¿Quién suicidó a Pedro Mairena? - Jorge Scherman - E-Book

¿Quién suicidó a Pedro Mairena? E-Book

Jorge Scherman

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Beschreibung

Cuentos de detectives y crímenes, de salsa y salseros, de gatos empoderados, de colectivos de experimentación amorosa, de heroínas urbanas, de grandes personajes de la historia. Y, por cierto, el judaísmo asomando su cabeza milenaria por cada rendija. Por ahí, Cortázar entra y sale dejando una estela apenas detectable. Por acá, Lenin discute con Churchill, sin burlarse del mito de que los ingleses ganaron la guerra, ni sacarle en cara la ignominiosa rendición británica en Singapur. Reveladora, actual y desvergonzada mirada al propio interior, al interior del escritor, a ese yo aterrador, perplejo e incansable.

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Narrativa

¿QUIÉN SUICIDÓ A PEDRO MAIRENA?

¿QUIÉN SUICIDÓ A PEDRO MAIRENA?

© Jorge Scherman Filer, 2020

I.S.B.N. 978-956-396-100-3

© Editorial Cuarto Propio

Valenzuela Castillo 990, Providencia, Santiago

Fono: 22 7926518

www.cuartopropio.com

Diseño y diagramación interior: Alejandro Álvarez

Diseño de portada: Eugenia Prado

Fotografía de portada: Claudia Román

Impresión:

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

1ª edición, noviembre 2020

Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile

y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.

A Vicky,

a su lucidez notable,

y a la belleza de su corazón.

Por sus valiosos comentarios,

mis agradecimientos

a Mónica de Pablo,

Claudio Bravo, mi hermano de la vida,

Rodrigo Cánovas y Luis Cifuentes.

Cuando escribas,

suéltalo todo,

déjalo fluir.

DÍADA: EL DETECTIVE ESTRELLA DE LA PATRIA

¿QUIÉN SUICIDÓ A PEDRO MAIRENA?

1

El crimen o suicidio estaba distorsionado por una pintada lila sobre la pared: Yo no lo maté, aunque a veces se lo merecía. Who suicided Peter? Fuck him!

Bobo ya sabía que Margaret Mitchell era el amor del muerto, Pedro Mairena, un curioso espécimen en la fauna literaria chilena: no era envidioso, no aspiraba o, más bien, rehuía y abominaba del éxito y la fama. Jamás buscaba portadas, no postulaba a becas de postgrado ni a fondos concursables, no dictaba talleres de escritura creativa, y odiaba los concursos literarios como si fueran la peste. Pero escribía como los dioses y nunca publicó nada. Su mantra era el de Gabo: escribo para que me quieran los amigos. A Pedro Mairena, un mentiroso redomado, le importaba un rábano que lo amaran.

Margaret era una neozelandesa onda pueblos originarios que se vino a Chile a luchar por la causa mapuche. Tenía una larga experiencia en su país sobre el tema, y decidió internacionalizarse. Versión siglo XXI del internacionalismo proletario. Bella que castañeaban los dientes, y sabía tanto de los pueblos originarios del mundo que los intelectuales hombres, que eran sus pares en el tema y se morían por cogérsela, le huían como si fuese el demonio. Margaret los miraba y les hacía un corte de manga. Prefería amar a un indio. Pedro Mairena fue una excepción, aunque, todo sea dicho, era mitad hindú, mitad chileno.

Bobo se preguntó: ¿Por qué el asesino es tan bobo que me quiere hacer creer que a Mairena lo mató Margaret? Mal que mal, casi nadie en Chile sabe inglés bien. Lo saben a medias o a cuartas. Who suicided Peter? Fuck him!, no lo escribe cualquiera. Ni siquiera en castellano.

Bobo fue a la casa de Margaret. No la encontró. Llamó a una amiga en Investigaciones. La neozelandesa había salido del país. Se emitió una orden de captura internacional. La Interpol haría la pega. Un eufemismo en este caso, porque Margaret ya estaba capturada en los brazos de un indio en plena selva donde la Interpol no se atrevía a ingresar. Claro, eso lo sé yo como narrador omnisciente indirecto libre –a lo Flaubert–. Bobo no tenía cómo puta idea saberlo. Igual le pasé el dato, pues este relato y la indagatoria tienen que avanzar para no frustrar ni engañar al lector.

A la sazón, Bobo partió a la selva tras la huella de Margaret. No la encontró por ninguna parte. ¿Será un navajo, un maya, un yoruba, un maorí? Dio la vuelta al mundo. La buscó en el África subsahariana y más al sur, en el norte de la América profunda, en la Oceanía más agreste, en la Latinoamérica olvidada al sur del Río Bravo. Todo fue pistas falsas, desvíos y equívocos.

La neozelandesa parecía ser una mujer transparente.

Derrotado, se acomodó en Ciudad Antigua de Guatemala. Se instaló en un boliche y pidió un pisco sour. El mozo, que era chileno, le dijo: “Usted es huevón o se hace”. “Perdón”, respondió Bobo, “estaba distraído, entonces tráigame una chela”. Le sirvieron una Negra Modelo, su preferida. “¿Dónde chucha se ha metido la gringa? Internet y la aldea global valen callampa”, pensó, y decidió volver a la patria.

Pero como Nuestro Señor es omnisciente, omnipotente y ubicuo, envió un ángel al sueño de Margaret. Margaret estaba soñando en la selva, luego del mejor polvo y orgasmo de su vida, y eso que desconfiaba del punto G. Una cascada orgásmica, múltiple, clitoriana, vaginal y anal en verdad, que la hizo decirle al indio: “¡Gorgeuos Tupi! ¡In yaakumech!” (te amo, en maya quiché).

Y se durmió en sus brazos, ene factorial de feliz. Ahí fue cuando la visitó el mensajero de Dios y le dijo: “Vuelve a Chile, y cuéntales la verdad. Habla con Bobo, el detective estrella por esos lares, quien atiende en el edificio de la Telefónica. Es palabra de Yahvé”.

Margaret se despertó y tomó la decisión. Tupi jamás le pudo perdonar el abandono. La neozelandesa le había prometido quedarse en la Selva Lacandona, pero ¿quién es capaz de resistirse al llamado de Nuestro Señor?

Como Margaret desconfiaba de las autoridades, dadas sus actividades subversivas de larga data, decidió usar su pasaporte falso para abandonar Guatemala, con escala en Panamá, y recalar en Chile.

Al arribar, llamó un Uber y se fue directo donde Bobo. Tocó la puerta. Apenas le abrieron lanzó: “Soy inocente”. “Eso está por verse, esto acaba de empezar”, le respondió Bobo y la invitó a entrar a su oficina. “Llegué aquí gracias al ángel del Señor”. “Bendita usted que tiene un buen pituto en las alturas, le ayudará”, le contestó el detective. Y cerró la puerta.

2

Pedro Mairena era un bicho raro. Había nacido en Uttar Pradesh, en el norte de la India. Hijo de padre diplomático y madre hindú, amante del yoga y la meditación. Una oriental de piel oscura, ojos intensos, túnica blanca y la marca del bindi en el centro de la frente.

Pedro aprendió desde muy joven tres lecciones budistas de Indra Kashfi: el desapego (carencia de miedo a la pérdida y la inseguridad); que el dinero va y viene y no debemos ser su esclavo; y que la fama y el éxito en la vida no provienen de acumular bienes y el afecto de los demás, sino de la libertad interior, un logro que en esencia consiste en la paz del propio corazón y una mente luminosa y compasiva. “¿Y cómo operan estas enseñanzas?, mamá Indra”. “Lo sé hijo por experiencia propia. Ya sabes, mi hermana Anna fue la primera esposa de Marlon Brando. Él desconoció estas lecciones, y fue infeliz en la vida. Logró la fama a los veintitrés años, nunca entendió qué era el desapego, y vivió atado al dinero. Al margen de la cámara y de su talento sublime, y a pesar de su éxito, hizo mucho daño a los suyos”.

Un día, cuando Pedro ya tenía 13 años, Indra lo invitó a su pieza, y acostada en la cama lo conminó a sentarse a sus pies y le leyó: “El cristianismo promete todo y no cumple nada. En cambio, el budismo no promete nada y cumple todo”. Pedro la miró y le preguntó: “¿Quién escribió eso?, mamá Indra”. “Nietzsche, quien también dice que el cristianismo llama a evitar el pecado mientras el budismo a evitar el sufrimiento y el dolor”.

Pedro se quedó pensando y al otro día le contó todo a su padre. Lo mandó con viento fresco de vuelta a Chile donde sus abuelos paternos. Le quedó la cagada para siempre en la cabeza. Ahí comenzó su drama. Por lo del apego al dinero y al éxito que encontró al sur-sur-oeste de Los Andes.

3

Bobo, que no tenía un pelo de leso —ya lo han visto—, se embobó con Margaret desde el momento en que la amante de los indígenas se le sentó al frente. Un flechazo heavy,donde se cumplía a cabalidad el dicho de mi tío Santiago: el amor es el punto más bajo del intelecto.

Bobo cachó al pihuelo que estaba expuesto y se dijo: que este amor repentino, inesperado, no me nuble la mirada: el crimen de Mairena, ¿o el suicido?, va por otro carril. Hablaba sin que se le notara el embeleso, pero sus ojos denotaban el enamoramiento. La neozelandesa lo captó de inmediato. “No voy a gorrear a Tupi para zafar de este lío”, pensó, claro que en inglés. Se había enamorado del indio; no obstante, le dio el plantón.

Bobo quería calmar su ansiedad, por no decir su calentura, así que le ofreció un whisky con hielo y le señaló el frigobar. “Solo tomo leche de coco”, dijo Margaret con voz sensual. “Es que de esa no tengo. Pero puedo bajar a comprársela”. Sonrió, abrió su cartera y sacó una botella de medio litro con su logo: una palmera en una playa del Caribe (ya saben, una postal para promover el turismo). Coconut Milk, Jamaica.

—Dígame, señor detective, ¿te puedo llamar Bobo?, qué quieres saber —en un castellano sin ripio, una perfecta bilingüe.

—¿Desde cuándo conoces a Pedro Mairena?

—Conocerlo, lo que se llama conocerlo, nunca. Fue en el 2011, en las marchas estudiantiles.

—¿Estás por la gratuidad en la educación? Sé que llegaste al país tras la causa mapuche.

—Correcto… Yo en verdad, casi totalmente de acuerdo.

—¿Cómo así?

—Al 10% más rico no le daría la gratuidad.

—Entiendo.

—¿Qué entiendes?

—Que pinchaste con Pedro Mairena en la Alameda.

—Exactly. Pero fue más que un touch and go.

—¿Qué me quieres decir?

—Bueno… terminamos esa noche making love en su escritorio, rodeados de libros en las cuatro paredes.

—Ya sé que Pedro Mairena era escritor.

—Exactly. Pero de bajo perfil.

—Eso también lo sé. Lo que me intriga es si tú te declaras inocente, ¿por qué se habría suicidado? ¿Él mismo hizo esa pintada para despistar? ¿Quién querría matarlo?

—Peter no se suicidó.

—¿Cómo lo sabes?

—Era bipolar, pero un ciclotímico extraño. Solo vivía la parte alta, la de la euforia. Los suicidas son los de la parte baja, cuando se deprimen durante un tiempo prolongado.

—¿Qué me quieres decir exactamente con lo de la euforia?

—Hasta los 30 años fluctuaba en ciclos cortos entre la manía y la depresión. De ahí en adelante se pegó en la manía. Su cabeza era un torbellino, una mezcla extraña de psicosis y lucidez.

—Veo que lo conocías muy bien.

—Fuimos amantes más de un lustro.

—¿Por qué dices amantes? Ni tú, que yo se sepa, ni Mairena eran casados.

—Es que yo… es que yo tengo varias aventurillas en el Wallmapu.

—¿Eran entonces una pareja libre?

—Algo así, aunque yo en verdad lo pondría de otra manera... Me corrijo.

—¿Cómo?

—Bueno… ¿cómo te lo digo? Amigos sin desventajas.

—Entiendo.

—¿Qué entiendes?

—Nada. Por eso me llamo Bobo.

—Yo no lo maté. Si no, no estaría aquí.

—¿Por qué huiste del país?

—Jamás.

—¿A dónde fuiste?

—A la Selva Lacandona, tenía una cita que no podía esperar.

—Yo anduve cerquita. En una de esas podríamos habernos encontrado.

—Mira tú —coqueta—, al fin yo vine a ti.

—¿Te imaginas quién podría haberlo matado?

—Busca por el lado de las tribus literarias de la capital. Es lo único que se me ocurre.

—¿Alguna en particular?

—A Peter no le gustaban ni Parra ni Bolaño. Pero eso no quiere decir nada.

—Nunca se sabe, gracias de todos modos.

—Entre tú y yo no hay gracias, ¿te parece?

—Sí.

—¿Me puedo ir? Se me acabó la leche de coco.

—Una última pregunta: ¿Te quedarás en Chile?

—Sí, al menos por un tiempo.

—¿Dónde te puedo ubicar?

—En el Wallmapu.

—Pero si llega hasta el Océano Atlántico. Eso dicen los mapuches.

—Exactly. Anota mi cel.

—¿Aceptarías una invitación a cenar? Ya es hora.

—No.

—Dame tu número.

Margaret se lo canta. Bobo lo marca. Suena el celular de Margaret. Se para y dispone a abandonar la oficina.

—Eres más bella de lo que me habían dicho.

—Primera regla del género policial: el detective no puede ser el asesino. Segunda, y esta es mía: la sospechosa no debe aceptar invitaciones del sabueso.

Bobo ríe con ganas y la acompaña a la puerta. En verdad lo embarga la tristeza del despecho.

4

Pedro Mairena tuvo su primera crisis a los 20 años mientras se hartaba de huevos duros y tomaba pipeño como un cosaco en La Piojera. Estaba solo en una mesa leyendo Los mejores relatos, de Rubem Fonseca, y de repente se desplomó. Era casi medianoche, y lo llevaron a Urgencia de la Posta Central. ¡En su billetera encontraron solo unas pocas lucas, su cédula de identidad y la tarjeta Bip! Y un poema recién empezado con dos versos y un tercero inconcluso, escrito en papel tissue con letra clara: “Parra y Bolaño unidos jamás serán vencidos y están sobrevalorados/sus epígonos les avivan una cueca larga/una cueca más fome que la misma cueca y…”.

El mozo de La Piojera, quien lo llevó a la Posta Central, tomó de su billetera el valor de la cuenta y del taxi de ida y vuelta, y desapareció. El doctor que lo atendió diagnosticó “coma etílico, póngale un purgante, que cague y vomite, luego déjenlo dormir”. La enfermera, estoica, procedió a seguir las indicaciones.

Pedro Mairena despertó 12 horas después. Se veía bien, aunque como cualquier resaca digna de ese nombre le dolía la cabeza y lo invadía la culpa. “El pipeño estaba pasado, iba recién en la mitad de mi cuota”, pensó. Se vistió y abandonó la Posta Central haciéndose el loco y con el pecho henchido, más orgulloso que pato de silabario.

Al llegar a la calle donde debía tomar el micro, avanzó hacia el paradero y se sentó. No había nadie. Rompió a llorar y gritó al cielo: “¡Madre mía!, ¿por qué no estás aquí? ¡Mi padre me ha abandonado!”. Era verdad, odiaba a los poetas, le quitó la mesada y lo desheredó. Y Pedro Mairena no tenía un puto peso para pagarse un viaje a la India.

Se sentía preso en un país que aborrecía y decidió volver a La Piojera a terminar la media cuota de pipeño que le faltaba. Sobre comer más huevos duros abrigaba dudas, quizá pernil con papas cocidas.

“Me voy caminando”, se dijo, “así me ahorro el pasaje, ¡maldito TranSantiago!”. Revisó su billetera y encontró un billete de 20 lucas que no recordaba: “Mamá Indra, el dinero va y viene, ¡vaya uno a saber por qué!”. Decidió que podía pagar el pernil con papas cocidas, y hasta tomarse de bajativo un Jack Daniels.

5

Bobo decidió googlear a la neozelandesa. Puso: “Margaret Mitchell, activista de la causa de los pueblos originarios”. Se encontró con 28.500 resultados en 0,34 segundos, y en primer lugar su biografía en Wikipedia. Sonrió y entró a la página.

Estoy parafraseando y resumiendo, pues Margaret más que una biografía tenía un prontuario a los ojos del panóptico de la Interpol. Su foto de medio cuerpo, se alivió Bobo, no mostraba un piyama a rayas con su número. Se bebió al seco un whisky y procedió a leer.

Opera con nombres falsos, aunque se sabe que nació en Oakland en 1987. De padre calvinista, pastor, y madre agnóstica, profesora primaria. Hija única que estudió en una prestigiosa escuela en su ciudad natal. Titulada en Historia en la mejor universidad de Nueva Zelandia. Master en Economía Política y Ecológica en la Universidad de Toronto. Y doctora en Ciencias Políticas de Princeton, con mención en “Indígenas” (sic).

“¡Chucha madre!, una intelectual”, se le escapó a Bobo y se sirvió otro vaso de Ballantines.

De ahí venía el prontuario de la Interpol. Huelga de hambre seca y encadenamiento a las rejas del edificio de los Tribunales de Justicia en Auckland por la causa maorí. Participación en grupos guerrilleros en Somalia y, lo más impactante para Bobo, se le atribuían amores con el Subcomandante Marcos y un hijo en común. En Wikipedia había un llamado a pie de página: “Información no confirmada, a quien tenga datos firmes, se ruega hacerlos llegar”. Bobo rió: “Esta mujer jamás ha parido, se le nota en los ojos”.