la tropa, que resistió. Los astures estaban atacando, y su griterío enseguida se dejó sentir.

—Cabrones… —masculló Marco.

Los guerreros astures eran rápidos, salvajes e imprudentes. El centurión los observó surgir de entre la niebla, favorecidos por su buen conocimiento del terreno. Él había vivido ya situaciones semejantes, pero aquella era todo un desafío, puesto que la guerra se daba ya por terminada. Buscó a su líder. Parecía un chico joven, sentado sobre su montura. Notó un poderoso golpe y agachó la cabeza. El impacto fue tan potente que le destrozó la insignia roja del casco. Julio Nepote cayó al suelo, muerto.

Dominando la rabia, analizó todas sus posibilidades. La resistencia por sí sola no garantizaba el éxito, ni siquiera la supervivencia. Con el terreno a su favor, descansados y protegidos por sus dioses, los astures suponían un serio problema. Era factible que hubiesen pactado con la otra tribu, y que ahora quisieran vengarse de unos recaudadores a los que encontraban agotados y lejos de cualquier refuerzo. No cabía esperar que nadie acudiese en su ayuda, al menos, no cuando más lo necesitaban. Marco tenía pues la responsabilidad de proteger a sus hombres.

—¡Por Cernunnus!

—¡Tiranos de mierda! ¡Acabad con ellos!

Aquellos insultos, pronunciados en la lengua bárbara, le produjeron un extraño sosiego. Sus oponentes eran una tropa extranjera, y él organizó a los suyos para que cerrasen aún más las filas, eliminando cualquier hueco por donde pudiese penetrar un astur. El efecto fue inmediato. Los indígenas se estrellaban contra los escudos, furiosos al ver que no habían logrado romper la defensa. Ahora, el combate sería más largo y difícil. Haciendo un supremo esfuerzo, los romanos consiguieron abrirse camino, empujando aquella ola humana.

Los astures parecieron vacilar, pero solo por un instante. Marco evitó un doloroso corte en la pantorrilla, aunque otros no tuvieron tanta suerte. Cualquier roce con aquellos filos era mortal a la fuerza, debido al veneno; por lo que el combate se volvió mucho más peligroso. Más militares cayeron, mientras los otros luchaban por cubrir su espacio. Marco miró al frente, ceñudo. Aunque hubieran podido sobreponerse, no durarían mucho si los astures continuaban diezmándolos de aquella forma. Tenía que acabar como fuese con la emboscada. Volvió a fijarse en su líder, aquel jinete imberbe y arrogante. Tuvo una idea.

—¡Cuidado!

Un legionario se derrumbó encima de otro, y los bárbaros empujaron con toda su fuerza. La fila titubeó. Los salvajes soltaron un grito de júbilo: la formación acababa de romperse. Sin embargo, el rostro de Marco permaneció serio. En cierto modo, aquel inconveniente lo beneficiaba. Vio al jinete avanzar hacia ellos, a gritos, y en el último segundo tomó una lanza del suelo. Aquella era su oportunidad.

El pilum cruzó el campo, veloz, y fue a clavarse en la ijada del animal. Incapaz de dominarlo, el joven cayó a tierra, y con la confusión ninguno de sus hombres corrió a ayudarle. Estaba tan próximo… Marco apretó los dientes.

El choque fue intenso, rudo y salvaje. Ambos se enfrentaron con saña, rodeados de una muchedumbre que apenas supieron ver. En la lucha solo existía el siguiente objetivo, y Marco tanteó al astur, con una estocada. Quería alcanzar sus órganos, pero el chico era ágil, aunque no muy fuerte. Un golpe más bastó para comprender que no resistiría mucho tiempo. Se empleó a fondo.

Ni toda la técnica del mundo podría suplir aquella falta de fuerza. El joven parecía saberlo, pero eso solo le sirvió para que pelease con más empuje. Marco tuvo que protegerse varias veces, evitando el arma de su enemigo. Este intentó herirle, y Marco esbozó una leve sonrisa:

—¡Solo las niñas cortan en vez de clavar!

El astur apretó los dientes, furioso. Marco apenas podía verle el gesto, pero se lo imaginaba. Cuando intentó ir a por él, levantó el escudo y le dio un potente golpe. El joven se tambaleó. El borde de hierro le había herido en el rostro, y ahora sangraba a raudales. Marco lo utilizó de nuevo. Aturdido, su oponente trastabilló hacia atrás y cayó a tierra.

Marco se lanzó a por él. Quería matarlo antes de que se levantase, pero el peligro alentó el espíritu de supervivencia del astur. Cuando iba a darle con el gladio, respondió al ataque, enganchando su propio filo bajo el escudo, de tal manera que consiguió alzarlo un poco. Le lanzó una patada. Marco se desequilibró.

—¡Maldita sea!

Cayeron uno encima del otro. Marco intentó quitarle el arma, pero el astur continuaba debatiéndose como una bestia. Se enzarzaron en un sucio combate, a puñetazos y mordiscos, y solo gracias a sus músculos consiguió desarmarlo y poner su gladio bajo la carótida. Aquel animal le había hecho sangrar, pero por fin lo tenía.

—¿Tienes miedo, bárbaro? —preguntó—. ¡Déjame verte!

El astur intentó resistirse. Marco fue inflexible. Con un potente empujón, lo agarró del casco y consiguió retirar su última defensa. La cabeza de su enemigo estalló en llamas.

Pelo y más pelo, liso y de un llamativo color rojo, asomaba por debajo del metal. Atónito, Marco se percató de que estaba apoyado sobre una especie de «blandura», y no sobre unos pectorales fuertes de varón. Jadeó, incrédulo.

Una mujer.

El enemigo de los romanos, líder de los astures y su pesadilla en aquel momento era una mujer.

Marco tardó apenas un minuto en sobreponerse, pero fue bastante. Como una pantera, la astur se arrastró por debajo y agarró la espada.

—¡No!

Un dolor ardiente le hizo callar. La muy víbora le había herido en el rostro. Cegado por la sangre, Marco quiso defenderse, pero la astur le golpeó de nuevo y el centurión cayó a tierra. La patada en la mandíbula había sido brutal. Parpadeó, confuso. La astur le había quitado el gladio. Ahora, el indefenso era él.

El tiempo pareció detenerse. Marco observó la punta de la espada, que tantas veces le había servido bien, y que ahora iba a terminar con su vida. Solo se oían las respiraciones de los dos enemigos, y durante unos segundos, así continuó. Fue él quien quebró el silencio.

—¿Qué más esperas, astur? —dijo—. No voy a suplicarte. Mátame.

La joven levantó la espada, y en el último momento Marco cerró los ojos. Pero no sintió el golpe. En su lugar, oyó un grito de cólera y un impacto contra el suelo.

Sin saber muy bien si estaba muerto o vivo, el centurión separó los párpados. Aún tenía la cabeza sobre los hombros, y su fiel gladio reposaba ante él, clavado en la tierra. La astur le había perdonado la vida.

Estupefacto, Marco la miró. Su gesto reflejaba un profundo odio, pero no hizo amago de cambiar de idea. En su lugar, dejó que el romano se incorporase y le dio un nuevo golpe.

—¡Desaparece! —bramó, utilizando su idioma.

La lucha daba sus últimos coletazos. Sin añadir nada más, la astur reunió a sus hombres y se evaporó con ellos en la niebla.

Marco se quedó solo, impactado aún por lo que acababa de ocurrir.

 

 

Perdonarle la vida al romano trajo a Aldana de cabeza durante las horas siguientes. No solo no había sido capaz de llevar el combate tan bien como había supuesto, sino que no había tenido el valor de acabar con una de sus alimañas. Así pues, los hombres tuvieron que aguantar una actitud taciturna y silenciosa durante el resto del trayecto, y Aldana fue sintiéndose cada vez más molesta conforme avanzaba el camino. Sus compañeros no hubieran dudado, y ello la hacía una mala líder, indigna de suceder a su padre. La única explicación que encontraba (y que en el fondo, sabía correcta), era que matar defendiéndose resultaba distinto a acabar con la vida de un hombre desarmado, mediante una ejecución; pero eso no la satisfacía. Las categorizaciones morales sobraban en una guerra en la que llevaban las de perder.

Pese a todo, pudo calmarse al divisar los tejadillos de las chozas, sobresaliendo de la escondida hondonada en la que se habían refugiado. Adoraba a su pueblo: a los ancianos, que le habían contado historias de pequeña, acunándola; a los niños, alegres en medio de la guerra y que eran la última esperanza de una tribu oprimida por el águila de Roma; incluso a sus animales, tranquilos y circunspectos como si ellos también formasen parte del primer grupo. Aldana había jurado proteger todo aquello, y moriría antes de dejarse capturar. Sonriendo, abrió los brazos cuando Deva salió de entre la multitud.

—¡Aldana! —gritó la niña, contenta—. ¿Los has machacado? Mamá dice que sí.

—He podido con ellos, Deva —le dijo.

El rostro del romano pasó fugaz por su mente, pero luchó por alejarlo. No era fácil, porque sus golpes aún le resquemaban. Posó a Deva en el suelo y se ocupó de los adultos. Estos no mostraban la misma expresión alegre de la chiquilla. En el pueblo se habían quedado algunas mujeres, que ahora se acercaban entre trémulas y esperanzadas, para ver si sus maridos habían sobrevivido. A Aldana le angustiaban mucho aquellos momentos, pero esta vez no tenía qué temer. Su posición en la lucha había sido tan buena que solo habían tenido algunos lesionados, y no de gravedad. Los romanos no podían presumir de lo mismo: la mayoría de sus hombres untaban las armas con tejo, de manera que cualquier corte resultaba mortal a la fuerza. La propia Aldana se había quedado sin él al compartirlo, lo cual venía a confirmar que le había perdonado la vida a aquel soldado, literalmente. La certeza no la hizo sentir mejor. Pero una figura salió de entre la multitud, y a la guerrera se le olvidaron todas sus cuitas.

—¡Magilo! —exclamó feliz.

El hombre y ella se abrazaron y Aldana notó que por fin estaba en casa. Magilo era su prometido, un varón de actitud recta y amable que siempre le daba consejos. La relación rompía muchas tabúes, porque Magilo llevaba sobre sus espaldas el peso de la espiritualidad astur, al ser familia de un importante druida galo. Pronto lo sería él también, aunque en Hispania aquellas figuras no tuvieran tanto peso. No obstante, en tiempos difíciles, todos apreciaban que alguien tuviese buena mano con los dioses; y nadie se metía con ella por su elección, pese a la costumbre. Magilo le acarició el rostro con suavidad:

—Tienes sangre —le dijo.

—No toda es mía —aclaró ella.

De hecho, la mayor parte pertenecía al romano. Magilo frunció el ceño, pero no dijo nada.

—¿Has hecho lo que te pedí?

Aldana deseó poder ignorar la pregunta, pero no le parecía correcto engañar de esta forma a su prometido. Suspiró, cansada:

—No —dijo—. Y ya sabes por qué. No es algo que me parezca noble.

Magilo guardó silencio, y su mirada se volvió fría. Dejó de acariciarla. Aldana notó el cambio de actitud, sin culparle.

—Entiendo que ese clan no te guste, porque sus gentes en otro tiempo nos rechazaron. Pero no podemos tratar a todo el mundo como a los traidores, Magilo. No es fácil oponerse a Roma. La gente tiene miedo. Hoy, ellos han enriquecido a la legión, es verdad, pero también nos prestaron ayuda cuando quisimos saber dónde estaban esas fuerzas. No me parece correcto presionarlos para que tomen las armas, cuando ya han perdido tanto. Nuestro objetivo es otro. Roma es poderosa. Si la debilito destrozando su intendencia, puede que considere molesto mantener el control en las montañas, y descienda al valle. Solo así conseguiremos vencer.

“Y que nos dejen en paz”, pensó, aunque esto no lo dijo. El druida hubiese deseado que sometiera a todas las tribus disidentes, pero era una quimera absurda. Años de guerra les habían enseñado que los romanos no cejaban fácilmente, y contra ellos debían emplear todo su vigor. Aún mantenía la esperanza de que, si los consideraban salvajes incorregibles y a su zona carente de interés, se establecieran en otros sitios y los abandonasen a su “barbarie”. No se atrevía a esperar más: el resto del norte estaba perdido. Frunció el ceño, pensando en su padre, que siempre había soñado con una tierra libre. Nunca podría verlo.

—Les habrás producido grandes daños, al menos.

La voz de Magilo sacó a Aldana de sus pensamientos.

—¿Eh…? ¿Qué?

Magilo apretó los dientes y la joven se sintió como un niño pillado en falta. Por supuesto, eso resultaba ridículo: ella era una líder importante, una mujer fuerte. No debía ponerse nerviosa. Aun así, respiró aliviada cuando pudo contarle algo bueno.

—¡Oh, claro! Te refieres a nuestra escaramuza. Ha sido un éxito rotundo. Ya sabes que Abieno es un gran ojeador, los romanos no se lo esperaban. Han caído la mayoría, y hemos destrozado sus suministros. Cuando descubran que hemos atacado el campamento en su ausencia, tendrán aún más problemas. Apenas les quedan recursos —concluyó, segura de sí misma.

Magilo hizo una mueca, como si espantase a una molesta mosca:

—¿Y su centurión? ¿Ha caído también? —preguntó.

—Sí —afirmó Aldana, segura de sí misma—. El propio Albenes me dijo que había conseguido alcanzarle con una lanza. No volverá a molestarnos, y eso nos beneficia.

Algunos de los suboficiales habían sobrevivido, pero no era importante. Sobre todo, porque si se lo decía, tendría que contarle también su patética actuación frente a aquel romano, y no estaba segura de poder mantener la entereza frente a su mirada, llena de reproches. Había sido un día largo y la joven necesitaba algo de paz.

—Magilo —explicó—, sé que en algunas cosas no estamos de acuerdo, pero no quiero que pienses que cuando no sigo tus sugerencias, lo hago porque no las estimo o porque no te muestro confianza. Comprendo que son valiosas, pero a veces es necesario optar. Y el centurión era un rival notable: recuerda lo que nos contaron las tribus del sur.

Magilo no dijo nada, pero asintió con actitud hosca, aceptando el beso de Aldana. La joven le dirigió un gesto compasivo antes de desaparecer.

—Te quiero —dijo—, y comprendo tu dolor. Pero yo soy la líder ahora. Debo decidir lo que creo mejor para el pueblo, aunque me pese. Y resistiremos, ya lo verás.

Aldana le dio un último beso y después se alejó. Todo, desde las insignias hasta su espada, había pertenecido en realidad a su padre. También el hecho de estar al mando. Suspiró. Sí, ella era la líder ahora. Y por los dioses que haría honor a su nombre, aunque tuviese que perecer en el intento.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Sentado bajo la cobertura de la tienda, Marco Ticio entornó los ojos, molesto:

—¿Quién-demonios-es-ella? —repitió, como si hablara con un idiota profundo y no con un superior de alto rango.

El tono de voz irritó a Publio. Él era un patricio, y la posición de Marco, plebeyo, nunca le había parecido plenamente justificada. Arrugó la nariz:

—Una salvaje —dijo—. Al principio yo también la tomé por un varón, como todos, pero por lo visto, su nombre es Aldana, y es la nueva líder de los rebeldes. Los suyos dicen que es hija del cántabro Corocotta y de una aristócrata astur. Atacaron el campamento pocos días antes de que llegaseis. —Bufó, divertido—. Eso es lo mejor que les queda.

Marco guardó silencio. Corocotta… conocía ese nombre. ¡Quién en Roma no lo hacía! Las maniobras de aquel caudillo eran legendarias incluso para sus rivales. Había puesto a la legión contra las cuerdas muchas más veces de las que les gustaría admitir, hasta su fallecimiento tres años atrás. El propio Augusto había podido conocerle: harto de sus escaramuzas, había intentado poner precio a su cabeza. Y el mismo Corocotta había terminado presentándose a recoger el dinero que ofrecían por él. Impresionado ante semejante valor, Augusto no tuvo más remedio que otorgarle la recompensa, para después dejarlo marchar. Aquella historia se contaba aún en los cuarteles militares.

Marco miró a Publio, que tan seguro parecía, y supo que se equivocaba. Si la astur tenía solamente un diez por ciento de la capacidad de su ancestro (y Marco estaba seguro de que así era), Roma estaba ante un serio problema. Se incorporó, ignorando el dolor que le provocaba hacerlo.

—¿Sabe Augusto algo de esto? Que los rebeldes se atrevan a atacar un campamento, y poco después, a una columna, me parece algo grave.

—No. No creí necesario preocuparle por una mujerzuela —contestó él, mordaz.

Su tono de voz era seco, pero Marco pudo percibir su vergüenza. No cabía duda: Publio era incapaz de soportar que se supiese que los había derrotado una mujer. Sobre todo, una tan “torpe” que había conseguido amenazar a todo un campamento. Marco Ticio suspiró. Publio era tonto. Cleopatra también era una mujer, y solo Júpiter sabía la cantidad de problemas que había causado. Pensativo, se sentó de nuevo en el camastro, intuyendo que aquella campaña iba a resultar interesante.

No duró mucho el silencio. Fuera, algunos golpes les hicieron levantar la vista, y un optio entró.

—Centurión. Tribuno —saludó, inclinando la cabeza. Publio estuvo a punto de reprenderlo, pues se había dirigido a Marco antes que a su superior, pero no pudo. Las nuevas que traían eran demasiado importantes como para postergarlas con filípicas inútiles—. Hemos capturado a un astur cerca del campamento. Insiste en hablar con vos.

Marco y Publio se miraron. El oficial soltó una risita despectiva.

—Hablar conmigo… sí, claro. Lo que quiere ese cobarde es evitar que lo crucifiquen. Como si yo no conociera a los rebeldes. —Miró a Marco—. Quédate. Aún mereces reposo.

Marco negó con la cabeza: no se fiaba de Publio. La batalla no le había dejado incólume, pero prefería soportar un dolor pasajero y solucionarlo después, a consentir que el tribuno emplease una crueldad innecesaria.

—No pasa nada. Puedo descansar en otro momento. Venga, vamos —dijo, con tono amable.

Publio hizo una mueca. Había ocupado el puesto de tribunus laticlavius[1] y, como marcaban las tradiciones, Marco ejercía ahora de mentor. Pero eso no tenía por qué gustarle: sabía que muchos de sus hombres se hubiesen amotinado de no ser por su presencia, que pesaba más que la del prefecto o cualquier otro oficial. Marco tenía prestigio. Los suyos lo veían como un superior severo, pero justo, y lo respetaban. La idea misma le hizo rechinar los dientes: ¿por qué a él no? Tenía mayor rango y categoría.

Marco captó su desagrado e intentó ser cortés:

—Dices que has sufrido un ataque. Es la primera noticia, así que supongo que os desenvolvisteis con habilidad.

Publio asintió, condescendiente:

—Sí. Ya sabes que a mí los bárbaros me parecen simples alimañas. Y más si los manda una mujer. Aunque son astutos, eso no voy a negárselo. El asalto al campamento no ha sido lo único. Llevamos teniendo problemas desde mucho antes de que te trasladaran desde el sur.

—¿No te inquieta?

—¡Bah! No son episodios tan graves. Es evidente que no es la lucha frontal lo que les interesa —repuso Publio, irritado—. Lo de ayer no fue algo común. Normalmente son más discretos. Sabrás que tienen espías, y que golpean donde más nos duele: en los suministros. Hace semanas envenenaron el grano. Yo…

Marco miró a Publio. No era ningún secreto que se procuraba sus propias delicias, muy diferentes al rancho de la legión. Publio intuyó lo que estaba pensando, y pareció molestarse.

—¡Tengo mis propias fuentes! Y eso me hizo sobrevivir. En realidad, solo murieron un par de hombres, pero los otros estuvieron muy enfermos. Esperábamos tu llegada con ansia. Trajiste tropas nuevas. Claro que, para lo que te ha servido… —le recordó, con cierta malicia.

Esta vez, fue a Marco a quien le tocó sentirse incómodo. Publio tenía razón, los astures habían vuelto a engañarlos. Sentía vergüenza. El campamento estaba lleno de heridos, y era por culpa suya: no había sido capaz de desempeñar bien sus funciones. Y para colmo, le debía la vida a la astur. Tampoco había nada honorable en eso. Se acarició la mejilla, pensativo. Le iba a quedar una cicatriz. ¿Qué buscaba aquella mujer? No lo había matado, y le hubiese resultado muy simple. Ahora, ambos tenían un gran problema, que era el otro. Quiso seguir pensando en ello, pero la cabeza empezó a dolerle. Por suerte, los acontecimientos le proporcionaron cierto alivio.

—Mira, ahí están —le dijo Publio—, ya veo a esa basura. Debió de pensar que era fácil volver a intoxicarnos.

Publio y Marco miraron hacia la salida. Allí, un gran jaleo había alterado la vida normal del campamento. Un grupo de legionarios habían vuelto de una inspección rutinaria, y lo que traían era motivo de comidilla para la tropa. Publio hizo un gesto significativo. No tardaron mucho en reunirse con sus hombres:

—¿Qué ocurre? —preguntó Publio con seriedad.

Los militares cercaron aún más a su presa. En el campamento se sentía un clima de revancha a duras penas contenido, y Marco se alegró de haber llegado a tiempo: un poco más tarde, y los legionarios hubieran destrozado a aquel bárbaro. No les faltaban razones. La campaña se estaba volviendo cada vez más dura y los indígenas, cada vez más fieros.

Al verlos llegar, el soldado saludó a Publio e intentó explicarse:

—Lo hemos capturado hace poco. Pensamos que es un espía. Sin embargo…

Se interrumpió. El astur había levantado la mano, con gesto solemne. Tenía un porte grave, distinguido. Aunque su comportamiento era extraño, Marco tuvo que reconocer que con aquel aspecto, no resultaba tan fuera de lugar. Sus ojos solo sabían expresar desdén. Probablemente fuese un aristócrata, o una autoridad entre los astures.

—El soldado miente —dijo, parsimonioso—. Me llamo Magilo, y he venido a veros por mi propio pie. Quiero parlamentar.

Una carcajada le impidió seguir. Los hombres reían, pero esta vez, el matiz de rabia era perceptible:

—¡Cobarde!

—Debes de creerte que se nos puede engañar con cualquier cosa…

—¡Venga! ¡Traed troncos con los que formar una cruz!

Publio los hizo callar. Sin embargo, hasta él mismo parecía indignado. Marco supo ver el porqué. Al igual que sus hombres, creía que el astur solo estaba intentando ganar tiempo. Pero resultaba algo razonable, en un cautivo. Sacudió la cabeza. Aunque no era un hombre cruel, no veía la manera de evitar la escabechina que se estaba gestando.

—Eres un rebelde —afirmó Marco, sin un rencor particular—, tu actitud hace difícil creer otra cosa. Reconócelo y dinos quién te manda, y no sufrirás ningún dolor. ¿Eres, acaso, del clan enemigo?

Publio gruñó.

—¡No! No se merodea por aquí cerca. Pagará el atrevimiento con la vida. ¿Cuál es tu auténtico propósito?

Magilo se limitó a mirarlo. Si tal cosa hubiese sido posible, Publio hubiera quedado convertido en un montón de cenicillas. Pero no ocurrió nada. En su lugar, el astur supo responder con una calma no exenta de desprecio. No parecía alguien amenazado de muerte.

—No cometáis el error de pensar que miento, romanos. Yo soy el futuro druida de la tribu de los saelinos, y tengo en mis manos el fin de la guerra. La actitud de mi pueblo me parece errada: el latín que os hablo demuestra mi buena fe. También conozco vuestras costumbres. Pero quería esperar a que llegaran vuestros refuerzos para venir. He arriesgado mi propia vida.

Marco no se inmutó.

—Bellas palabras para un miembro de la tribu que casi nos elimina. ¿Tan mal están los astures, que después de una victoria envían a un emisario a parlamentar? —repuso—. ¿O es un engaño? —Y, aunque su tono de voz no cambió, su mirada se volvió peligrosa.

Magilo pareció sorprenderse. Aquel romano no respondía a las ideas que tenían los saelinos sobre su pueblo, y eso le desconcertó. No parecía algo propio de un oficial admitir una derrota, sin eufemismos ni paños calientes. Recordó dónde estaba y decidió apartar ese detalle de su cabeza: tenía cosas más urgentes que discutir.

—No soy un traidor —dijo—, y puedo demostrarlo. Mi tribu no entiende que es absurdo seguir resistiendo. Algunos ya se han retirado a las montañas y renuncian a la lucha, pero yo soy miembro de un grupo que peleará hasta el exterminio. Y no lo deseo. Prefiero la grandeza y la civilización de Roma, aunque para ello algunos de mis conocidos deban sucumbir. Si ellos caen para que la guerra termine y el norte quede pacificado para siempre, que así sea.

Ahora fue a Marco a quien le tocó sorprenderse. Hacía no tanto tiempo que Viriato había muerto víctima de una traición, vendido por sus propios hombres. Cualquiera que hubiese escuchado esa historia (y las demás que le sucedieron, Viriato iba camino de convertirse en una leyenda), sabría qué papel había tomado Roma en aquel asunto; y se lo pensaría dos veces antes que hacer tratos con ella. Pero allí estaba aquel astur, dispuesto a desoír tan buenos consejos y pactar con los romanos. Lo miró, con una curiosidad renovada.

—Voy a suponer que sea cierto que quieras ayudarnos —dijo—. Pero me pregunto ¿por qué? ¿Qué buscas?

Magilo pareció incómodo. Aquella parte de la conversación era la que más le preocupaba, pues no había muchas maneras de seguir escondiendo su propósito. Uno podía ser un mártir, un héroe, un genio, pero en cuanto pedía una recompensa… Ah, en cuanto pedía una recompensa. Entonces, ni todas las razones del mundo hubiesen podido convencer a los militares de que no lo miraran como lo que era en realidad: un traidor.

—Yo… yo no pido dinero —dijo. Si hubiera tenido menos prestancia, se hubiese retorcido las manos—. No es riqueza lo que busco. —Miró a los romanos fijamente y entonces recuperó su altivez—. Mis compañeros ya no me escuchan. Han renunciado a mis buenos consejos para entregarse a una guerra sin fin. Han preferido a su líder —se interrumpió, durante un momento— antes que a su druida. Nosotros, los sacerdotes, hemos tenido una presencia fuerte en las tribus galas durante años. Pero en el norte de Hispania, esta ya era débil, y ahora se está disolviendo por efecto del conflicto. Bien, algunos se conforman. Yo no. No puedo permitir que desaparezcan las antiguas costumbres. Los pueblos han de respetar a su sacerdote, ¡somos su unión con la Divinidad! Y si nos… la olvidan, tienden a sucumbir, como ya está pasando. —Se encogió de hombros—. Yo lo único que hago es evitar que se prolongue esta agonía inútil. Vosotros acabaréis con los resistentes, premiaréis a los que se sometan, y a mí me daréis un destino en un templo hispano importante, donde se me valore y pueda comunicarme con el Más Allá.

Marco se mantuvo tranquilo. El cinismo de aquel personaje le repugnaba, pero lo disimuló. Los traidores siempre eran útiles.

—Deseas más influencia —dijo—. Está bien, eso puede arreglarse. ¿Pero qué nos darás a cambio?

Los ojos de Magilo brillaron:

—Tengo aquello que más ambicionáis, lo que puede acabar con vuestros padecimientos: conozco el sitio donde se esconden los resistentes, su último refugio. Podréis caer sobre ellos y sofocar esta guerra que tanto ha durado: toda, toda Hispania, pacificada finalmente y a los pies de Roma, ¿no es ese un tesoro por el que merece la pena pagar cualquier precio? —dijo, con una sonrisa febril.

Marco observó a Publio, cuya mirada ansiosa era un reflejo de la del mismo druida. Todas sus reticencias se estaban esfumando en pos de una ganancia mayor: caer derrotado ante los astures hubiera supuesto una mancha muy oscura en su historial, pero, ¿y si abortaba ese riesgo, derrotando a los últimos rebeldes que se atrevían a plantarle cara al emperador? ¿No sería eso la gloria, el enaltecimiento de su nombre? Podía valer hasta un desfile triunfal, y todo el mundo sabía que ese era el máximo honor que podía recibir un ejército romano. Cientos de gentes alabándoles, lanzando hojas de olivo; y los caudillos que tanto daño les habían hecho, los jefes de los astures, ejecutados en el Tullianum. Oh, sí. Merecía la pena pagar el precio ridículo que le exigía aquel joven druida.

Marco negó con la cabeza. Publio estaba perdiendo la perspectiva. El peligro de que aquella alimaña les engañase seguía siendo muy real, y su superior parecía haberse olvidado de él. De pronto, ya no existía la posibilidad de que el astur solo estuviese evitando la muerte.

—Piénsalo —le dijo, cuando ambos estuvieron en un lugar apartado—. Sabes que los astures aman las escaramuzas. Para ellos, no habría forma más fácil de enviarnos a la muerte.

Publio lo miró, molesto:

—Debes de pensar que soy idiota. No voy a seguir las indicaciones de un bárbaro sin comprobarlas primero. Enviaré una avanzadilla. Nadie que merezca la pena sucumbirá.

—Pero…

La mirada de Publio se hizo más fría:

—Creo que el nuevo rango de centurión primus pilus te afecta. Olvidas que soy tu superior. Que me ayudes es algo que te consiento para contentar a los hombres, pero no eres nadie. Es más, si deseas continuar siendo lo que eres, te sugeriría que no me dieras más consejos.

Marco asintió, tragándose el orgullo.

—Como desees —dijo. Esperaba, más por la tropa que por ellos mismos, que el imbécil de su superior estuviera en lo cierto. A él el desfile le daba igual, pero no le gustaba ver morirse a sus hombres. Si para terminar con aquella guerra tenían emplear un traidor, que así fuese.

Publio volvió a dirigirse a él:

—Vete a decirle al salvaje que es nuestro prisionero. Que solo obtendrá lo que quiere cuando sepamos que no nos engaña. Y que, si comprobamos que es un ardid, lo va a pasar muy mal —dijo Publio, con expresión feroz—: morirá en la cruz.

Era un destino terrible, pero los astures eran capaces de inmolarse con tal de matar más romanos. Supuso que Publio pretendía que al menos, no les resultase dulce.

—Ah, y Marco… Voy a enviar una partida de ojeadores adonde el druida nos indique. He dicho que no se perderá nadie que merezcala pena. Intenta que ese no sea tu caso.

Marco hizo un esfuerzo por conservar la calma. No estaba bien visto golpear a un superior, y además, Publio era un incompetente: en cuanto obtuviese su ansiado cargo político, regresaría a Roma y los dejaría en paz.

—Por supuesto, señor. ¿Aviso a los hombres?

—No: escógelos tú. Así tendrás el gusto de discernir quién se merece correr ese riesgo. Es una gran responsabilidad. Espero que disfrutes —dijo, antes de despedirse.

Marco deseó más que nunca que lo alcanzase un rayo.

 

 

—¡Es cierto!

Magilo no mentía. El rostro iluminado de sus hombres cuando regresaron de cumplir su misión así se lo indicó. Habían visto el refugio de los astures, un conjunto de chozas endebles y calles cubiertas de barro; bueno para repeler el ataque de otra tribu, precario si lo que se pretendía era enfrentar a la legión romana. En realidad, los astures no eran tontos, y habían situado su refugio con mucho tino y no poca estrategia. El pueblo se hallaba en una hondonada, medio escondido, con centinelas colocados en lo alto del castro que vigilaban su territorio como aves rapaces. Era un milagro que no les hubiesen descubierto. De todas formas, por mucha técnica que emplearan, los astures estaban indefensos frente a lo más obvio: la superioridad numérica. A decir de sus hombres, a la sublevación astur le quedaba muy poco que defender. La mayoría de sus guerreros habían sido exterminados en otras campañas, y la aldea estaba compuesta por supervivientes, tanto cántabros como astures, y ancianos y niños a los que habían logrado rescatar de las poblaciones arrasadas por la legión. No era mucho con lo que poner en pie a un ejército, pese a que su líder fuese un buen estratega. Ahora bien, el plan debía de ser trazado con meticulosidad, para evitar cualquier posible fallo y convertir el refugio de los astures en una ratonera de la que solo se pudiera salir rindiéndose o muerto. El norte debía ser pacificado para mayor gloria de Roma.

Publio, Marco y otros oficiales se pasaron varios días ultimando su plan con la ayuda de sus subordinados. Magilo volvió a serles muy útil: les habló de las entradas y de las salidas, de los centinelas y de los cambios de guardia por las noches. No obstante, algo preocupaba a Marco, y era la posibilidad de que la ausencia del mismo druida hiciera sospechar al pueblo. Pero Magilo era taimado hasta en los detalles.

—No os preocupéis —dijo—, ¿cómo pensáis que logré salir de la aldea? Mis compañeros creen que he ido a parlamentar con otra tribu para convencerles de que luchen con nosotros. Piensan que volveré con refuerzos —añadió, con total tranquilidad. Y siguió trabajando.

Su actitud impresionó al oficial, que nunca había conocido a semejante víbora. Imaginó a los astures, serenos en la oscuridad de sus chozas, sin saber que pronto iban a ser cercados por la legión romana. Negó con la cabeza. Desde luego, Magilo estaba poniendo fin a la guerra, pero esperaba no encontrarse nunca con alguien así entre los suyos.

 

 

Por fin, llegó la noche escogida. Publio había decidido dividir a los hombres en dos frentes, y a los centuriones les parecía bien. Así complicarían la defensa de los astures, asediados por varios sitios, y facilitarían que una parte de la tropa escapase si finalmente el traidor les hubiera tendido alguna especie de trampa. Esta maniobra, por supuesto, no se la comunicaron al sacerdote.

Marco quería entrar en combate. Ya no se encontraba débil, y después de haber luchado en la guerra, deseaba estar presente en la batalla que iba a ponerle fin. Además, existía otro motivo, secreto: Marco había estado pensando en Aldana, y había decidido perdonarle la vida si tenía la ocasión. Ella no le agradaba especialmente: era una salvaje rebelde y con maneras de marimacho, casi más una bestia que una mujer. No obstante, Marco no estaría vivo sin su ayuda, y quería pagárselo. Por todo ello, se colocó al frente de las tropas la tarde previa al combate y atendió a las instrucciones del laticlavius y del prefecto.

—Los nuestros acaban de cargar las flechas incendiarias. Como bien sabéis, aguardaremos a la caída de la noche —explicó Publio, dirigiéndose a las tropas—. Vamos a abrasarlos mientras duermen, tal y como ellos intentaron hacer con nosotros. No penetréis en la aldea hasta que no hayamos diezmado sus defensas, o cada casa se convertirá en una batalla. Una vez lo hayamos conseguido, arrasad con todo: nadie debe burlarse del águila de Roma. ¡Y recordad que sois el orgullo de vuestro pueblo! ¡Avanzad!!

Los soldados emprendieron la marcha. Algunos rezaron una oración al ponerse en camino, y Marco se encomendó a sus dioses. Nunca venía mal tenerlos de su lado, aunque partieran de una posición ventajosa.

El refugio de los astures se encontraba a varias horas del campamento, protegido por poderosos riscos, pero todos eran conscientes de que no podrían llegar hasta allí sin ser detectados por los indígenas. En su lugar, aguardarían cerca a la caída de la noche, y recorrerían entonces el último trecho. Contaban con que los astures estuviesen demasiado ocupados intentando sofocar el incendio como para detener bien su ataque. En palabras de César: “La suerte estaba echada”, y un nerviosismo irrefrenable había invadido a los componentes más jóvenes del grupo. Marco solo esperaba que supieran mantenerse firmes.

La marcha a través de los montes fue una de las pruebas más duras que los centuriones hubieron de vivir, por la amenaza de muerte inminente suspendida sobre sus cabezas; pero pudieron llegar al punto que les habían prometido sus oficiales. Ya había atardecido para entonces, y Marco lo agradeció. En realidad, ninguno esperaba que los astures estuviesen totalmente desprotegidos cuando llegaran a los pies de su aldea: era casi un milagro que no los hubiesen atacado aún; pese a estar a horas de distancia. Los dos sabían que en el monte el sonido de una conversación se transmitía por muchas millas a la redonda, y habían amenazado de muerte a cualquiera que hiciese un mínimo ruido. Incluso habían prescindido de las pesadas herramientas habituales, por ser más un obstáculo que una ayuda ante las tácticas guerrilleras que empleaban sus oponentes. Esta vez, iban a combatir de un modo más parecido al suyo, aunque sin abandonar la disciplina. Marco confiaba en que aquello pudiera darles la victoria.

Por fin, en torno a la medianoche, Publio le hizo una discreta señal. Marco se acercó a él y pudo ver a mucha distancia el bosquejo de una empalizada en la penumbra. Unas diminutas figuras deberían de estar moviéndose en ella a esa misma hora. El centurión asintió. Habían mandado a los arqueros de avanzadilla con el primer grupo y, si todo salía bien…

—¡Aggg!

Una sonrisa depredadora se dibujó en el rostro de Marco. La noche se había iluminado. Los astures, cazados en su propia trampa, y siendo sometidos al mismo tratamiento que habían dispensado a la legión, se revolvían intentando plantar cara a sus enemigos. Los primeros cadáveres empezaron a caer en torno a la empalizada. Y todos llevaban la armadura indígena.

Publio y Marco observaron lo movimientos del primer frente desde la lejanía. Su apariencia era la de una avalancha humana frente de una frágil barrera. Pero aun así, esta última resistía. Marco oyó los gritos dentro de las chozas y supuso que aquellos que no podían participar en la lucha estaban haciendo lo posible por evitar que las llamas se adueñasen del pueblo. Sin embargo, pese a todo el desbarajuste que su acción había producido, no era suficiente. ¿Cómo podían unos salvajes, que atacaban sin orden alguno, haberse recuperado de una manera tan rápida? Marco veía cómo las primeras bajas eran suplidas por más guerreros, que combatían hasta la extenuación. Los romanos habían comenzado a perder gente: era el momento de atacar. Pero antes, Publio miró a Marco, ceñudo.

—¿Crees que lo intuían, de alguna manera?

 

 

[1]Puesto ocupado por senadores jóvenes, que debían pasar una temporada en el ejército para formarse en sus tácticas.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Pocas horas antes del asalto romano, Aldana había insistido en pasar revista a sus tropas. Los hombres habían obedecido a regañadientes, conociendo los verdaderos motivos de su líder. Magilo llevaba más de una semana fuera y regresaría pronto, Aldana quería impresionar a las nuevas fuerzas y los machacaba con programas de entrenamiento. No les hubiese importado si fuesen solo militares, pero en aquellos tiempos tan caóticos, la línea entre el guerrero y el campesino se había desdibujado aún más, y todos tenían familia que mantener. Sus mujeres, no obstante, apoyaban a Aldana: vivían en un temor permanente a la milicia de Augusto, quizá porque nunca la habían combatido. Los hombres sí, y no les inspiraba tanto respeto: legionario o no, todos caían al clavarles una espada.

Aldana pasó revista rápidamente, y luego fue a ocuparse de las defensas. Lo repasó todo: la muralla, el foso de tierra y el terraplén situado entre uno y otro, que Aldana había copiado a los romanos y que confiaba en que les resultase útil a la hora de batallar. Los latinos eran crueles, pero había que reconocer que tenían buenas técnicas, y la astur no estaba dispuesta a obviarlas por el mero hecho de estar en bandos distintos. Los hombres la observaron en silencio mientras iba de un lado para otro, ágil como una lagartija. Aldana siempre les producía una mezcla de ternura y admiración, con aquel cuerpo menudo y vivaz; y un optimismo incombustible, inmune a una mala época, pero realista.

—Ya está —confirmó, satisfecha—: hoy habéis entrenado duro, estoy segura de que los bedunienses quedarán impresionados. Sois la salvación para nuestro pueblo. No lo olvidéis.

Los hombres asintieron, confortados, aunque a nadie le pasó desapercibido que su líder escondía un poso de inquietud bajo aquel aparente buen humor. Aldana los dejó marcharse y, cuando se hubieron ido, volvió a subir a lo alto de la muralla.

—¿Se sabe algo? —preguntó al centinela.

El hombre negó. Era mayor, pero seguía teniendo una vista de águila, y sabía perfectamente por lo que le estaba preguntando Aldana. Al fin y al cabo, la había visto crecer, era él quien había presentado a sus padres cuando ambos eran jóvenes.

—No, aún no hemos visto ninguna comitiva. Pero yo conocí a esa tribu, Aldana, y son cobardes. El druida aún debe estar intentando convencerlos.

Aldana asintió, ceñuda, y procuró esconder su inquietud. En realidad, su sentimiento no estaba tan fuera de lugar. Magilo llevaba ausente bastante tiempo, teniendo en cuenta la distancia que separaba a las dos tribus, y su marcha había dado pie a todo tipo de especulaciones. Ninguna era buena. A Aldana se le encogía el corazón cada vez que pensaba en la posibilidad de que los romanos hubieran podido atraparle, ya no solo por ella misma, sino también por toda la tribu. La muerte del sacerdote hubiera supuesto un golpe brutal para sus gentes, cansadas de malas noticias. Los romanos ya les habían quitado mucho.

—Bueno, continuaremos atentos —afirmó, con falsa entereza—. Abieno, avísame si los ves. Yo haré la segunda guardia: voy a afilar mis cuchillos y después descansaré un rato. Pero no olvides despertarme antes de la medianoche.

Abieno asintió y se apoyó en el escudo, pensando que Aldana había hecho bien en doblar el número de centinelas. El esfuerzo que requería eso a la aldea era notable pero, ¿no se suponía que su misión era resistir? Los latinos no aceptarían una capitulación sin esclavizar a sus gentes. Y ninguno deseaba pasar el resto de su vida complaciendo a un tirano mediocre. Antes, Aldana, él o el resto de sus hombres preferían la muerte.

 

 

Aldana despertó dos horas más tarde, movida por unas manos cariñosas pero insistentes.

—Aldana… Aldana…

La astur se incorporó, somnolienta. Abieno estaba a su lado, y la oscuridad lo envolvía todo. Quiso hablar, pero el centinela se llevó una mano a los labios. La preocupación la despejó por completo. Algo iba mal.

—Tienes que venir —le susurró muy quedamente—. Ahí fuera, en la muralla… ven.

Aldana se lanzó a por su espada y siguió al centinela. El pueblo dormitaba en silencio, y solo los rastrojos apagados de alguna hoguera daban a entender que allí había habido vida.

—¿Qué ocurre? —susurró. La expresión grave de sus hombres no presagiaba nada bueno.

—Allí lejos, en la espesura… Fíjate.

La astur miró al frente y lo que sintió la hizo sudar frío. Apenas se percibía en la oscuridad, pero había movimiento entre los árboles. Si Aldana no hubiese criado animales o ido de caza, hubiera podido consolarse pensando que tan solo era un oso, pero había hecho todas esas cosas y sabía que aquel modo de moverse no se correspondía con ninguna bestia.

—¿Crees…? —preguntó uno de sus hombres.

—Sí —afirmó ella—. Elaeso, ve y avísalos a todos. Guarda silencio. En cuanto a nosotros… —les llegó un tintineo metálico. Aldana tomó aire—, preparad las armas.

Los hombres se apostaron detrás de la muralla, protegidos por las rocas y con el arco dispuesto. Durante unos minutos, nada sucedió. Aldana escuchaba el canto de la curuxa, y quiso creer que todo aquello había sido un exceso de celo y que nadie les deseaba ningún mal, o que quien regresaba era Magilo con las nuevas fuerzas. Pero entonces Docio, primo mayor del druida y el más imbécil de sus hombres, intervino:

—¿No creéis que os preocupáis por nada? —dijo, escéptico. Su tono de voz se podía oír hasta en Roma—. Yo no creo que los legio…

Aldana quiso matarlo, pero se le adelantaron. Con un susurro, una flecha cayó sobre su garganta y se la atravesó de parte a parte. Atónitos, los astures le observaron mientras boqueaba inútilmente, buscando asidero, hasta que se precipitó en medio de un charco de sangre. No fue el único.

—¡Aggg!

—¡Abieno!

Aldana ignoró el peligro para intentar acercarse al que había sido el mejor amigo de su padre, pero no hubo nada que hacer. A su alrededor, las flechas volaban. Con horror, Aldana contempló cómo caían Lubba y Albenes. Estaban diezmando a sus hombres.

—¡Vamos! ¡A las armas! —bramó. El cuerno comenzó a sonar.

Llovía fuego. Los romanos habían planeado asarlos vivos, y las techumbres de paja de sus chozas eran un blanco óptimo para sus flechas. Un olor característico, mezcla de brea y cenizas, impregnó pronto el ambiente. Aldana estaba furiosa, pero no pudo dejar de notar que aquello tenía una ventaja: el incendio había iluminado la noche; y ahora podía ver a sus enemigos. Rápidamente, se arrodilló y comenzó a cargar el arco.

—Tureno, Eburo, controlad a las familias —pidió—. Ayudadlas a apagar el fuego si es necesario. Borno…. trae más arqueros. Quiero estar en la muralla dirigiendo nuestra defensa. —Tensó la cuerda—. Y cuando esto termine, os prometo por los dioses que voy a adornar mi choza con el penacho de su centurión —masculló, antes de disparar. La flecha hizo un recorrido perfecto y se clavó en un soldado romano. Aldana esbozó una sonrisa.

El embate de sus enemigos había sido cruel, pero pronto pudieron sobreponerse al factor sorpresa. Aldana descubrió, con alivio, que todo lo que había revisado, pulido y hecho les resultaba útil. La muralla estaba perfecta, los hombres eran ágiles.

Observó a la tropa romana: de momento no podían pasar a la ofensiva, pero sí contenerles lo suficiente como para que el combate se convirtiera en un asedio. Y después, ya se vería. Dio un par de órdenes para que se protegiesen las entradas, porque si los romanos lograban atravesar las puertas, ni los dioses podrían salvarlos. Un número indeterminado de hombres se aprestó a colocarse allí; y fue tarea de su líder, junto con otros arqueros, procurar que los legionarios no llegaran a acercarse siquiera. Los cadáveres comenzaban a amontonarse en el foso.

—¡Disparad a los oficiales! —ordenó, protegiéndose con el escudo. Tres flechas impactaron contra él—. ¡Y ocupaos de las escalas, incendiadlas! Que ningún enemigo se acerque, no deben trepar por la muralla.

Aldana derribó a un optio, que cayó vociferando al suelo, y se acercó a Umarilo:

—Busca al portaestandarte —le dijo—, los romanos temen perder el águila; vamos a ver si conseguimos mantenerlos entretenidos con esa estupidez.

Umarilo volvió a cargar.

—No lo veo —dijo—, deben de haberlo derribado ya, son muy pocos. Lo estamos haciendo bien —añadió, satisfecho.

La joven recorrió el paisaje y comprobó que Umarilo tenía razón. Eran muy pocos, pero eso no significaba que su soldado estuviese en lo cierto. Un hálito de sospecha prendió en sus ojos, y se llevó la mano al idolillo que colgaba de su armadura.

—Que la Diosa me valga…

 

 

—¡Oh, por Marte! —Publio escondió su rabia a duras penas. Otro optio acababa de perder la vida bajo el foso. Miró a Marco—. Tenemos que atacar ya, o los astures van a dejarnos sin oficiales. ¡Inútiles! —bramó, insultando a sus propios hombres.

Marco asintió y dio las órdenes pertinentes. Podían ver el castro en la lejanía y sentir el olor del humo y el fuego.

—¡Vamos! —ordenó a los suyos—. Ha llegado la hora de luchar por Roma. ¡Que esas bestias vean lo que somos capaces de hacer defendiendo a nuestros compañeros! ¡Adelante!

Los hombres corrieron en formación hacia la muralla, guiados por sus centuriones. Marco tensó los músculos antes de lanzar el primer pilum. Casi podía sentir el miedo en los ojos de sus enemigos, paralizados por el horror.

 

 

Esta vez, la angustia estuvo a punto de doblegarla, pero la líder hizo un esfuerzo por mantenerla al margen. No podía dejarse dominar por el pánico, no debía. Los