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Desde el deseo en el mar… ¿a un deber real en el altar? El príncipe Luca Fortebracci saboreaba su último sorbo de libertad, disfrutando del Mediterráneo en su lujoso yate. Estaba destinado a ceñirse una corona y casarse con una mujer sin mácula, así que la misteriosa belleza británica llamada Samia era todo lo que él no debería buscar… Pero también todo lo que anhelaba. Samia estaba encantada con los sentimientos que Luca despertaba en ella, pero sabía que lo suyo solo podía ser una aventura temporal. Un futuro con él era imposible, pues las sombras de su pasado la convertían en una mujer muy poco apropiada para ser la princesa de Luca. ¿O quizá no?
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Seitenzahl: 167
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Susan Stephens
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasión en el mar, n.º 2799 - agosto 2020
Título original: A Bride Fit for a Prince?
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-646-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL ENTRÓ en el restaurante por la puerta principal. La joven mochilera entró corriendo desde el callejón de la parte de atrás. Se encontraron en medio del bar.
Más exactamente, ella chocó con él.
–¡Perdón! ¡Perdón! –exclamó, cuando se apartó con un grito.
–No es necesario que se disculpe –contestó él.
Miró detenidamente a la recién llegada. Ojos brillantes, barbilla firme y un rostro manchado con el polvo del viaje. Era una cara interesante, llena de personalidad y bastante atractiva. A él le quedó una impresión de curvas suaves contra su cuerpo musculoso. Miró sus ojos del color de un océano esmeralda en un día tranquilo de verano, que es lo que debería haber sido aquel. Pero ¿acaso había algo que fuera tan sencillo como parecía?
–Me muero por un vaso de agua –comentó ella, a nadie en particular. Se volvió a mirarlo sin disimulo–. ¿Nos conocemos?
–Creo que no.
–¿Está seguro?
Él se tocó la barba de veinticuatro horas.
–Segurísimo.
Ella siguió mirándolo atentamente, como si el rostro de él le sonara de algo, pero su cerebro se negara a suministrarle la información requerida.
Eso le permitió a él inhalar el olor a flores silvestres de ella y apreciar sus dulces labios, fruncidos en un gesto pensativo. Aunque, cuando notó la terquedad de la barbilla y vio que entrecerraba los ojos de un modo que indicaba que estaba buscando su rostro en algún motor de búsqueda interna, decidió que «dulce» no era la palabra que usaría para describirla
–Estoy segura de que lo conozco de algo –insistió, con el ceño fruncido–. Todavía no sé de qué, pero lo recordaré –le advirtió, con una sonrisa que le iluminó la cara–. Usted está tan fuera de lugar aquí como yo y, sin embargo, parece muy relajado.
–Muy bien, Sherlock Holmes. ¿Algo más?
–Es evidente que está habituado a comer en restaurantes más pijos que yo.
Impertérrita ante el silencio de él, se volvió a mirar a su alrededor. Y lanzó un respingo.
–Estoy atónita. Creo que he entrado en el mundo de Oz. ¿La gente bebe botellas Mágnum de champán a mediodía?
–Eso parece.
Ella arrugó la nariz, divertida, y él noto que tenía pecas allí. Había entrado por el callejón situado detrás del restaurante y había aterrizado en Babilonia, donde se hablaba de vinos vintage con voz queda, como si fueran la respuesta a todos los problemas del mundo, mientras los camareros servían exquisiteces a una clientela a la que, en su mayor parte, le daba igual lo que comiera, siempre que fuera lo bastante caro para presumir de ello. Estaban en un templo al exceso de lo que era probablemente el puerto deportivo más estiloso del planeta. Él suponía que los empleados habían dejado la entrada de atrás abierta para facilitar la llegada ininterrumpida de suministros, pues ningún lugar del mundo podía esperar almacenar comida y bebida suficiente para satisfacer los apetitos de los superricos.
–Necesito agua y trabajo, y en ese orden –anunció la joven. Lo miró, buscando en él la solución–. ¿Sabe de algo? –ladeó la cabeza y lo observó con interés descarado. Sus ojos de color esmeralda expresaban inteligencia y tenía una boca hecha para besar–. Quizá pueda encontrar trabajo en alguno de esos barcos enormes del puerto deportivo.
Esperó, y al ver que él no contestaba, confesó:
–Me he quedado sin dinero. Este viaje ha durado más de lo que espera. Hay mucho que ver y muy poco tiempo para verlo todo.
–¿Tiene una fecha límite? –preguntó él.
–No exactamente –contestó ella–, pero antes o después tendré que volver al trabajo, ¿no? No puedo pasarme la vida de acá para allá. Aunque me gustaría –en sus ojos apareció una mirada de anhelo–. En algún momento tendré que dejar de viajar y probar otra vez la vida real.
–¿Otra vez? –preguntó él.
–¡Ah!, usted ya me entiende –repuso ella, con un movimiento descuidado de la muñeca.
–No estoy seguro. ¿Ha viajado mucho?
–Salí de Londres.
–¿Dónde vive y trabaja?
Ella no contestó. Miraba el puerto deportivo.
–Adoro el sur de Francia. ¿Usted no? –preguntó.
Como intento de cambiar de tema, aquel era bastante torpe.
–La Riviera es uno de los muchos lugares que me gusta visitar –repuso él.
Ella captó de inmediato su aparente falta de interés.
–¿Uno de muchos? –preguntó–. ¿No le parece fabulosa y espectacular? ¿No se siente mucho más vivo cuando está aquí? –el rostro de ella se iluminó y toda la tensión que él había detectado en ella, desapareció de pronto–. Música, comida, calor, cielos azules y sol. El modo en que la gente endereza los hombros y habla claramente en lugar de murmurar. Aquí la gente anda y habla con confianza y optimismo, en lugar de caminar encogidos dentro de gabardinas bajo una lluvia fría y un cielo gris.
–Esa es una buena defensa –admitió él, esforzándose por salir de su humor pesimista–. ¿Es usted abogada?
–No, pero a menudo he pensado que sería útil tener habilidades legales.
–¿En qué sentido?
–¡Oh, ya sabe! –contestó ella, vagamente.
–Si no es abogada, ¿es escritora? Es usted muy descriptiva.
Ella se echó a reír y apartó la vista.
–¿Por qué no pide trabajo aquí? –sugirió él.
Ella pasó una mano por su ropa arrugada.
–Con esta pinta, no me contratarían. Y además, quiero alejarme todo lo que pueda. Mi preferencia sería viajar por mar.
–¿Tiene que alejarse por algún motivo?
–¿Por qué lo pregunta?
–Solo sigo el hilo de lo que ha dicho.
–O sea que yo no soy la única detective. Será mejor que tenga cuidado con lo que digo.
–Será mejor –asintió él.
Ambos se miraron como intentando calarse mutuamente.
Ella era joven, atractiva, inteligente y animosa, una distracción bienvenida en un día difícil.
–Adivino que no trabajas aquí –comentó ella, después de mirarlo de arriba abajo y tuteándolo–. Unos pantalones cortos rotos y una camiseta sin mangas no me sugieren que busques trabajo de camarero.
–¿Yo? –él se echó a reír–. No. Creo que no me confiarían ni el fregadero.
–¿Para transportar las cazuelas, quizá? –musitó ella–. Tienes músculos de sobra.
–¿Entonces estoy contratado? –bromeó él, enarcando una ceja.
–Ya te gustaría –repuso ella.
Se echó a reír y en su mejilla apareció un hoyuelo.
–¿Y cómo es que te han dejado entrar? –preguntó ella.
–He entrado sin dudar, igual que tú. Si lo haces con confianza, nadie te para.
–Pero ¿no puedes ayudarme con lo del trabajo?
–Lo siento. Temo que no.
–¿Temes? –preguntó ella–. Hace menos de cinco minutos que te conozco, pero es suficiente para saber que no temes a nada.
Él habría estado de acuerdo con eso en otro tiempo, pero después de que la roca sobre la que había construido su vida se derrumbara y cayera en pedazos, ya no estaba tan seguro.
–¿Quizá seas el tipo de hombre con el que yo no debería hablar?
–Y, sin embargo, aquí estamos –él se apoyó en la pared lateral del bar y extendió las manos.
–No por mucho tiempo –respondió ella–. Solo necesito un vaso de agua y me largo de aquí. Apuesto a que el barman puede verte por encima de las cabezas de los demás –comentó, mirando a la gente del bar–. A tu lado, todos los demás parecen enanos. Se separarán como las aguas del Mar Rojo cuando te vean moverte. A mí no me verían aunque me ponga a saltar.
–Me halagas.
–¿De verdad? –preguntó ella, abriendo mucho los ojos–. No es intencionado, te lo aseguro.
–Está bien. Espera aquí.
–No iré a ninguna parte sin antes beber agua –le aseguró ella.
La chica lo divertía, y había vencido su reserva solo con una frase atrevida y una sonrisa atrayente. Los pechos, grandes y respingones, no la perjudicaban. Como tampoco el trasero firme, que tan bien realzaba el pantalón corto ceñido. Era muy fácil imaginar sus esbeltas piernas alrededor de la cintura de él, aunque terminaran en unas botas desgastadas que debían de ser las más feas que había visto en su vida. Mientras esperaba en la barra, se giró a mirarla. El rostro de ella trasmitía una concentración confusa y él adivinó que seguía tecleando furiosamente en su ordenador mental intentando saber de qué lo conocía.
A pesar de su aire de trotamundos, era hermosa. Manchada por el polvo del camino y sin nada de maquillaje. Su pelo, en particular, era abundante, de una magnificencia fiera. Su tono cobrizo recordaba un atardecer en el mar. Lo llevaba sujeto atrás descuidadamente con horquillas y parecía pedir a gritos que lo dejaran libre para que él pudiera deslizar los dedos entre los lustrosos rizos, echarle atrás la cabeza y besarle toda la longitud del cuello. Pero no era solo su belleza lo que le llamaba la atención. Ella tenía carácter, espíritu, lo que, en el mundo de aduladores que estaba a punto de habitar, suponía un cambio bienvenido.
Él tenía poco tiempo. Pronto regresaría al principado de Madlena para ocupar el trono después de la muerte de su hermano. La responsabilidad que eso entrañaba lo asfixiaba cada día un poco más. Aquel era su último viaje en su yate, el Black Diamond, antes de dejar de ser libre. Lo último que necesitaba era una complicación en forma de una joven descarada con una serie interminable de preguntas. Sin duda el sexo aliviaría sus tensiones, pero su elección habitual sería una mujer más mayor y experimentada que sabía lo que hacía, no una chica ingenua que recorría Europa de mochilera.
–¡Agua! ¡Por fin! –exclamó ella con aire teatral cuando él le pasó el vaso.
Cuando ella lo tomó, sus cuerpos se rozaron, lo que provocó un estallido del que ella pareció no darse cuenta, mientras que la entrepierna de él se tensó hasta el punto del dolor.
–Gracias –musitó ella, con una exhalación agradecida, tras beberse el contenido del vaso.
–¿Necesitas más? –adivino él.
–Me has leído el pensamiento. Pero no te preocupes, ya lo hago yo –le aseguró ella.
–Adelante –la invitó él, apartándose.
Cuando se había apretado contra él, había tenido una pista sobre el cuerpo de ella bajo aquella ropa gastada. Su adorada nonna, la princesa Aurelia, habría dicho que aquella joven estaba «bien hecha». Aunque era pequeña, como la abuela de él, al menos una cabeza más bajita que todos los demás del bar, lo que indicaba que sus repetidos intentos por llamar la atención del barman eran un estrepitoso fracaso.
–Está bien –admitió ella al fin–. Parece que no tengo más remedio que volver a pedirte el favor. Consíguemelo –dijo–. Yo animaré desde el lateral del campo, todo lo que sea posible con una garganta que parece papel de lija.
Su voz era inconfundiblemente británica, y su boca extremadamente sexy. Un arco de Cupido casi perfecto, que, cuando se elevaba en las comisuras, hacía aparecer hoyuelos en las mejillas.
–Date prisa –suplicó, sujetándose la garganta como si fuera la protagonista de una obra de teatro de su barrio–. ¿No ves que estoy desesperada?
–Deberías trabajar en el teatro –comentó él con sequedad.
–Sí, limpiándolo –asintió ella.
Que ella le hiciera reír, en un día en el que la risa había parecido imposible, mostraba que no era precisamente un muermo de mujer. Allí, en aquel reducto de ricos y famosos, donde las etiquetas no solo contaban sino que eran obligatorias, y donde nadie osaría aparecer dos veces con la misma ropa de diseño, ella estaba tan tranquila como una princesa, y mucho más divertida, al menos comparada con los miembros del consejo real de él. También podía crear muchos más problemas, o eso pensó cuando volvía de la barra. La había visto fruncir los labios con desaprobación al ver que lo servían antes que a los demás.
–No te he pedido que te saltaras la cola –lo regañó con una sonrisa.
–No lo he hecho. El barman es muy eficiente.
–Está bien. Pues gracias. Me has hecho un gran favor.
–Te he traído dos vasos de agua –señaló él, devolviéndola a la tierra–. Tampoco es como para que te arrodilles a mis pies.
–No tendrás esa suerte –le aseguró ella–. Por otra parte, a veces solo se necesita un vaso de agua. ¿Conoces a todo el mundo aquí? –preguntó, cuando terminó de beber.
–No. ¿Por qué?
–Porque todos te miran.
–A lo mejor te miran a ti –musitó él. Se volvió y todos apartaron la vista. La sofisticada clientela fingía no haberlo visto.
–Mmm –musitó ella, pensativa–. No lo creo –terminó el segundo vaso en un tiempo récord–. Estoy muy fuera de mi ambiente. Pero –añadió con un suspiro de alivio cuando dejó el vaso vacío en una mesa– ahora me tienes a mí para protegerte.
–¿Eso es una broma? –preguntó él.
–Tómalo como quieras –repuso ella–. Pero mi sugerencia es que no les hagas caso.
Él sospechaba que el pelo rojo era un buen indicador de temperamento fuerte, y adivinó que ella podía ser un pequeño terrier si la ponían a prueba.
–Bueno –añadió ella, casi sin detenerse a respirar–. ¿Me vas a decir quién eres? Me refiero a aparte de ser el único de aquí tan mal vestido como yo.
No se podía negar que ambos parecían completamente indiferentes a la etiqueta. Como mínimo, se esperaba que los clientes se sacudieran la arena del cuerpo antes de sentarse a comer, pero ¿quién cuestionaba a la realeza? Y ella estaba con él.
–Mi nombre es Luca –dijo él–. ¿Y el tuyo?
–Antes de llegar a eso –ella sonrió con picardía–, quiero saber cómo has conseguido que no te echen de aquí cuando tienes pinta de acabar de salir del mar.
–Eso es exactamente lo que he hecho.
–Está bien. En ese caso, yo creo que es porque, aunque unieran sus fuerzas los empleados y los de seguridad, no podrían contigo.
–¿Más cumplidos? –preguntó él con sequedad.
Ella apretó los labios y sonrió.
–Disculpa. Pero todavía no me has dicho cómo lo has conseguido.
–¿No puede ser que les caiga bien y hagan una excepción conmigo?
–Sí, y a lo mejor los cerdos pueden volar –replicó ella–. El maître parece un sargento mayor y no creo que se le escape mucha gente. O eres un hombre respetado o temido. ¿Cuál de las dos, Luca?
«Probablemente un poco de cada», pensó él.
–He estado aquí antes –admitió.
–¿Eres tripulante de uno de esos bloques de oficinas flotantes?
Luca siguió la mirada de ella hasta la hilera de superyates relucientes atracados en el muelle y negó con la cabeza.
–No eres tripulante –reflexionó ella–. Y todo el mundo parece conocerte, o sea que, o eres el cerebro criminal de la zona o un millonario fabulosamente rico disfrazado de pobre.
Él enarcó una ceja.
–Imagino que podría interpretar cualquiera de esos papeles.
–Seguro que sí –asintió ella–. Pero no conmigo.
–¿Se te ha ocurrido pensar que puede que te miren a ti?
–¿A mí? –resopló ella–. No encajo aquí. Aparte de algunas miradas de desaprobación al entrar, nadie me ha vuelto a mirar.
–Tu fabuloso pelo puede provocar comentarios.
–¡Vaya, gracias! Muy amable.
–¿Te he hecho un cumplido sin querer? –se burló él.
Ella sonrió un poco y prosiguió con el interrogatorio.
–Definitivamente, no es a mí a quien miran. Ahora que he saciado la sed, ya no parezco desesperada y no hay nada que sugiera que mi presencia aquí tiene algo de misterioso, o que busco refugio en este templo del exceso de acero y cristal.
«¿Refugio?»
–¿Huyes de algo? –preguntó él.
En lugar de responder, ella se salió por la tangente.
–El problema con Saint-Tropez es que engaña mucho. No había estado aquí nunca y, al llegar, me costaba creer que la ciudad retuviera el encanto del pueblo de pescadores original. ¡Hay tanta abundancia de megayates y coches caros! Pero las dos cosas coexisten bien. Burguesía francesa y riqueza ostentosa.
–¿No te gusta?
–Claro que sí. El contraste es lo que hace que Saint-Tropez resulte tan especial y divertido. Pero no cambies de tema. Estamos hablando de ti.
–¿Yo he cambiado de tema?
Ella se encogió de hombros.
–¡Venga, dime! ¿Eres un famoso o un fugitivo?
–Ninguna de las dos cosas. A lo mejor es que me escondo, igual que tú.
–¡Yo no me escondo! –exclamó ella.
La intensidad de su defensa reforzó en él la creencia de que eso era exactamente lo que hacía.
–Tú no puedes pasar desapercibido con ese aspecto –comentó ella–. Solo digo la verdad –añadió cuando él enarcó las cejas con un gesto irónico.
Algunas mujeres sonreían con afectación cuando lo veían. Aquella lo miraba entrecerrando los ojos, como si fuera un espécimen interesante en un laboratorio.
–El nombre de Luca no es mucha pista –comentó.
–¿Tienes que ponerle nombre a todas las personas que conoces? –preguntó él.
–Claro que no, pero tengo la sensación de que a ti te conozco –musitó ella. Frunció el ceño–. Pero olvidemos eso por el momento. Viajo sola por Europa, así que será mejor que tenga cuidado con quién hablo. Creo que es hora de que siga mi camino.
–Como quieras, pero si te preocupa tu seguridad, ¿por qué te pones a hablar con un desconocido?
–Tú pareces una persona de fiar y no me asustas.
–Eso es evidente –asintió él. Le costaba reprimir una sonrisa.
¿Dónde había estado ella los últimos meses, cuando la imagen de él aparecía en toda la prensa? La tragedia de la pérdida de su hermano mayor había resonado por todo el globo. Sus padres habían muerto en un accidente de avión y a él lo habían criado, primero su abuela, y después Pietro, y este último había muerto en trágicas circunstancias. La historia de dos hermanos separados cruelmente por el destino, con la fascinación añadida de una gran fortuna y del linaje real, había llegado a oídos de todos.
Quizá la había despistado verlo fuera de contexto. No se parecía mucho al hombre solemne de uniforme que aparecía en la prensa. Esas fotografías mostraban a un individuo de rostro sombrío y triste, de pie en un desfile, aceptando el vasallaje de las tropas que le eran leales. Ese individuo no se relajaba, sino que permanecía firme, soportando lo insoportable, que era aceptar que jamás volvería a ver a su querido hermano mayor. Las personas que lo conocían en Saint-Tropez solo pensaban que era un aristócrata millonario con un megayate que valía la pena mencionar. El Black Diamond, de tres mástiles, estaba anclado un poco alejado de la costa. Su versión moderna del diseño tradicional suscitaba comentarios, aunque no demasiados, pues en Saint-Tropez estaban habituados a los multimillonarios y los aristócratas.
El yate era su orgullo y su alegría, y un modo de escapar de un mundo hambriento de noticias. Lo había comprado unos años atrás, con los beneficios de una empresa de tecnología que había montado en su dormitorio cuando era adolescente. Se había corrido la noticia de que el Príncipe Pirata, como le gustaba llamarlo a la gente, debido a las velas negras y el casco oscuro como la noche de su yate, disfrutaba de una última ronda de libertad antes de embarcarse en una vida de prudencia majestuosa.