Por venganza y amor - Caitlin Crews - E-Book
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Por venganza y amor E-Book

CAITLIN CREWS

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Beschreibung

El famoso Nikos Katrakis andaba en busca de una nueva amante cuando, de repente, la heredera Tristanne Barbery se ofreció voluntaria. ¿Podían ser tan fáciles de conseguir placer y venganza? Tristanne sabía que no debía jugar con fuego, y menos con un hombre de tanto carisma como Nikos Katrakis. Sin embargo, a pesar de que sabía muy bien a lo que se exponía, no tenía elección. Para sorpresa de Nikos, Tristanne no era la chica débil, dócil y casquivana que había creído, y pronto sus planes de venganza empezaron a desmoronarse como un castillo de naipes.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Caitlin Crews.

Todos los derechos reservados.

POR VENGANZA Y AMOR, N.º 2098 - agosto 2011

Título original: Katrakis’s Last Mistress

Publicada originalmente por Mills and Boon

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-691-7

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Promoción

Capítulo 1

APOYADO en la barra del bar, Nikos Katrakis era, con diferencia, el hombre más peligroso a bordo de aquel lujoso yate en las mediterráneas aguas de la Costa Azul, bajo el sol del atardecer. Era tan viril y misterioso que a Tristanne Barbery se le cortaba el aliento cada vez que lo miraba, y de ser otras las circunstancias habría salido huyendo nada más verlo.

«Da igual lo que sientas», se reprendió irritada, obligándose a relajar los puños apretados y a controlar el pánico y las náuseas. Estaba temblando, pero tenía que hacer aquello por su madre, porque las deudas la ahogaban y la situación se había vuelto insostenible.

Había otros hombres ricos a bordo, pero Nikos Katrakis era distinto del resto. Y no sólo porque fuera el propietario de aquel yate, ni por esa aura de poder que parecía emanar de él aun vestido como iba con unos vaqueros y una camisa blanca.

No, era por su porte orgulloso, y por esa energía que irradiaba. Tenía más poder del que había tenido su difunto padre, pero le daba la impresión de que no era tan frío, ni tampoco un bruto, como su medio hermano Peter, cruel hasta el punto de que se negaba a pagar las facturas médicas de su madre y que se había reído de la desesperación de Tristanne en su cara.

Pero también había algo que la asustaba de Nikos Katrakis. Era demasiado masculino, implacable. En cierto modo le recordaba a un dragón, pensó mientras estudiaba su corto cabello negro, sus facciones esculpidas y su impresionante físico, con ese cosquilleo que sentía en los dedos ante el impulso irresistible de dibujar cuando algo la fascinaba.

Estaba malgastando tiempo allí de pie, mirándolo e intentando reunir el coraje suficiente para acercarse a él cuando Peter debía estar buscándola y no tardaría en aparecer. Aunque había accedido a seguir su plan, sabía que no se fiaba de ella. Y seguiría su plan, pero sería ella quien pondría las reglas. Por eso había decidido escoger a aquel hombre al que Peter detestaba, a su principal rival en los negocios.

Tristanne había pasado del nerviosismo a que se le acelerase el pulso y le temblaran las rodillas. Sólo esperaba que no se le notase, que Nikos Katrakis únicamente viese lo que pretendía: a una mujer fría, indiferente, sofisticada.

Inspiró profundamente para calmarse, recitó en silencio una pequeña plegaria, y se obligó a avanzar hacia donde estaba Nikos Katrakis antes de que pudiera arrepentirse.

Cuando llegó junto a él, los ojos color miel del magnate, casi dorados como los de un dragón, se encontraron con los de ella, abrasándola. Tristanne contuvo el aliento, y una ola de calor la invadió. De pronto todos los ruidos se desvanecieron, el runrún de las conversaciones de los demás invitados, las risas, el tintineo de sus copas..., junto con el valor del que había hecho acopio.

–Buenas noches, señorita Barbery –la saludó. El leve acento griego que impregnaba su voz era como una brusca caricia.

No se irguió, sino que siguió con un codo apoyado en la barra, y jugueteó con el vaso en su mano, revolviendo el líquido ambarino que contenía, mientras la miraba fijamente. Tristanne estaba segura de que aquella postura relajada era sólo una fachada, que estaba más que alerta.

–Ignoraba que supiera mi nombre –dijo, manteniendo la compostura a pesar de las mariposas que sentía en el estómago. Era una de las «ventajas» de ser una Barbery: podía aparentar tenerlo todo bajo control cuando por dentro estaba hecha un manojo de nervios. Quería utilizar a aquel hombre para sus propios fines, no sucumbir a su legendario carisma. ¡Tenía que ser fuerte!

Katrakis enarcó una ceja.

–Soy el anfitrión, y considero mi deber conocer el nombre de todos mis invitados. Además, soy griego; la hospitalidad es algo más que una palabra para mí –dijo mirándola fijamente, igual que un gato que hubiera acorralado a un insensato ratón.

–Tengo que pedirle un favor –balbució de sopetón, lanzándose al vacío.

Había algo en el modo en que Nikos Katrakis estaba mirándola que la hizo sentirse como si el vaso de vino que se había tomado se le hubiese subido a la cabeza.

–Lo siento –murmuró, sorprendida al notar que le ardían las mejillas–. No pretendía ser tan brusca. Debe de estar pensando que soy la persona más grosera sobre la faz de la tierra.

Él volvió a enarcar una ceja y esbozó una media sonrisa.

–Aún no me ha dicho de qué favor se trata, así que quizá debería abstenerme de juzgarla hasta que lo haga.

–Es un favor pequeño, y confío en que no le desagrade –respondió Tristanne.

Estuvo a punto de echarse atrás, de hacer caso de los mensajes de pánico que le estaban mandando su cuerpo y su intuición. Casi se convenció de que no tenía por qué escoger precisamente a aquel hombre, que cualquier otro menos intimidante serviría, pero al girar la cabeza un momento para sobreponerse a la intensa mirada de Katrakis, sus ojos se encontraron con los de su medio hermano. Se dirigía hacia allí, abriéndose paso entre la gente, pero al ver con quién estaba, frunció el ceño, furibundo, y se detuvo. Detrás de él estaba el baboso financiero que Peter había escogido para ella.

–Tienes que hacerlo, Tristanne; si quieres que yo te ayude, tú tendrás que ayudarme a mí, apuntalando las tambaleantes finanzas de la familia –le había dicho seis semanas atrás, después del funeral de su padre.

Había empleado un tono autoritario, como si aquello no fuera a afectar a su futuro, a su vida. Ella se había vestido de luto para la ceremonia, pero no lo había hecho por que sintiera la muerte de su padre. Gustave Barbery no había sido un buen padre.

–No lo entiendo –le había respondido ella tensa–. Lo único que quiero es poder disponer de mi fondo fiduciario unos años antes de lo establecido.

Aquel condenado fondo fiduciario... Detestaba el hecho de que su padre lo hubiera creado, de que hubiera pensado que aquello le daría el derecho a intentar controlarla. Detestaba que Peter fuera el albacea testamentario, y que para ayudar a su madre y conseguir el dinero de ese fondo tuviera que dejarse manipular por él. Ella nunca había querido un céntimo de la fortuna Barbery, nunca había querido tener que deberle nada a su padre.

Todos esos años había vivido muy orgullosa ganándose el pan con el sudor de su frente, pero por desgracia las circunstancias la habían empujado a aquello. La salud de su madre, Vivienne, se había deteriorado rápidamente cuando su padre, Gustave, había enfermado, y sus deudas habían empezado a aumentar a un ritmo vertiginoso después de que Peter se hubiera hecho con el control de las finanzas de la familia y dejara de pagar las facturas de su madre. Ella había tenido que hacerse cargo de su madre, cosa que le resultaba muy difícil con lo poco que ganaba como artista en Vancouver. Por eso no tenía otro remedio más que hacer lo que Peter quería, con la esperanza de que le permitiera tener acceso a su fondo fiduciario antes de lo estipulado para poder salvar a su madre de la ruina. Había sentido ganas de llorar de pura frustración, pero se había negado a llorar delante de Peter, a mostrarse débil ante él.

–No tienes que comprender nada –había replicado él, con una mirada fría y llena de malicia–; sólo hacer lo que te digo. Encontrar a un hombre lo suficientemente rico e influyente, y lograr que se doblegue a tu voluntad. No creo que sea tan difícil, ni siquiera para alguien como tú.

–Lo que no alcanzo a comprender es qué sacarás tú de eso –le había dicho Tristanne educadamente, como si aquello no le revolviese el estómago.

–El que los medios te vinculen a ti, mi hermana, con un hombre rico e influyente, tranquilizará a mis inversores –le había contestado Peter–. Y te conviene que este plan salga bien, Tristanne, porque si no sale bien lo perderé todo, y la primera víctima será la inútil de tu madre.

Peter nunca había disimulado el desdén que sentía hacia la madre de Tristanne. Gustave, el padre de ambos, había dejado su imperio en manos de Peter al comienzo de su larga enfermedad, desheredando a Tristanne por cómo se había rebelado contra él años atrás. A ella sólo le había dejado el fondo fiduciario, controlado por Peter.

Sin duda Gustave debía de haber creído que su hijo Peter cuidaría de que, tras su muerte, su segunda esposa pudiera vivir sin estrecheces, y por eso no había estipulado nada al respecto en su testamento. Se había equivocado. Peter había esperado años para hacer pagar a Vivienne por haber usurpado el lugar de su difunta madre. Para él su frágil salud no era más que «una forma de llamar la atención», y había dejado que sus deudas se fueran amontonando. Era verdaderamente mezquino, capaz de cualquier cosa.

–¿Y qué es lo que quieres que haga? –le había preguntado Tristanne valerosamente. Haría lo que tuviera que hacer; tenía que hacerlo por su madre.

–Acostarte con ese tipo... casarte con él... me da igual –le había contestado Peter en un tono despectivo–. Lo importante es que te asegures de que se os vea juntos en público, que aparezca en las portadas de toda Europa. Lo que sea necesario para convencer al mundo de que la familia Barbery está vinculada a gente influyente y con dinero.

Tristanne volvió al presente apartando la vista del baboso financiero para mirar a su hermano, en cuyos ojos ardía el odio más absoluto. Fue entonces cuando su indecisión se desvaneció. Mejor consumirse en el fuego de Nikos Katrakis, y de paso enfurecer a Peter al escoger a su enemigo declarado, que sufrir un destino mucho más repulsivo, entre los tentáculos de aquel financiero. Tristanne se estremeció por dentro de sólo imaginarlo.

Cuando volvió a centrar su atención en Nikos Katrakis, vio que la sonrisa había desaparecido de su rostro. Y aunque aún seguía apoyado en la barra del bar, Tristanne tenía la impresión de que cada músculo de su cuerpo se había puesto tenso, en alerta roja. Todo aquel poder contenido, aquella masculinidad, hizo que se le secara la garganta. «Esto es un tremendo error», pensó, pero no tenía elección.

–¿Y bien? –inquirió Katrakis–. ¿Cuál es ese favor?

–Querría que me besara –le dijo Tristanne con voz clara. Ya estaba hecho; no había vuelta atrás. Carraspeó–. Aquí y ahora. Si no es molestia.

De todas las cosas que pudieran ocurrir durante el transcurso de aquella fiesta, el que la hija de Gustave Barbery acabara de pedirle que la besara, era lo último que Nikos Katrakis había esperado. Una sensación perversa de triunfo lo invadió. Los ojos castaños de Tristanne Barbery no rehuyeron su mirada, y Nikos se encontró sonriendo. No había duda de que era valiente; no como su cobarde y vil hermano. Sin embargo, aquella valentía no le serviría de mucho, no con él.

–¿Por qué debería besarla? –le preguntó, regocijándose al ver el rubor que tiñó sus mejillas. Jugueteó con su vaso y señaló a la muchedumbre con un ademán perezoso–. A bordo de este barco hay muchas mujeres que se pelearían por hacerlo. ¿Por qué tendría que escogerla a usted?

Una expresión de sorpresa cruzó por los ojos de Tristanne Barbery. Tragó saliva, y esbozó lentamente una sonrisa que a Nikos no lo engañó ni por un momento. Era un arma, una sonrisa afilada como una cuchilla.

–Yo creo que debería darme puntos por habérselo pedido directamente –respondió ella, alzando la barbilla desafiante–. En vez de pasearme por la cubierta con un vestido atrevido, esperando llamar su atención, quiero decir.

A Nikos le hizo gracia su respuesta a pesar de ese impulso que sentía de aplastarla porque era una Barbery, porque se había jurado hacía mucho que no descansaría hasta que ese apellido quedara pulverizado a sus pies.

Como había visto que la sabandija de su hermano estaba observándolos, dejó su vaso en la barra y dio un paso hacia Tristanne, invadiendo su espacio personal. Ella no retrocedió.

–Hay mujeres que no tienen ningún problema en exhibir sus encantos para conseguir lo que quieren –le dijo–, pero entiendo a qué se refiere.

La recorrió con la mirada, deleitándose con su melena ondulada de cabello rubio oscuro, sus inteligentes ojos castaños, y su esbelta figura, enfundada en un sencillo vestido que abrazaba sus curvas. Le gustaba especialmente su barbilla, una barbilla con personalidad, ese intelecto que no hacía nada por ocultar, y el hecho de que no parecía haber retocado sus facciones ni su cuerpo con inyecciones de Botox, de colágeno, ni con implantes de silicona.

No le pasó desapercibida la tensión en sus hombros y en su cuello, y al volver a mirarla a la cara lo satisfizo ver, antes de que ella lo disimulara mudando su expresión, que la había irritado con la contestación que le había dado.

–¿Qué tiene que no tenga otra mujer? –le preguntó.

Tristanne Barbery enarcó una delicada ceja en actitud desafiante.

–Todo –respondió ella–. Cada mujer es única y diferente de las demás.

Una ráfaga de deseo que no se esperaba sacudió a Nikos. Deseaba a Tristanne Barbery, sí, pero también quería arruinarle la vida, como Peter Barbery había destruido a su hermana Althea y a su padre.

–Buena observación –contestó, luchando por alejar aquellos oscuros recuerdos de su mente. Alargó la mano y tomó un largo mechón del cabello de Tristanne entre sus dedos. Parecía de seda, y era tan cálido... Ella entreabrió los labios, como si pudiera sentir la caricia de sus dedos–. Sin embargo, no tengo por costumbre besar a una perfecta desconocida delante de tanta gente –continuó en un susurro–. Suele ocurrir que ese tipo de cosas acaban apareciendo en las portadas de la prensa sensacionalista.

–Le pido disculpas entonces –murmuró Tristanne, desafiándolo de nuevo con su inteligente mirada–. Había oído decir que no le tenía miedo a nada, y que se reía de los convencionalismos. Tal vez lo he confundido con otro Nikos Katrakis.

–Me parte el corazón, señorita Barbery –le contestó Nikos dando un paso hacia ella. Tristanne no retrocedió, y eso lo excitó aún más–. Daba por hecho que había sido mi atractivo físico lo que la había traído hasta mí para suplicarme un beso. En vez de eso resulta que es usted como el resto. ¿Es una de esas mujeres que van por ahí flirteando con los tipos ricos, como esas adolescentes que coleccionan autógrafos de cantantes y actores?

–Por supuesto que no –replicó ella, echando la cabeza hacia atrás y enarcando las cejas–. Son los hombres ricos los que me persiguen y flirtean conmigo. Pensé que le hacía un favor ahorrándole las molestias.

–Es muy considerado por su parte, señorita Barbery

–murmuró él, trazando con las yemas de los dedos la tersa piel sobre el borde de su clavícula. La notó estremecerse ligeramente, y casi sonrió–, pero me temo que soy un hombre reservado, celoso de lo que es mío, y soy bastante reticente a compartir lo que es mío.

–Ya, y por eso ha organizado esta fiesta y ha invitado a toda esta gente.

–No tengo intención de besar a todas estas personas. Aunque a algunas de las mujeres que hay a bordo sí las he besado –puntualizó él.

–En ese caso me gustaría que me explicase cuáles son sus reglas –respondió Tristanne, y apretó ligeramente los labios, como si estuviera conteniéndose la risa–. Aunque debo confesarle que me sorprende que las haya. Parece que no son ciertas las historias que se cuentan del gran Nikos Katrakis, que no se pliega a los convencionalismos, que no sigue las reglas y se forja su propio destino. Si ese hombre existe, me gustaría conocerlo.

–Sólo hay un Nikos Katrakis, señorita Barbery; yo –dijo él. Estaba tan cerca de ella que el aroma de su perfume, con un toque floral, invadía el espacio entre ellos. Se preguntó si sus labios serían tan dulces como su perfume–. Espero que eso no suponga una decepción para usted.

–No tendré manera de juzgar si supone para mí una decepción o no si no me besa –apuntó ella, mirándolo a los ojos.

–Ah, así que se trata de algo inevitable.

–Por supuesto. ¿No lo ve igual que yo? –respondió ella ladeando la cabeza con una sonrisa.

Era un desafío en toda regla, y Nikos nunca había rehuido un desafío.

Claro que aquello no era en absoluto lo que había planeado; eso era cierto. La espontaneidad era para los que tenían poco que perder y aún menos que demostrar. Él quería vengarse del difunto Gustave Barbery y de su odioso hijo Peter como se merecían, no de cualquier manera. Era una venganza que había estado urdiendo durante los últimos diez años: un tirón por aquí, un rumor por allá, y había puesto zancadillas a los Barbery que habían hecho que sus negocios comenzaran a ir cuesta abajo, sobre todo desde la enfermedad del viejo.

En sus planes de venganza iniciales no entraba lachica. Él no era como los Barbery, no era como Peter Barbery, que había seducido a Althea, dejándola embarazada y abandonándola después. Sin embargo, jamás podría haber imaginado que la hermana de su mayor enemigo fuera a abordarlo de esa manera.

Ni tampoco, y aquello era aún más intrigante y peligroso, que estuviera sintiéndose tentado de bajar la guardia, que estuviera a punto de resquebrajar el férreo control que tanto se había esforzado por mantener sobre sí mismo. No era contrario a utilizarla para conducir a su familia a la destrucción, pero nunca se habría esperado sentir aquel deseo arrollador hacia ella.

–Supongo que sí –murmuró.

La expresión desafiante que había en los ojos de Tristanne flaqueó. Fue sólo un instante, pero no le pasó desapercibido, y algo dentro de él rugió triunfante. Aquella fría indiferencia suya no era más que una fachada, era evidente.

Alargó la mano y deslizó la palma por detrás de su cuello para asirla por la nuca. Aquel contacto fue como una descarga eléctrica. Ella abrió mucho los ojos y apoyó las manos en su pecho.

Nikos se lo tomó con calma, consciente del interés de los curiosos que los rodeaban. No sabía a qué estaba jugando Tristanne Barbery, pero sí sabía que no tenía ni idea de con quién estaba jugando.

Prácticamente ya había ganado la batalla, y estaba dispuesto a valerse de Tristanne para destruir el imperio Barbery de una vez por todas, igual que los Barbery habían estado casi a punto de destruirlo a él tiempo atrás.

Sin embargo, en vez de saborear esa victoria que casi podía tocar con la punta de los dedos, centró su atención en los sensuales labios de Tristanne, y la atrajo hacia sí.

Capítulo 2

FUEGO! Tristanne habría gritado aquella palabra si hubiera podido. En vez de eso, había respondido al beso, si ésa era la palabra adecuada para describir aquella apasionada y ardiente unión de sus labios. En su cerebro se dispararon alarmas que gritaban: «¡Peligro!, ¡peligro!»; tenía el estómago lleno de mariposas y la piel le quemaba.

No había imaginado que besar a aquel hombre, o más bien ser besada por él, pudiera ser así. Era algo casi salvaje. Tomaba, exigía, reclamaba.

Ella tenía la sensación de que jamás quedaría saciada. Katrakis ladeó la cabeza, explorando su boca con la lengua, con una maestría y una seguridad que la hizo estremecer de deseo.

Era algo primitivo, carnal. La mano con que le sujetaba la nuca irradiaba calor, como si estuviese marcándola a fuego de un modo posesivo. El sabor de su boca, intenso como el de un vino caro, resultaba adictivo. Los dedos de Tristanne se aferraron a su camisa, tensos, pero en vez de empujarlo para apartarlo de ella, al instante siguiente se relajaron, deslizándose por su pecho, por sus músculos de acero.

Fue como si el tiempo se detuviera, consumiéndose en aquel fuego, hasta que finalmente él levantó la cabeza, despegando sus labios de los de ella. Sus ojos dorados buscaron los de ella, y Tristanne sintió que las piernas le temblaban.

Resistió el impulso de llevarse los dedos a los labios, que se notaban hinchados y palpitantes por aquel beso apasionado.

–Confío en que eso la haya satisfecho.

Había un brillo extraño en los ojos de él, algo que hacía que sintiera un cosquilleo en la piel, como una advertencia. Apartó la mano de su nuca, lentamente, y sus dedos dejaron un rastro ardiente mientras se retiraban, abrasándola.

Tristanne hizo un esfuerzo por no estremecerse, segura de que él utilizaría las respuestas de su cuerpo contra ella.

–Creo que sí –murmuró Tristanne. Su voz sonó ahogada.

Se notaba los senos tirantes, pesados, y por un instante se apoderó de ella un impulso de apretarlos contra su duro pecho. Era como si Nikos Katrakis hubiese vuelto a su cuerpo en su contra. «Basta», se ordenó mentalmente. La cabeza le daba vueltas y su respiración se había tornado entrecortada. Tenía que parar aquello, respirar, controlarse.

–¿Cree que sí? ¿No lo sabe? –la picó él una sonrisa divertida, sensual–. Entonces es que no lo he hecho bien.

Tristanne se dio cuenta entonces de que aún tenía las manos apoyadas en su pecho; podía sentir el calor de su cuerpo a través de la camisa de algodón. Ya hacía rato que debía haber bajado las manos, que debía haberse apartado de él.

«¡Por amor de Dios, contrólate!», se ordenó desesperada. Pensó en la frágil y delgada figura de su madre, en su tos constante, en los ojos ojerosos por la falta de sueño. Tenía que mantener la cabeza fría o lo echaría todo a perder.

Bajó las manos, y al hacerlo le pareció que en la sonrisa de él se acentuaba el sarcasmo. Aquello la hizo erguirse, recordarse por qué estaba haciendo aquello, y por quién.

–Ha sido un beso... aceptable –le respondió, fingiéndose indiferente, y casi aburrida, a pesar de que el corazón se le había desbocado y le palpitaba el estómago.

Él no reaccionó a la provocación, pero sus ojos permanecieron fijos en ella, como un depredador a punto de atacar, o como un dragón a punto de lanzar una llamarada por la boca.

–Aceptable –repitió.

Ella se encogió de hombros, como si no sintiese que las mejillas le ardían, como si aquel beso no la hubiese sacudido por completo.

En ese momento vio que su hermano se había aproximado a ellos un poco más, sin duda para intentar escuchar su conversación con Katrakis. Por la expresión de su rostro era evidente que estaba furioso. Sus fríos y crueles ojos ardían de ira.