Putas para Gloria - William T. Vollmann - E-Book

Putas para Gloria E-Book

William T. Vollmann

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Beschreibung

Érase una vez que Jimmy soñó que soñaba con Gloria y Gloria no era un sueño. Veterano de Vietnam, atormentado, alcoholizado, delirante, Jimmy consagra sus días y sus noches a la búsqueda de Gloria, cuya silueta cree poder encontrar en los más bajos fondos de San Francisco, en el mítico barrio del Tenderloin. En su insaciable persecución a lo largo y ancho de esa Little Calcuta norteamericana saturada de cuerpos en oferta y drogas adulteradas, Jimmy colecciona las palabras, las entrepiernas, los mechones de pelo, los recuerdos y las pesadillas de todas las putas con las que cruza esquina y cama y va conformando el retrato de su amor, su Gloria, pero también el de su previsible suerte. Putas para Gloria es una de las obras más descarnadas de uno de los autores más interesantes de las generaciones actuales. Un libro apabullante que se publicó en el año 1991 en EE. UU. y en el 1998 en castellano en Muchnik Editores, pero que a día de hoy era ya prácticamente inencontrable: ahora lo recuperamos en H&O con desmedido júbilo y cierto asombro. «Un escritor cuyos libros se elevan por encima de los de sus contemporáneos.» The Washington Post «Un monstruo; un monstruo de talento, ambición y recursos.» Los Angeles Times «El colosal trabajo de Vollmann no tiene comparación posible, por su categoría, sus imperativos morales y su arte.» Booklist «Un talento literario inmenso.» The New York Times «Vollmann es uno de los pocos escritores vivos que le ha ganado la batalla a la crítica y uno de los poquísimos que ha encontrado el Santo Grial de la literatura tras sumergirse en las profundidades del mundo.» Corriere della Sera «Vollmann es un Titán insaciable, un Sísifo de las letras americanas.» Le Monde

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Título original: Whores for Gloria

© De los textos: William T. Vollmann, 1991

© De la traducción: Rafael Heredero de Pedro, 1998, 2022

© De esta edición:

H&O Editores

[email protected]

Imagen de la faja: 123rf

Diseño de colección: Silvio García Aguirre

Corrección: Marc García García

ISBN: 978-84-126262-2-3

Todos los derechos reservados. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento y el alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, salvo las excepciones previstas por la ley.

Uno

El álbum

Todos conocemos la historia de la puta que, al encontrar en el caballo un amigo cada vez menos de fiar, fuera mucho o poco lo que se inyectara en el brazo, se acordó desesperada de la expresión «meterse mierda», así que llenó la aguja con su propio excremento líquido y se lo inyectó, lo que le produjo magníficos abscesos. Menos conocido es el cuento del hombre que decidió suicidarse tragándose el medicamento para el pie de atleta. Amante de Gloria, murió tras una increíble agonía. Cuando recogieron una muestra de su orina, esta derritió el recipiente de plástico. Eso, se puede decir sin temor a equivocarse, es desesperación. Más oscuro todavía, por ser ficticio, es lo que viene ahora. Sin embargo, todas las historias de putas aquí contadas son reales.

Dos

Jimmy

Érase una vez que Laredo, la rubia cebo policial que trabajaba en un asunto de drogas, vio a un hombre hablando desde un teléfono público; y mientras oscurecía el cielo se llenaba de nubes rápidas como bombas y Laredo en la esquina de Jones y Sutter se estiraba las arrugas de la falda y actuaba como una puta y controlaba a putas y chulos y clientes y traficantes y cualquier otra cosa que pudiera cruzarse en su camino y el hombre seguía hablando por teléfono y cuanto más hablaba menos atención le prestaba Laredo porque su presa normalmente miraba hacia ambos lados y marcaba un número y hablaba durante cinco segundos y después se largaba con pasos rápidos mirando ferozmente a su alrededor con los ojos inyectados en sangre pero este hombre seguía venga a hablar aferrado al auricular con las dos manos; érase una vez que Laredo estaba apoyada en la boca de riego con las piernas cruzadas y esperando que algún pringado le ofreciera dinero para ponerle una multa; y había gente mayor que se arrastraba hacia los hoteles donde vivía a echar las llaves de las puertas desvencijadas con doble vuelta para pasar la noche y cada vez estaba más oscuro y las putas salían y se sentaban en los capós de viejas rancheras y Laredo las espiaba con ojos de periscopio que todo lo ve; y detrás de una cortina oscura dentro de una furgoneta abollada al otro lado de la calle su compañero Leroy, que era nuevo, sorbía su gaseosa de naranja y la vigilaba como un buen chico. La calle estaba llena de depredadores nocturnos. Al principio a Leroy le alarmaba ver sus caras tan de cerca en el campo visual de los prismáticos, pues seguramente pensaba que también podían verlo, y cuando las caras le dirigían una mirada ceñuda y se acercaban, se acercaban como rápidos y mortíferos meteoros, se encogía, pues sabía que sin duda se abalanzarían sobre él, pero en el último instante se hacían a un lado con un rápido movimiento. La luz se deslizaba como el mercurio sobre los coches en marcha. Un hombre con chaqueta gris agitaba los brazos con amargura. Un hombre con gabardina se metió la mano en el bolsillo y sacó algo envuelto en papel higiénico y otro hombre miró a ambos lados y le dio veinte dólares por ello. Un hombre hablaba desde el teléfono público como llevaba haciendo desde hacía un cuarto de hora largo; Leroy, que sabía leer los labios, se fijaba en él de vez en cuando y veía que decía Gloria y Gloria y Gloria. Él no sabía que lo observaban, era evidente, pero Leroy sabía que la señora gorda de pelo rubio y sucio lo sabía porque estaba allí cuando Laredo había salido de la furgoneta hacía unas horas diciendo ¡oye, Leroy, esto es maravilloso!, ¡nadie puede ver más allá del asiento delantero!, y la gorda seguía allí y se paseaba por la esquina y había hombres que se acercaban y le daban trocitos de papel que guardaba en el bolsillo del abrigo y no despegaba los ojos de Leroy y se acercaba hasta la furgoneta y nunca dejaba de mirarlo y después se volvía y se alejaba. Leroy se preguntó si los prismáticos reflejaban la luz. Pero en ese caso Laredo se lo habría dicho. Así que allí se quedó sentado como un infeliz. En la esquina había un hombre con una gorra azul que le sonrió y le guiñó un ojo. Dos mujeres jóvenes apoyadas en una farola se reían, pero de repente se pusieron serias y lo miraron a los ojos. ¿Todos lo veían? ¿Quizá solo algunos? Nunca lo iba a saber. Con los prismáticos era como un pichón que acaba de aprender a volar pero no confía en sus alas. El nuevo poder que le habían dado los prismáticos no era algo en lo que pudiera confiar. Sin embargo las chicas no se movieron ni se taparon la cara, y pronto empezaron a mirar en otras direcciones; pronto un coche se acercó tocando la bocina y una de las chicas sonrió y se estiró la falda y subió. Una rubia entrada en años pasó taconeando como un caballo mientras daba una calada al cigarro, la cara surcada de pesares. Laredo se apoyaba alternativamente en uno u otro de sus pies doloridos y deseaba que la noche se acabara, aunque sabía muy bien que por las leyes de la astronomía la noche no acabaría hasta que llegara la mañana, como tampoco acabaría, al parecer, el borracho del teléfono público. Bueno, joder, lo podía aguantar porque dentro de dos semanas ella y su marido se iban de vacaciones, este año a Hawái, alquilarían un apartamento en la costa de Kona, donde había muchos restaurantes con grandes ventanales a través de los cuales el océano, por la noche, se volvía blanco y negro y verde y rugía con olor a culebra hervida justo debajo de la terraza donde te sentabas a elegir el menú a la luz de una vela mientras los otros clientes se reían ruidosamente y tiraban colillas al mar, e incluso después de que el mar matara la brasa podías verlas allí en el agua, tan blancas y tan limpias. Todas las mañanas el marido de Laredo iba a hacer surf y Laredo lo observaba con su sonrisa cálida y somnolienta mientras leía fragmentos de un libro de bolsillo y entonces comenzaba la tarea principal del día: ajustar la máscara alquilada y el tubo y las aletas y abrocharse bien las cintas y luego recogerlo todo en los brazos como una ofrenda mientras se adentraba en el agua cálida tentando cuidadosamente con los dedos de los pies para no pisar trozos de coral afilado y disfrutando del calor del sol en la espalda y avanzando en el agua cada vez más profunda hasta que las olas se estrellaban contra su tripa y se ponía la máscara alrededor del cuello y se calzaba las aletas una a una y respiraba hondo y deslizaba la máscara sobre la cara y mordía con fuerza el tubo de respiración y estiraba los brazos y levantaba las piernas y bajaba la cabeza, y durante un segundo sentía la cara fría y extraña alrededor del borde de la máscara y por fin allí estaba el mundo marino otra vez, del cual ella era la Emperatriz, gobernando orgullosa sobre las colinas de coral, que no eran muy diferentes de las dunas salpicadas de cactus del suroeste americano, porque cada arbusto de coral y cada flor de coral, a pesar de todas sus capas de delicadeza, puede ser penetrado con la mirada hasta lo más duro de su núcleo, y los erizos de mar rojos erizaban sus espinas como la yuca, y los otros pálidos más pequeños eran como choyas: a través de este paisaje desértico (que estaba compuesto por montañas en miniatura, ya que ninguna montaña de coral tenía más de dos o tres pies de alto, y Laredo flotaba a corta distancia de ellas) nadaban cientos de peces de brillantes colores: unos verdes largos y delgados, con rayas rojas y aletas azules; otros redondos y amarillos como las hojas rizadas del eucaliptus; otros grandes y plateados cuyas frías barrigas habría podido acariciar, de así desearlo, con sus dedos ágiles; otros diminutos y azules con antifaces negros y muchísimos más. Nadaban en cardúmenes o entrecruzándose, parecían ignorar por completo a Laredo mientras ella permanecía allí suspendida con la cara en el agua como el cadáver de un ahogado, espiándolos a través de su máscara, en cuyo cristal interior se deslizaban las gotitas de sus lágrimas (aunque en realidad era solo agua del mar), y como era policía, Laredo pensaba que si se quedaba allí flotando durante suficiente tiempo lo averiguaría todo sobre los peces, y las cálidas olas la llevaban a la deriva, mientras fuera de este mundo el sol le calentaba la espalda y la bronceaba cada vez más a través de una capa de gotas saladas; y Laredo volaba sobre cañones de coral en los que los peces se agitaban descuidadamente; pero en ese momento los valles se hicieron más hondos; el fondo empezó a desaparecer, y el coral se volvía gris y muerto, de manera que si Laredo hubiera mirado apenas una yarda hacia delante (cosa que no hizo) habría visto un brillante muro de sombra color azul donde el océano tenía cien pies de profundidad. Y allí estaba todavía ese maldito borracho, venga a hablar por el teléfono público como si tuviera línea directa con la Puta de la Sabiduría, mientras los coches avanzaban lentamente por la calle con sus brillantes ojos rojos y un viento frío volvía las páginas de los periódicos que había en la acera (porque el aire estaba leyendo las noticias con interés), y la correa del bolso de Laredo (en el que guardaba su pequeño revólver) se le hundía en el hombro mientras esperaba paciente y aburrida, observando al hombre que se apoyaba dentro de la cabina como si eso disminuyera de alguna manera la distancia entre él y la persona con la que hablaba, y el suave bulto de las páginas amarillas cubría sus muslos; érase una vez que un hombre hizo una llamada telefónica, y el hombre estaba llorando. Solo Laredo y Leroy podían ver que estaba llorando. La persona con la que hablaba nunca lo sabría. Su voz era muy baja y dulce y monocorde. Su voz era paciente y tierna. El teléfono no le hacía temblar las manos.

Érase una vez que un hombre hizo una llamada telefónica. ¿Qué más dijo el médico?, preguntó amablemente el hombre. ¿Gloria? Gloria, ¿qué dijo el médico? ¿Estás llorando, Gloria? Si te puedo comprar un billete de avión para esta noche, ¿vendrías esta noche? Sí, Gloria, puedes coger un taxi hasta el aeropuerto, ¿no? ¿Gloria? ¿Gloria? He conseguido algo de dinero. Puedo darte algo de dinero. ¿Así que mi niño ya te da patadas? ¿Es un niño o una niña? No te he olvidado. Nunca te olvidé, Gloria. Nunca dejé de pensar en ti. ¿Vas a tener a mi hijo? Ahora tengo muchísimo dinero. Puedo cuidar de ti, Gloria. ¿Cuándo vas a abortar? ¿Fumas mucho, Gloria? Gloria, ¿estás ahí? ¿Cómo te va, Gloria? Gloria, te estaré esperando.

Por fin, el hombre colgó, cuidadosa, suavemente, como si el peso del auricular sobre el teléfono pudiera romper algo dentro de la mujer. Entonces, ceñudo, pasó las páginas amarillas y se rascó la barba incipiente en las mejillas y al final marcó otro número. Sí, dijo, quiero hacer una reserva para el avión de mañana por la noche a nombre de Gloria Evans ¿de acuerdo? desde Los Angeles ¿de acuerdo? ¿a las diez ha dicho? Lo que sea más barato. ¿“Cuánto”? ¿Ochenta dólares? ¡No joda! ¡Cómo que cuide mi vocabulario! Lo que quiero es que me encuentre algo más barato... ¿es eso lo mejor que puede ofrecerme? Ya lo he oído. Oye, nena, tienes una voz preciosa ¿cómo te llamas? ¿cuántos años tienes? Oye dulce jovencita, tienes suficiente edad para ser mi madre, así que finge que eres mi madre; piensa en mí y ayúdame. ¿Puedes hacerme un descuento? ¿Puedo hacerme una paja contigo? Guau, eres maravillosa, ¡ni siquiera me has colgado! De acuerdo, cariño, cuento contigo para que te asegures de que Gloria esté en ese avión porque no puede cuidar de sí misma, necesita ayuda en todo lo que hace, así que si cuidas de ella estás cuidando de mí. Encontrémonos, ¿quieres? ¡Venga! ¡Eh, soy legal, pregunta a cualquier puta del Tenderloin! Nunca he engañado a ninguna de mis mujeres incluso cuando estaba saliendo con tres de ellas a la vez.

El hombre se echó a reír. Colgó. Guiñó un ojo a Laredo y se alejó silbando. Pero Laredo no era ninguna tonta. Sabía que el teléfono llevaba semanas estropeado. Y sabía que el hombre estaba llorando todavía.

Tres

Decisiones, decisiones

Cuando todo —todo— en la vida te da ganas de sonreír, y todo es cada vez más alegre y más divertido hasta que al cabo de un rato solo ves los dientes en las sonrisas te sientes... bueno, no “más allá” exactamente, porque el mundo no tiene límite, pero como si siempre hubieras estado “más allá” del límite, y la sonrisa y la carcajada aparecen como un reflejo espasmódico, como cuando lloras o tienes arcadas (en realidad todo es lo mismo); cuando bebes vino tinto en una taza y tratas de clasificar la geometría de los patrones relucientes que ves en la superficie del líquido y, amigo, puede ser que casi lo consigas: coincides contigo mismo acerca de la existencia de una forma luminosa parecida al perfil de un hemisferio que se hace cóncavo en el ecuador; pero con otro trago se convierte en un anillo brillante alrededor del borde circular del vino; y con otro ya es de un negro rojizo por todas partes con la imagen irregular de tu cara en él, la piel más roja y la cara más negra que el vino, y con otro ves motas blancas nadando en la taza: no son reflejos de nada sino partículas de grasa o arroz o cereales, o puede que células de los carrillos que han salido de la boca arrastradas por el líquido (la pregunta de siempre: la imperfección, la suciedad, ¿está en ti o en el cristal?); pero entonces concentras la atención para siempre en la desagradable suciedad púrpura del borde de la taza donde has puesto los labios; cuando todo es tan incierto que no puedes estar seguro de si tu puta es o no una mujer hasta que se baja las bragas; cuando nada está claro, e ir de putas es el tiovivo de la muerte (si no coges una enfermedad que te mata, bueno, volverás a dar vueltas, no porque te quieras morir, sino porque hasta que no te mueras nada estará claro); cuando, borracho, te enamoras de mujeres cuyas madres borrachas han intentado apuñalarlas; cuando los nombres de las calles son como el pesado ingenio de Nabokov; cuando todo carece de integridad menos las bellas formas de las mujeres y cuando cierras los ojos todavía las ves apoyadas cruzando las piernas y ofreciéndote sus tetas entonces puede que como Jimmy te descubras mirando calle abajo en la oscuridad, a través de túneles infinitos, hasta la luz de una farola, una esquina y la silueta de una mujer que espera. O si no, como Jimmy, puedes tomarte otra copa.

La Rosa Negra

Era uno de esos días en los que a las dos de la tarde era todavía por la mañana porque Jimmy se había levantado con arcadas y solo de pensar en una cerveza casi le entraban ganas de vomitar, así que estaba sentado en La Rosa Negra tomando zumo de naranja aguado y un asqueroso zumo de tomate y una puta se acercó a pedirle veinticinco centavos para la lavandería y era mucho más esfuerzo deshacerse de ella que dárselos y la banda electrónica de encima de la pantalla de vídeo decía cecily—cecily—cecily y Cecily estaba detrás de la barra y le dijo Hola, cariño, cuando Jimmy entró y no estaba seguro de si llevaba allí mucho tiempo o si acababa de llegar y Cecily estaba tan rellenita y tan adorable con ese jersey (pero Jimmy sabía que Cecily era un hombre) y Cecily iba y venía con desgana echando cubos de hielo picado en la neverita de la cerveza y unos hombres con sombreros de cowboy sentados en la oscuridad del fondo seguían con la cabeza el ritmo de la música country mientras fuera el sol era tan abrasador y brillante que el tufo a orina de Jones Street hacía que a Jimmy le dieran una (1), dos (2), tres (3) arcadas; una de esas mañanas de por la tarde temprano, pues, Jimmy decidió emborracharse, no solo emborracharse lo suficiente como para disfrutar de la vida (en ese momento sonrió, y Cecily le devolvió la sonrisa), no solo lo suficiente como por ejemplo para dar por culo a Cecily sin condón, no solo lo suficiente como para oír abejas zumbándole alrededor de los oídos y despertarse en otro sitio de mala nota que nunca había visto antes con bichos aplastados en la pared y quizá hombres mirándolo desde arriba con los labios apretados, y el vómito frío y pegajoso sobre la cara una vez más, el vómito como la expresión del asco que Jimmy siente por Jimmy, los ojos ardiendo la garganta ardiendo y el estómago retorciéndose como un calamar culpable y todos los músculos doliéndole, y las arcadas latiendo como un corazón, exactamente igual que ayer; no, quería estar lo bastante borracho como para establecer científicamente la existencia de las putas que veía a su alrededor. (A Jimmy siempre le habían gustado las putas.) Así que empezó a beber. Este tipo de borrachera requería más alcohol que una borrachera ligera, pero el alcohol debe espaciarse. Tomó la primera Budweiser y la segunda. Tomó la primera Corona con una rodaja de limón y ninguna Corona más porque eran caras; quizá fuera por eso que las eligió Cecily cuando le dijo tómate algo, Cess. ¿Qué comisión se llevaba? Diez, veinte, treinta por ciento. Y le dejaba propina, además. Jimmy prefería no tomarse nada antes que irse sin dejar propina. Su amigo Código Seis, que se sabía todos los chistes, pensaba que Jimmy mostraba así su debilidad, pero Jimmy siempre decía que ellas también tienen que ganarse la vida y si les dejo propina cuidarán de mí. Cuidarán de ti, de acuerdo, dijo Código Seis. De ti y de tu bolsillo. Si tu bolsillo tiene granos, ellas te los reventarán. ¿Seguro que no quieres otra Corona, cariño? dijo Cecily. Gracias de todas formas, dijo Jimmy. Ya sabes lo que pasa cuando tienes resaca. Es como si el limón te diera dentera. Si Jimmy hubiera sido otra persona Cecily le habría dicho venga hombre te la pongo sin el limón pero Cecily nunca forzaba a Jimmy porque era generoso. No era su mejor cliente, pero era bueno. Se pegó un lingotazo de whisky y su tercera Budweiser. Una vez cuando Cecily no estaba trabajando invitó a Jimmy a otro whisky, pero no estaba seguro de si había sido esta vez o la anterior; de todas formas, ahí estaba el lingotazo esperándole sobre una servilleta limpia y ya no veía nada de dinero en la barra así que seguramente no lo había pagado. Más hermoso que el brillo de las monedas sobre la barra era el presentimiento de que había alguna otra cosa que recordaría más tarde, y más hermoso aún que eso era la forma en que Cecily lo cuidaba, llevándose su servilleta cuando estaba mojada y trayéndole rápidamente una nueva, o limpiándole las migas, o encendiéndole el cigarro. Cada cerveza le insuflaba energía, cada vez más energía de manera que todo parecía más y más feliz, más y más energía irrumpiendo en su interior como esos malvados calvos que irrumpen en otros bares con sus camisetas Bomber y hacen que todos aplaudan.

These were days when my heart was volcanic [dijo Poe]

As the scoriac rivers that roll —

As the lavas that restlessly roll

Their sulphurous currrents clown Yaanek,

In the ultimate climes of the Pole —

That groan as they roll down Mount Yaanek,

In the realms of the Boreal Pole.1

Pero Jimmy era muy feliz aunque por un momento pensó que había traicionado a alguien y se enamoró de Kelly, cuya hermosa cara negra no parecía la de un hombre excepto fuera de la barra (por algo los bares son oscuros), y Jimmy se enamoró de Cecily porque era dulce con Jimmy y le prometió que lo satisfaría, pero Regina, que ahora hacía de camarera, era tan encantadora que quería besar su cara negra, y ella le besó la mano; de todas formas Phyllis, la puta puertorriqueña, gorda y heroinómana, que podría haber sido una mujer “de verdad”, vino a sentarse entre Jimmy y Regina y les manoseó la polla y puso sus pesados brazos musculosos alrededor de ambos y les ofreció sus pechos para que los apretaran y le hurtó la cartera a Jimmy. La luz ahora era muy roja y quemaba; las chicas estaban preciosas, y todo fue precioso hasta que se pusieron nerviosas y empezaron a pedir sus propinas.

Nicole

Lo siguiente que Jimmy recordaba era que estaba en la calle y era de noche y él iba de putas. Vio mujeres que bailaban en la acera; estaba seguro de que ofrecían tanto triángulos agudos como obtusos; pero no querrían ir a su hotel y él no quería ir al de ellas porque no le gustaba sentirse atrapado y mareado a la vez. De todos modos, ¡qué hermosa estaba la luna! Le daba arcadas. Vio a una puta apoyada en la pared de un edificio donde se reflejaba la calle, meneando sus rodillas escuálidas aunque ni los tacones altos ni el culo se le movían y tenía la cabeza apoyada en el hombro de manera que podía ver a los hombres por el rabillo de sus ojitos estúpidos. Dijo, muñeco, ¿nos lo hacemos? y Jimmy dijo, gracias por la oferta pero realmente estoy buscando a mi amiga Gloria, sabes, la de las tetas grandes. ¡Bah, eso es solo una excusa! contestó la puta de manera despectiva, a lo cual Jimmy levantó la cabeza sabiamente y dijo nunca me excuso salvo cuando eructo. ¿Has eructado alguna vez? Gloria no lo hace. Por Dios, dijo la puta, que tenía una pinta escuchimizada y enfermiza como la de una serpiente, y dio la vuelta a la esquina desapareciendo airada, taconeando furiosamente. Después tuvo varias ofertas de un chulo que dijo que sabía que Jimmy quedaría satisfecho, así que Jimmy se hizo el loco como pudo y dijo vaya colega suena bien pero aunque no lo creas me he dejado todo el dinero en el hotel. ¿Ni siquiera llevas veinte pavos? dijo el chulo. Jimmy dijo no ya me gustaría pero te juro que tengo cien o doscientos dólares en casa la verdad es que tengo montones de dinero la verdad es que pienso que incluso puede que sea millonario, así que tráela tío solo vivo a dos horas de aquí ¿qué dices? Cuando el chulo lo oyó ni se molestó en contestar. Cruzó la calle moviendo la cabeza y Jimmy se quedó apoyado contra la pared riéndose para sus adentros y haciendo gárgaras como cuando tiras una botella de whisky por el váter. Por fin, encontró una puta que le iba. Miró a su alrededor para asegurarse de que el chulo no lo veía y le enseñó cuarenta dólares. Se llamaba Nicole y parecía más que jovencita, puede que unos veinticinco, larguirucha, pero no angulosa y dura como un trozo de cristal roto, solo gastada como una goma de borrar sucia, así que se imaginó que no estaría mal, con su pelo lacio enredado en las orejas y sus pendientes de perlas de plástico blanco, así que dijo bueno vamos y Nicole lo miró sin interés, tenía la piel de la frente reseca y tirante, y Jimmy dijo Nicole se te ha corrido el rímel azul deberías arreglártelo si quieres seguir guapa y Nicole se rascó la frente y contestó que le dolía la cabeza. Él dijo, bueno, vamos cariño, ven conmigo, así te podrás comprar un analgésico.

Por lo general no voy a casa del tío, dijo Nicole. ¿Me prometes que no me harás daño?

Te lo prometo, dijo Jimmy. De todos modos, si quisiera hacerte daño, le explicó con toda lógica, tampoco podrías escapar de mí.

Eso es mentira, dijo Nicole. Podría matarte fácil-mente.

Bueno, ya ves, dijo Jimmy con tono pomposo, no tienes nada de qué preocuparte. Puedes matarme fácilmente, así que ¿por qué esos nervios?

Se la llevó calle arriba y ella no hacía más que preguntar si faltaba mucho. Tres manzanas, dijo Jimmy. La luz brillaba en el pelo de Nicole.

Lo primero que preguntó fue que dónde estaba el baño. La oyó cagar. Supongo que estará nerviosa, se dijo. Hacía tiempo Jimmy había sido lector, así que sabía que en Auschwitz o en Treblinka había una rampa que llevaba a las cámaras de gas llamada la Ruta del Cielo donde todas las mujeres tenían que esperar desnudas y en cuclillas mientras terminaban de gasear a los varones (estos iban primero porque no necesitaban que les cortaran el pelo para las tripulaciones de los submarinos), y mientras las mujeres rapadas esperaban normalmente vaciaban las tripas y los guardias no hacían más que reírse como chulos en un callejón y ahora la historia se repetía mientras Jimmy de pie se tomaba una cerveza fría y esperaba a que Nicole terminara los preparativos de su pequeño calvario. Bueno, se dijo, no puedo evitar que esté nerviosa. Tiene que hacer su trabajo.

En silencio dijo Gloria, ¿estás ahí? ¿Gloria?

Cuando Nicole entró en la cocina se había quitado todo menos la camisa roja. ¿Francés y normal?, dijo.

Claro, dijo Jimmy.

¿Te vas a ocupar de mí primero?, dijo sonriendo. Le brillaba la cara, parecía tan dulce como Gloria.

Claro que sí, dijo, ¿qué quieres que haga? (Pensaba que quería decir que la masturbara o la calentara de alguna manera. Algunas veces le gustaba hacerse el tonto.)

¿Me vas a pagar primero?, dijo Nicole pacientemente.

Ah, vale, dijo Jimmy. Sacó los cuarenta dólares de la cartera y se los dio.

Entonces Nicole se sentó en la silla de la cocina y le cogió el pene con la mano y él vio que sus brazos estaban descoloridos por todas partes con abscesos y señales de aguja y se inclinó un poco para que Nicole pudiera meterse el pene en la boca y ella empezó a chuparlo suave, rápidamente y Jimmy bajó la vista y miró su cabeza y se preguntó si ella tenía los ojos abiertos o cerrados y entonces miró a la pared y vio una cucaracha que se movía entre el tubo del gas y el fregadero y escuchó el ruido que hacían los labios al chupar su pene y escuchó el fuerte tictac del reloj de plástico barato de ella. Jimmy no estaba pensando en nada en particular pero su pene se empezó a poner duro enseguida. En cuanto estuvo completamente tieso como algo muerto, ella se lo sacó de la boca y le puso un condón con sus manos arrugadas y sucias. Ahora quítate la camisa, dijo Jimmy. Él se echó hacia atrás y tiró su ropa al suelo. Nicole estaba sentada en la silla, cansada, y se rascaba la frente. Cuando se sacó la camisa por la cabeza Jimmy vio que llevaba una escayola en la muñeca izquierda. Sus pechos eran grandes y tristes como los ojos de un búho.

¿Quieres mi abrigo como almohada?, dijo Jimmy. Nicole sacudió la cabeza.

De acuerdo, túmbate en el suelo.