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La editora Lisa Pennington estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para salvar la revista de su familia, incluso aceptar una proposición indecente del hombre que le había roto el corazón. Diego Cortés llevaba cinco años sin pensar en otra cosa que no fuera Lisa Pennington... ¡y en vengarse de ella! Estaba seguro de que podría llevársela a la cama, aunque sólo fuera para que ella consiguiera salvar su negocio. Pero Diego no tardó en darse cuenta de que la había subestimado y de que la única manera de compensar los errores del pasado era convertirla en su esposa…
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Seitenzahl: 224
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Diana Hamilton
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Por venganza, n.º 1502 - septiembre 2018
Título original: A Spanish Vengeance
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-022-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
ESA MEZCLA explosiva de emoción y nerviosismo había dejado a Lisa Pennington tremendamente mareada. Buscó un pañuelo de papel en su bolso de mano para limpiarse el sudor de la cara. ¡Estaba sudando! Se dijo que seguramente sería el calor del atardecer español y que debía calmarse si no quería terminar empapada. Eso era lo último que debía ocurrir.
Su aspecto debía ser tranquilo, impecable; al menos para contrarrestar la reacción de Ben. De modo que decidió maquillarse un poco. El maquillaje cremoso apagó levemente el tono bronceado que había adquirido durante las últimas ocho semanas, mientras que la sombra de ojos ligeramente plateada enfatizó el tamaño de sus ojos azul oscuro; el carmín rojo daba la ilusión de coraje.
Llevaba todas las vacaciones en pantalón corto y camiseta, pero esa noche se había puesto un vestido de seda verde plateado muy elegante, y esperaba que también sofisticado. No podía ser vista en el hotel más elegante de todo Marbella con cualquier trapajo.
Al día siguiente, Ben, Sophie y ella volverían a Inglaterra. Y para entonces todos sabrían cuáles eran las intenciones de Diego. Se estremeció mientras la tensión nerviosa volvía a sorprenderla.
Diego. Cuánto lo amaba… ¡no sabría decir cuánto! En las últimas siete semanas él se había convertido en todo su mundo, en su único pensamiento, en cada bocanada de aire que respiraba. Sólo de saberlo se sentía volar. Esa noche le dejaría claras sus intenciones. ¿Para qué si no le había sugerido quedar con ella y con sus acompañantes de viaje en el bar de uno de los hoteles más exclusivos de la ciudad? Él sabía lo unida que estaba a Sophie y a Ben, los mellizos del socio de su padre; sobre todo después de la muerte de su madre hacía cuatro años, cuando los mellizos la habían acogido bajo su amparo, su protección y su cariño.
Lisa cruzó los dedos, rezando para que el próximo encuentro fuera bien, para que Ben no saliera con algo que el orgullo español de Diego no estuviera dispuesto a perdonar. Sería insoportable si las tres personas que más quería en el mundo se pusieran de uñas.
Se puso derecha y sintió su melena rubia y lisa rozándole los hombros. Entonces miró de reojo a Ben que caminaba a su lado; parecía concentrado en los coches que pasaban por el elegante paseo marítimo. No la miraba a ella, pero sabía que sus apuestas facciones se contraerían con desagrado si lo hiciera.
Aunque sólo tenía veinte años, dos más que ella, a veces actuaba como si fuera su abuelo. Lisa suspiró al recordar los comentarios mordaces de su amigo cuando, para poder explicarle por qué había pasado tan poco tiempo con Sophie y con él, había tenido que confesar que había conocido a alguien.
Fascinada con la idea de haber encontrado al amor de su vida allí en España, después de cambiar los planes iniciales de hacer un tour por Europa, le había dado su nombre, Diego Cortés, añadiendo innecesariamente:
–Es español.
Como si eso explicara el hecho de que era el hombre más apuesto que había visto en su vida.
Ben le había echado una de esas miradas que prometía un buen sermón.
–¿Cuántos años tiene ese tipo? Y supongo que, ya que estáis juntos todos los días, no trabajará.
–¡Entonces supones mal! –Lisa había señalado en tono defensivo–. Diego trabaja casi todas las noches en el restaurante de uno de los hoteles de Marbella; por eso tiene las mañanas y las tardes libres para pasarlas conmigo. Y por si te interesa saberlo, tiene veintidós años.
Sólo cuatro años mayor que ella, y tan moreno y apuesto, tan esbelto y físicamente perfecto, que su corazón anhelante palpitaba sólo de mirarlo.
–Entonces un camarero español ha ligado contigo –comentó Ben en tono seco–. ¡Qué típico!
Lisa se echó a reír porque el comentario de Ben era correcto. Se había puesto a pensar en aquel día de hacía tres semanas. Había pasado la primera semana todo el tiempo con sus amigos, como una chica obediente. Cada día habían bajado de la sierra donde se encontraba la casa rural que habían alquilado; había hecho lo que les había apetecido a Ben y a Sophie. También había jugado con ellos al golf, se habían ido de compras, habían tomado café en las terrazas de los bonitos cafés y habían explorado la zona elegante y exclusiva del cercano Puerto Banús.
Ese día sin embargo se había hartado de tanto glamour y había preferido pasar unas horas explorando a pie los pintorescos alrededores de la casa rural, cómodamente vestida con pantalones cortos, una camiseta amarilla y zapatillas de deporte. El zumbido de una motocicleta, una Vespino, como la llamaba Diego, fue un aviso que llegó demasiado tarde. Se habían conocido en una curva de una senda estrecha. Lisa se había caído hacia atrás sobre un lecho de flores silvestres; el joven y guapo español pegó un frenazo y derrapó.
En cuanto el joven se había acercado y la había ayudado a ponerse de pie, ella se había quedado literalmente petrificada. El corazón se le había subido a la garganta con violencia para bajársele inmediatamente al estómago.
Se habían mirado a los ojos mientras él se aseguraba de que ella estaba ilesa. Las manos que le habían agarrado sus esbeltos hombros le habían trasmitido una sensación pausada y sensual.
Así era como había empezado todo. Y jamás volvería a burlarse del amor a primera vista.
–Todas las chicas tienen derecho a vivir un amor de verano… –había dicho Sophie una mañana mientras desayunaban–, teniendo cuidado de que la situación no se te escape de las manos.
–Y no ha sido así, ¿verdad? –la había interrogado Ben.
¡Como si fuera a contárselo! Y lo cierto era que no. Las caricias y los besos de Diego habían despertado en ella un deseo ardiente, pero él siempre se había echado atrás en el momento crítico, y con voz rasgada y profunda le había explicado: «Eres muy joven, querida. Un día serás mi esposa. Hasta ese día, ángel mío, valoro tu pureza sobre todas las cosas».
–¿Es eso una proposición? –le había preguntado ella en tono ronco de pasión.
Él era su sueño, el protagonista de su cuento de hadas.
–Pues claro que sí, querida. Tú eres mi ángel. Te amo sinceramente –le había asegurado Diego mientras le acariciaba los labios temblorosos.
–¿Cuándo? –le había preguntado ella.
–Cuando sea el momento adecuado, amor mío –le había contestado él–. Cuando termines de estudiar en la universidad…
–¡Faltan años para eso! –le había contestado ella, librándose de su abrazo.
Él le había tomado las manos.
–Nuestro amor no tiene fin; el tiempo no lo alterará –un par de ojos marrones y cálidos la miraron risueños–. Yo también tengo cosas que hacer. El tiempo pasará deprisa, te lo prometo. Tú tendrás vacaciones; yo te diré dónde estoy y tú vendrás a verme –sonrió con picardía–. ¡Tienes un padre rico que te pagará los viajes en avión!
Ella se había quedado enfurruñada el resto del día. Pero por la noche, despierta en su cama, había trazado el plan perfecto. Volvería a Inglaterra al término de las vacaciones, se lo plantearía a su padre, a quien no le importaba demasiado lo que hiciera mientras no lo molestara, y se pasaría lo que le quedaba del año allí con Diego. Y al final del año estarían tan unidos, tan enamorados, que él no podría dejarla marchar.
–¿No tienes nada qué decir? –le preguntó Ben, que le hizo recordar aquel día de hacía casi cuatro semanas en la cocina de la casa rural–. Supongo que le habrás dicho quién eres.
–¡Claro que sabe quién soy!
–Que tu padre es copropietario de una revista mensual, que publicamos Lifestyle, entre otras revistas menos conocidas, que nuestras familias no andan mal de dinero.
–¡Habló el contable! –comentó Lisa con sorna.
Ben acababa de terminar un curso de contabilidad financiera y a la vuelta de las vacaciones se incorporaría a la plantilla del departamento de contabilidad de Lifestyle.
–No –respondió Ben en tono afable–. Está hablando un viejo amigo al que le preocupa tu felicidad. En Marbella hay mucho dinero; es un punto caliente que atrae a timadores como moscas; hombres que enganchan a mujeres ricas a ver lo que pueden sacarles. ¿Tu camarero español te ha sacado ya algo, por cierto?
–¡Pues claro que no!
Pero Lisa había notado que se ponía colorada. No le había sacado aquel reloj tan caro, se defendió mentalmente. Todo lo contrario: había perdido el suyo, explicándole que se le debía de haber roto la correa. Esa misma noche, mientras Sophie y Ben admiraban los yates millonarios de la marina, se había escapado y le había comprado otro reloj, pese a que él no tenía mucho dinero.
–Y a Diego no le gusta Marbella –dijo para cambiar de tema–. Nunca vamos allí; es demasiado artificial, nada que ver con la España de verdad. Preferimos explorar pueblos pequeños y playas recónditas.
Quería a Ben como a un hermano, pero le faltaba un tris para empezar a detestarlo por decir que su querido Diego estaba con ella para ver lo que podía sacarle. No tenía ninguna intención de hablarle del discreto reloj de oro que le había regalado.
En ese momento iban a una cita con Diego, después de que él mismo lo sugiriera. El comentario de Ben fue de lo más seco.
–Ha elegido el local más caro de todos. Me pregunto quién terminará pagando las copas y la cena.
Se acercaban al hotel blanco de estilo futurista frente a la playa bordeada de palmeras. A Lisa se le aceleró el corazón. Todo iría bien; tenía que ir bien. Ben se retractaría de todas y cada una de las palabras malsonantes que había dicho cuando se diera cuenta de lo maravilloso que era Diego.
En parte entendía su reserva. Desde niños Ben la había protegido; aún lo hacía. A lo mejor tendría algo que ver con su complexión menuda y sus ojos grandes. De haber sido más alta y de caderas anchas como Sophie, tal vez él hubiera confiado más en su habilidad de cuidarse sola.
Claro que la opinión de Ben no conseguiría cambiar lo que sentía por el hombre con quien estaba empeñada en casarse. Pero no quería discutir con Ben; lo quería demasiado.
–¡Eh, chicos, venid a ver esto! –gritó Sophie.
Se había quedado rezagada mirando escaparates a varios metros de Lisa y de su hermano. Éste se dio la vuelta y acudió a donde estaba su hermana, pero Lisa no lo siguió. No tenía ninguna gana de ver lo que había interesado tanto a Sophie.
Echó un vistazo al reloj de platino que su padre le había regalado al cumplir dieciocho años y calculó que todavía faltaban treinta minutos para encontrarse con Diego.
A esa hora la ciudad empezaba a despertar, y la gente paseaba ya por el paseo, deseosa de ver sin ser vista, en sus coches llamativos. Uno en particular le llamó la atención: un deportivo rojo conducido por una criatura elegante que parecía recién salida de las páginas de una revista de moda. Pero fue el pasajero quien más le llamó la atención y le dejó boquiabierta: ¿Diego? ¡No podía ser!
Era Diego, con su cabello negro bien peinado, y vestido con unos elegantes chinos beis y una camiseta polo del mismo color que los pantalones, un tono que acentuaba el color aceitunado de su piel, en lugar de los pantalones cortos y las camisetas a los que la tenía acostumbrada.
El deportivo se paró delante de una joyería muy cara. Entonces Diego retiró el brazo del respaldo del asiento del conductor y salió del vehículo.
Sin duda se había puesto así de elegante para reunirse con ellos en el hotel. La mujer despampanante debía de haberse ofrecido para llevarlo. Sin duda sería alguna cliente del hotel donde él trabajaba, y al verlo tal vez esperando lo habría reconocido y se habría ofrecido para llevarlo hasta allí.
Estaba a punto de llamarlo, de agitar la mano para atraer su atención, cuando él dio la vuelta al coche, abrió la puerta del conductor y ayudó a la preciosa criatura a salir del vehículo. Le tomó de las dos manos y no se las soltó.
Sin duda era una mujer preciosa. A pesar de sus sandalias de tacón, él la superaba en altura. Llevaba un vestido negro de diseño que se ceñía a las curvas de un cuerpo de infarto, y un montón de brazaletes de oro en cada brazo.
Ella le soltó las manos para agarrarle la cara mientras él se inclinaba hacia ella y le decía algo al oído con aquella sonrisa pícara que Lisa conocía tan bien. El corazón dejó de latirle cuando la mujer se inclinó hacia él y le besó en la mejilla. Entonces se echó a reír mientras se ahuecaba la lustrosa melena y al momento siguiente se dio la vuelta y entró con Diego al interior de la joyería de lujo.
Cuando el corazón volvió a latirle de nuevo, Lisa sintió primero calor y después frío. Tenía que haber una explicación para lo que acababa de presenciar. Cualquier otra cosa era impensable. Su aturdido pensamiento intentó idear una excusa plausible.
Pero estaba claro que una mujer rica y elegante como aquélla no se ponía a besar a un camarero a no ser que entre ellos existiera cierto grado de intimidad. Entonces recordó que el día anterior él le había dicho que no podrían verse esa mañana, que tenía cosas que hacer, y que se verían por la noche.
Su intención había sido darle una sorpresa cuando volviera para pasar un año sabático en Marbella. Y se había limitado a despedirse de él con toda normalidad, como si el hecho de no verlo durante todo el día no la hubiera molestado.
Si al decir que tenía cosas que hacer se refería a que debía encontrarle una sustituta, sin duda había cantado bingo.
Se estremeció mientras asimilaba la sensación nauseabunda en su interior, odiándose a sí misma por pensar que tal cosa fuera posible. Se pasó la mano por la frente. Ben tenía la culpa de todo. Era él quien le había metido en la cabeza la idea de que había muchos hombres apuestos en aquella ciudad que se dedicaban a conseguirse a mujeres ricas y solteras para chuparles la sangre todo lo posible.
–¿Estás practicando para hacer de estatua? –le preguntó Sophie mientras le echaba el brazo por los hombros–. ¡Qué traje tan divino, Lisa! Pero Ben dice que el negro no me sienta bien, y la verdad es que tendría que dormir con él durante varios años para rentabilizar el dinero que cuesta.
–¡El típico contable aburrido! –exclamó Lisa, aún molesta con su amigo por haber sembrado en su mente esas dudas, aunque sólo por un momento, de su adorable Diego.
–Vamos, no le hagas mucho caso. Y anímate. ¡Qué cara has puesto! –comentó Sophie–. Estoy deseando conocer a tu Diego. Parece que va en serio contigo si quiere conocernos a Ben y a mí en tu última noche en España –le dio un apretón a Lisa en el brazo–. Le he dicho a Ben que no haga ningún comentario fuera de tono; ya sabes que siente que debe protegerte. Y también le he dicho que seguramente Diego querrá pedirle permiso, en ausencia de tu padre, para visitarte en Inglaterra.
O para darse una opípara cena regada de buenos vinos como broche final. Lisa detestó aquel pensamiento desleal e inmediatamente lo rechazó. A Diego no le gustaban ni el vino ni los restaurantes elegantes. Siempre había llevado el almuerzo para compartirlo con ella: pan tierno, aceitunas, fruta del tiempo y agua mineral. Algo sencillo, barato y alimenticio.
–Hemos llegado algo temprano –comentó Ben mientras se unía a ellas en las escaleras que terminaban en las impresionantes puertas de cristal tintado que accedían al vestíbulo del hotel.
–¿Y qué? –Sophie se encogió de hombros–. Nos sentaremos en el vestíbulo a esperarlo y a ver la gente pasar.
Lisa empujó las puertas detrás de su amiga, deseando que el tiempo pasara más deprisa, desesperada por preguntarle a Diego qué había estado haciendo con aquella preciosa mujer y por qué se habían metido juntos en aquella joyería; desesperada por oír de sus labios una explicación aceptable.
Se sentaron en un tresillo del vestíbulo: ella de espaldas a la zona principal mientras que Sophie ojeaba con avidez las idas y venidas de los acaudalados clientes.
–¡Qué os parece esa invitación! –Sophie soltó una risita–. Allí, junto al mostrador de recepción. Date la vuelta y mira. ¡Creo que es su día de suerte!
Lisa se dio la vuelta. Cualquier cosa con tal de pasar el tiempo; con tal de que sus amigos no se preguntaran qué podía pasarle y por qué tenía aquella expresión tan pesimista en la cara.
¡Y allí estaba Diego con aquella mujer!
Lisa se estremeció de incredulidad y de dolor mientras unos dedos helados le apretaban el corazón. Lo que vio ante sus ojos borró de un plumazo todos los momentos bellos que había vivido durante aquellas tres semanas. Sin darse cuenta se le llenaron los ojos de lágrimas y pestañeó para contenerlas. Diego le tenía a aquella chica una mano plantada en la cadera mientras con la otra abría la tapadera de un estuche, que enseguida volvió a tapar y se guardó en un bolsillo de la americana. ¿Tal vez un sello de oro que hiciera juego con el reloj que le había regalado ella?
La dueña del elegante deportivo rojo se puso de puntillas y le susurró algo al oído. Diego esbozó aquella sonrisa que denotaba que estaba contento.
¡Ella la conocía tan bien!
La mujer levantó el brazo, y Lisa vio una llave que colgaba de sus dedos enjoyados con sensualidad, momentos antes de darse la vuelta y echar a andar hacia los ascensores meneando las caderas con insinuación.
Diego se quedó mirándola sin dejar de sonreír, y entonces se dio la vuelta y fue hacia recepción.
–¿Tienes calor o qué? –le susurró Sophie, y Lisa tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para ocultar su decepción antes de volverse a mirar hacia sus amigos.
Ben no dejaba de mirar su reloj con impaciencia. Lisa tragó saliva, intentando aparentar que el mundo no se le había caído encima, e invitó a sus amigos a tomar algo.
–Vamos a tomar una copa; estoy harta de estar aquí sentada.
Ben insistió en buscarlo en el disco bar, aunque Lisa estaba ya convencida de que Diego no se presentaría. ¿Por qué iba a hacerlo cuando ya tenía un plan mejor? La traición era tan grande que no podía soportar pensar en ella; pero no podía pedirles a sus amigos que abandonaran el hotel sin confesar que Ben no se había equivocado en cuanto a sus sospechas
En el bar había música animada y tapas. Lisa pidió champán.
–Vamos a soltarnos un poco la melena –dijo Sophie al ver que su hermano se fijaba en el dispensador de refrescos–. Después de todo es nuestra última noche.
Lisa apuró su copa y se sirvió otra mientras Ben no miraba: estaba consultando otra vez su reloj. Habían pasado ya diez minutos de la hora a la que habían quedado con Diego.
–¿Bailas, Lise?
Bailar le apetecía tanto como ponerse a picar piedra al sol, pero cualquier cosa sería mejor que sentarse allí y emborracharse. Sólo tenía ganas de llorar y de agarrar a Diego del cuello mientras le preguntaba por qué había sido tan cruel con ella.
Le tomó la mano a Ben y bajó del taburete. Pero al hacerlo le pareció como si el suelo se moviera; así que en lugar de bailar sueltos como otras parejas, se agarró a los hombros de Ben y agradeció que él le pusiera las manos en la cintura.
–¿Estás mareada, Lise? Eso te enseñará a no beberte una copa de champán en dos minutos como acabas de hacer.
Le dio la risa tonta, y cuando estaba a punto de apoyar la cabeza en el hombro de Ben y de confesarle todo, vio que Diego se acercaba a donde estaban ellos. Entonces le dijo algo a su elegante acompañante, que le guiñó un ojo antes de darse la vuelta hacia la barra.
¿Cómo se atrevía? ¿Cómo podía hacerle eso? Lisa supo que estaba a punto de ponerse a vomitar, a punto de echarse a llorar. ¡Pero no debía! El dolor que le retorcía las entrañas era enorme.
Venganza.
Le demostraría que no era un niña tonta, que no era de las que se pasaría un mes entero llorando por haber sido engañada por un timador experto.
Diego estaba a poco más de un metro de ella, observándola con sus preciosos ojos negros ligeramente entrecerrados. ¿Cuál era su intención? ¿Cómo operaban aquellos tipos? ¿Se acercaría a ella, le desearía un buen viaje y se daría media vuelta para dedicarse a su nueva presa?
¿O simplemente la ignoraría?
Sin pensárselo dos veces, Lisa decidió hacer algo que seguramente no ignoraría. Así, sin darse tiempo a pensárselo, le agarró la cara a Ben con las dos manos y lo besó como si estuviera interpretando una escena de una película porno.
Y mientras Ben intentaba recuperarse con la cara roja como un tomate, Lisa miró a Diego a los ojos, unos ojos negros repentinamente fieros, y le soltó: «¡Márchate! ¡Me estás agobiando!».
Diego se dio la vuelta y fue hacia donde estaba la otra mujer. Lisa se metió el puño en la boca y se mordió los nudillos. Deseaba ir tras de él, retractarse de todo y rogarle que hicieran las paces.
Pero sabía que no podía hacerlo. El romance de cuento de hadas había terminado; los días dichosos en los que dos corazones habían parecido latir al unísono se habían convertido en una pesadilla.
Se volvió hacia Ben con la cara pálida.
–Llevadme a casa. Él no va a venir. Puedo explicároslo; pero ahora, no. Llevadme a casa.
ALGUIEN la observaba. Lisa sentía la fuerza de unos ojos misteriosos. Nada que ver con las miradas vagamente paternalistas de los ricachones que estaban en aquella fiesta para apoyar una obra benéfica.
Sintió la intensidad de aquella mirada que parecía atravesarla por la espalda. Sintió su desprecio frío y calculador. ¡Qué repelús! Se estremeció por dentro. Sin duda no era más que su imaginación. ¡Qué iba a ser si no!
Molesta consigo misma, con el cansancio que le hacía imaginar cosas, hizo todo lo posible por ignorar esa molesta sensación. Estaba agotada, eso era todo.
En su trabajo de editora social, además del recientemente adquirido título de editora de modas, había hecho recuento de los nombres y títulos de las personalidades más destacadas, además de todos los detalles de lo que llevaban puesto las mujeres. Neil, su fotógrafo, tenía las fotografías. Lo buscaría y le diría que su jornada había terminado.
Estaba tan cansada que las piernas apenas sostenían su complexión menuda. Si las cosas en Lifestyle continuaban así, se encontraría sustituyendo en cada departamento y trabajando doce horas, ocho días a la semana. Los editores con experiencia habían empezado a abandonar en masa; como las ratas abandonaban un barco que se hundía, tal y como decía su padre cada vez que alguien le dejaba una carta de dimisión en la mesa de su despacho.
El bullicio de la alta sociedad le había proporcionado un estupendo dolor de cabeza, y estaba deseando regresar a la tranquilidad de su apartamento. Con aquel vestido negro que realzaba su esbelta figura, Lisa se dio la vuelta muy derecha y se encaminó hacia el magnífico bufete. Encontró a Neil, como había adivinado, engullendo canapés como si llevara quince días sin comer.
–Me marcho –le dijo, y sacudió la cabeza cuando él le ofreció una copa de vino–. Tenemos todo lo que necesitamos.
Aunque, la verdad, se sentía impotente de no poder hacer más para que las ventas aumentaran con el número del mes siguiente. Neil la miró a la cara con sus grandes ojos marrones.
–Pareces agotada. ¡Deberías buscarte un trabajo como Dios manda! –dejó de comer para beber un poco de vino–. Espera un poco y te llevaré a casa. Supongo que estoy invitado a tu fiesta de compromiso de mañana.
–Por supuesto. Cuantos más, mejor.
Lisa esbozó entonces la primera sonrisa genuina de la noche, y experimentó un calor reconfortante que ahogó la molesta sensación de ser observada.
«Querido Ben»… Haría lo posible por ser una buena esposa para él. Ninguno de los dos sentía por el otro una gran pasión y eso, tal y como habían decidido ellos, era una ventaja añadida. Lo habían hablado detenidamente y ambos lo habían aceptado así. El suyo sería un matrimonio donde el afecto y el respeto sería lo único que esperaran el uno del otro. No sabía Ben, pero suponía que era demasiado práctico como para experimentar emociones fuertes; y en cuanto a ella, los acontecimientos de cinco años atrás le habían hecho darle la espalda al concepto de amor apasionado. Jamás volvería a sentir nada tan profundo por alguien como lo que había sentido por aquel joven español, lo cual era una bendición. Cuanto más fuerte eran las emociones, mayor el dolor.
La inquietante sensación de ser observada volvió a molestarla. Lo detestaba y le daba miedo. Esa sensación inquietante enturbiaba todos aquellos pensamientos reconfortantes relacionados con Ben y con la vida que juntos habían planeado.
–Creo que prefiero marcharme sola –le dijo de pronto a Neil–. Tomaré un taxi. Hasta luego.