Pasión en el viento - Un refugio para amar - Sueños mágicos - Raeanne Thayne - E-Book

Pasión en el viento - Un refugio para amar - Sueños mágicos E-Book

Raeanne Thayne

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Beschreibung

Ómnibus Julia 452 Pasión en el viento Quince años después, Quinn seguía sin haber perdonado a Tess por haberlo tratado tan mal. Sin embargo, la enfermera viuda que cuidaba de la madre de Quinn no tenía nada que ver con la malcriada joven que él había conocido en el instituto. Pero seguía siendo igual de bella y seguía despertando el agridulce deseo de algo que él nunca tendría. ¿O tal vez sí? Un refugio para amar Lo último que le apetecía al comandante Brant Western era tener que compartir su tiempo con la famosa que estaba fingiendo ser otra persona en el rancho de su familia. A Mimi Van Hoyt, alias Maura Howard, la perseguía el escándalo allá donde iba. Pero cuando Brant descubrió su secreto, ya no pudo invitarla a que se fuera. Sueños mágicos El hombre al que Easton Springhill no podía dejar de amar había vuelto a casa con una herida grave, una niña preciosa y una explicación sobre la herida y sobre la niña que resultaba tan increíble como la excusa que había utilizado para marcharse cinco años atrás. Easton se enfrentaba a una decisión difícil: amar a Cisco y a la niña mientras los tuviera o protegerse y seguir con su vida mientras fuera posible.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 452 - enero 2023

 

© 2009 RaeAnne Thayne

Pasión en el viento

Título original: A Cold Creek Homecoming

 

© 2010 RaeAnne Thayne

Un refugio para amar

Título original: A Cold Creek Secret

 

© 2010 RaeAnne Thayne

Sueños mágicos

Título original: A Cold Creek Baby

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010, 2011 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto

de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con

personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o

situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de

Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,

utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina

Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos

los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-564-4

Índice

 

Créditos

 

Pasión en el viento

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

 

Un refugio para amar

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

 

Sueños mágicos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

ESTÁS en casa!

La voz fina de la frágil mujer que había en la cama, no se parecía nada a la que Quinn Southerland recordaba.

A pesar de su poca estatura, Jo Winder siempre había tenido una voz firme y autoritaria, acorde con su personalidad. Cuando los llamaba para que entraran a cenar, la oían alto y claro desde cualquier parte del rancho. Estuvieran donde estuvieran, sabían que era hora de volver.

En ese momento, la mujer que tanto se había esforzado para criarlo, la mujer más fuerte que había conocido en su vida, parecía una sombra de sí misma: tenía la piel pálida y apergaminada y su voz apenas se oía.

Las grietas que se habían abierto en su corazón al verla soportar largos meses, años, de enfermedad, se ensancharon un poco más. Para su vergüenza, sintió el súbito impulso de huir, de volver a Seattle, a su empresa y a la cómoda vida que se había creado allí. Deseó poder fingir que la realidad no era sino un mal sueño y que ella era inmortal, como siempre había imaginado.

Sin embargo, se obligó a acercarse al borde de la cama y envolvió los dedos huesudos en los suyos, maldiciendo en silencio al cáncer que se estaba llevando a esa mujer a la que tanto quería.

Le ofreció su sonrisa más encantadora, la que encandilaba a cualquier mujer; tanto en una sala de reuniones como en el dormitorio.

—¿Dónde iba a estar sino aquí, cariño?

Ella esbozó una sonrisa avergonzada y llevó los dedos entrelazados con los suyos hacia su mejilla.

—No tendrías que haber venido. Estás muy ocupado en Seattle.

—Nunca demasiado para mi chica favorita.

La risa de ella sonó débil pero divertida, igual que cuando él había intentado engatusarla para librarse de una regañina.

Jo no era una mujer fácil de engatusar, pero siempre apreciaba el esfuerzo realizado.

—Siento haberte arrastrado hasta aquí —dijo—. Yo… quería ver a mis chicos una última vez.

Él deseó clamar que su madre de acogida seguiría allí muchos años, que era demasiado fuerte y tenía demasiado genio para que algo tan nimio como un cáncer se la llevara, pero no podía negar la evidencia que tenía ante los ojos.

Se moría, estaba mucho más cerca del fin de lo que todos ellos habían temido.

—Estaré aquí el tiempo que haga falta —afirmó.

—Eres un buen chico, Quinn. Siempre lo has sido.

Él rezongó al oír eso. Ambos sabían que no era verdad.

—Easton no me dijo que habías incluido la hierba como parte del tratamiento.

—Sabes que no —la risa estremeció su frágil cuerpo—. Nada de marihuana en esta casa.

—Entonces, ¿qué estás fumando?

—Nada. Lo he dicho en serio. Siempre fuiste un buen chico por dentro, incluso cuando andabas metiendo a los demás en problemas.

—Sigue significando mucho para mí que lo pensaras —la besó en la frente—. Veo que estás cansada. Duerme un rato y seguiremos después.

—Daría cualquier cosa por un poco de mi energía de antes —su voz se desvaneció tras la última palabra. Se había dormido.

De pie, junto a la cama, aún sujetando su mano, la vio hacer un par de muecas de dolor.

Frunció el ceño, odiando la idea de que sufriera. Liberó sus dedos lenta y cuidadosamente. Justo entonces, Easton Springhill, su prima política y lo más parecido que tenía a una hermana, apareció en el umbral.

Se apartó de la cama y salió del dormitorio.

—Parece que sufre dolor —dijo, con voz grave.

—Así es —contestó Easton—. No lo dice, pero he notado que ha empeorado en la última semana.

—¿No podemos hacer algo al respecto?

—Hay algunas opciones, pero ninguna funciona mucho tiempo. La enfermera de la residencia de cuidados paliativos llegará de un momento a otro. Le dará algo para el dolor —ladeó la cabeza—. ¿Cuánto hace que no comes nada?

Él intentó recordarlo. Estaba en Tokio cuando recibió el mensaje de Easton, diciendo que Jo quería que volviera a casa. Aunque le quedaban dos días de reuniones destinadas a crear una nueva ruta de embarque, no había dudado en cancelarlo todo. Jo nunca le habría pedido que volviera si la situación no fuera desesperada.

Así que había reorganizado su agenda y volado a Pine Gulch. Incluyendo los retrasos provocados por una borrasca sobre el Pacífico, llevaba dieciocho horas viajando, treinta y seis sin dormir.

—Tomé algo en el avión, pero ya han pasado unas cuantas horas.

—Te haré un bocadillo, luego puedes dormir un rato.

—No hace falta que te ocupes de mí —la siguió por el pasillo hasta la alegre cocina blanca y roja—. Ya tienes bastante quehacer, dirigiendo el rancho y cuidando de Jo. Sé preparar bocadillos.

—¿No tienes a gente que hace eso por ti?

—A veces —admitió él—. Eso no significa que haya olvidado cómo se hacen.

—Siéntate —ordenó ella—. Sé dónde está todo.

Quinn se planteó insistir pero, a pesar de sus rasgos delicados y su melena rubia, Easton podía ganar a Jo en cabezonería y malas pulgas; estaba demasiado cansado para batallar. Se sentó en una de las sillas de pino que había junto a la vieja mesa y decidió dejarse mimar.

—¿Por qué no me dijiste cómo estaban las cosas, East? Se ha marchitado en estos últimos tres meses. No me extrañaría que Chester pesara más que ella.

Al oír su nombre, el viejo perro pastor de Easton alzó el morro grisáceo y golpeó el suelo con el rabo blanco y negro.

—Quería hacerlo. Lo juro —Easton dejó escapar un suspiro, mezcla de agotamiento, desánimo y culpabilidad—. Quise llamarte hace semanas, pero ella me suplicó que no lo hiciera. Dijo que no quería que supieras cómo estaba hasta… —se le quebró la voz y le temblaron los labios.

Él no necesitó que acabara. Jo no había querido que lo supiera hasta que llegase el final. Y había llegado. Jo llevaba tres años luchando contra el cáncer de mama y parecía que la batalla estaba a punto de concluir.

Odiaba la situación. Deseaba escapar de vuelta a su propio mundo, donde al menos podría fingir que seguía manteniendo el control. Pero ella lo quería en Cold Creek, y allí se quedaría.

—Dime la verdad, East. ¿Cuánto le queda?

Los rasgos de Easton se contrajeron de dolor. Había perdido mucho en la vida, esa chica a la que había considerado como una hermana desde el día en que, siendo un colérico y amargado chaval de catorce años, había llegado al rancho Winder, dos décadas antes. Entonces Easton vivía en la casa del capataz, con sus padres, y se habían hecho amigos desde el primer instante.

—Unas tres semanas —dijo ella—. Tal vez menos. Tal vez algo más.

Él deseó maldecir por la injusticia de que alguien como Jo tuviera que abandonar el mundo de forma tan cruel, tras pasar cada momento de sus setenta y dos años de vida dando amor a los demás.

—Me quedaré hasta entonces.

Ella lo miró atónita. El cuchillo con el que untaba mostaza en el bocadillo se quedó inmóvil.

—¿Cómo vas a dejar Transportes Southerland tanto tiempo?

—Quizá tenga que hacer algunos viajes breves a Seattle, pero casi todo mi trabajo puede hacerse a distancia, por correo electrónico y teléfono. No tiene por qué ser un problema. Y tengo buenos empleados, capaces de solucionar casi cualquier complicación que pueda surgir.

—Eso no es lo que ella quería cuando te pidió que vinieras a casa una vez más —protestó Easton.

—Puede que no. Pero no será ella quien decida por mí esta vez, por mucho que piense que está al mando. Es lo que yo quiero. Tendría que haber vuelto cuando todo empezó a caer en picado. No es justo que hayamos dejado su cuidado en tus manos.

—No sabíais lo mal que estaban las cosas.

Él pensó que si la hubiera visitado más, lo habría visto con sus propios ojos. Pero al igual que a Brant y Cisco, los otros dos chicos a los que Jo y Guff, su marido, habían acogido en su hogar, la vida lo había alejado de la seguridad y paz que siempre había encontrado en el rancho Winder.

—Me quedo —afirmó—. Puedo pasar unas semanas aquí echándote una mano en el rancho, en el cuidado de Jo y en todo lo que necesites; es lo mínimo que puedo hacer, después de lo que Guff y ella hicieron por mí. No discutas, porque no ganarás.

—No iba a discutir —dijo ella—. No sabes lo feliz que la hará tenerte aquí. Gracias, Quinn.

El alivio que vio en sus ojos le hizo comprender lo difícil que estaba siendo para Easton ver morir a Jo. Había perdido a sus padres muy jovencita, y después al adorado tío que la había acogido tras su muerte.

Cuando ella le dio el bocadillo de pan casero y carne asada, apretó sus dedos con suavidad.

—Gracias. Tiene una pinta fantástica.

Ella se sentó frente a él con una manzana y un vaso de leche. Al ver la delgadez de sus muñecas, curvadas sobre el vaso, lo preocupó que, al igual que Jo, no estuviera comiendo lo suficiente.

—¿Qué hay de los otros? —preguntó, tras un delicioso bocado—. ¿Has avisado a Brant y a Cisco?

Jo siempre había llamado a los tres chicos que Guff y ella habían acogido, y a Easton, su sobrina, que había sido su sombra, sus «Cuatro Vientos».

—Hablamos con Brant por el ordenador cada quince días, cuando puede llamarnos desde Afganistán. Nuestra cámara web no es la mejor del mundo, pero ha visto en directo el deterioro de Jo durante el último mes. Está intentando conseguir un permiso para venir lo antes posible.

Quinn contrajo el rostro, sintiendo un pinchazo de culpabilidad. Su mejor amigo, a medio mundo de distancia, había estado más pendiente de lo que sucedía en el rancho que él, que sólo estaba a unos estados de allí.

—¿Y Cisco?

Ella bajó la vista hacia su manzana.

—¿Has sabido algo de él? —preguntó.

—No. Recibí un correo electrónico muy vago en primavera, nada desde entonces.

—Nosotras tampoco. Desde hace meses. He intentado cuanto se me ha ocurrido para localizarlo, pero no sé dónde está. Creí que estaba en El Salvador, o un sitio similar, pero no consigo ninguna información sobre él.

Quinn tenía que admitir que Cisco lo preocupaba. Los demás habían hecho algo productivo con sus vidas: Quinn había creado Transportes Southerland tras pasar un breve periodo en las Fuerzas Aéreas; Brant Western era un honorable oficial del ejército, que estaba realizando su tercer servicio en Oriente Medio; Easton se ocupaba del rancho, su gran pasión.

Cisco del Norte, en cambio, había seguido otro rumbo. Quinn sólo lo había visto unas pocas veces en los últimos cinco o seis años, y parecía más hastiado de todo con cada año que pasaba.

Lo que había empezado como un viaje rápido a México para visitar a la familia tras un breve periodo de servicio en el ejército, se había convertido en años de viajes a lo largo y ancho de Centroamérica y Sudamérica.

Quinn no tenía ni idea de a qué se dedicaba. Sospechaba que pocas de las actividades de Cisco eran legales, y ninguna buena. Había decidido hacía años que era mejor no saberlo.

Pero sí estaba seguro de que Jo querría ver a Cisco una vez más, fuera lo que fuera que lo hiciese.

—Pondré a alguien a hacer pesquisas —tragó otro bocado—. Mi ayudante es de lo más eficiente. Si alguien puede encontrarlo y sacarlo de la cantina que considere su hogar, ésa es Kathleen.

—Conozco a la tal Kathleen —Easton sonrió sin ganas—. Me da miedo.

—Pues ya somos dos. Es parte de su encanto.

Intentó disimular un bostezo tomando un sorbo de agua, pero a Easton no se le escapaba nada.

—Ve a dormir —ordenó, con un tono que no daba opción a protestar—. Tu antiguo dormitorio está preparado. Con sábanas limpias y todo.

—No necesito dormir. Me quedaré con Jo.

—No hace falta. Sólo tiene que pulsar un botón para llamarme al móvil, en cualquier momento. Además, la enfermera vendrá para ocuparse de ella durante la noche.

—Eso está bien. Iba a preguntarte qué tipo de asistencia médica recibe.

—Viene una enfermera cada tres horas, para ajustar su medicación y ocuparse de cualquier otra cosa necesaria. Jo opina que tanta atención es innecesaria, pero sus médicos y yo creemos que es mejor así.

Eso alivió a Quinn. Al menos Easton no tenía que sobrellevar la carga sola. Se levantó de la mesa y la envolvió en un abrazo.

—Me alegro de que estés aquí —murmuró ella—. Ayuda mucho.

—Aquí es donde debo estar. Despiértame si Jo o tú necesitáis algo.

—Vale.

Subió la escalera de la vieja casa de madera. Notó que el cuarto escalón empezando desde arriba seguía crujiendo. Había odiado ese escalón. Más de una vez había sido el causante de su desgracia cuando llegaban a casa por la noche, bien pasada la hora límite. Intentaban no hacer ruido, pero el maldito escalón siempre los delataba. Cuando llegaban arriba, allí estaba Guff, con las cejas blancas arqueadas y mirada severa.

Fue hacia su dormitorio recordando lo suspicaz y beligerante que había sido con los Winder al principio.

Había visto el rancho Winder como otra cárcel, una parada más del miserable tren en el que se había convertido su vida tras el asesinato-suicidio de sus padres.

Sin embargo, allí sólo había encontrado amor.

Jo y Guff Winder lo habían querido. Le habían dado la bienvenida a su hogar y a sus corazones. Después habían hecho sitio para Brant y Cisco.

Su amor no había impedido que se metiera en líos en el instituto, pero de no haber sido por ellos, el odio y la amargura que lo corroían lo habrían llevado a la cárcel o a la tumba.

Estaría allí mientras Jo viviera. Por ella y por Easton. Era lo correcto, lo único que podía hacer.

 

 

No oyó la alarma de su reloj de pulsera, algo que no le ocurría nunca.

Cuando por fin emergió del sueño, tres horas después, Quinn se sintió desorientado. El familiar techo del dormitorio le hizo pensar que estaba inmerso en uno de esos sueños de adolescencia en los que una chica sexy abría la puerta de repente.

Pero la realidad lo aguijoneó, dando portazo a la fantasía juvenil.

Estaba en el rancho y Jo se moría. Se incorporó y se frotó el rostro. Faltaban horas para el amanecer, pero su reloj interno seguía con el horario de Tokio y supo que no podría volver a conciliar el sueño.

Decidió echarle un vistazo a Jo antes de ducharse. Ella siempre se había quejado si iban sin camisa por el rancho, aunque estuvieran cortando el césped, así que se puso la arrugada camisa del viaje. Bajó la escalera evitando el escalón ruidoso, para no despertar a Easton.

Guff había muerto de un infarto cinco años antes. Jo, desconsolada, había dejado la suite matrimonial de la segunda planta y se había trasladado a un dormitorio de la planta baja.

Cuando llegó, vio a una mujer salir de la habitación de espaldas. Pensó que era Easton.

Pero ella solía llevar la melena rubia recogida en una cola de caballo y esa mujer tenía el pelo castaño rojizo y sólo le llegaba a la barbilla.

Era más pequeña que Easton, pero de figura muy curvilínea. Al ver el delicioso trasero que reculaba de la habitación, sintió un pinchazo de interés masculino, inesperado y fuera de lugar,

Cuando la mujer se giró un poco y vio sus rasgos, todo atisbo de atracción desapareció como si hubiera caído a un lago de agua helada.

—¿Qué diablos haces tú aquí? —gruñó en la oscuridad.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

LA mujer se giró del todo y se llevó las manos al pecho, con los ojos muy abiertos.

—¡Cielos! ¡Me has asustado!

Quinn se consideraba un tipo tolerante y había despreciado a muy poca gente en su vida, aunque su padre fuera la primera excepción a esa regla.

Pero si tuviera que hacer una lista, Tess Jamison estaría en los puestos de cabeza.

Iba a volver a preguntarle qué hacía en el rancho Winder cuando sus neuronas adormiladas le hicieron comprender que el trasero que había admirado estaba cubierto por lo que sin duda era un pantalón azul de uniforme de enfermera.

Llevaba una cesta con medicamentos en una mano y una tabla con sujetapapeles bajo el brazo.

—¿Tú eres la enfermera? —preguntó, incrédulo.

—Eso creo —se llevó la mano libre al estetoscopio que colgaba de su cuello—. Hola, Quinn. ¿Cómo te va?

Él se preguntó si seguía arriba en la cama, sufriendo uno de esos inquietantes sueños de adolescencia, en los que uno se matriculaba en una clase avanzada y descubría que no había leído una página del libro de texto, no sabía nada del tema y aun así, todos esperaban que sacara sobresaliente.

No podía ser verdad. Era demasiado surrealista, que alguien a quien no había visto desde la noche de graduación, y a quien habría preferido no volver a ver, apareciera de repente en el pasillo del rancho Winder con un aspecto muy similar al que había tenido quince años antes.

Parpadeó pero, maldita fuera, ella no desapareció. Deseó despertarse de golpe.

—Tess —gruñó, sin saber qué decir.

—Correcto.

—¿Cuánto tiempo llevas cuidando de Jo?

—Dos semanas —contestó ella. Él se preguntó si su voz siempre había tenido ese tono ronco o si era nuevo—. En realidad, somos varias. Yo suelo hacer el turno de noche. Vengo cada tres o cuatro horas para comprobar sus constantes vitales y aliviarle el dolor. Tengo otros cuatro pacientes en diferentes fases, pero ella es mi favorita.

Mientras hablaba, fue acercándose. Él contuvo el aliento y luchó contra el instinto de cubrirse la entrepierna, como precaución.

No porque lo hubiera herido físicamente en su turbulento pasado, sino porque Tess Jamison, Reina del Baile de principio de curso, portavoz de graduación y reina de todo, tenía la capacidad de capar a un hombre con una sola mirada.

No olía a humo y azufre, como él habría esperado, sino a vainilla y melocotón maduro, un aroma que le hizo pensar en las tórridas tardes de verano pasadas en el porche del rancho, comiendo helado y galletas caseras.

Ella fue hacia la cocina y encendió la luz que había sobre el fregadero.

Por primera vez, la vio a plena luz. Estaba tan encantadora como cuando lució la corona de Reina del Baile, con los mismos pómulos altos, nariz delicada y labios carnosos que él recordaba. Sus ojos seguían siendo el rasgo más impresionante: verdes, almendrados y enmarcados por pestañas oscuras y espesas.

Pero habían pasado quince años y sólo el recuerdo sobrevivía a eso. Había perdido la mirada inocente y fresca que tanto lo había engañado. Tenía finas arrugas de expresión alrededor de los ojos e iba muy poco maquillada.

—No sabía que habías vuelto —dijo ella por fin, al ver que seguía escrutándola—. Easton no lo mencionó antes de acostarse.

Por lo visto, Easton había optado por callarse varias cosas.

—He llegado esta tarde —consiguió decir, no ladrar, aunque le costó cierto esfuerzo—. Jo quería vernos a todos una vez más.

No fue capaz de decir «por última vez», pero aun así, los ojos verdes se suavizaron.

Él se recordó que era una enfermera de cuidados paliativos, por mucho que le costara creerlo. Debía de estar adiestrada para simular compasión. A la verdadera Tess Jamison no le importaba nada en el planeta excepto ella misma.

—¿Has venido a pasar el fin de semana?

—Más tiempo —contestó él, con voz seca. No era asunto suyo que fuera a quedarse en el rancho Winder mientras Jo lo necesitara; ni que tuviera la esperanza de que fuera mucho más de lo que los médicos auguraban.

Ella asintió una vez, solemne, y él supo que había captado todo lo que no había dicho. La compasión de esos ojos, y su inexplicable deseo de ahogarse en ellos, exacerbaron su hostilidad.

—Me cuesta creer que hayas seguido en Pine Gulch todos estos años —farfulló—. Pensaba que Tess Jamison estaba deseando sacudirse el polvo de Idaho de sus botas de diseño.

—Ahora me llamo Tess Claybourne —sonrió—. Y los planes cambian sin saber cómo, ¿no crees?

—Empiezo a darme cuenta.

Lo picó la curiosidad de saber qué había hecho ella durante los quince años pasados. Y el porqué de la tristeza que veía en sus ojos.

Pero se recordó que se trataba de Tess. Le importaba un cuerno lo que hubiera hecho, por muy adorable que fuera su aspecto.

—Así que te casaste con Scott, ¿eh? Supongo que sus músculos de futbolista se transformaron en grasa, ¿no? ¿Sigue en el rancho con su padre?

Ella apretó los labios un segundo, después esbozó otra sonrisa diminuta.

—Ni lo uno, ni lo otro. Murió hace casi dos años.

Quinn se fustigó internamente por su falta de tacto. Por lo visto, nada había cambiado. Ella siempre había hecho aflorar lo peor de él.

—¿Cómo?

Ella tardó un momento en contestar. Fue hacia la cafetera, que estaba encendida, y se sirvió una taza como si fuera una costumbre habitual.

—Neumonía —contestó, añadiendo sacarina al café—. Scott murió de neumonía.

—¿En serio? —se extrañó él. Había creído que sólo los ancianos y los niños morían de eso.

—Estuvo… enfermo mucho tiempo. Su sistema inmunológico estaba dañado y no pudo con la enfermedad.

Quinn, aun tratándose de una mujer a la que despreciaba, no era despiadado. Se obligó a ofrecerle sus condolencias.

—Sería muy duro para ti. ¿Teníais hijos?

—No.

Esa vez, miró el café y ni siquiera se molestó en forzar una sonrisa. Quinn no pudo evitar pensar en lo surrealista que era estar allí charlando con ella en la cocina del rancho Winder, de madrugada, cuando su instinto le pedía gritar, rugir y echarla de allí a patadas.

—Jo me ha comentado que diriges una gran empresa de transportes en el noroeste —dijo ella.

—Cierto —repuso él. Era la tercera más grande de la zona, y esperaba que con los contratos que estaba negociando, Transportes Southerland subiera al segundo puesto y siguiera prosperando.

—Está muy orgullosa de sus chicos y de Easton. Habla de vosotros todo el tiempo.

—¿En serio? —no le hacía gracia que Jo compartiera con Tess ningún detalle de su vida.

—Oh, sí. Seguro que está encantada de tenerte en casa. Debe de ser la razón de que esté durmiendo tan bien. Ni siquiera se despertó cuando comprobé sus constantes vitales, y eso es raro. Jo suele tener un sueño muy ligero.

—¿Cómo están?

—¿Disculpa?

—Sus constantes vitales. ¿Cómo está?

Odiaba preguntarlo, y más a Tess, pero era de los que afrontaban mejor los retos con información.

Ella tomó un trago de café, derramó el resto en el fregadero y abrió el grifo para aclarar la taza.

—Su tensión arterial es más baja de lo que nos gustaría, y necesita oxígeno cada vez más a menudo. Intenta ocultarlo, pero siente dolor casi todo el tiempo. Me gustaría poder darte mejores noticias.

—No es culpa tuya —dijo él, aunque deseaba encontrar la forma de culparla por ello.

—A veces me siento como si lo fuera. Mi trabajo es hacer que esté lo más cómoda posible, pero dice que no quiere pasar sus últimos días atontada por drogas y calmantes. Eso limita nuestras opciones. Pero hacemos lo que podemos.

Él no podía entender que alguien eligiera una profesión así. Se preguntaba por qué una mujer como Tess Jamison, Claybourne en la actualidad, había optado por quedarse en el diminuto Pine Gulch y dedicarse a los enfermos terminales. Le parecía una incongruencia sin sentido.

—Es hora de irme —dijo ella—. Tengo otros tres pacientes que ver esta noche. Pero volveré dentro de unas horas, y Easton sabe que puede llamarme si me necesita. Eh… me ha gustado verte, Quinn.

Él no habría creído sus palabras incluso si no hubiera visto la mentira en sus ojos verdes. Le había alegrado tanto verlo como a él encontrarla de noche en el rancho Winder.

Aun así, la cortesía que Jo le había instilado lo llevó a acompañarla a la puerta. Esperó hasta verla subir a su automóvil y luego volvió a entrar, moviendo la cabeza de un lado a otro.

Tess Jamison Claybourne.

Como si le hubiera hecho falta otro disgusto al que enfrentarse estando en Pine Gulch.

 

 

Quinn Southerland.

Dios bendito.

Tess se quedó unos minutos sentada en el pequeño utilitario que había comprado tras vender la furgoneta con acceso para silla de ruedas de Scott. Su mente era un torbellino de sensaciones, todas agudas, duras y desagradables.

Él la despreciaba. Irradiaba rencor. Aunque le había hablado con cortesía, cada palabra había estado matizada por el desdén. Los ojos azules con destellos plateados no habían templado su frialdad ni un segundo.

Tess soltó el aire de golpe, más desconcertada por el breve encuentro de lo que habría esperado. Era capaz de soportar cierta animadversión, o al menos eso había creído, hasta ese momento.

Pero en realidad, no tenía experiencia al respecto. La mayoría de los habitantes de Pine Gulch la trataban de forma muy distinta.

Sola, en la oscuridad del coche, dejó escapar una risa triste. En los últimos años había pensado mucho en lo harta que estaba de que en Pine Gulch la trataran como a una especie de santa. Quería que la gente la viera como era en realidad: una persona con esperanzas, sueños y defectos. No sólo como a la mujer abnegada que había dedicado años de su vida a cuidar a su esposo.

Sacudió la cabeza y se rió de nuevo. Un término medio habría estado bien. El vilipendio de Quinn Southerland era más ácido de lo que se sentía capaz de afrontar.

Tenía derecho a despreciarla. Entendía sus sentimientos y no podía culparlo por ellos. Lo había tratado muy mal en el instituto. El recuerdo de la peor parte de sí misma le provocó un escalofrío; por fin, arrancó el coche.

Su forma de tratar a Quinn había sido reprochable, más que cruel, y habría querido borrar ese recuerdo. Pero verlo de nuevo, tantos años después, había hecho que las imágenes asaltaran su mente como cristales rotos.

Recordaba los desagradables rumores que había propagado sobre él; los comentarios hirientes que hacía cuando él podía oírlos; y a cuántos amigos y profesores había puesto en su contra, sin necesidad de esforzarse demasiado.

Había sido una arpía malcriada y petulante. No era algo que le gustara recordar, una vez aplicado el filtro de la madurez y la sabiduría que otorgan los años y la experiencia.

Se merecía su desdén, pero eso no palió su angustia mientras conducía desde el rancho hacia la carretera de Cold Creek, oyendo el crujido de las hojas que caían al suelo, azuzadas por el viento otoñal de octubre.

Adoraba a Jo Winder desde que, de niña, había sido paciente y amable con la peor estudiante de piano que podía tener una profesora. La noche anterior le había prometido que seguiría siendo una de sus enfermeras hasta que llegara el final. Se preguntó cómo iba a poder cumplir su promesa si eso suponía enfrentarse a diario con el reflejo de su maldad de adolescente tonta que no tenía en cuenta los sentimientos de los demás.

En la oscuridad y el silencio, cruzó el cañón de Cold Creek para ir a visitar a otro paciente, en el extremo oeste de Pine Gulch.

No solía molestarla ser la única persona en movimiento a esas horas de la noche. Aunque fuera a visitar al más difícil de sus pacientes, disfrutaba de la paz de la quietud y la soledad.

Ed Hardy era un gruñón de ochenta años a quien le fallaban los riñones tras años de lucha contra la diabetes. No se enfrentaba a la muerte con la dignidad y gracia de Jo Winder, seguía negándose y batallando. Era antipático y peleón, y maldecía a cualquiera que le recordara que ya no era un vaquero de veinticinco años.

Pero ella lo quería aun así. En realidad, quería a todos los pacientes terminales que cuidaba, por difíciles que fueran. Los echaría de menos cuando se marchara de Pine Gulch, al mes siguiente.

Suspiró mientras conducía por la calle Mayor, con sus negocios a oscuras, iluminada por históricas farolas estilo Viejo Oeste.

Excepto cuando estudiaba Enfermería en Boise y los primeros meses de matrimonio, había vivido siempre en ese pequeño pueblo de Idaho, al oeste de las montañas Teton.

Scott y ella no habían planeado quedarse allí. Sus sueños aspiraban a más de lo que podía ofrecer una comunidad rural como Pine Gulch.

Se habían casado un año después de que ella acabara Enfermería. Él estaba en su primer año de Medicina, deseando ayudar a la gente y cambiar el mundo. Habían hablado de abrir una clínica en algún país subdesarrollado, de viajar y del mundo de posibilidades que se les ofrecían.

Pero la vida no entendía de planes. En vez de viajar a lugares exóticos y cambiar el mundo, había tenido que llevar a su marido de vuelta a Pine Gulch, donde contaba con una red de amigos, familia y vecinos que podía apoyarla.

Aparcó ante la casa de los Hardy y vio que el suelo estaba cubierto de hojarasca. La señora Hardy tenía las manos llenas ocupándose de su marido enfermo. Tenía un nieto en Idaho Falls que solía echar una mano en el jardín, pero había empezado el curso y no iba tanto como en verano.

Tess apagó el motor y repasó su agenda mentalmente, para ver si podía acercarse un día de ésos con un rastrillo.

Su trabajo nunca se había limitado a paliar el dolor y facilitar el tránsito a la otra vida. Había estado al otro lado y sabía cuánto alegraba el corazón que alguien apareciera con una sonrisa, un paño y limpiacristales para ocuparse de las ventanas que no había podido limpiar en meses por estar cuidando de otra persona.

Su experiencia le había enseñado que su trabajo era aliviar la carga de la familia, tanto como el dolor del paciente a su cargo. Incluso la de parientes hostiles, como Quinn Southerland.

El viento agitó las hojas que cubrían el suelo. Tess se estremeció, pero no por la perspectiva del invierno que estaba a punto de llegar, sino por el recuerdo del azul gélido de los ojos de Quinn.

Aunque no estaba deseosa de volver a verlo, ni de enfrentarse a la amarga realidad de la chica malcriada que había sido, adoraba a Jo Winder. No iba a permitir que la presencia de Quinn le impidiera cuidar a Jo como se merecía.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

 

QUINN entró en El Gulch y tuvo la sensación de haber retrocedido veinte años en el tiempo, a la primera vez que entró en la cafetería con sus padres de acogida. Recordaba perfectamente ese día: el olor a patatas fritas y carne, los taburetes redondos junto a la barra, las miradas curiosas de la gente que intentaba adivinar la identidad del huraño chico moreno que acompañaba a Jo y a Guff.

Todo seguía igual: el techo de uralita estampada, el largo espejo tras la barra y el olor a comida frita que provocó que una descarga de triglicéridos surcara sus venas.

Incluso los rostros eran los mismos. Habría jurado que eran los viejos clientes habituales los que ocupaban la mesa del rincón que atendía Donna Archeleta, cuyo marido, Lou, se ocupaba de la cocina con eficacia y alegría. Reconoció a Mick Malone, Jesse Redbear y Sal Martínez.

Y, por supuesto, a Donna. Estaba junto a la mesa con una cafetera en la mano, pero estuvo a punto de dejarla caer al suelo cuando alzó la cabeza al oír la campanilla de la puerta y lo vio.

—Quinn Southerland —exclamó con deleite—. En carne y hueso.

—Hola, Donna.

Donna, una de las mejores amigas de Jo, siempre había sido muy amable con Brant, Cisco y él. Y no se lo habían puesto fácil. En aquella época, habían sido los chicos malos del pueblo. No tanto Brant, pero solía ser culpable por asociación, al menos.

—No sabía que estabas aquí —dejó la cafetera en una mesa y lo rodeó con sus delgados brazos. Él hizo lo propio, preguntándose cuándo se había vuelto tan frágil como Jo.

—Llegué ayer —dijo.

—¿Y por qué diablos no me lo ha dicho nadie?

Él abrió la boca, pero ella lo cortó.

—Oh, no, Jo. ¿Está…? —se le quebró la voz, pero él vio la ansiedad de sus ojos.

Negó con la cabeza y forzó una sonrisa.

—Esta mañana se ha despertado llena de energía, con ganas de comer un bollo de Lou. Ha dicho que era lo que más le apetecía y que le llevara uno. Como East dice que no tiene hambre últimamente, he venido a comprarlo cuanto antes.

El rostro arrugado de Donna se iluminó como un amanecer de junio en la montaña.

—Tienes suerte, cielo. Creo que acaba de sacar una bandeja del horno. Espera aquí y toma un café mientras voy a envolver media docena para ella.

Sin dejarle decir palabra, agarró una taza y le sirvió un café. Él se rió ante esa nueva evidencia de lo poco que había cambiado El Gulch.

—Creo que uno, tal vez dos, serán suficientes. Como he dicho, no tiene mucho apetito.

—Bueno, así podrá tomar otro después o mañana, y habrá para Easton y para ti. No discutas. Siéntate y bébete el café, sé buen chico.

Él sonrió por su determinación y su deseo de hacer algo por una persona a la que quería. Echaba pocas cosas de menos de Pine Gulch, pero ese sentido de comunidad, de pertenecer a algo mayor que uno mismo, sin duda era una de ellas.

Se sentó ante la larga barra, uniéndose a otros clientes solitarios, que lo miraron con curiosidad. Volvió a tener la sensación de regresar al pasado. Vio el desconchón de la esquina inferior del espejo; lo habían hecho Cisco y él un día que, haciendo el bruto, dieron un golpe a un salero que salió volando y se estrelló contra el espejo.

Recordaba aquella tarde con tanta claridad como su vuelo desde Japón el día anterior: la angustia que sintió en el estómago al enfrentarse al enfado de Lou y Donna, y el miedo a lo que dirían Guff y Jo cuando llegara a casa. Sólo llevaba con ellos un año, doce tumultuosos meses, y había estado seguro de que lo devolverían a la red de acogida, hartos de él.

Pero Guff no había gritado ni le había ordenado que hiciera las maletas. Le había hecho sentarse y le había contado una de sus historias de cuando era un joven vaquero y había sacado el revólver y disparado varios tiros al cristal trasero de una furgoneta que creía abandonada, y que resultó ser del hermano de su jefe.

—«Un hombre asume la responsabilidad por sus acciones» —le había dicho Guff, solemne. No dijo más, pero la confianza que vio en sus ojos marrones apabulló a Quinn. Así que había vuelto a El Gulch y se había ofrecido a trabajar las horas necesarias para pagar un espejo nuevo.

Sonrió al recordar la respuesta de los Archeleta.

—«Creo que dejaremos el desconchón como recordatorio» —había dicho Lou—. «Pero siempre hay platos que fregar».

Cisco y él habían pasado varios sábados en la cocina, fregando. Aunque le costara admitirlo, había disfrutado de esos días, escuchando las bromas y cotilleos del café.

Lou Archeleta salió de la cocina, con la calva tan reluciente como siempre y su enorme bigote cano. Su sonrisa de bienvenida fue como un bálsamo para Quinn.

—Ha pasado demasiado tiempo —Lou se secó la mano en el delantal y se la ofreció—. He oído decir que Seattle te ha tratado bien.

Quinn estrechó la mano con firmeza, consciente de que gran parte de su éxito en los negocios se debía a haber visto la integridad, bondad y respeto con los que Lou y Donna trataban a sus clientes.

—Me ha ido bien —dijo.

—Más que bien. Jo dice que tienes una elegante casa en la playa y un avión privado.

Técnicamente, era el avión corporativo. Pero como era propietario de la empresa, no tenía sentido entrar en una disquisición semántica.

—¿Qué me dices de ti? ¿Qué tal está Rick?

El hijo de los Archeleta había sido compañero de instituto y se había graduado un año después que él. El mismo año que Tess Jamison, de hecho.

—Bien. Ahora está en Boise. Es contratista de fontanería y tiene un buen negocio. Hemos tenido nuestra primera nieta este año —el orgullo iluminó los rasgos toscos de Lou.

—Enhorabuena.

—Sí, después de cuatro chicos, por fin una niña.

Quinn se atragantó con el sorbo de café.

—¿Rick tiene cinco hijos? —le daba vueltas la cabeza sólo con pensar en tener uno. Tener casi para un equipo de baloncesto, lo superaba.

—Sí —Lou se rió—. Empezó pronto y dos son gemelos. Es muy buen padre.

La campanilla de la puerta anunció la llegada de alguien, pero Quinn seguía anonadado por la idea de su amigo criando a una patulea de críos y desatascando cuartos de baño.

Sin embargo, sintió un escalofrío en la espalda, que se intensificó cuando oyó a los dos ancianos del rincón cacarear con deleite.

—Ya era hora de que llegaras —gritó uno—. Mick estaba seguro de que hoy nos fallarías.

—¿Estás de broma? —contestó una voz femenina—. Mi parte favorita de trabajar por la noche es venir aquí a desayunar todos los días para que me machaquéis. No sabría vivir sin eso.

Quinn se tensó en el taburete. No necesitó girar la cabeza para saber quién se estaba sentando a la mesa de los ancianos. Había oído esa voz por última vez a las tres de la mañana, en la cocina del rancho Winder.

—Hola, señorita Tess —saludó Lou—. ¿Quiere lo de siempre?

—Eso es, Lou. Llevo toda la noche soñando con tu tortilla de verduras. Estoy muerta de hambre.

—Chica, necesitas algo más interesante para llenar tus noches, si sólo sueñas con la tortilla de Lou —dijo una mujer que estaba sentada a una mesa cercana. Todos se rieron.

Todos menos Quinn. Ella era cliente habitual allí, igual que los demás. Formaba parte de la comunidad mientras que él, una vez más, era el intruso.

A ella siempre se le había dado de maravilla recordárselo. Se giró lentamente en el taburete para mirarla. Vio el destello de sorpresa en sus ojos. No se había dado cuenta de su presencia allí hasta ese momento.

Ella disimuló ofreciéndole una sonrisa y agitando la mano. Era obvio que no se alegraba de verlo. Notó la súbita tensión de sus hombros. Pero no era la única. Para Quinn, encontrarse con su peor pesadilla dos veces en menos de seis horas era verla dos veces de más.

Le pareció ver algo extrañamente vulnerable en los brillantes ojos verdes. Después, ella se volvió hacia los ancianos de la mesa e hizo un comentario que provocó sus risas.

Sin duda, Tess era una favorita de todos ellos. Eso no lo sorprendió. Era experta en manejar a la gente. Seguramente llevaba haciéndolo desde que tenía la edad de la nieta recién nacida de los Archeleta.

Cuanto más duraba la conversación, más se le agriaba el humor. Sonaba vivaz, graciosa y encantadora. Parecía ser el único que veía la maldad que ocultaba bajo su dotes de actriz.

Cuando ya no aguantaba más, Donna volvió con dos bolsas de bollos y un café para llevar.

—Aquí tienes, cielo. No pretendía hacerte esperar tanto, pero ha llamado un distribuidor. Bollos de sobra, y un café para el camino.

Él aceptó la ofrenda de Donna con una sonrisa afectuosa, dejando de lado su irritación con Tess.

—Gracias.

—Dale a mi amiga un beso enorme de parte de todos los de El Gulch. Dile que siga resistiendo y que todos rezamos por ella.

—Lo haré.

—Vuelve por aquí antes de marcharte. Prepararemos ese filete de pollo frito que tanto te gusta y nos pondremos al día.

—Es una cita —la besó en la mejilla y fue hacia la puerta. Iba a salir cuando Tess lo llamó.

—Espera un minuto, ¿quieres?

Adoptó una expresión de indiferencia y se dio la vuelta; no quería que los clientes vieran cuánto lo molestaba verla actuar como si aún fuera la reina del baile, que se dignaba a desayunar con las hordas de súbditos leales y entregados.

No quería hablar con ella. No quería aceptar lo encantadora que estaba incluso con uniforme de enfermera, tras haber pasado la noche en pie atendiendo a pacientes terminales.

Olía a vainilla y sol. No quería verla resplandeciente como la mañana; no quería ver los rizos caoba que acariciaban su mandíbula, las pecas que salpicaban su nariz o la línea dorada que enmarcaba el iris verde de sus ojos.

No quería ver a Tess en absoluto, para no volver a sentirse como un forastero en Pine Gulch. Sobre todo, no quería estar allí perdiendo el tiempo mientras la mujer a la que adoraba iba alejándose de la vida, poco a poco.

—¿Cómo está Jo esta mañana? —preguntó ella—. Parecía inquieta a las seis, cuando fui a echarle un vistazo.

Por lo que él recordaba, Tess nunca había formado parte del grupo de teatro del instituto. O se había convertido en una actriz fabulosa, o su preocupación por Jo era sincera.

—No lo sé —soltó el aire de golpe, luchando contra su antagonismo—. Me ha parecido que estaba mejor hoy que cuando llegué anoche. Pero no tengo datos para saber qué es normal y qué no —alzó la bolsa—. Por lo menos tenía la energía suficiente para pedir unos bollos de Lou.

—Excelente. Estas últimas semanas le ha resultado difícil comer. Verte debe de haber renovado su energía.

Él se preguntó si estaba criticándolo por no haber vuelto antes. Arrugó la frente, incómodo con el pinchazo de culpabilidad que sintió en el estómago. Si Jo y Easton no le hubieran ocultado la verdad, habría vuelto semanas antes. Pero era inexcusable que no lo hubiera intuido él mismo.

Sin embargo, no le hacía gracia que Tess incidiera en su negligencia.

—Es importante que no permitas que se exceda —dijo Tess—. Es difícil controlarla en los momentos en los que se siente mejor. Los días buenos tiene tendencia a hacer más de lo que le permiten sus fuerzas. Procura que no haga demasiado.

Su tono autoritario hizo que su desagrado hacia ella aflorara a la superficie.

—No intentes manejarme como haces con el resto del pueblo —barbotó—. No soy uno de tus devotos admiradores. Ambos sabemos que nunca lo he sido.

Un destello de dolor brilló en sus ojos, pero parpadeó y alzó la barbilla desafiante.

—Esto no tiene nada que ver conmigo —contestó con voz fría—. Se trata de Jo. Parte de mi trabajo es aconsejar a su familia sobre los cuidados que necesita. Pero puedo hablar del tema con Easton exclusivamente, si es lo que prefieres.

Él se erizó un momento, pero la amarga realidad era que sabía que Tess tenía razón. Tenía que dejar de lado su desagrado por ella para concentrarse en su madre de acogida, que lo necesitaba a su lado.

Tess parecía preocuparse de veras por Jo. Y aunque no creía en las transformaciones radicales, era cierto que la gente cambiaba. Lo veía a diario.

Él mismo era muy distinto. Ya no era el chico peleón, airado y resentido de entonces, aunque en ese momento estuviera actuando como si lo fuera.

No era del todo inconcebible que la actitud de enfermera entregada fuera real.

—Tienes razón —se obligó a decir—. Agradezco el consejo. Estoy… Me cuesta verla así. En mi mente, aún debería estar en el rancho, saltando vallas y reagrupando al ganado.

La expresión defensiva de ella se suavizó y alzó la mano unos centímetros. Durante un instante de locura, él creyó que iba a tocarle el brazo, compasiva, pero ella lo volvió a dejar caer.

—Eso nos encantaría a todos —dijo—. Pero me temo que esos días acabaron para siempre. Ahora tenemos que disfrutar de cada momento, aunque sea sentados junto a su cama mientras duerme.

Se alejó unos pasos y a él lo sorprendió sentir un súbito vacío. Las emociones conflictivas lo estaban volviendo loco.

—Libro hasta esta noche, pero Cindy, la enfermera de día, es maravillosa. Dile a Easton que me llame si necesita algo.

Él asintió, empujó la puerta y salió al sol.

Pensó que la vuelta al pasado tenía ciertos fallos. Acababa de intercambiar unas frases civilizadas con Tess Jamison Claybourne, algo que una docena de años atrás habría sido tan impensable como creer que él podría superar su pasado y acabar dirigiendo una empresa propia y de gran éxito.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

 

TE acuerdas de la noche que los tres os quedasteis con las hermanas Walker hasta una hora después de vuestra hora de vuelta a casa?

—En eso, voy a acogerme a la quinta enmienda —dijo Quinn, aunque recordaba muy bien a Sheila Walker y sus destrezas acrobáticas.

—Yo lo recuerdo bien —dijo Jo—. La puerta estaba cerrada e intentasteis colaros por una ventana. Guff oyó un ruido y, medio dormido, pensó que serían ladrones.

Jo dejó escapar una risita.

—Agarró el bate de béisbol que tenía junto a la cama y estuvo a punto de abriros la cabeza mientras intentabais entrar.

Él sonrió al recordar los remordimientos de Brant, los comentarios chulescos de Cisco y la reprimenda que les echó Guff.

—Me extraña que Guff te lo contara. Se suponía que iba a ser un secreto entre hombres.

—Guff no tenía secretos conmigo —sus labios se curvaron levemente—. Solía decir que lo que no pudiera contarme, prefería no saberlo ni él.

El tono de voz de Jo cambiaba al hablar de su marido. Era más suave y estaba cargado de amor.

Quinn apretó su mano. Era una bendición que Guff y Jo se hubieran encontrado, incluso si había sido demasiado tarde para tener los hijos que ambos deseaban. Se habían casado pasados los cuarenta y habían creado una familia acogiendo a chicos que no tenían dónde ir.

—Supongo que es una buena filosofía para cualquier matrimonio —dijo él.

—Sí. Eso y el consejo de Lyndon B. Johnson. Guff decía que sólo hacen falta dos cosas para mantener a la esposa contenta: una, dejarle pensar que se está saliendo con la suya; la otra, permitir que lo haga.

Él se rió, como sabía que ella esperaba que hiciera. Jo sonrió y alzó el rostro hacia el sol. Él comprobó que estaba bien tapada por la manta que tenía sobre el regazo, aunque hacía un día precioso, más cálido de lo habitual para octubre.

Estaban sentados en el jardín trasero del rancho Winder, ante una espectacular vista de la ladera oeste de las Teton. La mayoría de los árboles estaban pelados, pero algunos seguían manteniendo las hojas. Por lo que recordaba, los olmos solían aferrarse a ellas hasta justo antes de la primera nevada.

Consciente del consejo de Tess, estaba vigilando a Jo. De momento, parecía estar soportando bien el dolor. Parecía satisfecha de disfrutar del jardín y del inesperado calor.

Él no estaba acostumbrado a estar sentado sin hacer nada. En Seattle siempre había algo que requería su atención. Su ayudante, la junta directiva, los ejecutivos de alto nivel… Todos exigían parte de su tiempo.

Quinn no estaba seguro de si las horas de inactividad le parecían tranquilizadoras o frustrantes. Pero sí sabía que la oportunidad de guardar en su memoria algunos momentos más con Jo era un auténtico tesoro.

—No tendremos muchos días más como éste, ¿verdad? —dijo Jo—. Antes de que nos demos cuenta, el invierno estará llamando a la puerta.

Saber que, probablemente, ella ya no estaría en Acción de Gracias, su festividad favorita, aguijoneó el corazón de Quinn. Intentó ocultar su reacción, pero a Jo no se le escapaba nada.

—No hagas eso —le ordenó, con voz firme.

—¿El qué?

—Sentir lástima por mí, hijo.

Él acarició su mano, volviendo a asombrarse por su delgadez y por las diminutas venas azules que surcaban la piel pálida.

—Si quieres que te diga la verdad, siento más lástima de mí que de ti.

La risa de ella sobresaltó a un par de golondrinas que había en el comedero para pájaros que colgaba de un álamo.

—Siempre tuviste una vena egoísta, ¿verdad?

—No lo dudes —consiguió esbozar una sonrisita traviesa—. Soy lo bastante egoísta como para desear que sigas aquí eternamente.

—En ese sentido, lo siento por ti y por los demás. Pero no te entristezcas por mí, cariño. He echado de menos a mi marido cada solitario segundo de los últimos cinco años. Pronto me reuniré con él y no lo echaré de menos más. ¿Por qué iba a compadecerme nadie?

Él habría dado cualquier cosa por tener un ápice de su fe. Desde el terrible día de la muerte de sus padres no había creído en la existencia de un Dios justo y caritativo.

—Sólo lamento una cosa —siguió Jo.

—¿Sólo una? —Quinn hizo una mueca. Allí sentado, al sol, a él se le ocurrían más de media docena de cosas que lamentar en su vida.

—Sí. Lamento que mis hijos, que es lo que sois todos vosotros, no hayan encontrado la felicidad y el amor que tuvimos Guff y yo.

—No creo que eso lo encuentre mucha gente —contestó él—. Tal vez parecido, pero no igual. Lo que compartíais era especial. Único.

—Especial, sí. Único, en absoluto. Un buen matrimonio requiere mucho esfuerzo por las dos partes —ladeó la cabeza y lo escrutó con atención—. Tú ni siquiera has ido en serio con una mujer, ¿verdad? Sé que sales con muchas mujeres bellas en Seattle. ¿Qué es lo que tienen de malo?

—Nada —soltó una risa ronca—. Pero no tengo ningún deseo de casarme.

—¿Nunca?

—El matrimonio no es para mí. Imposible, teniendo en cuenta mi historia familiar.

—Buf.

—¿Buf? —repitió él, riéndose.

—Ya me has oído. Eso son excusas. No creía haber educado a mis chicos como cobardes.

—No soy cobarde —exclamó él.

—¿Y cómo lo llamarías tú?

Él no contestó, aunque dos respuestas destellaron en su mente: «listo» y «autoprotector».

—Es verdad que lo tuviste difícil —dijo Jo un momento después—. No lo niego. Me rompe el corazón lo que algunas personas le hacen a su familia en nombre del amor. Pero muchas otras personas lo han pasado mal y eso no les impide vivir su vida. Piensa en Tess, por ejemplo.

Él gruñó para sí. Ya era malo no haber dejado de pensar en ella toda la mañana. Sólo oír su nombre le provocaba una oleada de emociones conflictivas: ira, frustración e interés.

—¿Qué quieres decir con eso de Tess?

—Esa chica sí tiene una razón para ponerle candado al corazón y pasarse el resto de la vida sintiendo lástima de sí misma. ¿Lo hace? No. Nunca encontrarás un alma más risueña. Lo que ha vivido habría aplastado a cualquier mujer. Pero no a nuestra Tess.

Él se preguntó qué era lo que Jo consideraba tan traumático. Tess era una princesa mimada, hija de uno de los hombres más ricos del pueblo, el presidente del banco, y todos la adoraban.

Nunca entendería lo que había supuesto tener que llamar a la policía para denunciar a su padre, mientras su madre agonizaba en sus brazos.

No tuvo tiempo de pedirle explicaciones a Jo, porque ella empezó a toser. Se cubrió la boca con un pañuelo y siguió tosiendo largo rato. Él vio las manchas rojas en la tela blanca.

—Voy a llevarte adentro y llamar a Easton.

—No —Jo movió la cabeza—. Pasará. Espera.

Él le dio treinta segundos, después sacó el teléfono móvil. Estaba pulsando la tecla de rellamada para localizar a Easton, cuando notó que la tos de Jo empezaba a perder intensidad.

—Te dije que pasaría —gimió ella. Durante el ataque de tos, el poco color de sus mejillas se había desvanecido, dando paso a una palidez mortal.

—Vamos adentro.

—Me gusta el sol —protestó ella.

Él, impotente, siguió allí sentado. Ella tosió un par de veces más, luego volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo.

—Lo siento —murmuró—. Desearía que no tuvieras que verme así.

Quinn puso un brazo sobre sus hombros, la atrajo hacia sí y besó sus rizos grisáceos.

—No hace falta que hablemos. Descansa. Nos quedaremos aquí un rato más, disfrutando del sol.

Ella sonrió y se apoyó contra él, relajada.

Quinn dio gracias al cielo en silencio. Aunque hubiera sido difícil reorganizar su agenda y delegar sus responsabilidades en Southerland, no se habría perdido ese momento por nada del mundo.

La posibilidad de despedirse de su propia madre le había sido negada. Ya estaba inconsciente cuando llegó a su lado.

Suponía que eso tenía algo que ver con su determinación de quedarse con Jo hasta el final, por difícil que fuera. Como si así pudiera compensar lo que no había podido hacer por su madre cuando no era sino un niño asustado.

A pesar de su amor por el sol, Jo sólo aguantó un cuarto de hora más antes de que un intenso ataque de tos la dejara pálida y temblorosa. Él no le dio opción; la alzó en brazos y la llevó al dormitorio.

—Descansa, iré a buscar a Easton.

—No. Ya tiene bastante que hacer. Sólo necesito agua y unos minutos para recobrar el aliento.

Él fue a por un vaso de agua, se lo llevó a Jo y escribió un mensaje de texto a Easton, explicándole la situación.

—Veo que estás enviando un SOS —masculló Jo, mirando el teléfono móvil con rabia.

—¿Yo? Estaba echando un solitario para entretenerme mientras acababas de toser.

—No hace falta que la llames —rezongó ella, obviando su mentira—. Odio ser una carga para todo el mundo.

—Nos lo merecemos, por todo el trabajo que te dimos —envió el mensaje y agarró su mano.

—Creo que los chicos pasabais las noches en vela ideando cómo meteros en problemas, ¿no?

—Hacíamos una lluvia de ideas todas las tardes.

—No lo dudo —ella sonrió débilmente—. Te calmaste un poco tras un par de años de instituto. Aunque recuerdo que te expulsaron del equipo de béisbol el último año. Te acusaron de hacer trampas, sabía que eso era imposible e intenté convencer al entrenador de que era un error, pero no me escuchó. Nunca nos contaste la razón de ese malentendido.

Él frunció el ceño. Podría haberle contado que todo había sido culpa de Tess Jamison y de sus mentiras. Si alguien se había pasado las noches ideando maneras de dificultarle la vida, ésa era Tess; y seguía sin entender el porqué.

—El instituto es historia pasada. Prefiero hablarte de mi último viaje a Camboya, cuando fui a visitar Angkor Wat.

Le habló del grupo de templos que había sido desconocido para el mundo hasta 1860, cuando un francés, experto en botánica, lo había descubierto por casualidad. Estaba describiendo la ciudad de Angkor Thom cuando vio que ella había cerrado los párpados y respiraba pausadamente.

Le echó una manta por encima y le quitó los zapatos. Ella ni siquiera se movió. Lo preocupó que pudiera dormirse tan de repente y rezó por que salir al jardín no hubiera sido demasiado para sus fuerzas.

Estaba cerrando la puerta del dormitorio cuando oyó el golpe de la puerta de la cocina y el sonido de las botas de Easton en las baldosas.

Chester se levantó a saludar a su dueña con entusiasmo, agitando el rabo. Ella se quitó los guantes y lo acarició.

—Siento haber tardado —le dijo a Quinn, al verlo—. Estábamos reparando una valla.

—Lamento haberte llamado para nada. Ahora está descansando. Pero tosía mucho hace un rato, y manchó el pañuelo de sangre.

Easton resopló y se apartó el pelo del rostro.

—Últimamente, ocurre a menudo. Tess dice que es normal.

—No tendría que haberte llamado.

—Estaba a punto de tomarme un descanso para almorzar. Habría venido de todas formas. No sabes el alivio que supone saber que estás aquí con ella. Nunca estoy a más de cinco minutos de distancia de la casa, pero odio dejarla sola. El rancho no funciona solo, hay que trabajar.

Aunque el rancho Winder no era tan grande como otros de la zona, dirigirlo suponía un reto para una mujer que no había cumplido los treinta, por mucho que contara con un par de vaqueros y un capataz que habían trabajado allí desde que el padre de Easton había fallecido en un accidente de tráfico, junto con su esposa.

—¿Quieres que te prepare algo de comer? —ofreció él—. Hoy me toca a mí, ¿no?

—¿El director ejecutivo de Transportes Southerland se ofrece a hacerme un bocadillo de mortadela? ¿Cómo voy a resistirme a esa oferta?

—Mi especialidad son los de pavo, pero supongo que puedo hacer uno de mortadela.

—Cualquiera de los dos será bienvenido. Voy a echarle un vistazo a Jo, volveré enseguida.

Regresó antes de que él hubiera encontrado los ingredientes del bocadillo.

—¿Sigue dormida?

—Sí. Sonreía en sueños y parecía en paz. No he tenido corazón para despertarla.

—Siéntate. Acabaré enseguida.

Ella se sentó ante la mesa y charlaron sobre el rancho, el rodeo que se celebraría en las tierras altas y los precios del vacuno, mientras él hacía bocadillos para los dos.

—¿A qué hora viene la enfermera de día? —preguntó él, ofreciéndole un plato.

—Depende de quién sea, pero suele venir a la una y vuelve a las cinco o seis de la tarde.

—¿Son tres enfermeras en rotación?

—Sí. Son todas fantásticas, pero Tess es la favorita de Jo.

—¿De qué va su historia? —preguntó él, tras darle un mordisco al bocadillo y tragar.

—¿De quién? ¿De Tess?

—Jo me picó la curiosidad con un comentario sobre ella. Dijo que lo había pasado mal.

—Se podría decir eso.