Pactos peligrosos - Georgina Milkovich - E-Book

Pactos peligrosos E-Book

Georgina Milkovich

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Beschreibung

El detective Billy Hughes lo ha perdido todo: su matrimonio ha fracasado y en una tragedia sin precedentes, su padre y su hija han sido víctimas de un asesinato. Billy ha pecado. Ha llevado una vida de tropiezos constantes en sus deseos más oscuros, y no puede evitar relacionar su desdicha con Shannon, ese viejo amigo al que traicionó. Shannon está en prisión, él lo metió ahí. Su objetivo, no obstante, se encuentra puesto en Jane, la jovencita de la que su amigo se enamoró.   Billy quiere herirla, saciar la sed de sangre que le ha amargado la vida desde la muerte de sus seres queridos. No obstante, la dulzura de Jane y de su pequeña hija llenan el vacío en su corazón, con consecuencias inesperadas que lo llevarán a liberar a Shannon de la prisión para rescatarla.   ¿Qué ocurrirá cuando el demonio salga de su celda y vea a su pequeña en manos de otro?

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PACTOS PELIGROSOS

PACTOS

PELIGROSOS

· Georgina Milkovich ·

bilogía amores perversos

vol.2

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía del autora: Archivo de la autora

© Georgina Milkovich 2024

© Entre Libros Editorial LxL 2024

www.entrelibroseditorial.es

04240, Almería (España)

Primera edición: agosto 2024

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-19660-21-3

Índice

PACTOS PELIGROSOS

Índice

Introducción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Epílogo

Agradecimientos

Introducción

En medio de la noche

Presente

El reo número seiscientos dieciséis es violentamente despertado para que reciba a un misterioso visitante en medio de la noche.

—Hoy te visitan las estrellas, guapo —le dice el funcionario con ánimo burlón al deslizar la maciza puerta de metal de su celda. Shannon sale con rapidez de la cama, apenas puede ponerse las pantuflas antes de ser tomado por el brazo y arrastrado escaleras arriba, hacia el área donde la población popular debería dormir tranquila.

En prisión nadie duerme.

Montones de pares de ojos se fijan en el reo en cuestión, atentos desde la pútrida oscuridad de sus infiernos privados. Algunos de ellos le gritan vulgaridades como lo harían con una mujer en la calle; tal reo es conocido por su belleza, pero también por la letalidad que le garantizó una estancia indefinida en confinamiento solitario. De apariencia más joven de lo que es y de andar presumido, es alto y delgado como un modelo de pasarela. Tiene negro y sedoso cabello, siempre pulcramente peinado hacia atrás, y unos tremendos ojos, del mismo color, que infligen miedo.

Los que se atreven a hablar de él lo hacen susurrando su nombre...

«Shannon O’Toole».

Condenado a cadena perpetua por múltiples homicidios, es temido, asediado y odiado por igual. La mayoría le profesa un odio que solo puede ser creado a través del miedo y solo los más tontos desean romperlo. Ataviado en el uniforme rojo carmesí que lo señala como extremamente peligroso incluso entre escorias de la sociedad, se distingue como una antorcha incandescente mientras recorre la lúgubre prisión, con un oficial al frente y dos detrás, esposado de muñecas y tobillos. Shannon, de porte elegante incluso en el atuendo de prisión, mira hacia el frente con seguridad desafiante y media sonrisa vanidosa. Sus ojos están puestos en la siguiente puerta siempre, pues una vez espabilado del sueño, ha llegado a la conclusión de que hay solo una persona que podría solicitar verlo con tanta urgencia en un día en el que nadie recibe visitas y mucho menos en la madrugada.

Eventualmente, el recorrido llega a su fin cuando es introducido a una de las salas privadas, las que solo se usan para las conversaciones confidenciales entre reo y abogado; además, son monitoreadas por medio de una cámara apostada dentro. Shannon se sienta en una de las sillas frente a una pequeña mesa de metal atornillada al piso y uno de sus celadores sujeta sus esposas al pequeño aro que sobresale en la lisa superficie, dejándolo imposibilitado. Respira con lentitud. Teme sin poder evitarlo; teme lo que le depara esta vez.

Piensa que será asesinado a sangre fría sin poder defenderse y, a dos años de estar por completo solo en una celda pequeña, fría y oscura, quizá estará haciéndole un favor. Pero ¿por qué Billy lo mataría? ¿Por qué después de tanto? ¿Por qué no le dio un tiro en la cabeza cuando tuvo la oportunidad de hacerlo? No le costaba nada matarlo en aquella casa cuando se quedaron solos, si es que respetaba la moralidad de su padre lo suficiente para no hacerlo con él presente.

La intensidad de las luces en la sala lo ha despertado por completo y recuerda aquel suceso que lo llevó a la peor de las torturas en prisión: la absoluta y devastadora soledad. Recuerda lo que el sujeto le dijo al oído antes de intentar violarlo, pero han pasado dos años y no tiene sentido que Billy busque terminar lo que no pudo en ese momento, incluso sin estar seguro de su participación en ello. Shannon sonríe para sí mismo, pensando en que, incluso si Billy le exige respuestas en una retribución atrasada, jamás le dirá que él no tuvo nada que ver en lo que sea que le haya ocurrido a su viejo.

Después, piensa en Jane, como siempre hace, en el hijo o hija que tienen juntos y en las respuestas que Billy podría darle al respecto, pero ni por eso está dispuesto a humillarse. No va a negociar, no va a rogar, no buscará apelar a la nobleza que sabe que su antiguo amigo tiene enterrada en algún punto olvidado del corazón. Si Billy va a matarlo, por la razón que sea, está dispuesto a verlo a la cara hasta el último instante, a no darle la satisfacción de implorar clemencia, a irse al infierno duro y arrogante como siempre ha sido. Lo único que le dirá es: «Nos vemos cuando llegues allá, hermano».

La otra puerta se abre y, efectivamente, Billy Hughes se presenta ante él. Es un tipo recio, enorme en estatura y de físico musculoso, de cabello rubio y liso y grandes ojos de color gris oscuro, como el metal duro. Es un hombre guapo, aunque curtido por la vida, de presencia avasallante y mirada profunda. Shannon siente algo, aunque no sabe qué, cuando el único amigo que ha tenido en la vida, y quien lo condenó a morir en prisión, se acerca a él con una expresión adusta y ese tic de tensión que tiene en la mano derecha que provoca que sus dedos se contraigan una y otra vez. Shannon nunca ha sabido si es una contención de rabia o simplemente tensión pasando por sus nervios.

Billy, la Montaña, como lo apodaba el pelotón, se acerca a él sin decirle nada al sacar la otra silla. Cuando se sienta, Shannon se da cuenta de que, si bien parece molesto, no es contra él. Su lengua está entumida cuando intenta romper el hielo con alguna afirmación venenosa, pero logra reaccionar solo hasta que Billy saca una barra de chocolate relleno de crema de cacahuete del bolsillo de su cazadora y lo arroja sobre la mesa, al alcance de sus manos, aunque sin que pueda comerlo por la manera en la que lo han apresado.

—¿Qué haces aquí? —le pregunta Shannon. Su nariz se arruga por un instante al sentirse tentado como un perro mal alimentado, burlado dadas las circunstancias. No siente curiosidad, no está alegre de ver por fin a alguien que no sea el funcionario que le lleva la comida y lo acompaña a las duchas, sino desafiante. Billy simplemente lo mira y Shannon se alegra al saber que los años los han endurecido por igual—. ¿Has venido a terminar lo que tus amigos no pudieron? —le gruñe, recriminándole—. ¿O a ver de qué otra manera puedes degradarme más?

—Si hubiera querido terminar contigo, habría venido yo mismo a ponerte una bala entre los ojos, como podría hacer... —le responde Billy, sacando el arma de la carcasa que cuelga de su cinturón para ponerla sobre la mesa, lejos del alcance del reo pero perfectamente visible y amenazante— justo ahora.

Shannon ríe, echando el cuerpo hacia atrás para recargar la espalda en la silla, aunque sus brazos quedan estirados por la limitada longitud de la cadena de las esposas. El profundo desprecio que siente por Billy se ve opacado por la punzante curiosidad que le provoca el hecho de que el policía se haya presentado en medio de la noche, aparentemente sin nada que decir. Sus miradas se enfrentan sin tregua con todo el repudio que solo se consigue de entre las cenizas de una relación larga, significativa e intensa.

Hicieron servicio militar juntos, vivieron una guerra que no les concernía. Se hicieron amigos al instante, jóvenes e inexpertos todavía; se confesaron cosas y juntos cazaron a las personas que dañaron a Shannon en su terrible infancia como esclavo sexual de las masas cibernéticas. Billy fue la primera persona que pareció preocuparse por él y la primera en la que él confió. También lo ayudó y no lo juzgó cuando le dejó ver los horrores de su psique. Le ayudó a buscar retribución por los crímenes sufridos, no solo le guio por el camino que eventualmente lo llevó a prisión, sino que él mismo expió sus deleites ocultos: la violencia y todo lo que no podía hacer como hijo de un condecorado oficial de policía.

Como amigos eran imparables.

Y como enemigos...

—¿Qué quieres, si no es matarme? —le cuestiona Shannon, intentando alejarse de las memorias que amenazan con tornarse nostálgicas.

Billy toma aire para contestar, como si le costase decir lo que está por pedirle. Shannon solo se siente más intrigado.

—Necesito tu ayuda —admite el policía y Shannon no puede evitar carcajearse.

Su propia risa le parece tan extraña, llenando la habitación como un eco fantasmal de cuando alguna vez pudo reír. Ni siquiera es una risa socarrona, sino genuina, porque la declaración de su antiguo amigo es simplemente hilarante.

Billy solo lo observa con seriedad. La mano del tic reposa ahora sobre la mesa, cerca del arma.

—¡Coño, ahora eres comediante! —exclama Shannon, mirándolo con los ojos llenos de lágrimas por la súbita risa real, la primera que surge en años desde que Jane provocaba su espontaneidad. No obstante, la breve sensación de alegría es fugaz cuando se sitúa en las circunstancias y su rostro transfigura los restos de humor en rabia—. ¿Qué le ocurrió a tu padre, Billy? —le pregunta, sabiendo con exactitud a dónde ir. Siempre ha sabido cómo hurgar en las heridas de la gente, y con Billy es aún más fácil.

Los ojos grises del policía se inyectan de ira y su puño se cierra. Shannon es consciente de ello y su siguiente sonrisa es genuina también, así como maliciosa.

—¿Cuánto sufrió? —instiga en un susurro ponzoñoso y Billy reacciona justo como pensaba: roto e inestable por lo que sea que haya pasado en esos años.

No se controla. Se levanta y se abalanza sobre la mesa, cogiéndolo por las solapas de la chaqueta carmesí. Sus facciones se han transformado por completo al llenarse de cólera y Shannon solo lo mira a los ojos, sin someterse ni un poco. Disfruta demasiado el dolor en Billy. Casi puede saborearlo, y es tan dulce como la maldita golosina que no puede comer.

—Hijo de puta —gruñe el rubio entre dientes. Shannon suelta una risilla petulante mientras lo mira a los ojos.

—Me quitaste todo lo que amo. ¿Pensaste que sería así de sencillo?, ¿que te librarías tan fácilmente? Estoy metido en ti, en todo lo que haces y lo que eres, en todo lo que ocurra de aquí hasta que mueras —le dice Shannon en un mascullo peligroso. Billy lo suelta, irguiéndose por completo y cogiendo su arma. Shannon no tiene miedo—. Debiste matarme, Billy, debiste hacerlo antes.

—Mierda... —brama Billy para sí mismo, dándole la espalda mientras deambula hacia la otra puerta, pero no la alcanza. Se queda estático con las manos en la cintura, como siempre que necesita pensar algo difícil.

Shannon se encuentra más intrigado que nunca. Sus ojos se han llenado de lágrimas al pensar por un momento en que, si es asesinado ahí, no volverá a ver a Jane y no sabrá si tiene un hijo o una hija, pero espera con desesperación una resolución. Debe admitir para sí mismo que el encierro lo tiene cansado.

Finalmente, Billy lo encara de nuevo y, guardándose el arma en la carcasa, se acerca de nuevo. Apoya las manos en la mesa mientras lo observa. Sus ojos se han humedecido, su expresión se ha desencajado aún más con una pena reciente.

—Si lo que deseas es que te mate, lo haré —le promete. Es obvio lo mucho que le cuesta no asesinarlo en ese momento, o ponerse a llorar—, pero antes tienes que ayudarme a encontrarlas.

Capítulo 1

El duelo

Antes

Los fragores en el cielo son una amenaza de tormenta y, bajo el lúgubre gris de sus cumbres, se desarrolla una escena digna de la peor de las tempestades.

Una vasta extensión de árboles rodea la aglomeración de gente en torno al sepelio de dos personas que fueron asesinadas en circunstancias atroces. Ninguno de los occisos presentaba tendencias religiosas, pero un sacerdote les da su último adiós, terminando por dedicar palabras sentidas para los miembros supervivientes de la destruida familia, cuyos miembros se encuentran separados por las fisuras abiertas en el curso de la vida.

Del lado derecho, sentada en una de las sillas blancas del servicio y más cerca que nadie al par de féretros de fino cerezo, está la matriarca de la familia. Es una mujer mayor en edad con canas en el cabello, que sigue tiñendo de caoba, y finas líneas de expresión que se extienden por toda su cara. Estas cuentan una historia que ha culminado con la muerte de su amado marido, cuyo féretro comienza a descender tan pronto el sacerdote termina de hablar. Los ojos de la mujer, de un gris apagado por la profunda pena, descienden junto con los restos de su amado, ignorando a todos a su alrededor, incluso a su exnuera, quien, tras ella, ha puesto una mano sobre su hombro.

La mujer en pie apenas puede sentir el dolor de perder a su única hija, a quien enterrarán al lado de su querido abuelo. Las drogas de prescripción la han mantenido en un sublime estado de ausencia del que no piensa despegarse jamás, y hacia el final del sepelio apenas ha derramado una lágrima que su fría piel no puede sentir. Edith, la mujer en cuestión, es pequeña, de piel oscura y cabello corto, cuyo frágil exterior es una muestra de su atribulado interior; el divorcio la quebró un poco, pero la muerte de su hija ha comenzado a desmoronarla sin remedio.

Del otro lado de las tumbas abiertas, se encuentra el padre de la chica, el hijo del hombre. Es un sujeto buenmozo, aunque malencarado, con facciones finas endurecidas por la vida y mirada punzante. Es un policía sucio y un padre destrozado. Mide uno noventa de estatura y tiene un imponente cuerpo macizo, con cabello rubio pajizo y grandes ojos grises que tienden a verse ambarinos a la luz de un sol tal pálido. Los enrojecidos ojos están fijos en la tierra que va cayendo poco a poco en los pozos donde yace su familia después de ser abatida por extraños.

Era un día como cualquiera. Su padre, el capitán de la policía Brian Hughes, se ofreció a llevar a su nieta a ver una universidad, pero ni siquiera llegaron a esta, así como como Ava apenas rebasó la edad que tenían sus padres al concebirla. Con diecinueve años, murió asesinada por los disparos de varios desconocidos al coche civil de su abuelo, quien intentó protegerla con su cuerpo y recibió la mayoría del daño. Así fue como encontraron sus cuerpos: abrazados, tratando de protegerse el uno al otro al ser sorprendidos en medio de una calle transitada a mediodía.

Fue un ataque personal que resultó con otras dos personas muertas: un niño de nueve años que regresaba de la escuela y una mujer de veintiséis cuyo perro al que paseaba sobrevivió. Fue venganza, pero Billy no sabe a quién culpar, pues su padre tenía sus enemigos por ser un policía recto, y él también, aunque por razones completamente opuestas. Es un policía corrupto cuyos intereses se reducen a sí mismo y a sus necesidades, pero, a pesar de que ha sembrado un millón de enemigos en sus paseos nocturnos por París, hay solo uno al que cree capaz de hacer algo tan temerario.

Shannon O’Toole.

No lo culparía. Lo entiende de cierta manera. Billy le quitó la oportunidad de una vida feliz al traicionarlo y meterlo en prisión. Lo alejó de su hermosa Mary Jane, la chica a la que pervirtió al borde de la locura, y del bebé que crecía en su vientre. No obstante, a pesar de que sus sospechas lo guían directamente al inglés, también es consciente de que tuvo que haber sido muy astuto para lograr algo así desde la cárcel. Después de todo, Shannon es la persona más persistente que conoce y también la más peligrosa.

Se conocieron en el ejército, ambos llevados por sus tendencias bélicas. Se hicieron amigos al instante cuando Billy salvó a Shannon de una novatada cruel y compartieron su amor por las armas y las drogas alucinógenas. Shannon, un año menor que él y con veintitrés en ese momento, le confesó todo lo que sufrió a manos de su padrastro durante su infancia en medio de un viaje de drogas. Su deseo de venganza apeló a la parte más protectora de Billy, quien, aun con moral dudosa, deseó hacer el bien por su amigo. Juntos cazaron a cada persona responsable del sufrimiento de Shannon, pero sus destinos se separaron en algún punto del camino: Billy se convirtió en policía como su padre, mientras que Shannon se escondió en las sombras de la clandestinidad, matando por una paga y a veces por placer.

Fue en ese lapso cuando Shannon conoció a Mary Jane. Se obsesionó con ella. La preciosa chica era hija de la prometida de Shannon, una mujer despreciable con la que se lio únicamente para manipularla y castigarla por sus pecados. Shannon se enamoró como nunca en su vida de aquella criatura de ojos celestes y estuvo dispuesto a arriesgar todo por ella, incluso si tenía que matar a un oficial de policía por ello.

Y cuando su camino y el de Billy volvieron a unirse, este eligió salvar a su padre y traicionar al único amigo que ha tenido en la vida.

La triste mirada del oficial está perdida cuando, de pronto, nota algo por el rabillo del ojo. Cuando voltea, piensa que no entiende las coincidencias que le presenta la vida, incluso cuando ya se esperaba tal acontecimiento. Desde lo alto del pequeño monte que desciende hasta el sepelio, baja una joven. Es espléndida, curvilínea y pálida, de cabellos largos y ensortijados, dorados como el sol, y fríos ojos cuyo color es una imitación del cielo en primavera. Está vestida toda de negro y usa una boina vasca en carmín que combina con el abrigo que usa la pequeña niña que carga en sus brazos, de unos dos años.

Mary Jane Luzier, la mujer de Shannon, vuelve a entrar a su vida de esa manera. Con la mirada dura y las seductoras caderas que menea demasiado al caminar, con la hija del hombre al que traicionó aferrada a ella como la criatura desvalida que es. Mary Jane se acerca al grupo de gente que comienza a levantarse para irse, pero no demasiado, pues sabe que podría ser la culpable de la muerte del detective Hughes, quien en vida solo buscó ayudarla.

El hombre mira a su madre, que ya se ha puesto de pie y lo observa a su vez, habiéndose percatado de la presencia de la extraña. Billy asiente para ella y la mujer acepta después la mano de Edith, quien ignora completamente al policía y se lleva a la señora con ella. La gente se aleja mientras Billy permanece sentado observando las tumbas ya cubiertas por tierra, con los fragores del cielo más intensos que nunca y la inquietante presencia de Mary Jane cerca.

La chica lo ignora tal y como lo hace su exesposa: no lo advierte, no lo mira. Es como si no existiera. Mary Jane tiene apenas veintiún años, aunque parece un poco mayor por su expresión siempre apática y le habla con palabras suaves a la niña entre sus brazos, la cual sujeta con uno solo para sacar del bolso grande que lleva un par de rosas blancas ligeramente aplastadas. Le dice algo a la niña, quien no se parece en nada a su padre, y ambas sonríen mientras la adulta se acerca a las tumbas. Deja una flor sobre la del detective, y otra, sobre la de su inocente nieta.

Billy la observa en silencio con la rabia y el desasosiego punzantes en su corazón. ¿Shannon la envió? No es posible. Por mandato del policía, le han prohibido las visitas y las llamadas, pero bien pudo haber movido los hilos dentro de prisión para que sus palabras llegaran a Mary Jane. ¿Acaso la envió para torturarlo más y esas rosas son una burda burla a su sufrimiento?

No puede dejar de mirarla con desagrado, incluso cuando, al ser tan atractiva, podría estimular su libido. No puede dejar de observarla con aversión, porque sabe que la chica lo odia con todo su ser. Él ha sido el responsable de que Shannon saliera de su vida, lo cual sería lo mejor en cualquier caso, pero no cuando la víctima del psicópata está igual de demente o peor que él. Mary Jane debe odiarlo como él se acerca a odiarla a ella.

«Pero ella no tiene la culpa de nada», su padre se lo dijo en alguna ocasión. Mary Jane es una víctima más en la red de perfidia que Shannon construyó a su alrededor. Le quitó a su madre y a su hermano, disfrazando su sed de sangre con actos de justicia. La joven es frágil de mente, tiene el corazón roto, y en ella Shannon encontró el amor que nunca tuvo, además de una oportunidad de hacer las cosas bien, de ser un hombre normal.

No obstante, tener una vida normal no es para un animal como Shannon O’Toole. O para él.

La lluvia comienza a caer de repente y Mary Jane se aleja enseguida, tratando de cubrir a la niña mientras va a toda prisa hacia el estacionamiento del cementerio, en dirección a la puerta principal. Billy la ve refugiándose debajo de unos árboles tupidos y él mismo emprende su huida, llegando al aparcamiento y subiéndose a su auto sin dejar de prestar atención a la presencia de Mary Jane.

El policía no sabe lo que siente y, mientras se fuma un cigarrillo y bebe tragos de la pequeña botella de güisqui que guarda debajo de su asiento, observa a lo lejos a la mujer quitándose el abrigo para envolver a la pequeña niña con este. Él recuerda a su mujer y a su hija con más dolor que antes, odiando las trazas de empatía que comienza a sentir por la desamparada joven, quien, en medio de una torrencial lluvia y con la bebé protegida entre sus brazos, decide emprender su camino.

Se siente confundido. Aborrece la culpa y siente una punzante aversión hacia ella, porque sabe dónde yace su lealtad. «Pero ella no tiene la culpa de nada».

—Mierda —masculla, iracundo. Enciende el auto y acelera.

Hay una pequeña acera por la que Mary Jane camina deprisa y él se coloca a su lado, bajando la velocidad. La mujer se sorprende al verlo y se aleja, sin dejar de caminar mientras él la sigue lentamente con el auto. Baja la ventanilla para hablar con ella.

Entiende la aversión. Podría matarla en un instante si se le ocurre decidir que lleva algo de culpa por la muerte de sus seres queridos. O quizá podría violentarla y después restregárselo en la cara a Shannon, solo para torturarlo.

«Pero ella no tiene la culpa de nada». Y la criatura en sus brazos, mucho menos.

—¡Sube al auto, Mary Jane! —le grita sobre el estruendo de la lluvia que aumenta de intensidad. La chica camina más rápido, mirando hacia adelante, y Billy pisa el acelerador—. ¡La niña enfermará! ¡Sube y te llevaré a casa!

Es en ese momento cuando la joven lo mira y toma la decisión de aceptar el ofrecimiento. Apenas Billy ha detenido el auto, abre la puerta y entra con rapidez, sin mirarlo. El silencio los engulle. Se encuentran encerrados juntos con el sonido atronador de la lluvia que los rodea, incapaces de confrontarse en circunstancias tan terribles; son dos completos extraños unidos por una serie de desgracias.

Mary Jane mira hacia el frente, respirando deprisa. Es víctima de la tensión y de las situaciones, pero jamás se imaginó que estaría en tal aprieto al ir a despedirse de una de las únicas personas que han tratado de ayudarla sin esperar nada a cambio. Ahora está atrapada, sin poder irse por Odette. Está en el auto del hombre que le quitó todo, a su merced.

Billy la mira sin poder controlarlo. Está ebrio, como lo ha estado desde que fue a reconocer los cuerpos a la morgue. La mira incapaz de odiarla al no poder comprobar su lazo con Shannon y detesta el hecho de que se haya presentado, incluso si fue sin alevosía, porque eso le recuerda que si no fue Shannon... Podría ser él quien de alguna manera causó la muerte de su padre y su hija.

Pero, de pronto, hay algo más, una mirada que no esperaba. De entre los pliegos del grueso abrigo de Mary Jane se asoman apenas un par de grandes ojos azules, los cuales lo observan con curiosidad. Y es así como las defensas de un hombre duro como Billy Hughes comienzan a ser vencidas.

—¿A dónde te llevo? —pregunta después de aclararse la garganta y mirar de nuevo hacia adelante, ignorando la inocente insistencia de la niña.

—No debí venir —dice Mary Jane. Cuando Billy voltea a verla, descubre en ella la fragilidad que debió cautivar a su padre y conquistar a Shannon.

Es solo una niña después de todo, una jovencita unos años mayor que su hija. Apenas veintiún años y una historia escabrosa como pasado, sola con una pequeña que le fue engendrada por un demonio. Las cristalinas lágrimas recorren su piel de porcelana hasta perderse rumbo a su cuello, pero su rostro, lejos de mostrar la agonía que la carcome por dentro, demuestra rabia y desasosiego.

Eso prendó a su padre, Billy lo sabe. Fueron cortados por la misma tijera, la misma carne y sangre. Es el instinto de protección al estar presente ante tal férrea fragilidad, la intriga al presenciarla indomable y furiosa con la vida. Al mismo tiempo, más patética no podría ser y más sola no podría estar.

Mary Jane es una bella flor, aplastada bajo el inclemente peso de la vida. Billy se encuentra cautivado, pero sigue siendo quien es.

—Tienes razón, no debiste —le espeta, severo, aunque sus ojos se han aguado por igual y Mary Jane lo mira con odio antes de abrir la puerta e intentar salir a la lluvia. Sin embargo, Billy coge su brazo, tirando de ella con firmeza para mantenerla dentro.

Sus miradas colindan de nuevo con todo el odio que dos desconocidos con una historia cruel en común pueden profesarse. La chica mira al hombre con un deje de temor que no logra opacar la insolencia natural de su mirar, y él corresponde con el desprecio y la amargura que su ventaja en la vida le ha provisto.

Sabe que lo más sencillo es simplemente dejarla ir, no preocuparse por ella o por la criatura en su regazo, pero el duelo suele hacer que la gente actúe de maneras descabelladas.

Capítulo 2

Animales a la luz de la luna

SHANNON

Hay una canción en mi mente, una canción vieja que lleva rastros de nostalgia y sensualidad, con una voz femenina repitiendo el nombre de«Jeanne»en cada estrofa. Es una canción que fue popular en Francia a finales de los noventa y que llegó a mis oídos por casualidad en mi primer viaje fuera del infierno de mi hogar; salí huyendo de casa y mi destino me llevó a esa tierra en la que años después volví a encontrar más de lo que buscaba.

«Jane».

Soy el último, y el agua que me empapa continuamente está fría ya. A través de los barrotes de la ventana alta, alcanzo a ver la luna llena en su esplendor y trato de imaginarme cómo se vio Jane con una barriga tan redonda como el pálido astro. Me quitaron el acceso a ella; a todo. No puedo recibir o hacer llamadas y las visitas están prohibidas, a menos de que se trate de mi abogado, un pelele que en realidad no puede hacer nada por mí.

Mis crímenes se han confirmado gracias a pruebas irrefutables.

Pasaré toda mi vida en una jaula como un ave con las alas cortadas.

Todo gracias a Billy Hughes.

El agua helada me golpea el pecho cuya piel está entumida ya, pero me quedo bajo el chorro de la regadera con la idea de desensibilizarme un poco. Hay una razón para eso, así como la hay para que me hayan dejado las duchas para mí solo, por la noche, sin un guardia haciéndome compañía. También hay una razón para que el trío de idiotas nuevos que acaban de formar alianza me haya estado observando desde ayer.

Billy los compró.

Puede que sea mi última noche en la tierra, pero si mi alma consigue volar a esa luna llena, quizá volveré a ver a mi Janie ahí. El pensamiento esperanzador lucha contra la rabia que me engulle cada vez que pienso en las circunstancias y en el hecho de que ni siquiera sé si tengo un hijo o una hija. Lo último que supe fue que Jane se quedó en Francia y se mudó a París. Después de eso ya no pude obtener información por ningún medio.

Estoy en el reino de mi peor enemigo, esperando mi ejecución.

Sin embargo, eso no significa que no vaya a pelear, llevado por el instinto de supervivencia que se ha exacerbado con el paso del tiempo. Incontables sujetos han intentado someterme, como los que no saben con quien tratan, y siempre respondo sus ataques de manera que quieran desistir, dejándolos vivir solo porque yo también quiero hacerlo. En los últimos meses, nadie se ha atrevido a tocarme, asustados por las habladurías, pero esta vez ha sucedido algo importante, algo que hizo que Billy entablara un trato con criminales de poca monta.

Escucho que la puerta metálica se abre a mi espalda y suspiro. Vienen por mí y me castigarán por algo que esta vez no hice. Tres de ellos tienen las cabezas rapadas y maneras vulgares. La puerta se abre y sé que se acercan a mí, a la ducha que me han dado como premio de consolación antes de la muerte, la que tiene más presión, la que está en medio del enorme baño de azulejo blanco.

La única luz se apaga y, como animales, lucharemos a la luz de la luna. Me vuelvo hacia ellos y a media luz veo sus ojos relucir como los de las bestias, mientras se acercan con puños como armas. Dos son más pequeños que yo, pero se notan fuertes, mientras que el tercero puede rebasarme en estatura y tiene el más horrible tatuaje de una serpiente desproporcionada en el cuello.

Los tres me miran como si sus ansias de matar fueran patológicas y bueno..., aquí todos tenemos la misma sangre turbia.

—Qui sera le premier chanceux?1 —pregunto, sonriendo e ignorando el miedo que crepita violentamente en el fondo de mi estómago.

La única manera de sobrevivir es luchando y no puedo decir que no lo disfruto.

El enano de ojos azules es el primero en atacar. Me doy cuenta de que trae una pequeña navaja que parece apenas un escalpelo cuando la blande frente a mí. Retrocedo y casi resbalo gracias a que estoy mojado. Cuando blande de nuevo el arma, sujeto su muñeca, por lo que me da un puñetazo justo en la nariz.

De inmediato, siento el caudal de sangre desatándose en mis fosas nasales y con rabia pateo una de sus rodillas, justo en el punto donde tiene que romperse o al menos lastimarse seriamente. Enseguida el hombre suelta un chillido y su rodilla se dobla, momento de debilidad en el que aprovecho para quitarle la navaja. Una vez vencido gracias a su ligamento lesionado, le doy un certero rodillazo en su cara, el cual lo manda hacia atrás.

«Ahora el que sigue», pienso.

El siguiente hombre se arroja sobre mí, blandiendo lo que parece un pequeño palo afilado. Me hiere, haciéndome una raja superficial sobre el pecho, así que lo tomo por las solapas de la sucia camisa y le doy un fuerte cabezazo sobre la nariz, el cual parece marearlo. Sin perder el tiempo, empuño la navaja en mi mano y le hago un corte horizontal en el cuello, por el que comienza a sangrar profusamente. El sujeto se agarra la herida en un intento desesperado de parar la hemorragia, pero solo yo sé qué tan profundo lo he herido.

Una sonrisa satisfecha deforma mi boca y justo en ese momento es cuando soy sujetado por atrás y arrojado un par de metros hacia un lado. A pesar del lacerante dolor en mi tobillo y rodilla, me levanto y soy recibido por un golpe en la nariz de nuevo, esta vez proveniente del hombre más alto. Apenas puedo jadear de dolor y trastabillo hacia atrás, pero no me rindo.

Mi velocidad compensa su fuerza. Es grande, lento y bobo, por lo que puedo alcanzar fácilmente su cuello con un golpe contundente y doloroso que lo hace retroceder. En fracciones de segundo, veo que el primer hombre sigue desmayado en el piso, mientras que el otro se ha desplomado cerca de la puerta, probablemente buscando ayuda. El gigante se abalanza sobre mí y le atesto otro puñetazo en la garganta, usando después la navaja, la cual logro encajar debajo de su clavícula.

Goliatgimotea de dolor, pero aun así alcanza a darme una bofetada con el dorso de su mano, tan fuerte que me marea al primer contacto. Intento alejarme de él, blandiendo la navaja de nuevo para protegerme, pero, de repente, me toma por el cuello y con una voltereta pronto me tiene en el suelo. Me da la vuelta para ponerme de cara al piso mojado, se coloca detrás de mí y un millón de recuerdos de mi infeliz infancia arrasan conmigo. De pronto, ya no soy el asesino desalmado, sino el pequeño niño desvalido en garras de su cruel padrastro.

—C’est pour le capitaine Hughes2 —me dice el hijo de puta mientras se sienta sobre mis piernas y lame asquerosamente detrás de mi oreja izquierda.

Escucho el sonido de la bragueta de su pantalón siendo bajada.

Billy usó la peor arma que pudo en mi contra, aunque quizá no se dio cuenta de que sería precisamente lo que me salvaría, porque la rabia aflora como nunca cuando pienso en eso: en lo que viví, en lo que sobreviví. Al escuchar la confirmación de mis sospechas de la sucia boca de mi atacante, he recordado también la traición de Billy y la manera en la que sigue torturándome desde lejos.

Pienso en Jane después y todo lo que perdí cuando me separaron de ella.

«No voy a dejar que me hagan más cicatrices, por más que las merezca».

Se ha confiado porque es grande y porque le dijeron qué tenía que hacer para debilitarme. Se ha fiado de su fuerza bruta y de la probabilidad de que yo sea débil de mente, pero incluso Billy me sigue subestimando a veces y, gracias a eso, su bruto cómplice no se preocupó por quitarme la navaja. Me resisto, forcejeo y, cuando logro girarme un poco, hundo la afilada navaja con toda mi fuerza en su cara, descubriendo que he empalado su ojo. Cae hacia atrás y logro escabullirme de debajo de él.

Chilla de dolor y yo sonrío ante la perspectiva de ganar una contienda más en este infierno al que mi mejor amigo me envió. La navaja sigue enterrada en el ojo ensangrentado del gigante y este no se atreve a quitársela mientras lloriquea, así que lo ayudo. La cojo por el delicado mango y la saco, momento en el que la sangre comienza a manar a borbotones de la herida, con él intentando pararla en vano.

Me tomo un momento para regocijarme con la visión de su cara, cuello y pecho llenándose de sangre, negra a la luz de la luna. El orgullo me llena, incluso cuando sé que quizá lo mejor sería morir, pero nunca bajo los términos de alguien más. Un placer malsano me enardece y pronto decido que, si ya estaré aquí para siempre y ya maté a uno de mis compañeros, más vale acabar con el otro.

Me voy sobre él ahora que está debilitado. Muy brillante no es, pues sigue subestimándome. Le corto la garganta tal como a su desafortunado amigo y, mientras intenta huir de mí, ahora soy yo quien está sobre él. Entra en pánico rápidamente y, como un vil cordero en el matadero, yace ante mí sin oponer resistencia cuando me siento sobre su amplia barriga. Es incapaz de detenerme cuando clavo el escalpelo en su otro globo ocular o cuando le abro la boca y le corto la maldita lengua con la que se atrevió a tocarme.

Todo termina rápido, demasiado para mi gusto. Se ha desangrado y lo observo durante los segundos que me toma salir del éxtasis de ver y oler la sangre. Tiro la navaja y la lengua ensangrentada hacia un lado y después busco en el bolsillo de su camisa antes gris y ahora negra, empapada en sangre, donde encuentro un paquete de cerillas y un par de cigarrillos.

Aún montado en él, completamente desnudo y lleno de mi propia sangre y la ajena, enciendo un cigarrillo que me sabe a gloria. Río un poco al notar que el agua de la regadera sigue corriendo, llevándose los vestigios de sangre. Vuelvo a observar la luna llena, tarareando la canción que sigue grabada en mi mente, así como la visión del precioso ángel que espero volver a ver, aunque sea en otra vida.

Escucho que la puerta del baño se abre y trato de terminarme el cigarrillo antes de que me castiguen.

Capítulo 3

La persona menos indicada

BILLY

Hay algo especialmente seductor en los fulgores neón al bañar el cuerpo semidesnudo de una hermosa mujer. Hay algo cautivador, casi hipnótico, en la manera en la que se pegan a la piel, una simbiosis íntima que deslava los posibles imperfectos de ella, la curvilínea puta que se vende como una diosa ante los incautos por falta de afecto.

Son patéticos y, una vez más, soy parte de ellos: sentado en el área privada de un cabaré de mala muerte con una piruja de rodillas entre mis piernas zampándose mi verga de manera entusiasta por compromiso, y otra bailando para mí al ritmo de música desactualizada.

El placer es el escape de los cobardes, un mito hedonista que nos creemos cuando las circunstancias se prestan. A la menor provocación, corremos a los cálidos brazos de la diversión, ahogamos las penas entre los pechos de una mujer, retacándonos las venas de drogas, versión líquida o esnifada. Colocado en alcohol y cocaína, y con efectivo pagado de manos sucias por mirar hacia otro lado, vine buscando algo que me haga olvidar, pero, mientras soy atendido por dos de las mejores bailarinas del peor antro de la ciudad, me encuentro incapaz de lograr mi cometido.

Mi mirada se pierde, fija en algún detalle insignificante de la mujer que baila para mí, en algún punto de su piel pintada de violeta y azul gracias a las luces a nuestro alrededor. Y así como mis ojos se ausentan, la mente va detrás con prontitud, presurosa e ingenua como Alicia detrás del conejo blanco.

Y el país de las maravillas tiene un nombre: Mary Jane. Lo que encuentro al fondo del embrollo de mi mente es su maravilloso rostro de ángel y esos fríos ojos celestes, la perniciosa curva de sus caderas y sus lágrimas, las cuales no pararon hasta que la dejé frente a su hogar, un pequeño departamento en una lujosa zona, muy probablemente regalo de su desinteresado y millonario padre.

Las razones de que mi mente recurra a ella no me interesan, ni siquiera cuando, lejos de tedio, logro sentir algo de placer con las chupadas flojas de Tatiana, o Shoshana, o como se llame. En la privacidad absoluta de mis pensamientos intoxicados, me permito pensar en aquella belleza que cautivó a Shannon y a mi padre, que logró que uno enloqueciera y se descuidara, y que el otro bajara la guardia. Ambos quisieron protegerla de un mundo cruel que no aprecia su hermosura y ahora está sola, a merced de un lobo hambriento de venganza.

Es especialmente siniestro cuando el deseo colinda con el odio.

—Para —le ordeno a Teresa, tirando de su cabello para separarla de mí.

Unos ojos castaños me miran con disgusto, sus labios manchados de rojo, hambrientos del dinero que puede sacarme succionando. Simplemente la empujo, sin explicaciones. La joven se pone de pie y yo la sigo, subiéndome con rapidez la bragueta para después sacar el efectivo del bolsillo interno de mi chaqueta y de ahí contar el dinero que dejo sobre la mesa.

Cojo la botella de güisqui antes de salir.

La calle está fría y oscura. Bebo refugiado en la clandestinidad que ofrece un barrio tan deplorable. Subo al auto y comienzo a conducir sin un rumbo en mente, la botella a un tercio entre mis muslos para tenerla al alcance en cualquier momento. Al detenerme en una luz roja, saco mi pequeño frasco repleto de polvo blanco del bolsillo y esnifo directamente de la boquilla para, acto seguido, encender un cigarrillo. Mi cuerpo exige descanso después de casi un mes de juerga continua, pero mi mente no me dejaría dormir de todas maneras.

Aún tengo la duda, pero no me atrevo a mirarlo de frente.

Querría matarlo, lo haría con mis propias manos. Es la única manera de expiar el dolor y la única de matarlo y estar seguro de que está bien muerto. Se siente invencible y a veces lo parece si asesinó a dos de sus atacantes, incluyendo un tipo que medía dos metros y pesaba al menos cincuenta kilos más que él. Cuando no pienso en Mary Jane con culpa, pienso en él: en atraparlo en una sala sin ventanas y desquitar toda mi rabia, en desfigurar su bonito rostro con mis puños hasta no poder ver más su maldita sonrisa insolente diciéndome: «Te lo dije, debiste matarme».

Y es imposible pasar por los pensamientos homicidas sin llegar eventualmente al dolor que martiriza a mi corazón. He llegado ya cuando me percato de que lejos de ir a la casa que ahora tengo para mí solo, he conducido al cementerio donde descansan mi padre y mi amada Ava.

No puedo entrar a deshonrar sus tumbas, pues ya pasan de las dos de la mañana y los enormes portones negros del cementerio están bien cerrados. Una terrible lluvia se desata como si acompañase mi trágico estado. Miro hacia dentro, al montón de lápidas blancas y sencillas rodeadas de la oscuridad del verde bosque que se cierne en torno a la muerte, cuidando el descanso de los difuntos.

Bebo y esnifo, hundido en una tristeza cuyo único escape es definitivo y es aterrador para alguien que solía amar las mieles que ofrece la vida. En medio de la lluvia y acompañado únicamente por la música proveniente de la radio, me sumerjo en las viejas memorias, a pesar de que eso solo aviva las llamaradas del dolor.

Pienso en mi padre, en cuando me enseñó a andar en bicicleta y cómo me abrazó con la primera rodilla raspada, diciéndome que lo lograría la próxima vez. Lo recuerdo entusiasta, siempre positivo. Lo recuerdo sonriéndome, siempre de buen humor, y todavía no puedo entender cómo lo lograba después de haber visto un montón de horrores fuera de casa.

Mi padre siempre quiso mantenerme al margen de su profesión, quizá por eso nunca le gustó que siguiera sus pasos.