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La proposición del playboy era demasiado tentadora como para ignorarla… Constantine Skalas podía parecer holgazán y arrogante, pero ocultaba una afilada sed de venganza contra la familia Payne. ¿La clave? Su antigua hermanastra, Molly, un patito feo trasformado en una maravillosa supermodelo. Constantine le ofrecerá una proposición absolutamente escandalosa… Molly conocía el peligro de entrar en la guarida de un hombre poderoso, pero solo un pacto con el diablo podría salvar a su querida madre de la bancarrota. Constantine siempre había sido pecaminosamente seductor y, tras atarse mediante el pacto, Molly ardía por él. Ya no habrá vuelta atrás…
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Seitenzahl: 178
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2021 Caitlin Crews
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pacto seductor, n.º 2951 - septiembre 2022
Título original: Her Deal with the Greek Devil
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-010-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
CONSTANTINE Skalas había esperado mucho tiempo la llegada de ese día. Lo que había empezado como una temeraria promesa juvenil se había convertido en un plan. Y ese plan por fin producía sus frutos.
Que él tenía intención de disfrutar.
Habiendo dedicado gran parte de su libertina vida adulta a probar todos los placeres de la vida, sabía exactamente cómo hacerlo.
Había muchos lugares en los que podría haberse encontrado con el objeto de sus planes. Era un Skalas, uno de los dos dueños de la vasta multinacional Skalas e Hijos. Su padre había sido el hombre más rico del mundo, pero Constantine y su hermano, Balthazar, habían duplicado su fortuna en el primer año como propietarios. Poseía propiedades por todo el mundo, y podría haber elegido cualquiera de ellas para la ansiada reunión.
Por supuesto, había elegido la que más daño produciría, con la que esperaba hundir un poco más el cuchillo en la herida. Se trataba de una propiedad en un rincón tranquilo de Skiathos, una isla frente a la costa de Tesalia, Grecia. Lugar de vibrantes fiestas nocturnas, aunque Constantine no había disfrutado de los entretenimientos o talentos locales desde hacía mucho tiempo. En Skiathos, había tenido que tragar con la nueva e inaceptable segunda esposa de su padre. Peor aún, había tenido que confraternizar con una torpe hermanastra con la que nunca había congeniado.
Por decirlo suavemente.
Había odiado a su madrastra. Algo menos a su hermanastra, que quizás no tuviera la culpa de la ambición de su madre, pero que tampoco había hecho nada por evitarla. Los sentimientos habían perdurado con el tiempo. Aunque su padre hubiera terminado el segundo matrimonio con su habitual brutalidad, Constantine podría mantener el rencor hasta el final de sus días.
Se reclinó en el sillón tras el escritorio en el que el difunto y nada añorado Demetrius Skalas, su padre, había dirigido su negocio cuando esa casa era su hogar principal. Tras unos pocos años de locura, Demetrius se había librado de la espantosa asistenta británica, Isabel, y su inútil hija, a las que había acogido por dudosos motivos. Hasta donde sabía Constantine, Demetrius se había casado con Isabel solo para apostillar el hecho de haber dejado atrás a su elegante y frágil primera esposa. La esposa a la que había destrozado, despreciado, de la que se había burlado mientras ella se hundía en una espiral de desesperación.
Y esa esposa resultaba ser la madre de Constantine.
Pero en ese momento no podía pensar en su madre, o perdería el control. Su contrincante no se merecía su estallido. No se merecía más que venganza.
Observó el escritorio de su padre, una monstruosidad como todas las cosas que Demetrius había utilizado como muestra de su elevada percepción de sí mismo. Constantine recordaba haber sido obligado a permanecer al otro lado de ese escritorio, la mirada fija en su padre, mientras rendía cuentas de lo que había hecho con su asignación mensual. Una tediosa tarea que sabía terminaría con la aplicación de consecuencias. La pared acristalada a un lado, cuyas ventanas se abrían a una terraza que nadie podía utilizar sin el permiso de Demetrius, ofrecía vistas de un lejano pinar. Poco habituales en una isla griega, los pinos se alzaban por encima de la cala privada sobre la que se asentaba la casa del rey que Demetrius se imaginaba ser. El Egeo resplandecía mientras Constantine debía permanecer quieto y fingir arrepentimiento.
Una tortura… que tenía intención de aplicar sobre su querida hermanastra, Molly, que, según los vigilantes de la entrada, acababa de llegar.
Después de tantos años, tantos planes, tras crear el disfraz perfecto para sus verdaderas intenciones y vivir a plena vista del mundo, había llegado la hora.
De haber sido capaz de ello, se habría sentido feliz.
Constantine se reclinó en el asiento de cuero, en sí mismo un monumento a la masculinidad. A semejanza de su padre, pero, a diferencia de algunos miembros tóxicos de su índole, con un punto mortífero.
Su padre había muerto pocos años atrás y, a diferencia de su hermano mayor, Balthazar, que siempre había desplegado un innecesario sentido de la responsabilidad, Constantine no lo echaba de menos. El mundo era un lugar mucho mejor sin Demetrius Skalas. Sus hijos, en concreto, estaban infinitamente mejor sin él.
Por no mencionar que la muerte del viejo había permitido a Constantine poner en marcha ese plan que guardaba pegado a su ennegrecido corazón.
Esperó, sonriendo para sí mismo, al oír los altísimos tacones que avanzaban por el pasillo hacia el despacho. No sabía qué versión de su hermanastra esperar, pero los tacones sonaban a premonición y, de repente, ella apareció.
Y se detuvo en la entrada, contemplándolo.
Constantine le devolvió la mirada, consciente de la electricidad que parecía llenar el espacio entre ambos.
Ya no era la pequeña Molly Payne, torpe y atolondrada. La hija de la criada se había transformado. Se mantuvo de pie frente a él, enmarcada por la puerta y lo contempló como si estuviera sobre una pasarela, con él a sus pies. Constantine había visto sus rubios cabellos peinados de diferentes maneras, pero ese día había elegido unas grandes y lustrosas ondas, como un gato erizándose para parecer más grande frente a un depredador.
«Pobre gatita», pensó él para sus adentros. «Tus trucos y garras no te ayudarán aquí».
Tenía unos impresionantes ojos azules sobre los que había aplicado la clase de cosméticos requeridos para provocar un aspecto natural, sensual sin esfuerzo, el frío azul de su mirada convertida en un puntero láser. Su mohín podría levantar a los muertos, por no hablar de su magnífica figura, retratada en todas las portadas de revistas del mundo.
Pues la torpe pequeña Molly Payne no había tenido el detalle de desaparecer en la oscuridad cuando el reprobable matrimonio de su madre con el padre de Constantine había concluido. Él se la había imaginado viviendo una vida totalmente inmaculada, quizás en una de esas tristes ciudades británicas en las que todo era siempre gris. Igual que ella.
Sin embargo, su hermanastra había tenido la temeridad de convertirse en universal y estratosféricamente famosa.
–Pero si es la mismísima Magda –saludó Constantine, empleando su ridículo nombre profesional.
–Hola, Constantine –respondió ella.
Como todas las mujeres reconocidas universalmente como hermosas, no sujetas a una opinión personal, cada milímetro de ella era un arma, incluyendo esa voz. Le recordaba a su licor preferido, METAXA, suave y complejo antes de adquirir una intensidad más ardiente.
Constantine había esperado sentir la atracción, pero resultó ser mucho peor que cuando la veía en alguna foto.
–Espero que disfrutes de este viaje por los recuerdos conmigo –él se reclinó en el asiento.
Su padre había sido un hombre rígido, brutal. Constantine, en cambio, se había creado el alter ego más disoluto posible. Ya de joven había aprendido, a diferencia de su hermano, que no tenía sentido intentar complacer a un desquiciado. Cada vez que alcanzaba cierto nivel, su padre elevaba el listón aún más. Nadie era capaz de alcanzarlo.
Constantine había dejado de intentarlo. De vez en cuando disfrutaba mancillando el legado de su padre con lo que le gustaba llamar su aproximación libertina a la temeridad.
–¿De eso se trata? –preguntó Molly–. ¿Un viaje por los recuerdos? Qué curioso, a mí siempre me pareció un camino sin pavimentar al Infierno.
–Qué graciosa. Con los años te has vuelto muy quisquillosa.
Ella no se movió, perfecta en la entrada al despacho. Constantine había estudiado detenidamente el ascenso de Magda, una moderna supermodelo en una época en la que las supermodelos parecían cosa del pasado. Sabía que ella era consciente de que el sol la iluminaba hermosamente y bailaba sobre el exquisitamente ajustado vestido dorado que llevaba, haciéndole brillar angelicalmente. Molly era muy consciente de su postura, diseñada para llamar la atención hacia las impecables líneas de su cuerpo que volvía loco a los diseñadores de moda que la envolvían en sus últimas creaciones. Allí, en ese despacho, parecía simplemente magnífica. Intocable.
Pero él tenía otros planes.
–Todo el mundo madura, Constantine –respondió ella–. O, debería decir, casi todo el mundo.
–¿Eso ha sido una indirecta? –él chasqueó la lengua–. Así no conseguirás que me muestre piadoso, Molly. Deberías saberlo.
–Preferiría que me llamaras Magda.
–Seguro que sí –Constantine sonrió, disfrutando inmensamente–. Pero creo que me quedaré con Molly, solo para recordarnos quién y qué somos.
Constantine asistió fascinado por el fugaz paso de una tormenta por la gélida mirada azul.
Esperó hasta que, para su inmenso placer, ella abandonó esa posición de mando en la puerta y entró en la habitación.
–Sé que sabes por qué estoy aquí –aseguró ella con energía–. Vayamos al grano.
–Refréscame la memoria –la invitó a él.
–Veo que vamos a jugar. Estupendo.
Constantine recordó a la adolescente de dieciséis años que había confiado estúpidamente en él, pero no vio rastro de ella en el rostro de esa mujer. Tanto mejor. Él no negociaba con la culpa o la vergüenza, y jamás habría utilizado esas palabras para describir lo que sentía al recordar aquellos tiempos. Sin embargo, a veces lo atormentaban.
–¿De verdad es necesario? –preguntó Molly.
–Yo te diré qué es necesario y qué no –aseguró él agitando una mano perezosamente–. De momento, cuéntame tu triste historia, Molly.
–No quiero aburrirte –los gélidos ojos brillaron como pedazos de hielo y él sospechó que ella estaba pensando en todas esas cosas que le gustaría hacerle, ninguna aburrida. Todas violentas–. Sé que recuerdas a mi madre.
–Resulta que he conocido a numerosas zorras petulantes y cazafortunas –contestó Constantine, cada palabra una cuchillada–. Pero tienes razón, tu madre consiguió destacar.
Molly se ruborizó ligeramente, aunque sus ojos echaban chispas. Constantine sintió el casi incontrolable impulso de levantarse y lanzarse hacia ella, y hundir las manos y la boca en todo ese fuego.
Pero ella recuperó el control rápidamente, gélida, y lo miró con frialdad.
Protegiéndose con su altivez.
–No he venido para hablar contigo, ni con nadie, de los defectos de mi madre –le informó ella secamente.
–Y, sin embargo, estoy seguro de que si yo quisiera hablar sobre los muchos defectos de tu madre, y sus terribles decisiones, lo haríamos. Con o sin tu permiso. Molly.
Ella respiró hondo, pero no objetó. Constantine sabía que no era ninguna estúpida, y no ignoraba por qué estaba allí, al igual que él.
–Mi madre siempre se ha considerado una empresaria –continuó Molly con una ligera tensión. Avanzó un poco más en el despacho que no había pisado desde su adolescencia y donde nada había cambiado. Constantine la observó con interés mientras ella deslizaba la mirada con gélida precisión de las obras de arte colgadas de la pared hasta el decantador de cristal en la mesa auxiliar, el último de una larga lista de decantadores similares que su padre había estrellado contra la pared.
–No es un negocio al estilo de Skalas e Hijos, por supuesto. Pero cada vez que reunía algo de dinero…
–Como tras el acuerdo de divorcio –interrumpió Constantine–. Tres millones de euros para marcharse sin hacer ruido, cuando debería haberlo hecho por nada si tuviera un mínimo de dignidad.
–Hizo algunas inversiones –continuó Molly ignorándolo–. Y empezó a imaginarse una especie de magnate de la hostelería.
–Más bien un delirio para asegurarse atención médica –Constantine rio ante la gélida mirada de Molly–. Poseo muchos hoteles. En mi cartera de negocios personal, no bajo el paraguas de Skalas e Hijos. No creo que unos cuantos alojamientos con encanto dispersos por el mundo te conviertan en un magnate.
–Qué curioso que menciones esos hoteles con encanto –observó ella mirándolo fijamente–. Resulta que está completamente desbordada y se enfrenta a su ruina financiera porque alguien se los birló.
–Qué historia tan triste –murmuró Constantine–. Menos mal que tiene una hija mundialmente famosa en la que puede confiar en momentos tan complicados, que ella misma ha causado.
–Odio tener que contarte lo que tú ya sabes –respondió Molly con acidez mientras contemplaba una fotografía sobre una mesa. Representaba a una familia aparentemente feliz hasta que se miraba de cerca y se veía la preocupación reflejada en el rostro del joven Balthazar, el desafío en el de Constantine y la expresión de amargura de su padre.
Si él no recordaba mal, ese día Demetrius los había golpeado a los dos.
–Yo sé muy poco –contestó él–. Pregunta a cualquiera.
Molly se volvió hacia él, clavándole una aguda mirada que no le gustó. Las mujeres agudas siempre presagiaban algo malo. El que las prefiriese, era su maldición.
Sus selecciones habituales lo aburrían, pero eran hermosas. Y cuanto más vacía fuera la mujer que llevara colgada del brazo, más se daba por hecho que él también era superficial hasta la médula por mucho dinero que ganara.
Así nadie podría verlo venir.
–Desde que abandonó Inglaterra para casarse con tu padre, mi madre siempre ha tenido algún plan –le explicó Molly–. Antes de los hoteles era su propia colección de moda. Y antes, fue víctima de al menos tres fraudes.
–Los timadores abundan –observó él con gesto de simpatía.
–Yo pensaba que simplemente tenía malísima suerte –ella asintió, incluso sonrió, aunque con frialdad–. Pero los últimos acontecimientos han dejado claro que tiene un enemigo muy poderoso. Siempre lo ha tenido.
Molly lo fulminó con la mirada y Constantine sonrió.
–Eso suena espantoso. ¿Qué crees que haya podido hacer para ganarse un enemigo así, suponiendo que exista?
–Ya que preguntas –contestó Molly cruzándose de brazos–. Tuvo la terrible desgracia de creer en un hombre horrible que aseguró estar enamorado de ella. Solo al final, quién lo diría, resultó que no lo estaba. Pero ella lo descubrió después de un matrimonio desastroso que incluía a dos desagradables hijastros que convirtieron su vida en un infierno.
–Su elección de marido fue el infierno que ella eligió porque iba acompañado de mucho dinero –intervino Constantine con voz siniestra–. Esos negocios son tan sórdidos, ¿verdad? Pero cuéntame, ¿qué clase de mujer culpa a sus hijastros de sus corruptas elecciones?
–Te equivocas –la voz de Molly era igual de siniestra, aunque mucho más fría–. Ella no culpa a nadie. No mira atrás. Pero yo sí.
Constantine deseaba compartir sus pensamientos sobre la horrible Isabel, la madre de Molly, a la que jamás debería habérsele permitido poner un pie en la propiedad Skalas, mucho menos instalarse allí. No debería haber pasado de un revolcón de una noche, quizás dos. ¿Quién se casaba con la criada tras pasar un fin de semana en la residencia de un viejo amigo en la campiña inglesa? ¿Quién se paseaba con una criada del brazo?
Solo Demetrius.
–Culpar es tan curioso, ¿verdad? –preguntó él–. Yo también tengo a quién culpar por las desgracias que han caído sobre mí y mi familia. En mi caso, el poder es buena compañía de la culpa. Una te convierte en quejica, el otro en ganador. Y ya deberías saber, Molly, que yo siempre gano.
–Estoy harta de este juego –contestó ella–. Sabes que mi madre está prácticamente arruinada y yo al borde de la bancarrota. Lo sabes porque es cosa tuya.
–No he tenido ningún contacto contigo desde que eras una adolescente depresiva –contestó Constantine suavemente–. Sin duda sabes que hemos coincidido en algunas fiestas, aunque hemos logrado no saludarnos. ¿Cómo podría yo ser el responsable de tu incapacidad para gestionar tus finanzas?
–Es mi madre, Constantine –dijo ella casi entrecortadamente y con los ojos muy brillantes–. ¿Qué puedo hacer? ¿Echarla a la calle?
–Parece un buen comienzo –él se encogió de hombros–, si ha tenido tan… mala suerte.
Molly bajó fugazmente la mirada y a él le pareció ver un ligero temblor. Pero desapareció demasiado deprisa para asegurarlo y no quiso creer que ella reaccionara así. Constantine solo quería que sintiera lo que él quería hacerle sentir. Si sucumbía bajo el peso, ¿dónde estaba la diversión para él?
–Supongo que era esto lo que buscabas –contestó ella, ya sin rastro de emoción en su perfecto rostro–. Dejaste las pistas suficientes. Al unirlas, todo tuvo un nauseabundo y extraño sentido. Este numerito de playboy no es más que eso, un numerito. Inviertes mucho tiempo y energía en fingir estar loco por los coches deslumbrantes y ser tan vacío como las mujeres con las que te dejas ver. Pero lo cierto es que eres igual de depredador que tu hermano, aunque lo ocultas. Fui tonta al pensar que tras convertir mi adolescencia en lo más odiosa posible, seguirías tu camino.
–Estarás de acuerdo en que la adolescencia, como norma, es odiosa para todos –él sonrió–. Incluso para mí. Me resulta curioso ver que tanto tú como tu madre tenéis a un montón de personas a las que culpar de vuestras desgracias. Cualquiera salvo vosotras mismas, ¿no?
De nuevo las mejillas de porcelana de Molly se tiñeron de rubor, la única señal que delataba sus emociones. Constantine se sentía más fascinado de lo aconsejable, pero saberlo no cambió nada.
–Pusiste una trampa y mi madre cayó en ella una y otra vez –Molly lo miraba como si él fuera el demonio–. Felicidades. Dime qué quieres realmente.
Había muchas cosas en la vida que no cumplían las expectativas de Constantine. Como los supuestos encantos de los yates amarrados en la costa mediterránea y que le aburrían mortalmente. Esos restaurantes con estrellas Michelin cuya intención no era limitarse a alimentar a los comensales. La idea de que una mujer hermosa debía ser buena en la cama.
Pero eso era la excepción que cumplía la regla
Eso resultaba mucho mejor de lo que se había imaginado… y se había imaginado miles de versiones, año tras año.
–Y yo que pensaba que estaba siendo obvio –señaló Constantine.
Porque había esperado durante años. Porque su madre permanecía ingresada en un centro, muerta en vida por culpa de lo que le habían hecho. Balthazar se había ocupado del arquitecto de la caída de su madre, el hombre que la había seducido antes de abandonarla. Por su parte, él jamás había perdonado a la mujer que había pretendido ocupar su lugar.
–Explícamelo –lo animó Molly–. No puedes querer mi dinero, porque tienes muchísimo más. De todos modos el mío ha desaparecido. Alguien tenía que ocuparse de las deudas de mi madre después de que tú la arruinaras una y otra vez. Entonces, ¿qué quieres?
–Ya te lo dije cuando me llamaste.
–En la muy breve, aunque detestable, llamada que te llevó tres semanas devolverme, me dijiste que existía la posibilidad de que mi madre recuperara sus propiedades y conservara su buen nombre –los ojos azules brillaron–. Apuesto a que, siendo tu especialidad, implicará una intensa humillación en público. Ilústrame.
–La intensidad y la humillación dependen del grado –murmuró él filosóficamente–. Y la perspectiva también. Debería ser obvio lo que quiero –sonrió–. Es por lo que soy verdaderamente conocido.
Constantine tuvo el inmenso placer de ver el hermoso rostro palidecer. Vio claramente la diferencia entre Molly y Magda, porque ella perdió completamente el caparazón que había desarrollado con los años. Y en su lugar apareció el rostro de una niña de enormes ojos azules y expresión malhumorada.
–No querrás decir…
–Claro que sí –contestó él con voz deliberadamente baja. La venganza se servía en un plato frío y a él le hacía sentirse acalorado–. Te deseo, Molly. Debajo de mí. Encima de mí. De todas las maneras. Desnuda, suplicando y, sobre todo, completamente mía para hacer lo que quiera mientras quiera, hasta que la deuda de tu madre esté saldada.
Molly lo miró boquiabierta. La sonrisa de Constantine se agrandó.
–¿No te dije que era muy sencillo? –ronroneó él–. No olvides, Molly, que soy un hombre de palabra.