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Había llegado el momento de tener un heredero y ella debía volver al castillo… y a su cama Tras los imponentes muros del castillo, la joven princesa Bethany Vassal descubrió que su precipitado matrimonio con el príncipe Leopoldo di Marco no era el cuento de hadas que ella había imaginado. Poco después de la boda, la princesa huyó del castillo esperando que el hombre del que se había enamorado locamente fuese a buscarla… Casarse con Bethany había sido lo más temerario que Leo había hecho en toda su vida y estaba pagando un alto precio por ello…
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Seitenzahl: 179
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Caitlin Crews. Todos los derechos reservados.
PRINCESA DEL PASADO, N.º 2115 - noviembre 2011
Título original: Princess from the Past
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-049-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Bethany Vassal no tenía que darse la vuelta. Sabía perfectamente quién acababa de entrar en la exclusiva galería de arte del lujoso barrio de yorkville, en Toronto. Aunque no hubiese oído los comentarios de los invitados o sentido el cambio de energía en la sala, como un terremoto, lo habría sabido porque su cuerpo había reaccionado de inmediato: el vello de su nuca erizándose y su corazón latiendo como si quisiera salirse de su pecho.
Bethany dejó de fingir interés por los brillantes colores del cuadro que tenía delante y cerró los ojos para controlar los recuerdos. Y el dolor.
Estaba allí. Después de todo ese tiempo, después de tantos años de aislamiento, estaba en la misma habitación que ella. Y se dijo a sí misma que estaba preparada.
Tenía que estarlo.
Haciendo un esfuerzo, se dio la vuelta. Se había colocado en la esquina más alejada de la puerta con objeto de prepararse para su llegada. Pero la verdad, se vio obligada a admitir, era que no había manera de prepararse para ver al príncipe Leopoldo di Marco.
Su marido.
Que pronto sería su ex marido, se recordó a sí mis ma. Si se lo repetía suficientes veces, tenía que hacerse realidad, ¿no?
Le había roto el corazón tener que dejarlo tres años antes, pero ahora era diferente. Ella era diferente.
Estaba tan triste cuando lo conoció, desamparada tras la muerte de su padre y atónita al pensar que a los veintitrés años podía tener la vida que quisiera en lugar de cuidar día y noche de un hombre enfermo. Pero no sabía lo que quería. El mundo que conocía era tan pequeño. Estaba desolada y entonces apareció Leo, como un rayo de sol después de tantos años de lluvia.
Había pensado que era perfecto, un príncipe de cuento de hadas. Y había creído que con él, ella era una princesa…
Bethany hizo una mueca.
Pero había aprendido la lección enseguida. Leo había destrozado ese sueño apartándose de ella en cuanto llegaron a Italia. Dejándola fuera de su vida, sola, abrumada en un país que no conocía.
Y entonces había decidido añadir un hijo a toda esa desesperación. Había sido imposible, la gota que colmó el vaso. Bethany apretó los puños, como si así pudiera aplastar los amargos recuerdos, y se obligó a sí misma a respirar. La rabia no la ayudaría, tenía que concentrarse. Tenía un objetivo específico esa noche: quería su libertad y no pensaba dejar que el pasado la anulase.
Entonces levantó la mirada y lo vio. Y el mundo pareció contraerse y expandirse a su alrededor. El tiempo pareció detenerse, o tal vez era simplemente su incapacidad de llevar oxígeno a sus pulmones.
Paseaba por la galería de arte seguido de dos de sus miembros de seguridad. Era, como había sido siempre, un fabuloso ejemplar de hombre italiano, moreno y de ojos brillantes, con un elegante traje de chaqueta oscuro hecho a medida que destacaba sus anchos hombros, su poderosa personalidad.
Bethany no quería fijarse en eso, era demasiado peligroso. Pero casi había olvidado que era tan… Apabullante. Su recuerdo lo había hecho más pequeño, menos imponente. Había querido borrar su fuerte presencia, que parecía irradiar poder y masculinidad, haciendo que todos los demás pareciesen insignificantes.
Bethany sacudió la cabeza, intentando apartar de sí esa extraña melancolía porque no podía ayudarla, al contrario.
Su cuerpo era alto, fibroso, todo músculo y gracia masculina. Con los ojos oscuros y los pómulos pronunciados, se movía como si fuera un rey o un dios. Su boca tenía una sensualidad que ella conocía bien y que podía usar como un arma devastadora. Su espeso pelo castaño, cortado a la perfección, hacía que pareciese lo que era, un poderoso magnate, un príncipe.
Todo en él hablaba de dinero, de poder y de ese oscuro y único magnetismo sexual. Era tanto parte de su piel como su complexión cetrina, sus músculos y su aroma, que debía recordar porque no estaba lo bastante cerca como para olerlo. Y no volvería a estarlo nunca.
Porque no era un príncipe de cuento de hadas, como había imaginado una vez tan inocentemente.
Bethany tuvo que contener la risa al pensar eso. No había canciones de amor, ni finales felices con Leo di Marco, príncipe Di Felici. Ella lo había descubierto de la peor manera posible. El suyo era un título muy antiguo y reverenciado, con incontables responsabilidades y deberes. Para Leo, su título era lo más importante, tal vez lo único importante.
Lo vio mirar alrededor con gesto de impaciencia. Parecía irritado. Y luego, de manera inevitable, sus ojos se clavaron en ella y Bethany tuvo que hacer un esfuerzo para llevar aire a sus pulmones. Pero ella había querido ese encuentro, se recordó a sí misma. Tenía que hablar con él para rehacer su vida de una vez por todas.
Tuvo que hacer un esfuerzo para erguirse mientras esperaba. Se cruzó de brazos e intentó fingir que su presencia no la afectaba, aunque no era cierto. Sentía la inevitable e injusta reacción que siempre había malogrado sus intentos de enfrentarse con él.
Leo le hizo un gesto a sus guardaespaldas para que se apartasen, su mirada clavada en ella, mientras se acercaba a grandes zancadas. Tenía un aspecto imponente, como siempre, como si él solo pudiera bloquear el resto del mundo. Y lo peor de todo era que podía hacerlo.
Bethany sentía el abrumador deseo de darse la vuelta, de salir corriendo, pero sabía que la seguiría. Además, estaba allí para hablar con él. Había elegido aquel sitio a propósito, una galería de arte llena de gente, como protección. Tanto de la inevitable furia de Leo como de su propia respuesta ante aquel hombre.
No sería como la última vez, se prometió a sí misma. Habían pasado tres años desde esa noche y recordar cómo la pasión había explotado de manera incontrolable, devastadora, seguía avergonzándola.
Pero Bethany apartó a un lado esos recuerdos e irguió los hombros.
Leo estaba delante de ella, sus ojos clavados en su cara. Y no podía respirar.
Leo.
Esa potente masculinidad tan única, tan suya despertaba partes de ella que creía muertas tiempo atrás. De nuevo, sentía el familiar anhelo que la urgía a acercarse, a enterrarse en su calor, a perderse en él como había hecho tantas veces.
Pero ahora era diferente, tenía que serlo para que pudiera sobrevivir. Ya no era la chica ingenua a la que Leo había desdeñado durante sus dieciocho meses de matrimonio, la chica que no ponía límites y no era capaz de enfrentarse con él.
Nunca volvería a ser esa chica. Se había esforzado mucho durante esos tres años para dejarla atrás, para convertirse en la mujer que debería haber sido desde el principio.
Leo la miraba, sus ojos de color café tan amargos y oscuros como recordaba. Podría haber parecido indolente, casi aburrido si no fuera por la tensión en su mandíbula y el brillo airado de sus ojos.
–Hola, Bethany –su voz sonaba más rica, más ronca de lo que recordaba.
Y su nombre en esa boca cruel estaba cargado de recuerdos. Recuerdos que ella quería olvidar y, sin embargo, la afectaban como la habían afectado siempre.
–¿A qué éstas jugando esta noche? –le preguntó luego, su expresión indescifrable–. Me sorprende que hayas decidido verme después de tanto tiempo.
No iba a dejar que la acobardase. Bethany sabía que era ahora o nunca.
–Quiero el divorcio –le dijo, sin más preámbulos. Había planeado y practicado esa frase frente al espejo, en su cabeza, en todos sus momentos libres para que sonase tranquila, segura, decidida.
Las palabras parecieron quedar colgadas en el espacio y Bethany lo miró, ignorando el calor que sentía en las mejillas y fingiendo que su presencia no la afectaba en absoluto. Pero su corazón latía como si hubiera gritado la frase con una voz que podría romper cristal, ensordeciendo a toda la ciudad.
Leo estaba muy cerca, tanto que podía sentir el calor que emitía su cuerpo, mirándola con esos ojos indescifrables. Leo, el marido al que una vez había amado de manera tan destructiva, tan desesperada, cuando no sabía quererse a sí misma.
De repente, una oleada de tristeza le recordó cómo se habían fallado el uno al otro. Pero ya no. Nunca más.
Le sudaban las manos y tenía que hacer un esfuerzo para no salir corriendo, pero debía mostrarse indiferente, se dijo a sí misma. Cualquier otra emoción y estaría perdida.
–Es un placer volver a verte –dijo él por fin, su inimitable acento italiano como una caricia. Sus ojos oscuros brillaban con fría censura mientras la miraba de arriba abajo, observando el elegante moño francés que sujetaba sus rizos oscuros, su mínimo maquillaje, su serio traje negro. Se lo había puesto para convencerlo de que aquello no era más que una situación incómoda y porque ayudaba a esconder su figura. Ya no era la chica a la que él podía llevar al orgasmo con una simple caricia y aun así la ponía nerviosa. Seguía sintiendo que su cuerpo ardía donde la tocaba su mirada.
Odiaba que pudiera hacerle eso después de todo lo que había pasado. Como si tres años después su cuerpo aún no hubiera recibido el mensaje de que habían terminado.
–No sé por qué me sorprende que una mujer que se ha comportado como tú reciba a su marido de tal forma.
Bethany no iba a dejar que viera cómo seguía afectándola cuando había rezado para dejar todo eso atrás. Se preocuparía más tarde de lo que significaba, cuando tuviera tiempo de procesar lo que sentía por aquel hombre. Cuando estuviera libre de él.
Y tenía que librarse de él. Era por fin el momento de vivir su vida en sus propios términos. Era hora de abandonar esa patética esperanza de que él fuera a buscarla. Había vuelto esa terrible noche y luego se marchó de nuevo, dejándole bien claro que no era importante para él. Y tres años después, ella pensaba hacer lo mismo.
–Disculpa si he pensado que ser cordial era absurdo dadas las circunstancias.
Bethany tenía que moverse o explotaría, de modo que se acercó a un cuadro y sintió que Leo iba tras ella. Estaba a su lado de nuevo, lo bastante cerca como para sentir su calor. Lo bastante cerca como para sentir la tentación de apoyarse en él.
Pero debía controlar sus destructivos impulsos, pensó amargamente.
–Nuestras «circunstancias» –repitió él–. ¿Es así como lo llamas? ¿Es así como racionalizas tus actos?
–Da igual cómo lo llamemos –replicó Bethany, intentando permanecer serena. Pero cuando se volvió hacia él deseó no haberlo hecho. Era demasiado alto, demasiado poderoso, demasiado todo–. Es evidente que ha pasado el tiempo para los dos.
No le gustaba cómo la miraba, con los ojos semicerrados de un predador. Le recordaba lo peligroso que era aquel hombre y por qué lo había dejado.
–¿Es por eso por lo que te has dignado a ponerte en contacto conmigo de nuevo? ¿Para hablar del divorcio?
–¿Por qué si no iba a ponerme en contacto contigo? –le preguntó ella. Intentaba parecer indiferente, pero estaba llena de ansiedad.
–No se me ocurre otra razón, por supuesto –asintió él–. No había pensado que estuvieras dispuesta a retomar tus obligaciones o a mantener tus promesas. Y, sin embargo, aquí estoy.
Bethany no sabía durante cuánto tiempo podría mantener esa fachada. Leo era demasiado abrumador. Había sido incapaz de lidiar con él perdida en la volcánica pasión que había entre los dos. Pero su furia, su frialdad, era mucho peor. Y no sabía si podría fingir que no le hacía daño.
–No quiero nada de ti salvo el divorcio –insistió.
Su cuerpo estaba librando una guerra. Una parte de ella quería salir corriendo y desaparecer en la fría noche, pero otra parte anhelaba sus manos, que podían darle tanto placer. No quería pensar en eso, no quería recordar. Tocar a Leo di Marco era como lanzarse de cabeza al sol. No sobreviviría una segunda vez. Ella sentiría demasiado, él no sentiría nada y sería ella quien pagase el precio. Lo sabía como sabía su propio nombre.
Bethany irguió los hombros y se obligó a mirarlo directamente a los ojos, como si de verdad fuera una mujer valiente y no una mujer desesperada.
–Quiero terminar con esta farsa, Leo.
–¿A qué farsa te refieres? –le preguntó él, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón–. ¿A cuando te marchaste de casa, renunciando a tus obligaciones como mi esposa para irte al otro lado del mundo?
–Eso no fue una farsa –dijo ella–. Es un hecho.
–Es una desgracia –replicó Leo, con serena ferocidad–. ¿Pero por qué hablar de eso? Está claro que no te importa nada la vergüenza que has llevado a mi apellido y a mi familia.
–Y por eso debemos divorciarnos –insistió Bethany–. Problema resuelto.
–Dime una cosa –con un gesto, Leo alejó a un camarero que se acercaba con una bandeja–. ¿Por qué ahora? Han pasado tres años desde que me abandonaste.
–Desde que escapé de ti querrás decir –replicó ella. Y supo en cuanto lo hubo dicho que era un grave error.
Los ojos oscuros de Leo brillaron y ella tuvo que tragar saliva. Tenía la sensación de no ser para él más que una presa, pero no podía apartar la mirada.
No iba a firmar otro trato con el diablo por desesperación, pero lo peor de todo era esa llamita de esperanza que nada conseguía apagar, ni siquiera su falta de interés.
Tenía que librarse de él para siempre.
Leo estaba furioso. Pero no era más que rabia, no era más que indignación, se decía a sí mismo; no era más que eso. La capacidad de aquella mujer de romper su armadura protectora y herirlo en lo más hondo era algo del pasado. Tenía que serlo.
Había pasado todo el día de reunión en reunión en Bay Street, la zona financiera de Toronto. No había banquero o empresario allí que se atreviera a retar al antiguo apellido Di Marco, con sus ilimitados fondos. Bethany era la única mujer que lo había desafiado, que le había hecho daño. La única persona en toda su vida.
Y tres años después, seguía siendo capaz de hacerlo.
Leo se veía obligado a mantener una fría apariencia, pero podía sentir la rabia que sólo ella inspiraba abriéndose como una caverna. Sabía muy bien por qué había querido que se vieran en un sitio público, como si él fuera un animal salvaje. Como si necesitara ser contenido, sujetado. No sabía por qué aquel nuevo insulto le dolía tanto.
Le enfurecía no ser inmune a su belleza, que lo había cautivado y engañado, pero seguía siendo una tentación. Los angelicales ojos azules eran un intrigante contraste con sus rizos oscuros, todo ello atemperado por esas pecas en la nariz que le daban aspecto de niña…
No quería concentrarse en sus carnosos labios. No parecía importar que conociese sus rasgos a la perfección, que supiera que su aparente inocencia era una farsa.
Nunca había importado.
Quería tocarla, besarla, acariciar sus pechos con la lengua. Se decía a sí mismo que eso era lo único que deseaba, lo único que podía permitirse a sí mismo desear.
–¿Escapar de mí? –repitió, con frialdad–. Que yo sepa, vives rodeada de todas las comodidades, en una casa de mi propiedad.
–¡Porque tú lo exigiste! –exclamó ella.
Se había puesto colorada. Él conocía otras maneras de despertar ese color en sus mejillas y estuvo a punto de sonreír, recordando.
–Yo no quería vivir allí –siguió Bethany.
Él era un hombre que dirigía un imperio. Lo había hecho desde la muerte de su padre, cuando sólo tenía veintiocho años, manteniendo la fortuna familiar y ampliando y modernizando el negocio. ¿Cómo podía aquella mujer seguir desafiándolo? ¿Cómo era posible? ¿Qué absurda debilidad sentía por ella?
Pero sabía cuál era esa debilidad, que había estado a punto de arruinarlo. La sentía en el peso de su entrepierna, que lo urgía a meter las manos bajo ese traje negro que se había puesto para esconderse de él. Porque Bethany no podía negar lo que sentía cuando la tocaba. Podía negar cualquier cosa salvo eso.
–Estoy fascinado por tu poco característica conformidad –le dijo, con los dientes apretados–. Recuerdo haber hecho demandas que tú no quisiste cumplir: que siguieras en Italia como exigía la tradición, que no avergonzases a mi familia con tu comportamiento, que honrases tus promesas…
–No voy a discutir contigo, Leo –lo interrumpió ella, levantado la barbilla–. Puedes revisar la historia como quieras, pero yo he terminado de discutir contigo para siempre.
–Entonces estamos de acuerdo –asintió él–. No me gustan las escenas. Si tu plan era avergonzarme esta noche, sugiero que lo pienses mejor porque no creo que termine como tú deseas que termine.
–No hay necesidad de provocar una escena –Bethany se encogió de hombros, llamando la atención de Leo hacia su cuello y recordándole los besos que le había dado allí, lo adictivo de su piel. Pero era como si se tratase de otra vida–. Sólo quiero divorciarme de ti. Nada más.
–¿Porque fue horrible para ti estar casada conmigo? Ah, cuánto debes haber sufrido.
Él no era un hombre que creyera en demostraciones públicas de afecto, pero aquella mujer siempre lo había provocado como ninguna. Y esa noche, sus ojos eran demasiado azules, sus labios demasiado jugosos…
–Entiendo cómo debió de dolerte vivir rodeada de lujos, tener todos los beneficios de mi apellido y mi protección sin ninguna responsabilidad.
–Ya no deseo nada de eso –dijo Bethany.
Su tono era retador, pero Leo vio un brillo de vulnerabilidad en sus ojos. ¿Bethany vulnerable? Ése no era el adjetivo que él usaría para describirla. Salvaje, incontrolable, rebelde, inmadura. Pero nunca vulnerable o herida. Nunca.
Impaciente, Leo intentó controlar tales pensamientos. Lo último que necesitaba en aquel momento era sentirse intrigado por Bethany. Aún no se había recuperado del desastre en que había terminado su fascinación por aquella mujer…
–¿Cómo puedes estar segura cuando nos has tratado a los dos con tal falta de respeto?
–Quiero el divorcio –insistió Bethany–. Esto se ha terminado, Leo. He seguido adelante con mi vida.
–¿Ah, sí? ¿En qué sentido?
–Voy a marcharme de la casa –le dijo–. La odio. Nunca he querido vivir en ella.
–Eres mi mujer –replicó Leo, aunque sabía que esa palabra ya no tenía ningún significado para ella por mucho que sí lo tuviese para él–. Quieras tú o no. Que hayas dado la espalda a las promesas que hiciste no significa que yo lo haya hecho también. Dije que te protegería y lo dije en serio, aunque sea de ti misma.
–Ya sé que te crees un héroe –Bethany suspiró–. Pero no creo que nadie vaya a secuestrarme. Créeme, no le cuento a nadie cuál es nuestra relación, de modo que no estoy en peligro.
–Y, sin embargo, la relación existe –su voz podría haber derretido acero–. Y por ello, tú podrías ser un objetivo.
–No lo seré durante mucho más tiempo –insistió ella, decidida–. Y no he tocado el dinero de la cuenta, por cierto. Voy a salir de este matrimonio exactamente como entré.
Leo casi la admiraba. Casi.
–¿Y dónde piensas ir? –le preguntó en voz baja, sin atreverse a acercarse porque sabía que, si la tocaba, se pondría en evidencia.
–No es asunto tuyo, pero he conocido a otra persona –respondió Bethany, con mirada retadora.
FUE COMO si la galería de arte desapareciera de repente. Leo no se había movido y, sin embargo, Bethany sintió como si la hubiera arrinconado.
¿De verdad había dicho eso? ¿De verdad se había atrevido a decirle eso a aquel hombre? ¿A su marido?
Aunque la situación no sería peor si fuera verdad, Bethany se encontró conteniendo el aliento.
Durante unos segundos interminables, Leo se limitó a mirarla con un brillo de furia en los ojos.
–¿Y quién es el afortunado? –preguntó por fin–. ¿Quién es tu amante?
Bethany hizo un esfuerzo para mantener la calma. Lamentaba haberle mentido. Sólo lo había hecho para herirlo de alguna forma, para atravesar esa barrera de férreo control y hacer que se sintiera tan inseguro como ella. Para demostrarle que hablaba completamente en serio. ¿Pero por qué se había rebajado a mentir?
Entonces recordó con quién estaba lidiando. Leo diría cualquier cosa, haría cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Y ella debía ser despiadada. Al menos, había aprendido eso.
–Nos conocimos en la universidad mientras terminaba la carrera –respondió, mirando sus fríos ojos.