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El mayor secreto es el que no te atreves a confesar . El peor problema de Rocío no fue la ruptura con su novio, sino la insaciable necesidad de amor que la consumía. El peor problema de Aitana no son los novios, sino el amor imposible que siente por Rocío y las cicatrices que traspasan su piel hasta deformarle el alma. Cuando el destino las obliga a convivir, ambas tendrán que enfrentarse a sus heridas, pero amar no siempre es fácil, sobre todo cuando primero necesitas aprender a amarte a ti misma. Una historia de amor, segundas oportunidades y superación, que unirá a dos mujeres más allá de lo que jamás podían haber esperado.
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Seitenzahl: 183
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Daniela Barragán
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Ponme a prueba, n.º 5 - abril 2021
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1375-640-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
En cuanto Rocío oyó los pasos que se acercaban a la cocina, intentó cerrar apresurada la ventana del navegador. Maldijo cuando la maldita X de la esquina superior se negó a reaccionar bajo sus persistentes clics y estuvo a punto de estampar el estúpido ratón contra la mesa con la intención de comprobar si maltratándolo se volvería más dócil y obediente.
En el último segundo logró abrir la aplicación del solitario y, para cuando su hermano Javier se hubo echado un vaso de agua y se giró hacia ella, había conseguido incluso estirar los labios en una débil sonrisa. Por desgracia, bastó que los profundos ojos castaños se posaran sobre ella para darle a entender que no lo había engañado.
—¿Conseguiste enviar el proyecto a tiempo? —le preguntó Rocío con la voz más alegre y despreocupada que pudo fingir.
—Sí, acabo de hacerlo. Mañana sabré si han aceptado mi propuesta.
—¡Genial! Eso se merece una celebración.
Javier se apoyó en la encimera de la cocina, se cruzó de brazos y la estudió.
—He quedado para jugar unas manitas de cartas en casa de Aitana. ¿Por qué no te apuntas? Sara también vendrá. Puede que te ayude a distraerte, sabes que lo necesitas.
La sonrisa se le congeló y dejó de fingir. Que él tuviese razón no significaba que estuviera preparada para hacerlo.
—Hoy no, tal vez otro día.
—Ro, tienes que…
—Nunca he hecho buenas migas con Aitana, ya lo sabes —lo interrumpió antes de que pudiera soltarle otro de esos discursos de los que ya estaba hasta las narices.
Javier suspiró con pesadez.
—La tía Gloria se pasará luego por aquí a hacerte un poco de compañía. ¿Estarás bien hasta que llegue? —Sus ojos parecían atravesarla para detectar hasta el más mínimo titubeo.
—No tienes que preocuparte por mí, te lo he dicho. No haré ninguna tontería. —Rocío se ahorró el esfuerzo de sonreírle, pero le sostuvo la mirada.
Tras un asentimiento su hermano sacó el paquete de pastillas de la vidriera, le llevó una con un vaso de agua y se acuclilló ante ella.
—Te estás haciendo daño, Ro. —Por si le quedaba alguna duda de a qué se refería, le echó una corta ojeada a la pantalla del portátil—. Tienes que pasar página y la única que puede hacerlo eres tú. —Se levantó y le dio un beso en la frente—. Estaré de regreso antes de las diez, si necesitas algo, llámame.
Ella esperó a oír la puerta al cerrar, bajó despacio la tapa del portátil y miró fijamente la pastilla que le había dejado sobre la mesa. Agotada, se frotó la frente. Su hermano tenía razón, no podía seguir torturándose así. No era como si fuese una anciana a la que se le hubiera muerto el amor de su vida y la hubiese dejado abandonada. Según las estadísticas, con treinta y tres años aún no había alcanzado ni el ecuador de su vida. Tenía tiempo de comenzar de nuevo, desde cero o desde veinte, o desde donde a ella le diese la gana. Solo tenía que poner de su parte, dar el primer paso y olvidarse de Raúl.
Como si su cuerpo no estuviese conectado a su cerebro, alzó la cabeza y abrió de nuevo el portátil. Bastaron tres clics para entrar en Facebook y ni siquiera tuvo que pensar el siguiente movimiento, sus dedos teclearon el nombre en modo automático.
La imagen que apareció ante ella era la misma que había estado contemplando cuando la interrumpió su hermano: Raúl abrazado feliz a su nueva novia y la gente, los que ella consideró una vez sus amigos, felicitándolos por la hermosa pareja que formaban. Le habría gustado poder convencerse de que la risa no llegaba a los ojos de Raúl, o que el reloj que llevaba seguía siendo el que ella le regaló para su último cumpleaños, o que aquella camiseta, los pantalones e incluso los calcetines se los había elegido ella, pero nada cambiaba el hecho de que la había dejado por otra, y que esa otra estaba allí con él, disfrutando de lo que siempre había considerado suyo. Ambos reían felices en tanto que ella seguía allí sentada en la cocina, sin trabajo, sin una casa propia y, lo que era aún peor, incapaz de sentir otra cosa que no fuese el dolor que la consumía desde dentro. Ni siquiera la ironía de que cada dos por tres le apareciera la publicidad de una página de contactos animándola a encontrar el amor de su vida le permitía soltar una carcajada seca. ¿Cómo de patético era que incluso los sistemas estadísticos de Google y Facebook hubiesen detectado que la habían abandonado?
Con un resoplido pinchó en el anuncio de la web de contactos. La pantalla se llenó de personas con enormes sonrisas y miradas interesantes, de ese tipo que atraía a cualquiera, pero del que luego nadie se enamora, porque son como una de esas preciosas mecedoras de diseño en las que sentarse es una proeza y levantarse un imposible.
El registro en la página parecía sencillo, solo requería especificar si lo que buscaba era a un hombre o a una mujer, facilitar un email de contacto y una contraseña. Nada complicado en realidad, aunque para ella supusiera un mundo. No era tonta, era fácil adivinar que en cuanto abriera esa diminuta pestaña empezarían las preguntas: nombre, teléfono, edad, gustos que nadie más que ella debería conocer y foto. ¿Qué sentido tendría una web como aquella sin fotos? ¿Y qué pasaría cuando la subiera? ¿Y si alguien de su entorno la reconocía y se corría la voz? No quería ni plantearse lo humillante que sería.
Cerró la pantalla del navegador, bajó de nuevo la tapa del portátil y vació el vaso de agua en el fregadero, procurando que arrastrase la pastilla a su paso. Fue al salón y se acercó a la cristalera del balcón con aquella sensación de vacío que ya había comenzado a formar parte de ella. Observó a las personas que pasaban por la calle. La señora del tercero estaba paseando a su altivo yorkshire, indiferente a que mease en la esquina de la panadería marcando territorio. En el bar de Pepe, la camarera, que estaba sirviéndole unas cervezas a una mesa atestada de hombres trajeados, mostraba una sonrisa avinagrada. Como de costumbre, estarían echándole piropos sin adivinar, o sin que les importara, que la chica iba a casarse dentro de seis semanas con un abogado que la adoraba y que cada día la recogía, puntual como un reloj, para acompañarla a sus clases en la escuela de adultos. Un ciclista se paró frente a la tienda de zapatos, y en cuanto tocó el agudo timbre de su manillar, María salió y se abalanzó sobre él para devorarle a besos. Con una carcajada la revoloteó por el aire, ignorante de cómo Rocío los espiaba llena de envidia. Envidia, sí, eso sí era capaz de sentirlo. Envidia y añoranza porque alguien la abrazara así, con aquella mezcla de pasión y cariño, como si fuese la cosa más valiosa del mundo, alguien que creyera que era digna de ser protegida, cuidada y amada cada día con la fuerza del inicio. Amar. Esa era la palabra clave. No era de Raúl de quien se trataba en realidad aquello, se trataba de ella, de ella y de su infinita necesidad de que la amaran, de que se lo dejaran sentir, creer, y que ella pudiera retornarlo, sacando lo que tenía dentro hasta desbordarse de sentimientos.
¿Qué posibilidades existían de que ella encontrase un amor como ese? ¿De que se cruzase con alguien como ese chico de María, capaz de quererla incluso, aunque no tuviera mucho, o nada, que ofrecerle?
Se abrazó. Ya ni siquiera le quedaban amistades. Las suyas desaparecieron cuando comenzó a salir con Raúl y las que tuvo durante su tiempo con él… no eran amigos suyos, eran los de él.
Cuando la parejita feliz se despegó como si les uniera una enorme fuerza magnética que les impidiera alejarse el uno del otro y tuvieran que hacerlo poco a poco, regresando una y otra vez con besos y toques y caricias sin intenciones más allá de la demostración de su cariño, Rocío estuvo por salir al balcón para chillarle al mundo que ella también tenía derecho a que la amaran.
Con brusquedad se apartó de la cristalera y regresó a la cocina. Evitó mirar el portátil y se echó una taza de leche fría que le calmara la acidez en el estómago. Por más que tratara de resistirse, la presencia del ordenador y la tentación que representaba eran tan fuertes que la atraían con cada fibra de su ser, como si incluso de espaldas a él pudiera sentir su poder.
Al soltar la taza apoyó la frente en el mueble de la cocina.
—¡Nada de espiar de nuevo a Raúl! Y si lo haces… si lo haces… —¿Qué iba a hacer si volvía a caer ante aquella enfermiza fascinación por hurgar en sus heridas? Recordó el anuncio y la página atestada de rostros felices y sonrientes que había visitado antes. Enderezó los hombros y se giró hacia la mesa—. Prometo que, si vuelvo a escribir, aunque solo sea su nombre, entraré a esa dichosa web de contactos a ligar con todo lo que se menea y… y… ¡Bueno, ya se verá!
El olor a café recién hecho la recibió nada más pisar la cocina. Con una mueca trató de ignorar el pungente olor a granos quemados que le levantaba el estómago.
—¿Son imaginaciones mías o ya está empezando a hacer calor? —Situándose al lado de su hermano, comprobó si a ella también le estaba haciendo el desayuno—. Buenos días —graznó con unas cuerdas vocales que sentía tan ásperas como hinchados seguían sus ojos.
—Mayo en Sevilla. Da gracias de que la previsión de hoy solo sea de treinta y un grados —murmuró él, distraído.
—Genial, y el aire que sigue estropeado —rezongó, más para ella misma que para él.
—Volveré a llamar luego al servicio técnico a ver qué pasa. —Javier enchufó la tostadora y se apoyó en la encimera removiendo su café.
—Mejor bajamos las persianas para que no entre demasiado sol.
Rocío cogió su taza de té y la pastilla que estaba al lado y, tras dejarla caer disimuladamente en el bolsillo de su pantalón de pijama, ocupó su sitio en la mesa.
—Las bajaré antes de que pegue fuerte —confirmó su hermano con un asentimiento ausente.
Cuando el incesante tintineo de la cucharilla dejó claro que la intención de su hermano parecía ser la de marear el café, Rocío estampó su taza sobre la mesa, haciendo que él diera un respingo, sobresaltado.
—¿Cuándo piensas contarme lo que pasa? —le exigió sin rodeos.
—¿Qué te hace pensar que pase algo? —El entrecejo masculino se frunció.
—¿Hola? Soy yo, Rocío, tu hermana. ¿Piensas tomarme por tonta?
Con un suspiro, Javier se pasó los dedos por el cabello.
—No. Tienes razón.
—¿Qué ocurre? —Mientras más tardaba en contestarle, más le crecía a ella el nudo de ansiedad en su interior.
—Anoche ingresaron a la madre de Aitana en la UCI.
—¿Qué le pasó?
Aunque la hija le caía como el culo, Marta, la madre, era un encanto, y demasiado le había pasado ya en la vida como para que ahora encima le fallase la salud. Además, independientemente de lo estúpida que Aitana solía ser con ella, la madre trataba a Javier como a un segundo hijo.
—Notamos que se le trababa la lengua y que estaba como aturdida y la llevamos a urgencias. Y menos mal. Al parecer era un pequeño infarto cerebral y van a tenerla en observación durante unos días.
—Vaya por Dios. Espero que se recupere pronto. Por lo que conozco a Marta, no se va a quedar tranquila mientras esté ingresada.
Javier se frotó los ojos antes de mirarla.
—Lo hará. Sabe que necesita cuidarse y le he prometido que me ocuparé de Aitana.
—¿Qué? —Rocío abrió la boca y volvió a cerrarla de golpe. ¿Se había vuelto loco?—. ¿No hay alguna agencia en la que puedan contratar ayuda a domicilio cualificada? Mañana es domingo, ¿y si ponéis un anuncio en el periódico?
—¿Tienes idea de lo que cuesta eso? —resopló él.
—Solo serán unos días. ¿Cuánto va a estar internada? ¿Una semana? ¿Dos como mucho?
Javier sacudió la cabeza.
—Es imposible saberlo antes de que le hagan unas pruebas. Además, al salir también necesitará tomarse las cosas con calma. Con la señora que venía a ayudarles cuatro horas al día ya casi se comían la pensión de ella y Aitana sigue en juicio para que le paguen el dinero de la indemnización.
—¿Por qué sigue sin trabajar? Es arquitecta, por el amor de Dios. No es como si la silla de ruedas le impidiera pensar. —Ro soltó una ristra de tacos cuando se dio cuenta de que estaba echándole azúcar por segunda vez a su infusión.
—Ro, cálmate. No necesitas pegar voces —masculló Javier molesto.
—¡No estoy pegando voces! —Ro se giró alterada cuando él apretó los labios.
Verse de buenas a primeras viviendo sola, aunque fuese por un par de semanas, la asustaba. De alguna forma hacía temblequear la seguridad y protección que sentía teniéndolo a él al lado, ocupándose de todo. Cansada se pasó una mano por la frente. Estaba siendo egoísta. Podía sobrevivir unos días sin él. Al fin y al cabo, era una adulta.
—Ro…
—De acuerdo. —Rocío hizo un aspaviento con la mano para restarle importancia—. ¿Cuándo te irás?
—No me iré, es ella quien vendrá aquí.
—¡¿Cómo?! Eso será una broma, ¿no? —Rocío lo miró incrédula.
—No pienso dejarte sola durante tanto tiempo.
—¡Por Dios, Javi, ya te he dicho que estoy bien! ¡No va a pasarme nada! —Justo a tiempo se percató de que había estado tocándose la sensible línea rojiza en su muñeca.
—No pienso arriesgarme. —Él se mantuvo en sus trece—. Además, nos vendrá bien a todos. Así, cuando yo tenga que salir a defender el proyecto, Aitana podrá estar echándote un ojo, y…
—¡No necesito a ninguna pija engreída que me eche un ojo! ¡Te he dicho que estoy bien!
—No solo se trata de ti, Ro, también de ella. Aún no se ha habituado a la silla de ruedas y necesita que le echemos una mano. Es una mujer. Sería demasiado violento que yo la aseara, ¿no crees?
Rocío soltó una carcajada seca. ¿Una mano? Lo que necesitaba era que le dieran un empujón escaleras abajo. En cuanto lo pensó la invadieron los remordimientos. Que no la soportara no significaba que tuviera que comportarse como una amargada insensible.
—¿Y no te has planteado que quizá necesite espabilar en vez de teneros a todos como esclavos personales?
—Ro… —Javier hizo un esfuerzo visible por mantenerse calmado—. No es para que te pongas así. Solo se trata de que le eches un cable durante una semana. Puede que hasta menos.
—¿No la trago ni debajo del agua y esperas que me ocupe de ella? Eso no te lo crees ni en sueños. Eres tú el que estaba colado por ella desde que ibais al instituto juntos, no yo. —Que él no le contestase hizo que lo estudiara con más atención—. Ahora lo entiendo. Sigues sintiéndote culpable. —En cuanto un trazo de dolor cruzó los ojos castaños de Javier se sintió como una arpía sin piedad, aunque eso no evitaba que tuviera razón. Su hermano nunca le había contado demasiado de lo que ocurrió aquella noche, pero sí lo suficiente—. No fue culpa tuya y es hora de que lo asumas de una puñetera vez. Que discutieras con ella antes de que cogiera su coche no tiene nada que ver con el accidente. Fue el camión el que la deslumbró y la sacó de la carretera.
Javier la miró con calma y se cruzó de brazos.
—Puede que estés en lo cierto, o puede que no. Pero dime una cosa: ¿de verdad tienes corazón para permitir que esa familia se las apañe a solas durante un momento así, por la única razón de que según tú te miraba raro y te evitaba cuando venía? Vamos, Ro, no creo que lo que hiciera fuese para tanto.
Oyéndolo de labios de otra persona hacía que sonara infantil y tonto.
—¿Que ella te diera esperanzas y jugase contigo durante años solo para dejarte colgado una y otra vez tampoco es para tanto? —contraatacó.
—No tienes ni idea de lo que estás hablando —espetó su hermano entre dientes.
—Ah, ¿no? —Sin dejarse amedrentar por el brillo airado de sus ojos, se levantó para enfrentarse a él—. ¿Crees que no se te notaba a la legua que estabas loco por ella? ¿Que sigues loco por ella? Ella lo sabía y aun así…
—¡Cállate, Ro!
Ella se encogió cuando dio un golpe con sobre la encimera. No era propio de él enfadarse y, mucho menos, exteriorizarlo de aquel modo. Aun así, fue incapaz de refrenarse.
—Por supuesto. Es más fácil seguir viviendo en una utopía de color rosa que enfrentar la verdad y admitir que estás colado por una víbora manipuladora de doble filo.
Sin esperar su respuesta, cogió su taza y escapó al salón. ¿Por qué tenía que ser tan ciego y cabezón? Ni siquiera sabía para qué perdía el tiempo en tratar de abrirle los ojos. Esa mujer había hecho con él lo que le daba la gana, siempre lo había hecho y siempre seguiría haciéndolo.
—Ro… —Ignorando el tono de advertencia de su hermano cruzó el pasillo.
—Ve con tu reina de hielo adonde te dé la real gana, pero no la quiero… —Sus palabras se le quedaron atascadas en la garganta al llegar a la puerta del salón.
Sara, sentada junto a la mesa, apartó la mirada. No así la mujer rubia a su lado, cuya palidez no hacía nada por ocultar las profundas ojeras amoratadas o las manchas rojizas que delataban que había estado llorando no hace mucho.
—¡Sorpresa! —la saludó la mujer con un tono apagado.
—¿Aitana? —Incapaz de mantenerle la mirada, Rocío bajó la vista a las manos que se aferraban crispadas a los reposabrazos de la silla de ruedas.
Una fina cicatriz rosada cruzaba el dorso de su mano. Imágenes de los sueños prohibidos que la habían perseguido en el pasado regresaron a su mente. Habían sido aquellas mismas manos con las que había soñado acariciándola, aunque habían tenido un aspecto diferente entonces. Las cuidadas uñas de fantasía, que una vez había envidiado, ahora estaban cortadas al ras, sin el más mínimo encanto de no haber sido por la elegancia natural de sus dedos largos y femeninos. Al subir de nuevo la mirada se dio cuenta de que no se trataba solo de su mano. La imponente melena, con ondulaciones suaves y siempre perfectas, dignas de una revista de moda, había sido reemplazada por un peinado corto, más práctico y fácil de mantener. En ese momento se encontraba revuelto, como si a su dueña ya no le importara cómo se veía. Ni siquiera el impoluto tono platino y el brillo eran ya el mismo. Rocío tragó saliva. ¿Adónde había ido a parar la mujer sofisticada e imponente que recordaba?
—¿Ahora las víboras manipuladoras de doble filo también tienen nombre? —preguntó Aitana con un sarcasmo mal disimulado.
Rocío dio una profunda inspiración. Estaba claro que la había oído discutir con su hermano. Se suponía que a partir de ahí el día ya solo podía mejorar, ¿verdad?
Los parches de un intenso rosado que puntearon las mejillas de Rocío no hicieron nada porque Aitana se sintiera mejor. Cualquiera habría dicho que a aquellas alturas ya debería haber estado acostumbrada a la reacción de los que llevaban algún tiempo sin verla, pero presenciar la conmoción reflejada en el semblante de Rocío solo acrecentaba el amargo sabor que habían dejado sus palabras.
No debería haber aceptado la propuesta de Javier, lo había sabido en el mismo instante en el que la formuló. No había estado preparada para