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Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Aglutinados en torno a la figura del general PRIM, Pérez Galdós agrupa en esta entrega, entreverándolos con las andanzas de sus personajes novelescos, los últimos años del reinado de Isabel II, marcados por las constantes intrigas y conspiraciones, y hechos trágicos como la llamada «Noche de San Daniel» y la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil, fulminantemente represaliados.

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BENITO PÉREZ GALDÓS

EPISODIOS NACIONALES 39

Prim

- I -

El primogénito de Santiago Ibero y de Gracia, la señorita menor de Castro-Amézaga, fue desde su niñez un caso inaudito de voluntad indómita y de fiera energía. Contaban que a su nodriza no tenía ningún respeto, y que la martirizaba con pellizcos, mordeduras y pataditas; decían también que le des-tetaron con jamón crudo y vino rancio. Pero estas son necias y vulgares hablillas que la historia recoge, sin otro fin que adornar pintorescamente el fondo de sus cuadros con las tintas chillonas de la opinión. Lo que sí resultaba probado es que en sus primeros juegos de muchacho fue Santiaguito impetuoso y de audaz acometimiento. Si sus padres le retenían en casa, lindamente se escabullía por cualquier ventana o tragaluz, corriendo a la diversión soldadesca con los chicos del pueblo. Capitán era siempre; a todos pegaba; a los más rebeldes metía pronto y duramente dentro del puño de su infantil autoridad. Ante él y la banda que le seguía, temblaban los vecinos en sus casas; temblaba la fruta en el frondoso arbolado de las huertas. La vagancia infantil se engrandecía, se virilizaba, adquiriendo el carácter y honores de bandolerismo.

Desvivíanse los padres por apartar al chico de aquella gandulería desenfrenada, y aplicarle a las enseñanzas que habían de poner en cultivo su salvaje entendimiento; pero a duras penas lograron que aprendiese a leer de corrido, a escribir de plumada gorda, y a contar sin valerse de los dedos. Y aunque en todo estudio manifestaba despejo y fácil asimila-ción, el apego instintivo a la vida correntona y a los azares de la braveza dificultaba en su rudo caletre la entrada de los conocimientos.

No concordaban los padres en el mejor método para enderezar el alma torcida de Santiago, des-acuerdo que provenía de la distinta naturaleza y gustos de uno y otro. Gracia, que en su marido amaba al hombre fuerte y violento, no quería privar al chico de las cualidades más relacionadas con la virilidad. El padre, que amó en su esposa la delicadeza y la ternura, quería que también su hijo fuese tierno y delicado, cualidades que, transmitidas por la madre a la descendencia masculina, habían de ser mansedumbre, sensatez y aplicación a toda suerte de estudios. Más conspicua que los hombres y siempre soberana, la Naturaleza hizo al hijo semejante al padre, que en su mocedad y en aquellos mismos lugares había sido de la piel del demonio. Gracia y la Naturaleza estaban en lo cierto. El hijo segundo, Fernandito, modoso, cosido siempre a las faldas de la mamá, parecía cortadito para la carrera eclesiástica, y la niña Demetria, de opulenta complexión sanguínea, morenucha, saltona, los ojos como cente-llas, venía sin duda al mundo para dar de sí una vigorosa empolladura de Iberos bien bragados. El genio criador de la raza mira siempre por sus criaturas.

No había cumplido el Ibero pequeño diez y ocho años, cuando fue acometido de terribles calenturas que le pusieron a dos dedos de la muerte. De milagro se salvó, quedando su naturaleza tan destrozada por los efectos del veneno tífico, que se le perdió toda la bravura. Con su voluntad desmayó su memoria, y, olvidado de haber sido león, vegetaba ceñudo y perezoso como un perro inválido que ha olvidado hasta los rudimentos del ladrido. Se pasaba los días enteros sin hablar palabra, y su mirada vagaba incierta por semblantes y cosas, no poniendo más interés en lo vivo que en lo inanimado. Como este lastimoso estupor se prolongara meses después de la convalecencia, y además sobreviniesen estados tran-sitorios de inquietud, en los que el pobre mancebo echaba de su boca expresiones disparatadas e incon-gruentes, determinaron los padres llamar a consulta a los profesores facultativos [8] de más crédito en aquellos contornos.

El jubileo de médicos animó por cuatro días las calles de Samaniego, y avivó el chismorreo de las ancianas que hilaban a prima noche en los poyos de las cocinas. Los doctores de Oyón y de La Guardia opinaron que Santiaguito estaba tonto, y que para traerle a la discreción no había mejor tratamiento que los baños de mar. Los sabios de Vitoria y Salvatierra calificaron de locura la enfermedad, aconse-jando el aislamiento, si no en casa de orates, en un lugar de montaña recogido y salubre. Estos y otros pareceres colmaron las dudas y confusión de los afligidos padres. Por fortuna, se les metió por las puertas, en los días de la consulta, don Tadeo Baranda, eclesiástico, primo carnal de Santiago Ibero por parte de madre, varón sesudo, leído, verboso, que presumía de poseer acción rapidísima para juzgar y resolver todas las dificultades. Si grata era siempre la visita del primo, en aquella sazón vino el tal como caído del cielo; y la solución que propuso a los padres del chico fue tan del gusto de estos, que al punto la hicieron suya, y previnieron lo preciso para realizarla sin demora. Harto sencillo y elemental era el plan curativo de don Tadeo: llevarse consigo al pobre loquinario, tontaina o lo que fuese.

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