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Consciente de que la poderosa familia Verdi podría arrebatarle su bebé si así lo deseaban, Portia Makepeace no tenía otra opción que irse con Lucenzo Verdi a su casa en la Toscana. Era obvio que Lucenzo creía que ella no era más que una cazafortunas, pero Portia no pudo evitar enamorarse de él. Cuando le ofreció convertirse en su esposa, no sabía si es que estaba convencido de su inocencia o si tenía otros motivos más oscuros.
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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Diana Hamilton
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Presa del amor, n.º 1332 - agosto 2014
Título original: The Italian’s Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4655-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Voy yo –dijo Portia, muy alegre, cuando el estridente sonido del timbre rompió el silencio que reinaba en la casa.
Las visitas a la pequeña casa, que estaba a las afueras de la ciudad industrial de Chevington y en la que Portia había vivido con sus padres durante la totalidad de sus veintiún años, eran poco frecuentes. Teniendo en cuenta que eran más de las nueve de la noche, aquello era realmente excepcional.
Había salido ya casi del salón cuando su padre se levantó y le dijo que se quedara donde estaba. La idea de dejar al pequeño Sam con su madre ni siquiera se le había pasado por la cabeza, pero poder hablar con la persona que había llamado, aunque resultara ser alguien que estuviera perdido, sería una interrupción muy bienvenida que la ayudara a librarse de la tácita desaprobación de sus padres.
Tras envolver al bebé en la toquilla, Portia se colocó un mechón de su rubio cabello tras la oreja y abrió la puerta principal justo en el momento en el que el timbre volvía a sonar insistentemente. La sonrisa se le heló en los labios cuando vio quién esperaba al otro lado del umbral. Era un miembro del poderoso y acaudalado clan de los Verdi.
¿Cuántas veces se había dicho que nunca sabrían lo que había ocurrido y que, aunque, por algún cruel giro del destino, lo hicieran, ninguno de ellos sentiría interés alguno ni por ella ni por su hijo ilegítimo?
Parecía que no podía haber estado más equivocada. Todo lo relacionado con aquel desconocido revelaba su origen italiano. La arrogante inclinación de su cabeza, su cabello oscuro, los ojos negros, la nariz aguileña y unos sensuales labios hacían que la conexión familiar resultara más que evidente.
No era tan galán como lo había sido Vito. El gesto cínico que tenía en la boca y la dureza de sus rasgos evitaban que así fuera. Además, era mucho más alto y al menos cinco años mayor de lo que había sido Vito.
Vito, el padre de su hijo, solo tenía veintiséis años cuando murió, hacía seis semanas y cuatro días... Vito la había engañado tanto a ella como a su esposa, y probablemente también a docenas de otras ingenuas mujeres...
–¿Portia Makepeace?
Portia no pudo responder. Se había quedado muda por la sorpresa. La habían encontrado cuando no había querido que así fuera. ¿Quién sabía lo que el poderoso e influyente clan de los Verdi sería capaz de hacer? ¿Intentarían arrebatarle a su hijo solo porque el niño era uno de los suyos?
Demasiado tarde, trató de hacer lo que debería haber hecho antes: cerrarle la puerta en las narices. Sin embargo, él consiguió impedírselo y entró en el pequeño recibidor de la casa. Con los ojos entornados, miró el cabello de Portia, que, alborotado, le caía por los hombros, la vieja bata azul, que se ceñía a sus más que generosas curvas por medio de un cinturón, las ridículas zapatillas con forma de rana, regalo de su amiga Betty, y los enormes ojos grises de la joven, que, sin que ella pudiera evitarlo, se le habían llenado de sorpresa y de lágrimas. Entonces, centró su atención en el pequeño Sam, de dos semanas de vida, que Portia estrechaba protectoramente contra su pecho.
–¿Está demasiado avergonzada para hablar? Eso lo entiendo, aunque admito que es inesperado –dijo él, con voz profunda y un ligero acento italiano–, pero supongo que no va a tratar de fingir que no es lo que realmente es, una «robamaridos», o que yo no soy el tío de ese niño. Eso no convendría a sus propósitos, ¿verdad? Se alegrará de saber que la reconozco del día del entierro de Vittorio.
Portia sintió que la cabeza le daba vueltas. ¿Alegrarse ella? ¡Claro que no! Lo último que habría deseado era que un miembro de la familia Verdi la encontrara.
Sin embargo, se lo tendría que haber imaginado. ¿Acaso no le habían advertido sus padres que asistir al entierro de su amante, afrentando a su prestigiosa familia y a su esposa, sería una equivocación y un comportamiento de muy mal gusto?
Portia había ido de todas maneras. Había sentido que debía hacerlo y lo había hecho con la intención de pasar desapercibida. La bondad de su corazón había conseguido superar la conmoción que le había provocado un reciente descubrimiento. Se había enterado de que Vito nunca la había amado cuando, después de que ella le dijera que estaba esperando un hijo suyo, él la había abandonado. A pesar de todo, había necesitado despedirse del padre del niño que llevaba en su vientre, rezar por él...
Al estar embarazada de ocho meses, no había resultado fácil ocultarse y lo de pasar desapercibida había quedado en un segundo plano cuando, abrumada por sus sentimientos, se había desmayado.
Solo recordaba vagamente que la habían sacado de la iglesia. Alguien le había llevado un vaso de agua. Una mujer y dos hombres, que hablaban rápidamente en italiano, la habían contemplado con los ojos llenos de sospecha. Cuando se recuperó lo suficiente como para murmurar la dirección de su casa ante las presiones de los desconocidos, uno de los hombres había utilizado su teléfono móvil para llamar un taxi. Cuando el vehículo llegó, la habían metido en él discretamente, algo que ella había agradecido, a pesar de que, evidentemente, trataban de sacarla de allí tan rápidamente como fuera posible.
Portia había pensado, había esperado, que aquel fuera el fin de su relación con los Verdi, pero la presencia de aquel hombre en su casa demostraba que no era así.
–No tengo nada de lo que avergonzarme –replicó ella, acariciando suavemente la mejilla de su hijo–. ¡Nada!
Había amado a Vito, lo había admirado cuando él le había dicho que estaba trabajando mucho, ahorrando para abrir su propio restaurante. Lo había creído cuando él le había asegurado que la amaba y que se casarían en cuanto fuera posible económicamente.
Ella no sabía entonces que estaba casado, que todo lo que le había dicho era mentira. Le había prometido matrimonio y un final feliz a su relación porque, seguramente, había creído que aquella era la única manera de poder conseguir que Portia pasara aquel fin de semana con él. Por eso, ¿qué derecho tenía aquel hombre a contemplarla como si fuera despreciable?
–¿Por qué está usted aquí?
–Buena pregunta –respondió él secamente mientras se metía las manos en los bolsillos de un exquisito abrigo de mohair–. No porque yo lo desee. De hecho, y para que conste, yo estaba completamente en contra de que la familia se pusiera en contacto con usted. Se encontró una carta arrugada de una tal Portia Makepeace en el suelo de lo que quedó del coche de Vittorio. En ella, estaba escrita esta dirección. Era una carta histérica. Yo creí que la habría escrito una adolescente, no una mujer hecha y derecha. Entonces, recordé a la desconocida embarazada que se había desmayado durante el oficio religioso del entierro de mi hermano y la dirección que aquella mujer había dado. Después de eso, no hizo falta ser Einstein para deducir los hechos. Ese niño es de mi hermanastro.
A Portia no se le pasó por la cabeza negarlo, pero el modo en que aquel desconocido lo había explicado todo le hizo sentirse furiosa.
No estaba histérica cuando le había enviado aquella carta a Vito al elegante restaurante de Londres donde trabajaba como chef de postres. Le había escrito porque él siempre le había dicho que no le telefoneara allí porque le causaría problemas con su jefe.
Llevaba semanas tratando de ponerse en contacto con él y estaba muy preocupada al redactar aquellas líneas. La última vez que había sabido de él había sido cuando Vito la había llamado y ella le había dicho que estaba embarazada. Había estado segura en aquellos momentos que le había pasado algo terrible y que, por eso, no se había puesto en contacto con ella. Después, se había enterado de que se había lavado las manos en todo lo que se refería a ella, que todo lo que le había dicho habían sido mentiras. Poco a poco, había ido aceptándolo.
–Siento mucho no ser William Shakespeare –replicó ella, sarcásticamente, a pesar de que estaba temblando–. Ahora, me gustaría que se marchara.
–Está forzando su suerte, ¿verdad? Tal vez le tome la palabra e informe que esta visita ha resultado un fracaso –dijo él con una ligera sonrisa en los labios que desapareció rápidamente–. Sin embargo, estoy seguro de que no es eso lo que usted tiene en mente.
El recién llegado se habría apostado una buena suma a que estaba en lo cierto. A pesar de la impresión que podría haber dado aquella carta tan desquiciada, en la que se hablaba de planes de boda y del bebé, estaba seguro de que aquella mujer no era ninguna estúpida. Habría continuado bombardeando aquella dirección, que era la del carísimo restaurante que Vittorio había frecuentado habitualmente, con cartas. No obstante, tenía la certeza de que el tono de las mismas habría cambiado después del nacimiento del niño, cuando seguramente habría pasado a exigir una pensión alimenticia o Dios sabe qué más cosas. Sin embargo, Vittorio había muerto trágicamente tras el volante de uno de los rápidos automóviles a los que era tan aficionado.
Mientras la observaba atentamente suspiró. Tal vez se hubiera sentido inclinado a concederle el beneficio de la duda si no hubiera sido por el modo en el que había irrumpido en la ceremonia religiosa antes del entierro. Estaba seguro de que había fingido aquel desmayo para asegurarse de que no pasaba desapercibida. ¡Como si, vestida con un raído abrigo marrón, en un avanzado estado de gestación y sollozando sobre un enorme pañuelo, hubiera podido evitar que los elegantes miembros de la familia Verdi se fijaran en ella!
Aquella había sido la actitud de una mujer que está dispuesta a plantear problemas. Suspiró. No le gustaba lo que iba a tener que hacer. Sin embargo, su padre, tras conocer el contenido de aquella carta, había sido inflexible.
–Portia, ¿qué estás haciendo? ¿Quién es este hombre? –preguntó en aquel momento Godfrey Makepeace, tras salir del salón.
–No ocurre nada, papá –respondió ella, volviéndose hacia su progenitor.
Notó que su padre estaba muy tenso, como lo había estado desde que se enteró del embarazo de su hija y la simultánea desaparición del padre de la criatura, por el que Godfrey había sentido una instantánea antipatía en la única ocasión en la que lo había visto. Portia sentía mucho todo el sufrimiento que les había causado a sus padres. Los dos le habían recordado una y otra vez las razones que tenía para abortar. Cuando la lógica había fallado, habían recurrido a las súplicas, pero Portia se había mantenido firme y se había negado a destruir la pequeña vida que crecía dentro de ella. No era culpa del bebé que su padre hubiera sido un mentiroso.
–Este caballero ya se marcha –añadió fríamente.
Sin embargo, el caballero en cuestión parecía tener ideas propias al respecto.
–Señor Makepeace –dijo el recién llegado, mientras daba un paso al frente con la mano extendida–. Me llamo Lucenzo Verdi. Vittorio era mi hermanastro. Le ruego que me disculpe por presentarme en su casa a estas horas, pero acabo de regresar de Florencia con un comunicado urgente de mi padre, Eduardo Verdi, el cabeza de nuestra familia.
A causa de la cobertura que los medios de comunicación habían realizado del fatal accidente de Vito, todo el mundo conocía el éxito internacional del Banco Mercantil Verdi y el puesto que Vito había tenido en la sede de Londres y, por lo tanto, el poder y la riqueza de la familia del padre de su hijo.
En aquel momento, una de las manitas de Sam se escapó de debajo de la toquilla. El pequeño cuerpo del bebé se tensó bajo los brazos de la madre, por lo que Portia casi no oyó la pregunta que su padre hacía al respecto. Su mirada se centró en el suave y oscuro cabello de su hijo y, enseguida, se dio cuenta de que su bebé estaba listo para su siguiente toma. Por el momento, aquella era su prioridad. Dejaría que Lucenzo, o como se llamara, dijera su comunicado y se marchara por donde había venido. Su padre le transmitiría más tarde los detalles y ella no les prestaría atención alguna.
Si había alguna amenaza, implícita o declarada abiertamente, de que la familia Verdi lucharía por la custodia del pequeño Sam, su hijo y ella desaparecerían inmediatamente.
Tras tomar aquella decisión, se deslizó entre la imponente figura del italiano y la de su padre en dirección a la cocina para preparar el biberón de su hijo.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, colocó a un satisfecho y adormilado Sam en la cuna que tenía al lado de su cama y bajó al salón, deslizando sus ridículas zapatillas sobre el linóleo del suelo. Seguramente, el italiano ya se habría marchado. Una casa tan humilde no sería de su gusto. Sus padres la informarían sin duda de aquel comunicado tan urgente. En realidad, no le interesaba en absoluto, pero ignorar los hechos molestaría mucho a sus padres, algo que, a pesar de ser lo que había hecho durante toda su vida, no quería volver a repetir.
Tras recogerse el cabello, largo y descuidado, detrás de las orejas, respiró profundamente y entró en el salón. Cuando se dio cuenta de que el impresionante y esbelto italiano estaba sentado en el sillón de su padre, que era el lugar de honor del salón, palideció.
El modo en que aquella arrogante cabeza se giró para mirarla, la manera en la que aquellos ojos negros la estudiaron como si fuera un insecto poco agradable que no había sido descubierto hasta entonces hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho.
–Portia...
La voz de su madre, mucho más suave y más alegre que de costumbre, le dio fuerzas para apartar su horrorizada mirada de aquel rostro, tan hermoso como intimidante. Entonces, respiró profundamente y sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
Joyce Makepeace estaba golpeando suavemente el espacio vacío que había a su lado en el sofá, a modo de invitación para que se sentara. Portia se quedó boquiabierta. Las mejillas de su padre estaban cubiertas de un favorecedor rubor y sus ojos azules brillaban con alegría. En sus labios, se dibujaba una sonrisa.
Portia obedeció el requerimiento de su madre porque no se le ocurrió qué otra cosa podría hacer. Mientras avanzaba hacia el sofá, se sentía acalorada, molesta, ridícula, con aquellas zapatillas. Deseó no habérselas puesto nunca. Solo lo había hecho porque Betty, su amiga, se las había comprado. Solo por eso, no pudo echarlas a la basura, tal y como su padre había sugerido.
Tras sentarse en el sofá, miró a su madre. En vez de la habitual expresión de malhumor, la mujer la miró con una sorprendente sonrisa y le apretó afectuosamente la mano, como si, por una vez, ella hubiera hecho algo que le hiciera sentirse orgullosa.
–El señor Verdi, Lucenzo, tiene algo que decirte, Portia –le dijo su madre.
Tras esbozar una sonrisa hacia Joyce, Lucenzo se puso de pie. Sus penetrantes ojos negros miraron el nervioso rostro de Portia mientras agarraba el elegante abrigo que había dejado sobre el sillón y se lo colocaba suavemente sobre el brazo.
Si no fuera por los hechos, nunca lo habría creído. El encantador, atolondrado y completamente infiel Vito había tenido muchas amantes, un rasgo que había heredado de la joven inglesa con la que su padre se había casado cinco años después de que su primera esposa, la madre de Lucenzo, muriera. Un año después, Christine había dado a luz a Vittorio y, tras cumplir con su deber, tal y como ella lo consideraba, se había embarcado en una larga serie de aventuras.
Lucenzo apretó los labios. A su hermanastro le habían vuelto loco las rubias esbeltas, elegantes y de largas piernas. ¿Qué había estado haciendo con aquella criatura, rellenita y torpe? Era rubia, eso sí, pero ahí terminaban todas las comparaciones con las anteriores. Su cabello era un verdadero desastre. Además, ninguna mujer que se tildara de elegante hubiera metido los pies en aquellas cosas verdes que parecían enormes sapos hinchados. Seguramente, debía haber llamado la atención de Vittorio en un momento de debilidad, posiblemente cuando estaba borracho. Tal vez se hubiera arrojado en sus brazos...
–Deben excusarme. Ya llego tarde a una cita –dijo Lucenzo, mientras miraba el fino reloj de oro que llevaba en la muñeca.
Ya había tenido más de lo que podía soportar. A pesar de las advertencias que le había hecho a su padre, Portia Makepeace estaba a punto de recibir todo lo que su avaricioso y calculador cerebro había soñado. Solo pensarlo le hacía querer dar puñetazos en la pared.
–Sus padres le transmitirán los deseos de mi padre –añadió, mirándola fríamente–. La veré dentro de seis semanas. Una de mis secretarias se pondrá en contacto con usted para hacerle saber la hora y la fecha exacta.
¿Una de sus secretarias? ¿Cuántas tenía? Además, ¿qué había querido decir con aquello de que volvería a verla dentro de seis semanas? Esas preguntas le cruzaron a Portia por la mente mientras su padre acompañaba, mucho más contento que antes, al italiano hasta la puerta.
–¡Si quieres saber el significado de la palabra «exótico» lo único que tienes que hacer es pensar en Lucenzo Verdi! –exclamó su madre–. Además, es tan caballeroso. No tiene nada que ver con su hermanastro. Supe que era un canalla en el momento en que lo vi.
–Solo lo viste una vez –le recordó Portia tristemente.
Prácticamente, había tenido que llevar a rastras a Vito hasta allí. Como habían estado hablando de comprometerse, ella había insistido en que debía conocer a sus padres. Y Vito le había estado suplicando que pasara el fin de semana con él.
–Será en algún lugar tranquilo y no muy concurrido –le había dicho Vito–. No tiene por qué ser caro. Además, si insistes en que no gastemos dinero en un anillo de compromiso, un fin de semana juntos sería un modo maravilloso de hacer que el momento fuera especial. Ya sabes lo mucho que te quiero, carissima... ¿Acaso te gusta torturarme?
–Te aseguro que con una vez me bastó, hija mía –le aseguró Joyce, haciendo que sus pensamientos volvieran al presente–. Cualquiera con algo de inteligencia habría sabido ver lo que era.
Portia sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. ¿Sería cierto que todo el mundo tenía más perspicacia que ella? ¿Tenían sus padres razón cuando la habían acusado de dejarse llevar por la gente, de ser demasiado ingenua como para ver mal en nadie?
No, aquello no era cierto. Había visto el mal que Lucenzo Verdi podría ocasionarle en el momento en que había abierto la puerta. Si su madre hubiera escuchado las cosas que le había dicho, entonces no habría opinado que fuera tan caballeroso.
–¿Le explicaste que yo no sabía que Vito estaba casado? ¿Que no tenía ni idea de que su familia tuviera tanto dinero?
–No fue necesario. Una vez que establecimos que su hermano era el hombre con el que habías estado saliendo, el hombre que te había dejado embarazada, no hubo motivo alguno para hablar mal de un muerto. Una pérdida como esa debe de ser algo difícil de sobrellevar. No me pareció apropiado restregarle a Lucenzo las mentiras de su hermano.
«Y tampoco había motivo para defender la integridad de una hija», pensó Portia, miserablemente, mientras retorcía entre los dedos la tela de su bata.
Recordó haber visto el rostro de Vito en el periódico. Había sido un shock que todavía no había conseguido asimilar. Todavía sentía náuseas al recordar el texto que acompañaba la instantánea:
Vittorio Verdi, el hijo menor de Eduardo Verdi, el magnate de la banca, resultó trágicamente muerto cuando su Ferrari se salió de la carretera. Su acompañante, la modelo Kristi Hall, sobrevivió al accidente y está estable. Vittorio deja viuda...
Portia trató de tragarse el nudo que se le había hecho en la garganta y se puso de pie.
–Me marcho a la cama.
–¿No quieres saber la proposición que te hace el abuelo del niño?
–¿Papá? –preguntó Portia, mirándola incrédula.
–¡No seas estúpida! ¡Me refiero a su abuelo paterno, por supuesto!
–Oh.
Portia frunció el ceño y se preguntó cómo podría explicar el profundo deseo que sentía por enterrar la cabeza en la arena y no tener que saber nada. Decidió que preferiría esperar hasta el día siguiente, cuando tendría fuerzas para poder enfrentarse mejor a las recriminaciones por haberle robado el marido a una mujer o, peor aún, las amenazas de llevarla a los tribunales para luchar por la custodia de su hijo. ¿Qué posibilidades tendría ella frente a la riqueza y al prestigio de poderoso clan de los Verdi?
Consciente de que su madre hervía de impaciencia ante la escueta respuesta que Portia le había dado, la joven se sintió muy agradecida cuando su padre entró de nuevo en el salón. Se frotaba las manos y sonreía alegremente.
–Es un buen hombre. Tiene clase y no tiene doblez alguna –dijo. Entonces, le lanzó una alegre sonrisa a su hija, que lo mirada pálida y atónita–. Bueno, ¿cómo se siente una al saber que solo le quedan seis semanas para irse a vivir a la soleada Toscana?
Todavía podría cambiar de opinión –dijo Portia con voz temblorosa por los nervios que sentía–. Incluso ahora –añadió, tras respirar profundamente para tranquilizarse.