Planeta Zombie - VV.AA - E-Book

Planeta Zombie E-Book

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Beschreibung

Los Muertos se levantan de sus tumbas. ¡Corre por tu vida! ¡Olvídate de los demás! 13 autores chilenos comparten su visión del Apocalipsis Z. Autores: Aldo Berríos, Maivo Suárez, J.L. Flores, Carolina Brown, Patricio Alfonso, J.Y. Zafira, Hugo Riquelme, Daniela Cortés del Castillo, Sergio Fritz Roa, Rodrigo Muñoz Cazaux, Sofía Ramos Wong, Roberto Fuentes, Jorge Pesce.

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© Planeta Zombie

Sello: Nepenthe

Primera edición digital: Septiembre 2024

© Varios Autores

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: Juan “Nitrox” Márquez

Corrección de textos: Aldo Berrós

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

_________________________________

© Áurea Ediciones

Providencia 2594, local 417, Providencia, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-56-3

ISBN digital: 978-956-6386-75-9

__________________________________

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

Sangre nueva - Aldo Berríos

Siempre creyó que la vida tenía un sentido piadoso y profundo, pero la transformaron en otra cosa. Ha envejecido con esa espina a cuestas, a sabiendas que el otro camino era peor. Mi madre es una mujer pudiente, noble, incluso tiene esclavos y varias casonas. Su pelo parece hecho de fuego.

Yo sé que me ama, aunque su boca solo se abre con la llave precisa: el miedo. Sus pensamientos se han vuelto una incógnita desde que llegamos acá, escapando de lenguas de víboras y de la envidia. Viajamos de noche, entre la penumbra que acechaba. Catalina, mi madre, es una mujer muy especial. Una vez vio el rostro de Cristo en un árbol y mandó a tallar su figura para que nos acompañara en nuestra procesión.

Hace dos veranos atrás, cuando ya era de noche, se remeció todo Chile. Fue un terremoto violento, un castigo divino que duró cuatro oraciones y que hizo caer Santiago. El silencio, todavía lo recuerdo, era profundo y amenazante, como una boca que se abre justo antes de tragar. Se dice que murió mucha gente, pero yo no vi nada de eso. Ni siquiera me permitieron saludar al ejército o las bolas de fuego que bajaron desde los cielos. Incluso, al Cristo de Mayo se le cayó la corona de espinas, que quedó justo en su cuello, descansando sobre sus hombros. Al menos siguió en pie.

Las calles se volvieron peligrosas, la gente se volvió violenta. Varios aseguraban que los muertos elevaban los brazos entre las ruinas y que venían a vengarse de los demás. A cobrar favores y deudas que habían adquirido en vida, como si no supieran olvidar. Mientras tanto, los ladrones y rebeldes eran ejecutados en las calles para mantener el orden.

Un olor putrefacto comenzó a invadir las calles, nadie estaba a salvo del apetito. Y eso que, como dice mi madre, “el chileno es firme, tiene una historia de sangre y hasta se acostumbra al maltrato en su justa medida”.

Según mi bella cuidadora, la muerte tiene un sabor agridulce que pocos se atreven a explorar, pero cuando lo hacen, no hay vuelta atrás.

—¿Duele? —me pregunta ella, aunque yo no me atrevo a darle una respuesta sincera.

Entonces procede a abrir con sus propias manos mi tórax.

La siento adentro, moviéndose como si buscara una perla. Un tesoro. La vida en el campo le ha deparado una fuerza increíble, mientras que su mente encuentra belleza en los senderos más lúgubres del pensamiento. La quiero.

—Tu padre estaría orgulloso —me dice sin dejar de remover huesos y limpiar mi sangre coagulada—. Eres muy valiente, Gonzalo.

La observo, orgulloso y agradecido del esfuerzo que ha depositado en mí. El amor se posó sobre su hombro hace décadas, dejándola con un corazón destrozado, a merced de lo sobrenatural. Desde su cuello cuelga la prueba empírica de este hecho, un escapulario blanco que le regaló mi padre poco antes de partir. A pesar de ser una mujer escéptica, Catalina se siente protegida por ese objeto. Creo que le recuerda otros tiempos, cuando todavía formaba parte del círculo humano y sus costumbres. Cuando teníamos más esclavos y éramos una familia. Más o menos.

—Mi padre nos amaba demasiado… —respondo tímidamente, revolcándome de dolor cuando me pasa a llevar un órgano conectado con las encías—. Eso le costó la vida…

Me deja descansar unos minutos. Lo veo en sus ojos verdes, sus recuerdos se vuelven confusos y agitados. Su respiración se acelera. Entiendo que debió pagar el único diezmo que se les exige a los poderosos para cimentar su éxito, perder cada ápice de felicidad.

Y yo sé que mi madre es una mujer exitosa. Aristócrata y terrateniente.

Una mujer sola contra el mundo.

—Tienes razón —susurra mientras se limpia el sudor de la frente—. Pero no hay sacrificio que sea en vano, Cristo nos enseñó eso.

Mi cuerpo yace sobre su mesa de trabajo, mis ojos la traspasan como dos puñales que la saludan con amor, aunque ella a eso le llama inocencia.

—Tu mirada es distinta —le digo antes de hacerle un gesto para que siga—, hoy se parece a la mirada de la abuela…

—Es cierto. Ella se cansó de advertírmelo… todo lo que acarrea una vida abocada a estas artes. —Se queda pensativa por unos segundos—. También me dijo que cualquier tema pendiente con los muertos se convierte en una pesadilla que se revive hasta el cansancio. ¿Seguimos?

—Estoy listo, mamá. Confío en ti.

—No sabes cuánto me halagas, hijo mío. —Sus ojos brillan, casi rebosan de luz.

Si bien no es una mujer religiosa a la vieja usanza, su fe en el trabajo la ha llevado a ignorar maldiciones y malos consejos. Primero nos salvó de las garras de la enfermedad que arrasó con nuestro país. Esos cuerpos que dibujan hilos y que deambulan por ahí, atacando en los callejones como ratas.

El carácter de mi madre está teñido por un aura especial. A veces lo veo. Algunos matan con las manos, otros lo hacen con su silencio. Acumulando su fuerza.

Vuelve a ingresar en mí. Mis ojos se mueven hacia la ventana: un atardecer vestido de rojo se asoma entre las cortinas, alzándose sobre verdes campos y praderas.

—Este lugar es tan hermoso —le digo, conteniendo una puntada—. Gracias por traerme…

Pero su cabeza está en otro lado. Parece acogida en el seno de la demencia, su concentración es absoluta. Su alma se ha fundido con el amor en un solo impulso; nuestros días transcurren sin revisar el reloj, ni mucho menos el calendario. Por lo general, nos pasamos planeando cuidadosamente nuestras salidas, midiendo las comidas o contando historias para opacar los ruidos nocturnos. Como ella dice, “nos encontramos en pleno infierno, un lugar que ofrece alegrías y luego las borra; una sombra que busca vengarse de la felicidad vacía, esa que no duele”.

En la comisura de sus labios aparece una sustancia blanca y reseca. Lleva horas haciendo lo mismo. Por las cornisas se asoman constelaciones de hongos, marcas de uñas y manchones amarillentos. Un cúmulo de cenizas adorna el comedor, porque ella fuma tabaco y yo prendo inciensos. La luz golpea las paredes y se vuelve más tenue, palideciendo.

—Al este tenemos el sol: el jardín del edén prometido —señala la alquimista, ubicando una vela junto a la mesa—. Al oeste tenemos el mar, reino de muerte y tinieblas, de lo desconocido. Al norte tenemos la habitación celestial, donde un falso rey intentó usurpar el reino. Y al sur tenemos el desierto, el mismo por el cual deambulamos como espíritus para encontrar el monte divino. Cuatro puntos cardinales, cuatro formas de ver la realidad más allá de lo terrenal.

La llama baila al compás de sus palabras. El fuego crepita y lanza unos chispazos sobre la mesa, aunque se apagan antes de tocarla. El aire sale despedido con dificultad de sus pulmones, para no perder precisión en el corte. Pero deja caer un hilo de saliva que se siente oleosa, con aroma a tierra.

Ella es mía y yo soy de ella.

—Un demonio está confinado en este joven cuerpo —dice mamá, alzando los brazos como si fuera un árbol sin hojas.

Pero no me habla a mí.

Guardo silencio. Se ve más oscura. Comienzo a pensar que se le ha apagado un poco el espíritu, porque para ella la naturaleza dejó de ser un principio sagrado y pasó a convertirse en la búsqueda de la inmortalidad.

Quién soy yo para cuestionar su sabiduría.

El cuerpo que yace sobre la mesa se sacude frente a la vela. Cada vez lo siento menos mío.

—¿Cuánto falta? —le digo inquieto, temblando de pies a cabeza.

No hay respuesta, pero en mi pecho se asoma otro nido de babosas que explotan mientras Catalina las traspasa hacia un jarrón. Definitivamente, estoy enfermo. Entonces, la alquimista percibe una ligera reacción en mis manos, que resulta ser el gesto que normalmente hago para que se detenga.

En este caso, no sirve. Los nudillos de mi madre se abren y dejan caer el puñal cubierto de sangre. Al recogerlo, lo vuelve a introducir y el instrumento se siente demasiado frío. Hasta la casa ha cambiado de temperatura, a pesar de que el arroyo se escucha a lo lejos, como de costumbre. Tras arrojar un suspiro, la boca de ella emite vapor y yo me sacudo.

—Falta poco, pequeño. Ese era el último.

Al fin. Me siento cansado, estoy a punto de perder el conocimiento. Las ataduras me hacen doler las muñecas. Ya llevo tres días en esta posición, escuchándola recitar oraciones en un raro idioma mientras me limpia esos asquerosos bichos que emergen de mis entrañas.

Creo que alguien abre una jaula a lo lejos, pero no estoy seguro.

A estas alturas, ya no estoy seguro de nada.

—Algo viene —le digo tras escuchar unos dientes que rechinan al fondo de la casona.

Mi madre me mira con cara de compasión. En algún punto el dolor pasa a volverse insoportable, por lo que pierdo el conocimiento no sé por cuánto tiempo. Al despertar, no tengo control sobre las extremidades. Catalina, mi madre, esboza un gesto extraño, como una invitación, pero yo me siento en una especie de trance, de sueño lúcido. Con impotencia descubro que mi cuerpo está rígido, a medio camino entre la claridad y el letargo.

—Busca tu lugar en el limbo, amado mío… no te extravíes en la belleza —aconseja.

—Quisiera que no me mandaras de vuelta… todavía puedo aguantar un poco más... —respondo como puedo, moviendo apenas los labios.

Entonces emerge una bestia, una figura que se asoma a su lado y que guarda cierto parecido con mi padre. Catalina le enseña mi caja torácica, abriéndola como si fuera una puerta, para luego meter el brazo hasta el codo y ofrecerle una tripa. El animal nos vigila a ambos con un ojo caído y un color que se asemeja a la carne podrida. Carne negra, como la de nuestros esclavos. Me fallan los temores y los sentidos. Esto dura unos segundos, antes de que el monstruo se acerque a probarme. Su oreja cuelga en su sitio, apenas se sostiene en su lugar y esto me causa tristeza. Le falta un trozo en cada parte del cuerpo, como si lo consumiera la misma enfermedad que llegó al pueblo.

Ella no se inmuta. Sigue revisándome junto a la bestia para asegurarse de que el plan siga su curso. Soy su hijo.

Después de masticar mi estómago, el animal que se parece a mi padre recibe una caricia de ella. Intento mover una pierna, pero esta se resiste y aquel invitado parece oler mi miedo al levantar el cuello. Se sube a la mesa, trepando hasta ponerse sobre mí, humedeciéndome con una saliva más repugnante que las babosas. Al abrir el hocico, descubro que su lengua está repleta de agujeros. Se traga mi apéndice en dos mordidas y emite un sonido agudísimo.

—Por favor, no estoy listo... —le ruego a mi madre, quien se ha movido para sostener esa carpa hecha con mi piel.

Me baja una pena tremenda. No puedo contenerla, porque nace desde el desamparo, desde la soledad. Nadie me escucha. Una lágrima tímida cae por mi sien izquierda. He olvidado cómo cerrar los ojos, por lo cual no me queda más remedio que entregarme a los designios de mi madre y su mascota. Me veo y me siento indefenso. De pronto, Catalina se quita el escapulario del cuello y lo besa mientras lo ubica en sus nudillos. Sé lo que viene.

El animal se arroja sobre mi tronco y comienza a lamerme los dedos, devolviéndoles la sensibilidad. Preferiría no sentir nada de esto. Las cortinas bailan y susurran como si fueran alas de insecto. Atrás de ellas hay cruces, una infinidad de cruces. Desde mi pecho despedazado surge una larva gigantesca, que en realidad es un conjunto de todas mis entrañas, y de pronto me veo con las uñas encarnadas sobre los brazos de mi madre, como rompiendo el lazo que nos unía. Catalina me besa la frente y los labios a medida que me estrangula con el escapulario. Quiere salvarme del dolor. Hay un minuto de duda, de pánico contenido. La nariz y la boca de ella se confunden en un mismo orificio.

Una vez acabado el ritual, se oye un murmullo a lo lejos. El viento sigue corriendo entre los árboles y el cementerio indígena. Todavía puedo verlo todo, porque ahora siento en mí la paz del asesino. No obstante, Catalina ensucia esa calma con su lado humano, el más débil, pues cada vez que mata a uno de sus hijos comienza a dudar de su vocación. Me encierra en una cárcel junto a los demás niños. Hace lo mismo con el monstruo, que pasa a una celda distinta. El tiempo se mueve hacia todos lados.

A veces la escucho hablar sola, maldecir al Cristo de Mayo. Soy el único que la entiende, porque ninguno de mis hermanos está encerrado en su cuerpo. Generalmente dice algo relacionado con su cruz personal: que el demonio le aseguró que sus hijos irían a un lugar tranquilo, en donde los inocentes se desentienden del pecado de la carne. Pero me entristece saber que ella sigue intranquila, a pesar de darnos la vida y quedarse con nosotros. Siente un dejo de culpa que le cala los huesos. Una vez más, la pobre se ha eximido del hambre de su esposo a costa de su semilla.

Tarde o temprano, Catalina descubrirá como yo el embuste de la bestia: los niños estamos condenados a morir para saciar un mero apetito. Sus fauces constituyen el limbo, la quimera de existir sin mácula alguna. De alejarse por un momento del frío, el delito y la impotencia.

A veces tengo hambre. Me escondo en una esquina de la jaula y gruño espantosamente en mi idioma, odiando la ingratitud de los demás. Siempre es lo mismo, la mayoría solo puede ver lo que tiene en frente, pero nadie desea ensuciarse las manos para conseguirlo. Solo ella.

La Quintrala.

Esa que quita y nunca devuelve nada.

Espero que algún día me escuche, que me entienda. Que sepa que su último descendiente permanecerá aquí mismo, en el interior de una bestia, gimiendo en un rincón de la casa junto a sus hermanos.

El hambre de los otros - Maivo Suárez

Carmen abrió el refrigerador y por un rato estudió las uvas, el queso y el pote con un resto de ensalada César del almuerzo. Lo cerró, cabeza gacha, pensativa. Se miró las pantuflas. Caminó lento por su moderna cocina, tocó el horno empotrado, miró el brillo de la grifería. ¿A qué había venido? Quizás era hambre. Ganas de comer, se corrigió. Se acercó de nuevo al refrigerador y desde la puerta la miraron los feos loritos plásticos imantados. Una de las fonoaudiólogas le había traído ese horrible souvenir directo del Caribe. Loritos made in China, seguro; todavía no se animaba a botarlos. Otra noche sin sueño. Abrió el refri, separó un racimo de uvas, lo puso en un plato, apagó la luz y regresó al dormitorio.

El hambre era para los países en guerra, o para una tribu africana. “Hambre de verdad”, le gustaba discutir en los recreos con los otros profes. “¿Pero aquí? Aquí no hay hambre”, sentenciaba. Además, qué palabra tan fea, tan odiosa, se dijo, metiéndose de nuevo en la cama. Se comería las uvas pensando en cosas lindas. Si hasta era posible que su insomnio fuera de felicidad; los problemas para dormir habían comenzado después de mudarse. Y quién puede dormir cuando se vive entre la incredulidad y el éxtasis, se dijo, acariciando las sábanas. Se había enamorado del departamento piloto y ahora amaba su blanquísimo sofá de ecocuero, las cortinas blackout, los individuales de ratán y hasta su propio reflejo en la gran bola plateada, un adorno carísimo que ella había pagado feliz. Treinta y cuatro metros cuadrados de buen gusto. Apretó una uva entre los dientes. Un departamento en pleno Providencia. Lejos, lejísimos de ese segundo piso en Estación Central arriba del restaurante chino hediondo a wantán y a migrantes en el que había vivido los últimos años. Dejaría eso atrás, tan atrás como ese colegio odioso. Solo a ella se le había ocurrido aceptar ese cargo al final de Santiago. Escuchó la algarabía, vio las manos levantadas: “Yo, profe”; “yo quiero hablar”; “yo sé, profe”. Un griterío de feria. Cuarenta alumnos, cuarto básico