Paz en la guerra - Miguel de Unamuno - E-Book

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Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Publicada en 1897, PAZ EN LA GUERRA fue la primera novela de Miguel de Unamuno (1864-1936), quien vertió en sus páginas muchas de sus experiencias de niñez y su recuerdo de algunos momentos decisivos de la historia del pueblo vasco.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Anotación

Entre febrero y junio de 1874, los carlistas, como hicieran en 1835 bajo el mando de Zumalacarregui, asediaron Bilbao. Durante esos meses, los restos de los obuses, los cánticos militares y las noticias del frente fueron motivo de inocente juego para un jovencísimo Unamuno. Años más tarde, dedicaría más de una década a tejer sus recuerdos, retales de artículos, fragmentos de libros y los testimonios orales recogidos durante su vida en su obra más singular: Paz en la guerra.En la misma, vanagloriándose de no haber inventado un solo detalle, nos legó lo que vino a llamar tanto una novela histórica como una historia anovelada. La historia de la insurrección carlista vasca y la intrahistoria de la gente que, en uno y otro lado del frente, sufrió las penalidades de la guerra.

PAZ EN LA GUERRA

Publicada en 1897, PAZ EN LA GUERRA fue la primera novela de Miguel de Unamuno (1864-1936), quien vertió en sus páginas muchas de sus experiencias de niñez y su recuerdo de algunos momentos decisivos de la historia del pueblo vasco. En el prólogo a esta edición de una obra que aún sigue arrojando luz sobre la cuestión vasca, Juan Pablo Fusi señala que Unamuno consideró siempre esta obra «como su más importante esfuerzo de reflexión sobre el País Vasco; por lo menos, es justo considerarla como la novela de Bilbao, aunque sólo sea porque el episodio central de la obra es el sitio que la capital vizcaína sufrió en 1874, durante la última guerra carlista».

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

La primera edición de esta obra, publicada en 1897, hace, pues, veintiséis años, ha ya tiempo que se agotó, por lo que he decidido dar a la luz esta segunda. Y al hacerlo no he querido retocarla, ni pulir su estilo conforme a mi posterior manera de escribir, ni alterarla en lo más mínimo, salvo corrección de erratas y errores de bulto. No creo tener derecho, ahora que me falta año y medio para llegar a la sesentena, para corregir, y menos reformar, al que fui en mis mocedades de los treinta y dos años de vida y de ensueño.
Aquí, en este libro —que es el que fui—, encerré más de doce años de trabajo; aquí recogí la flor y el fruto de mi experiencia de niñez y de mocedad; aquí está el eco, y acaso el perfume, de los más hondos recuerdos de mi vida y de la vida del pueblo en que nací y me crié; aquí está la revelación que me fue la historia y con ella el arte.
Esta obra es tanto como una novela histórica una historia anovelada. Apenas hay en ella detalle que haya inventado yo. Podría documentar sus más menudos episodios.
Creo que, aparte el valor literario y artístico —más bien poético— que pueda tener, es hoy, en 1923, de tanta actualidad como cuando se publicó. En lo que se pensaba, se sentía, se soñaba, se sufría y se vivía en 1874, cuando brizaban mis ensueños infantiles los estallidos de las bombas carlistas, podrán aprender no poco los mozos, y aun los maduros de hoy.
En esta novela hay pinturas de paisaje y dibujo y colorido de tiempo y de lugar. Porque después he abandonado este proceder, forjando novelas fuera de lugar y tiempo determinados, en esqueleto, a modo de dramas íntimos, y dejando para otras obras la contemplación de paisajes y celajes y marinas. Así, en mis novelas Amor y pedagogía, Niebla, Abel Sánchez, La tía Tula, Tres novelas ejemplares y otras menores, no he querido distraer al lector del relato del desarrollo de acciones y pasiones humanas, mientras he reunido mis estudios artísticos del paisaje y el celaje en obras especiales, como Paisajes, Por tierras de Portugal y España y Andanzas y visiones españolas. No sé si he acertado o no con esta diferenciación.
Al entregar de nuevo al público, o mejor a la nación, este libro de mi mocedad, aparecido el año anterior al histórico 1898 —de cuya generación me dicen—, este relato del más grande y más fecundo episodio nacional, lo hago con el profundo convencimiento de que si algo dejo en la literatura a mi patria, no será esta novela lo de menos valor en ello. Permitidme, españoles, que así como Walt Whitman dijo en una colección de sus poemas: «¡Esto no es un libro; es un hombre!», diga yo de este libro que os entrego otra vez: «Esto no es una novela; es un pueblo».
Y que el alma de mi Bilbao, flor del alma de mi España, recoja mi alma en su regazo.
MIGUEL DE UNAMUNO
Salamanca, abril de 1923

CAPÍTULO PRIMERO

En una de las llamadas en Bilbao siete calles, núcleo germinal de la villa, había por los años de cuarenta y tantos una tienducha de las que ocupaban medio portal a lo largo, abriéndose por una compuerta colgada del techo, y que a él se enganchaba una vez abierta; una chocolatería llena de moscas, en que se vendía variedad de géneros, una minita que iba haciendo rico a su dueño, al decir de los vecinos. Era dicho corriente el de que en el fondo de aquellas casas viejas de las siete calles, debajo de los ladrillos tal vez, hubiese saquillos de peluconas, hechas, desde que se fundó la villa mercantil, ochavo a ochavo, con una inquebrantable voluntad de ahorro.
A la hora en que la calle se animaba, a eso del mediodía, solíase ver al chocolatero de codos en el mostrador, y en mangas de camisa, que hacían resaltar una carota afeitada, colorada y satisfecha.
Pedro Antonio Iturriondo había nacido con la Constitución, el año doce. Fueron sus primeros de aldea, de lentas horas muertas a la sombra de los castaños y nogales o al cuidado de la vaca, y cuando de muy joven fue llevado a Bilbao a aprender el manejo del majadero bajo la inspección de un tío materno, era un trabajador serio y tímido. Por haber aprendido su oficio durante aquel decenio patriarcal debido a los Cien Mil Hijos de San Luis, el absolutismo simbolizó para él una juventud calinosa, pasada a la penumbra del obrador los días laborables, y en el baile de la campa de Albia los festivos. De haber oído hablar a su tío de realistas y constitucionales, de apostólicos y masones, de la regencia de Urgel y del ominoso trienio del 20 al 23 que obligara al pueblo, harto de libertad según el tío, a pedir inquisición y cadenas, sacó Pedro Antonio lo poco que sabía de la nación en que la suerte le puso, y él se dejaba vivir.
En sus primeros años de oficio iba con frecuencia a ver a sus padres, mas lo descuidó tan luego como hubo conocido en los bailes domingueros a una buena moza, Josefa Ignacia, expresión de serena calma y dulce alegría difusa. Aconsejado por su tío, decidió tras una buena rumia hacerla su mujer, e iba el asunto en vísperas de arreglo, cuando, muerto Fernando VII, estalló la insurrección carlista, y obedeciendo Pedro Antonio al tío que le hiciera hombre, se unió, a los veintiún años, a los voluntarios realistas que Zabala sublevó en Bilbao, dejando así el majadero para defender con el fusil de chispa su fe amenazada por aquellos constitucionales, hijos legítimos de los afrancesados, decía el tío, añadiendo que el pueblo que rechazó las águilas del Imperio sabría barrer la cola masónica que nos dejaron en casa. Sintió Pedro Antonio al separarse de su novia, lo que el que a punto de ira acostarse a dormir es llamado a trajinar, pero Josefa Ignacia, tragándose las lágrimas, y creyendo en un Dios que da tiempo y lo quita, fue la primera en excitarle a que cumpliese lo que era la voluntad de su tío, y la de Dios según los curas, asegurándole que le esperaría, aprovechando de paso la espera para hacer sus ahorrillos, y que rezaría por él para que no bien triunfasen los buenos se casaran en paz y en gracia de Dios.
¡Cómo recordaba Pedro Antonio los siete años épicos! Era de oírle narrar, con voz quebrada al fin, la muerte de don Tomás, que es como siempre llamaba a Zumalacárregui, el caudillo coronado por la muerte. Narraba otras veces el sitio de Bilbao, «de este mismo Bilbao en que vivimos», o la noche de Luchana, o la victoria de Oriamendi, y era, sobre todo, de oírle referir el convenio de Vergara, cuando Maroto y se abrazaron en medio de los sembrados y entre los viejos ejércitos que pedían a voces una paz tan dulce tras tanto y tan duro guerrear. ¡Cuánto polvo habían tragado!
Hecho el convenio volvió, dejando el fusil ahumado, a empuñar en Bilbao el majadero, y la guerra de los siete años vivificóle la vida nutriéndosela de un tibio ideal hecho carne en un mundo de recuerdos de fatiga y gloria. Así, vuelto al oficio el año 40, a los veintiocho de edad, casó con Josefa Ignacia, que le entregó la calceta de sus ahorrillos, se hicieron uno a otro desde el primer día, y el calorcillo de su mujer, expresión de serena calma y dulce alegría, templó en él a los recuerdos de los años heroicos.

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