Pascual López - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Pascual López E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Pascual López es la primera novela de Emilia Pardo Bazán. Aborda la supuesta autobiografía de un estudiante de medicina con corte romántico y realista en Santiago de Compostela.-

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Seitenzahl: 312

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Emilia Pardo Bazán

Pascual López

 

Saga

Pascual LópezOriginal titlePascual LópezCover image: Shutterstock Copyright © 1879, 2020 Emilia Pardo Bazán and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726685756

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

Prólogo

Va arraigándose cada vez más la costumbre de que toda obra que sale a luz y no lleva al frente un nombre de autor acreditado y aplaudido ya del público, se ampare bajo la égida protectora de un prefacio más o menos extenso, con la firma de algún célebre crítico o prosista, al modo que en las tertulias los antiguos asistentes presentan e introducen a los modernos. Este requisito del prólogo, elevado ya a sacra fórmula del ritual literario, no lo suelen omitir nunca los autores noveles, particularmente si pertenecen al sexo menos dado a manejar la pluma.

El prólogo es, de ordinario, una disertación acerca de la índole y género de la obra que encabeza; disertación que así puede condensarse en escasas páginas como crecer, a favor de lo elástico del asunto. Halla con esto el prologuista ocasión oportuna de mostrar y lucir sus conocimientos, ya renovando y trayendo a colación añejas contiendas entre escuelas rivales, e ingiriendo con maña y tino unas cuantas citas de autores antiguos y modernos, ya discurriendo con agudeza o profundidad sobre cuestiones y puntos de crítica delgada y sutil. Con lo cual, y la indispensable añadidura de elogios calurosos y razonadas exhortaciones al autor, y de no pocas advertencias al público, a fin de que observe e inscriba en el anuario la nueva estrella que acaba de asomar por el horizonte, termina el prefacio y queda el joven libro apto para arrostrar la terrible prueba de la publicidad, como Don Quijote, después que el ventero le hubo conferido la gloriosa orden de caballería, quedó dispuesto para todo linaje de empresas y aventuras.

No encuentro yo ciertamente reparo grave que poner a esta usanza del prólogo, excepto que suena a literario reclamo lo de realzar con el barniz de un apellido brillante otro ignorado y modesto, a lo cual suelen añadir los editores la maliciosa treta de imprimir en la portada, en letras tamañas como nueces, el nombre del autor del prólogo, mientras para el de la obra usan un tipo menudito como alpiste. No obstante, confieso y declaro que tengo por tan poderoso el atractivo de las reputaciones y glorias adquiridas en el palenque de las letras, que no me extraña que aun per accidens nos agrade enlazarlas a nuestra personalidad humilde; de suerte que, a no saber yo de buena tinta que a ninguno de los ilustres amigos con que el cielo me favoreció sobra tiempo ni faltan ocupaciones, quizás hubiera acatado la ley del uso, pidiéndoles media docena de páginas de su galana prosa para que rectificasen y diesen tono a la desabrida mía. Pero fuera abuso distraer y molestar, con poca causa, a ingenios que en mejores trabajos se emplean.

Un riesgo corre asimismo, en mi entender, quien decora con fachada opulenta pobre choza; y es que la proporción y gallardía de aquélla pongan de manifiesto la mezquindad y miseria de ésta. ¡Cuántas veces ocurre comprar un libro, y leído con deleite el prólogo, arrojar con enfado el resto, que por comparación resulta insufrible! No es otra la suerte de la fea que atrevida se coloca al lado de una beldad. Suele acontecer a menudo que en los propios encomios que al autor dirige el prologuista, se nota un matiz de deferente compasión, claro indicio de que en ellos entra más amistosa indulgencia que sincero entusiasmo. Bien es verdad que por ventura puede ocurrir que el autor, andando el tiempo, se sobreponga y vuele más alto que el condescendiente crítico que le perdona la vida: díganlo los prólogos de las obras de uno de nuestros ingenios más floridos (que por más señas vestía faldas y ya abandonó este mundo), prólogos en que no deja de marcarse la tendencia indicada. También se ve frecuentemente que las alabanzas sembradas con largueza en el prólogo aparecen tan desmedidas y pomposas, que el lector, con escasa caridad, vuelve la oración por pasiva. Yo, que reconozco en los prólogos tales inconvenientes, debo, sin embargo, hacer constar que no me he visto a ellos sujeta; pues la única obra mía que anda precedida de un prólogo (el Ensayo crítico sobre las obras del Padre Maestro Feijoo), tuvo la dicha de hallar un prologuista tan diestro y docto, que midió el loor y la censura hasta donde ésta por delicada no ofende, y aquél no empalaga por discreto.

Hay, con todo, ciertos libros que de suyo piden prefacio; señaladamente los volúmenes de poesías líricas o heroicas, que nada pierden con que les preceda una crítica inteligente y sentida, las obras trascendentales que encubren pensamiento profundo bajo ligeras apariencias, como son las sátiras de gran alcance; las producciones, en suma, cuya intención doctrinal no resulta bastante clara y determinada para la mayoría del público. Siempre que el prólogo ponga al lector en camino de leer con más provecho la obra, diré que es acertada añadidura o complemento indispensable. Donde no, me parecerá una superfluidad, que puede en sí ser bella, pero que cabe suprimir sin daño alguno del libro.

En vista de todo lo ya apuntado, consideré que no teniendo Pascual López mayores ínfulas que de novela sencilla y más o menos entretenida, bastábanle para introducción unos renglones de su propia autora. En ellos cabe cuanto acerca de tal libro puede, según entiendo, decirse: Pascual López es el extracto, atinado y puesto en orden, de los apuntes autobiográficos de un estudiante de medicina en la insigne escuela compostelana. Por antojárseme que las aventuras, comunes unas y extraordinarias otras, del pobre mozo, alcanzan a proporcionar con su lectura un rato de solaz al que las repase, me tomé el trabajo de corregir y enmendar las confusas notas, de esclarecer algunos puntos oscuros y mal explicados que advertí en ellas, de apoderarme de las ideas del estudiante, desenvolviéndolas, de acortar hartas divagaciones, y de reemplazar el estilo no muy castizo con el mío que, sin ser inmejorable, aventaja extraordinariamente al de mi protagonista.

Agradome la tarea de pergeñar y dar forma a las sueltas hojas del diario de Pascual López, ya por si su publicación puede mover al gobierno y a los sabios a escudriñar lo referente al importantísimo asunto y problema que en ellas se menciona, ya porque los sucesos de esta historia pasan en un pueblo de mí tan preferido y visitado como Santiago. Me inspiran singular predilección e interés las ciudades antiguas y melancólicas, envueltas en sus recuerdos, como un rey caído en el armiño y púrpura marchita de su augusto manto. En España, nación cuyo pasado hace palidecer más y más al presente, son bellos para el pensador los lugares que hablan con sus monumentos elocuentísimos, con sus soberbias carcomidas piedras, con la silenciosa majestad de su abandono. Toledo, Burgos, Salamanca, Santiago, guardan cual urnas cinceladas y roídas por el tiempo, las cenizas del espíritu nacional, el polvo de los colosos de nuestro espléndido ayer. De todos estos sarcófagos imponentes, el que más huella imprimió en mi fantasía fue Santiago; no en verdad porque su leyendario atractivo o el carácter tradicional de sus edificios me parezca superior al de otras poblaciones españolas, sino porque hubo de ser la primera que en la aurora de la vida despertó mi mente a la contemplación de edades muertas, bajo los pilares de su Catedral y en las revueltas de sus tortuosas calles. Consagrele las primicias de mi imaginación adolescente, y a despecho de cuantas maravillas arqueológicas pude más tarde admirar en mi patria y en extrañas tierras, no se borró jamás aquella impresión viva y temprana. De suerte que vi con interés grande localizada en Santiago la trama de Pascual López.

Por si algún crítico, de estos que se empeñan en profundizar el sentido de los libros más que sus mismos autores, se dedica a inquirir cuál sea mi propósito y qué es lo que quiero significar con la autobiografía de mi estudiante, haré una salvedad, anticipando la única explicación que me es posible ofrecer a los asiduos destiladores de quinta esencia. Sin que yo me atreva a terciar en la acalorada polémica, a cada paso rediviva, del arte docente y el arte desinteresado (cuestión abstrusa que me pone miedo cerval con recordarla sólo), diré que creo que toda obra bella eleva y enseña de por sí, sin que el autor pretenda añadir a la belleza la lección. Mas el punto estriba cabalmente en que sea bella la obra. ¿Lo es mi novela? No estoy autorizada para decirlo: mi voto es recusable. De encerrar Pascual López, en su género, alguna verdadera belleza, contendría también alguna enseñanza. De no, las enseñanzas que tratase de inculcar alcanzarían sólo a hacer más tediosa la novela. Claro está que en mi pensamiento alguna significación moral tienen los personajes de la obra; pero si he andado tan torpe en el arreglo y refundición de los apuntes de Pascual López que no logre que el lector inteligente y discreto saque la consecuencia de lo que lee, prefiero callármela, no sea que me arguya con que, puesto que la quise decir, debí haberla dicho.

Y no añado más a la introducción, que antes enfada lo largo que disgusta lo breve. Terminaré declarando con sinceridad que, a pesar del amor que inspiran los hijos del entendimiento, no me sorprenderá que esta obra se sumerja en el golfo del olvido, donde anualmente caen tantos libros, quizás más sazonados, gustosos y amenos que Pascual López.

 

Santiago, abril 16, 1879

- I -

No creo que venga a cuento para la narración de esta verdadera cuanto inverosímil historia, decir cómo fui por mis padres consagrado desde mi tierna infancia al arte de Hipócrates y Galeno, y cómo hube de dejar el regalo de los paternos lares por la estrechez de una mísera posada. Ignoro en qué particulares signos y marcas pude revelar disposiciones felicísimas y raras aptitudes médicas; pero es lo cierto que una mañanica me hallé en Santiago hecho estudiante.

Cuando tal aconteció era yo un mozancón más espigado de lo que mis años pedían, muy reñido con los libros y muy amigo de pasarme las horas vagabundeando o mano sobre mano. Pienso que esta mi holgazanería fue cabalmente la que inclinó a mi familia a dedicarme al estudio. La cava, la siembra, la siega, no entraban en mi reino: luego yo tenía a la fuerza que ponerme a sabio. Mucho trabajo me costó deshabituarme de la rústica abundancia que en su hogar montañés ostentaban mis padres, a fuer de ricachones labradores gallegos; (y es de advertir que estos tales, a pesar de su fama de cicateros y mezquinos, son, según la experiencia y viajes me han demostrado, los mayores pródigos y manirrotos de toda España). Ello es que yo, al beber el caldo turbio y chirle que nos regalaba la fementida patrona, al engullir su pelado puchero, traía a la mente las perpetuas bodas de Camacho que atrás dejara, y envidiaba de todo corazón a mis hermanos, los que quedaban arando sin pensar en mojigangas de estudios ni de Universidades.

Si era en otoño, decía para mi sayo: tiempo de vendimia, de castañas, nueces y mosto, ¡quién te cogiera allá! Si en invierno: ¡valientes perniles y chorizos cocerán en el pote de casa! Si en primavera: ¡viérame yo buscando nidos de jilgueros y lavanderas, moras y fresillas silvestres, y no preso en estos bancos y oscuras cátedras! Y finalmente, en carnestolendas recordaba el antruejo que solíamos vestir, pereciendo de risa, con todos los trapos que hallábamos a mano, dándole por corona un ruedo de paja, por cetro una escoba, y pintorreándole de hollín la cara, mientras la sartén puesta en la trípode cantaba el estribillo con que suele acompañar el nacimiento de las amarillas filloas. A veces, como para irritar mi deseo, llegábame una famosa remesa de jamones, pilongas y tal cual abigarrada perdiz, muerta en los maíces a perdigonazos del cura de nuestra parroquia. Poseíame entonces violenta murria o nostalgia, al través de cuyos vapores divisaba cuadros campesinos, embellecidos por el espejismo de la distancia: ya las noches de deshoja, en que a la luz del candil mortecino, sentados en el suelo y haciendo corro, desnudábamos de su follaje la rubia espiga, no sin broma y algazara; ya las mañanas de romería y fiesta patronal, cuando repican alegremente las campanas de la iglesia y rasgan el cielo los cohetes, y la angosta nave, sembrada de manzanilla, espadaña e hinojo, se impregna de nubes de incienso; y a las tardes primeras de octubre, cuando turbulenta reata de chicuelos asa al rescoldo manzanas y castañas en lo más recóndito del bosque.

Santiago no era ciudad a propósito para aturdir con bullicio mis melancolías, ni para embelesar con pueriles entretenimientos mi joven imaginación. Monumentales edificios, altas iglesias con grandes retablos de amortiguado oro, calles estrechas e irregulares con arcos de soportal, que parecen hechos de encargo para misterios y tapujos, y de vez en cuando cortadas por la imponente mole de alguna blasonada y desierta casa solar o de algún convento de verdinegras tapias y rejas mohosas; paseos cuyos árboles se deshojan lentamente y sus hojas mueren bajo los pies de escasos transeúntes; alrededores apacibles, mudos, verdes y frondosos a causa de la humedad, pero sellados con la tristeza peculiar de los países de montaña: tal es Santiago. De día, a la luz del sol, la Jerusalén de Occidente (que así suele ser nombrada en elegante estilo), parece venerable y pacífica, sin austeridad ni ceño; pero en las largas noches invernales, cuando en las angostas calles se espesa la oscuridad, y la enorme sombra de la Catedral se proyecta en el piso de la Quintana de muertos y el reloj cuenta las horas con lengua de bronce, y la luna vierte vaporosas olas de luz sobre las caladas torres, la impresión que produce Santiago es solemne. ¡Oh, si yo fuera dado a filigranas poéticas!, ¡qué linda ocasión se me ofrecía ahora para describir los efectos de perspectiva que en la serenidad nocturna producen los majestuosos edificios, mudos testigos de la muerta grandeza de tan ilustre ciudad! Aquí venía como de molde recordar los antiguos peregrinos, que en otros siglos se postraban ante el bizantino Apóstol, rígido y severo bajo su pesada esclavina de purísima plata; las leyendas, las consejas más o menos tradicionales que cada callejuela de Santiago puede narrar, desde aquella que vio caer a un arzobispo bajo el puñal de los asesinos cuando en sus manos llevaba la Sagrada Forma, hasta la que presenció la agonía del inocente Ome Santo. Pero así me curaba yo de leyendas como de lo que ahora acontece en la China. Traíanme a mal traer mis primeros estudios elementales, que a mí se me antojaban fundamentalísimos. Como el día se me iba volando, entretenido no sé en qué, fuerza era aplicar los codos de noche. ¡Vigilia eterna que iluminaba la dificultosa claridad de una vela de sebo! Porque al tiempo que yo comencé a dar frutos de ciencia, no había llegado aún a aquellas alturas el petróleo, y sólo unas complicadas lámparas de gas schiste atufaban a los amigos de novedades. En las horas perezosas de tales noches me familiaricé con los ruidos de la calle, y distinguía ya el paso cadencioso de los serenos del andar precipitado del transeúnte que se acogía a su techo, escandalizándose de pisar el arroyo a las diez. Acompañábanme asimismo los gritos guturales y plañideros con que pregonan los vendedores las ostras y lampreas, y el regocijado cantar de los estudiantes, que, más felices que yo, hacían novillos a Minerva para festejar a Apolo.

El estudiante que cuenta con amigos y dinero, que puede frecuentar círculos, teatros y demás lugares de recreo y solaz, vive alegre el tiempo que considera dulce paréntesis entre la severidad de la casa paterna y los deberes y cargas del estado matrimonial. Pero yo, pobre de mí, era un mocosuelo medio campesino, hecho a la soltura rural, y más provisto por mis padres de admoniciones y consejos que de ochavos; de suerte que me hallaba en Santiago como enjaulado pájaro, que ni aun alpiste y lechuga a discreción posee. Iba muy de mañana al Instituto, tiritando a pesar de mi carrik; cabeceaba de sueño durante la conferencia del profesor; pellizcábanme mis compañeros de banco, no sé si por caridad o entretenimiento, y solía yo replicarles con otros pellizcos, no sin ponerme en ocasión de ser favorecido con encerrona o filípica. Las tardes me solazaba y esparcía embistiendo a pelotazos a los murallones del monasterio de San Francisco o de la Compañía de Jesús, o bien en tumultuosa junta con otros de mi laya reñía descomunales batallas a canto pelado por aquellas amenidades de Santa Susana y del río de los Sapos. Algún anochecer, y particularmente los domingos jugábamos una brisca zapatera o un tute real mis compañeros de posada y yo; arriesgábanse ochavillos, acaso tal cual pieza isabelina de dos cuartos (los perros grandes y chicos no habían penetrado aún en nuestro sistema monetario, a merced del huracán de las revoluciones), y quizá llegaban a atravesarse cigarrillos de papel, ofrecidos por los talludos para mejor viciar a los novatos, y en que el tabaco solía recibir aleación de raspaduras de madera.

Poco a poco, conforme corría el tiempo y penetraba yo en la comunión escolar, empecé a percibir que iba acordándome menos y con menor cariño de mi aldea, a la vez que me convencía de la posibilidad de ser estudiante sin abrir los libros, que, sosegados, inofensivos y bonachones, dormían el sueño del justo en el cajón de la mesilla de pino, mueble el más lucido de mi palacio. Fuime acostumbrando a estudiar en el año obra de un mes, distribuido de esta suerte: quince días a principio de curso y quince a fin. Los quince primeros eran los que tardaban en borrarse de mi ánimo y oído el eco de las no muy blandas razones con que mi padre me exhortaba a aplicarme para llegar a ser hombre de provecho, y de las prolijas súplicas de mi madre, encaminadas a que me zampase todo el saber humano, siempre que pudiese digerirlo sin detrimento de la salud. Los quince últimos eran los que precedían al terrible trance de los exámenes. En aquel período se desplegaba la concienzuda actividad con que los gallegos ponemos en planta lo que se conoce por trasacuerdo. Allí el intelecto se prensaba y apretaba, y la memoria se estiraba, almacenando en ella a escape especies e ideas, como los viajeros descuidados amontonan a última hora ropa en los baúles. Allí era el tomarse las lecciones unos a otros, incrustándolas en la retentiva hasta poder repetirlas como papagayos. Allí el sudar, el maldecir de la larga holganza, el proponer mayor asiduidad para otro curso, el comer poco, el dormir menos, el soñar alto, el consultar el rostro del profesor como un barómetro, por si a dicha revela hallarse de buen talante y estar propicio y dispuesto a consentir que pasen carros y carretas por el estrecho sendero del saber; allí las recomendaciones sin número, las intriguillas sin cuento, las influencias suaves y eficaces, y por último, hasta las respuestas de antemano escritas con lápiz en el blanco puño de la camisa del examinando... Tras de angustioso purgatorio, vislumbrábamos el paraíso de las vacaciones.

Así, yendo un año y viniendo otro, fuime aficionando cada vez más a la libre vida estudiantil, que tiene fueros de gremio e inmunidades de cofradía. Ya no me curaba de despachurrar terrones, y ordeñar cabras y vacas allá en la montaña; ya comparaba con cierta fruición mis ropas de señorito y mis manos pulidas con el rústico arreo y las garras callosas de mis parientes. Más me divertían los espectáculos que toda villa, incluso Santiago, ofrece a la mocedad aturdida y casquivana, que los agrestes pasatiempos que encantaran mi niñez, a pesar de que en éstos me daba yo tono de personaje, y era el gallito de la reunión, subyugada por mi futura grandeza.

Al acercarse octubre volvía a mi elemento, a Santiago. Aquello de pasarse las horas muertas en un cafetucho, teniendo una copilla de ron o marrasquino delante y asido con la indecisa mano el seis doble del dominó o la torre del ajedrez; aquel dar vueltas, al oscurecer, rebozado en derrotada capa, por los lóbregos soportales de la Rúa del Villar, o por las tortuosas curvas del Preguntoiro, saboreando la delicia que experimenta todo español de raza al pasearse sin objeto ni necesidad; aquel entrarse de rondón por un baile, si no de candil, por lo menos de quinqués mal despabilados, y danzar con juvenil ímpetu y elásticas piernas, hasta que falta el aliento o interrumpe el placer una quimera en que la gente artesana y la estudiantil vienen a las manos, y llueven mojicones, y menudean puñadas, y se reparten y reciben a bulto sin saber de quién, finalizando todo con la aparición de la policía; aquel apostarse en el pórtico de una iglesia o en el hueco de un escaparate de tienda, saludando con requiebros a los lindos palmitos que cruzan garbosos y ligeros, o con cuchufletas a las dueñas quintañonas que salen arrastrando los pies; aquel chillar, silbar y apostrofar desde la cazuela del Teatro; aquel salir en Carnavales de tuna con manteos y tricornios, y una cuchara y tenedor cruzado sobre la frente, cantando en festivo tono bulliciosas jotas... Niñerías eran y desahogos de los verdes años, que acaso no revelaban gran cultura; pero tan singularmente atractivos, que corrían días y pasaban semanas, y andaban meses sin que me cansase la bohemia y picaresca vida. Excusado es añadir que con ella fui dando razonables sangrías al bolsillo paterno. Cada vacación me llevaba yo sabido mayor número de tretas para explotar el filón de la credulidad de los autores de mis días. Unas veces era que nos habían exigido que nos presentásemos en cátedra muy lechuguinos y peripuestos, lo cual demandaba cuarenta pesos para un traje de lo más exquisito; otras que una grave enfermedad me costara tanto de médico, tanto de drogas y cuanto de gallina en el puchero; otras, que siéndome insuficiente el alimento de la posada (mentira que andaba a dos dedos de ser gran verdad), comprendía mi presupuesto partidas de queso, pan, vino y demás tente en pies, y, por último, así como el estudiante del cuento hizo de Marco Tulio Cicerón tres personas distintas, convertí yo cada autor de texto en varios autores. El corazón materno se ablandaba fácilmente con súplicas reforzadas de caricias y cucamonas, e iba soltando unas pesetejas y aun por ventura algún doblón de a cuatro muy envuelto en trapos o papelitos: poca cosa todo, pero mucha para la hacienda de mis padres, que si en su aldea vivían ancha y holgadamente, y pasaban plaza de Fúcares, no podían, sin embargo, estirar algo el pie sin sacarlo fuera de la manta: ley común en Galicia, cuya propiedad está muy fraccionada, y donde no existen los caudalazos saneados de Castilla y Andalucía.

Con toda su escasez las dádivas así recaudadas me sobraban a mí para darme tono y triunfar entre mis compinches. Estos no pertenecían enteramente a aquella clase de hambrones que viven de un poco de caldo y tocino, cuando no de la gracia de Dios, y que a la luz de una torcida empapada en saín estudian como benedictinos; ni tampoco eran de los privilegiados alumnos de Minerva que se alojan en la mejor fonda o casa de huéspedes, encargan ropa a Madrid, y visitan a los profesores dejándoles tarjetitas de cartulina inglesa. Representaban mis compañeros la mayoría mesocrática; mozos a quienes su familia mantenía sin estrechez, pero sin asomo de lujo; provistos de lo necesario y privados de lo superfluo; que contaban con puchero y capa, mas no con café, licores y levita flamante. Por ende, el que sentía en el bolsillo del chaqué la grata pesadumbre de un duro, miraba a sus colegas de alto a bajo, hablaba gordo, convidaba y era momentáneamente el jefe de la partida. Hartas veces lo fui yo, merced al derecho divino de la moneda de a veinte.

Pero así como no hay mal que cien años dure, tampoco no hay embuste que al fin y al cabo no llegue a descubrirse, por raro e imprevisto modo. Sucedió que mis padres, no sé en qué forma, llegaron a enterarse de que mi conducta no era fiel trasunto de la del estudiante aplicado y metódico, y de que las asignaturas perdidas a pretexto de enfermedades no lo fueron sino por mucha holgazanería y mayor descuido. Recibieron tales informes a mediados del año escolar, precisamente cuando me hallaba más embebido en jaranas y francachelillas. Vivíamos entonces en fraternal consorcio bajo el techo de una misma posada cuatro mozalbetes, de los cuales tres arribáramos, no sin muchos tropezones y caídas, a los primeros años de medicina: y digo a los primeros, porque aprovechando la libertad de enseñanza proclamada recientemente, mezclábamos asignaturas de dos años diferentes. De perlas nos venía el oleaje del río revuelto, porque nos proponíamos tentar el vado en muchas clases, que, a mal dar, siempre despacharíamos seis u ocho siquiera. El cuarto comensal estudiaba, digámoslo así, farmacia, y estaba ya en tercer año; era este tal nuestro decano, mentor y bufón en una pieza: el que nos enseñaba a contestar con descaro en los exámenes, a disertar un cuarto de hora sin decir nada entre dos platos, a hurtar a la patrona algún fiambre culpando al gato inocente, a todo género de diabluras en fin. Llamábase Cipriano, y era avellanado y enjuto, de largos dientes y ojos burlonísimos. El resto de nuestra tribu se componía de un bendito, víctima expiatoria y blanco perenne de nuestras chanzonetas; muy cerrado de mollera, muy terco, pero excelente en el fondo, y al cual venía de molde su nombre de Inocencio; y de un jaquetón, robusto y fornido, completamente inepto para el estudio, pero maestro en puñadas, capaz de deshacer una mesa con un dedo, y a quien sus admiradores llamaban Manuelón.

Acaeció pues, que cierta mañana, a la hora en que debíamos hallarnos como científicas abejas libando la hiblea miel de la doctrina, no estábamos todos cuatro sino muy orondos y repantigados en nuestros fementidos lechos, los cuales ocupaban un camaranchón a manera de dormitorio, en que nos había juntado no sé si nuestra amistad o la economía de la patrona. Imperaba en la habitación el más pintoresco desorden. Hallábase perfumada la pieza con infame esencia de tagarnina, con tufillo de pábilo de sebo; sembrada de prendas de ropa por aquí y por acullá, de botas en mal uso y de algún libro nuevecito abrigado bajo venerable capa de polvo. La lluvia, a impulso de las ráfagas de viento, hería y bañaba los cristales de la ventana, y con ruido cadencioso y monótono escurría de las canales a la calle. Nosotros nos relamíamos de gusto tratando de necios a los que a despecho del temporal dejaran las regaladas plumas por el duro asiento que la diosa sapientísima brinda a sus hijos. Colocáramos nuestros catres de manera que las cabeceras formasen los lados de un cuadrado, cuyo centro era la mesilla de pino: y echados boca abajo, los codos descansando en las almohadas, y con luz encendida, que otra cosa no consentía lo oscuro del cielo, jugábamos a los naipes bien haría una hora.

La de las diez podría ser y nuestra animación se revelaba en risotadas, chanzas, dicterios y reniegos; y como de costumbre hacíamos infinitas trampas al bueno de Inocencio, que estaba ya cariacontecido y mohíno. De improviso vimos abrirse la puerta, pareciendo en su marco una cosa que casi nos trocó en estatuas de sal: y sin embargo no era fiero basilisco, espantable gorgona ni fatídico convidado de piedra, sino el manteo lustroso, la prolongada teja y los pies hebilludos de un canónigo de la metropolitana Iglesia en que se guardan los restos del patrón de las Españas. Entró y su primer cuidado fue abrir el chorreante paraguas que sin duda por atinada precaución no quisiera dejar en la antesala, y colocarlo en un ángulo del cuarto, de manera que escurriese en debida forma. Y después, con pastosa y profunda voz, verdadera voz de iglesia, dirigiose a nosotros, que debíamos de parecer papamoscas según estábamos de quietos y absortos, saludándonos con un:

-Felices días nos dé Dios. Beso a ustedes la mano.

El mismo silencio y suspensión por nuestra parte.

-Siento mucho haber interrumpido a ustedes, pero traigo un asunto urgente, que no admite espera. Y nosotros tan embobados. Éramos al cabo pobres diablos, que habíamos visto el mundo por un agujero. Al fin Cipriano, que tenía más camándulas y desvergüenza, rompió el hielo exclamando:

-Usted dispense. Como estamos en un traje así tan de confianza... (a él se le salían los codos por una almilla de franela, nada limpia). Si usted quiere sentarse... ahí no, en esa silla no, que no está sana... en esa tampoco... Estará usted mejor en ese baúl.

El canónigo permaneció cruzado de brazos y con gesto severo. Era hombre de vigorosos miembros y recias proporciones, de prócer estatura y pobladas cejas, que traía a la memoria los prelados batalladores que rechazaron de nuestras costas a los normandos. Todo Santiago conocía a aquel canónigo, de quien se contaban rasgos de valor y fuerza en su juventud, si bien desde que la nieve de los años cubría su sien, nadie le viese hacer más vida que la del sabio de fray Luis de León, que se la pasa a solas, ni envidiado ni envidioso. Si algo pudiera revelar en él al bizarro lancero de Cabrera, serían las inflexiones varoniles de su voz en el coro y el fuego que a veces despedían sus ojos tras de la aguileña nariz. A mí en aquel momento me pareció torvo y terrible su ademán, cuando pronunció:

-No pienso gastar mucha prosa, y para lo que tengo que decir puedo hablar de pie. ¿Cuál de ustedes se llama

Pascual López?

-Servidor de usted -contesté balbuciendo.

-Por muchos años. Pues ha de saber usted que yo conozco a su padre, a su madre, a toda su familia, y no es porque esté usted delante, pero son gente muy de bien. Su madre de usted y el difunto marido de mi hermana son de la misma parroquia, y mi hermana se pasó alguna temporada cerca de su casa de usted.

Repuestos ya todos de la sorpresa pueril de un principio, cobró Cipriano su gárrula locuacidad y desparpajo de costumbre; y alentado del tono más benigno del canónigo, dio suelta al buen humor que le retozaba en el cuerpo con estas frases.

-Señor canónigo, ya comprendo por qué se ha molestado en visitar este palacio. Usted vendrá sin duda a traer a Pascual, de parte de su familia, algo de cumquibus. Buena falta que le hace; no podía usted llegar en mejor ocasión. Repare usted el estado de sus botas.

Y señalaba las suyas propias, que se reían insolentemente a pocos pasos. El canónigo frunció sus cejas anchas, con no menor majestad que el Júpiter de Homero, y se adelantó hacia mi lecho, haciendo temblar el piso bajo la carga de su corpulencia y de las firmes pisadas de sus pies calzados con flojo zapato, sobre que resplandecía la hebilla de plata lavada por la lluvia. Gravemente se encaró conmigo diciendo:

-Bien se ve que es muy cierto cuanto me dicen sus padres acerca de los malos pasos en que usted anda, y de las peores compañías que frecuenta. A las diez de la mañana, jugando y con mocitos descarados... Ea, sírvase poner los huesos de punta que ya va siendo hora de almorzar y yo estoy en ayunas, si de pecar no.

-Si usted gusta -dije todo aturdido-, se le hará aquí chocolate.

-Usted es el que va a tomarlo conmigo, y sin demora. Vístase usted: cuanto más pronto mejor.

-Es que...

-Yo me colocaré de modo que no le impida levantarse con libertad.

Encaminose a la ventana volviéndome la espalda, y pegó el rostro a los vidrios turbios, puercos y ofendidos de las moscas, en que para mayor adorno y claridad pegáramos estampas recortadas, un general Prim a caballo, varias aleluyas y unas majas de un cajón de pasas. Desde allí recreó su vista con la perspectiva de las casas fronteras.

Mis compañeros me hacían señas y guiños, ahogando sus carcajadas y murmullos con la sábana y la manta. Cipriano reía, pero Manuelón, que gastaba sus ribetes de avanzado, gruñía descompasadamente y enseñaba los puños al canónigo, que por supuesto no podía verle. Yo no sabía lo que me pasaba, pero no dejé de echar una pierna fuera de la cama, y tras de la una la otra, acabando por vestirme en un santiamén. Terminado que hube me llegué al visitante, murmurando con ejemplar sumisión:

-Aquí estoy para lo que usted guste mandar.

-¡Pronto despachó usted! Pero, ¿ha recogido usted sus trastos, los libros y el equipaje? La criada está aguardando por orden mía para llevar la maleta.

-¡La maleta!

-¡La maleta! -replicaron tres voces.

Y Cipriano, vuelto serio, y aun con malos modos, gritó:

-¿Pero qué, se lleva usted a Pascual?

Al paso que Manuelón mugía con voz bronca:

-¿Tú te vas con él, grandísimo bárbaro? (Era la forma cariñosa de su pena por perderme).

-¿Y a ustedes quién les ha dado vela en este entierro? -dijo el canónigo midiéndolos a todos, y particularmente a Manuelón, con desdeñosa ojeada-. Yo traigo órdenes de quien por derecho humano y divino manda en este mozo. Véngase usted, Pascual.

-Pero así, de pronto... -objeté yo.

-No se necesitan preámbulos. Acabe usted de llenar su maleta. No se cuide de nada más: ya he hecho yo cuentas con la patrona. ¿Quiere usted que le ayude a liar el hato?

Obedecí por máquina. Siempre impresiona la primera vez que los padres demuestran no ser de mazapán, y aunque el castigo no amenazaba ser espantoso, moralmente me producía lo que se llama saludable temor. Los bigotes de un guardia civil me impondrían menos que las cejas del canónigo.

-Respetable señor -dijo Cipriano incorporándose en la cama-, ¿no nos concederá usted siquiera este día, para dedicarlo a la amistad? Mire usted que yo estoy afectado con esta marcha repentina, y que a Pascual las impresiones fuertes le hacen también daño.

-Ya podían venirme a mí con que me dejase llevar de este modo por un cura, refunfuñó Manuelón.

El canónigo les lanzó otra ojeada, y adiviné en el movimiento de sus cejas no sé qué tentaciones vivísimas, que particularmente tenían por blanco a aquel hércules provocativo que lucía sus brazos musculosos: mas prevaleciendo la dignidad, se volvió y no pensó sino en acelerar mis preparativos de muda.

-¡Esos libros!... ¡Anda pues si tienen las hojas por abrir! ¡Bueno va! Esa capa no coge en la maleta: póngasela usted, que llueve... Vengan esas camisas... ese pañuelo puede usted dejarlo quedar sin cargo de conciencia: parece una bandera. ¡Loado sea Dios! Ya hemos concluido.

Al cargar yo con el liviano peso de mi maleta, abastecida de todos mis trebejos, vi al canónigo que, echando hacia atrás el manteo con un movimiento enérgico de su nervuda mano, se fue derecho a la cama de Manuelón, y poniéndole la diestra sobre el hombro, con poca blandura, le dijo:

-Usted cree, sin duda, que todo el mundo es de la misma laya que aquellos estudiantes de Tuy que, siendo tres, se dejaron moler las costillas por usted, y además llamar neos y otros motes. Pues a fe que tanto vaya el cantarillo a la fuente que al fin se rompa.

Acompañó estas palabras con la sonrisa casi benévola que la fuerza inteligente dirige a la fuerza material y ciega; y Manuelón, que aunque rimaba con Salomón no tenía nada de lo de ídem, quedose como atontado palomino, abierta la boca y trabada el habla. Fui yo, entretanto, repartiendo un abrazo mudo y frío a mis coholgazanes; respondiéronme ellos con reiterados abur, adiós, que te vaya bien, chico, salud, hasta la vista; y un segundo después no quedaban en el camaranchón más señales de lo acontecido que mi cama vacía y varios regueritos de agua corriendo por el piso en el lugar que ocupó el paraguas del canónigo.

- II -