Reconciliados - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Reconciliados E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

Reconciliados es un cuento corto de Emilia Pardo Bazán, uno de los pocos que coquetea con lo inquietante y la ambivalencia con lo fantástico.- Emilia Pardo Bazán es una escritora española nacida en La Coruña en 1851 y fallecida en Madrid en 1921. De ascendencia noble, se la considera una de las escritoras pioneras de las letras españolas y precursora de la lucha de los derechos de las mujeres en la España de su época. Entre su dilatada obra se cuenta la primera novela naturalista española, La Tribuna, amén de artículos periodísticos, ensayos y libros de viajes.

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Seitenzahl: 145

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Emilia Pardo Bazán

Reconciliados

 

Saga

Reconciliados

 

Copyright © 1902, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726685473

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Al pasar por delante del cementerio de aldea, me detuve un instante, mirando con interés aquella tierra como hinchada de vida, de la vida natural, que nace de la muerte. Plantas lozanas y fresquísimas reían impregnadas aún del rocío nocturno, al sol que iba a bebérselo golosamente. Eran flores de jardín, plantadas allí sin inteligencia, pero con el respeto que a sus difuntos demuestra siempre la gente labriega. Azucenas, rosas, alhelíes, margaritas, medraban en el terruño relleno de elementos favorables a su desarrollo, de abono de cuerpos humanos, y transformaban en perfumes Y en colores las descomposiciones del sepulcro.

Pero, recientemente, el terreno había sido removido, y faltaban, en un espacio bastante grande, las gayas flores: la tierra aparecía desnuda. Se habían cavado allí sepulturas recientemente. Y el viejo Avelaneira, el curandero, que me acompañaba, me hizo saber que eran dos las sepulturas acabadas de abrir, y que los dos que allí se habían enterrado a un tiempo, unidos en muerte por el odio y no por el amor, eran los dos mayores enemigos de la parroquia.

Inmediatamente quise recoger los hilos de aquella psicología que condujo a yacer vecinos a dos enemigos, y acaso a tener, cuando el cementerio recibiese nuevos huéspedes y no cupiesen sin hacerles sitio, abrazados sus huesos, confundidos, indiscernibles; porque, cuando el hombre se reduce a su última expresión, es cuando resuelve el problema de la suprema igualdad, no habiendo diferencia de tibia a tibia y de fémur a fémur...

¿Qué odio de muerte, qué irreconciliable ofensa separaba a aquellos dos hombres, que les hizo bajar al sepulcro el mismo día, y el uno por la mano del otro?

Saqué la verdad, como se saca de la tierra un objeto que escondió un culpable porque probaría su delito, de las inconexas explicaciones del viejo Avelaniera, que, un tanto comprometido por aquel suceso, y temeroso de que la justicia se metiese "en lo que no le importaba", no tenía ganas de soltar mucho la lengua. Pero sabía yo un medio infalible de que el curandero la soltase, y aún más de la cuenta, si a mano venía. Era este remedio eficaz una botella de aguardiente del Rivero, de esas que parece que tiene aceite cuando llevan en la bodega algunos años. En cuanto se hubo echado por el embudo de la garganta un par de copas de aquel néctar peligroso, Avelaneira empezó a divagar unas miajas, y, últimamente, a espontanearse, sacando yo por el hilo de su alegría aguardentosa la realidad de un hecho que a los diez días estaría olvidado por su mismo misterio. El aldeano trata de no hablar de lo que puede acarrearle alguna desazón con alguien. Y no hablando de las cosas, se borran, como si no hubiesen sucedido jamás.

Ahora bien: tío Roque de Manteiga y tío Selmo de Vieites poseían tierras lindantes, que cultivaban con sus propias manos. Estaba deslindada la propiedad de cada uno cien veces y escrupulosamente, mata por mata y terrón por terrón; pero existía un arrecuncho, un retal de terreno, mal deslindado y que habían pleiteado ya en el Juzgado, camino de la Audiencia. Lo fatal de aquel rinconcete, que, según la gráfica frase del Avelaneiro, era "grande como una sepultura", consistía en que, a favor de la pretensión de poseerlo, cada uno quería aumentarlo, y tomaba pretexto del litigio para roerle al otro, al margen, unas raspillas de esa tierra, para el aldeano más preciada que el oro. Mil veces ya se habían encontrado frente a frente los dos viejos, puesto el pie sobre lo que cada uno de ellos creía su propiedad, y se miraron con ardientes ojos de codicia, saludándose entre encías, pues dientes no les quedaban. Las manos sarmentosas se estremecían empuñando el mango del azadón, y la cólera les hacía babear, aunque por el buen parecer murmurasen:

-Santos y buenos días nos dé Dios.

-Muy santos y buenos.

La discusión nacía en seguida, agria y empeñada.

Roque, el ganancioso del pleito en el Juzgado, había puesto patatas en el terreno que ya, según la ley, era suyo; y, por la mañana, encontraba que una mano aviesa se las había desenterrado todas, una por una.

-¡Si supiese yo quién fue el capón, el carina, que me desenterró mis patatas... malia para él! -rezongaba, cerrando el puño.

Y el capón estaba allí, a dos pasos, hipócritamente ocupado en cavar su heredad de maíz.

A la noche, poco después, la venganza no se hizo esperar mucho: apenas nacido el maíz, cuando era una tiernecita planta, poco más alta que una hierba, por la noche una mano airada los arrancó todos. Y fue el tío Selmo el que, jurando como un demonio, cerró los puños en dirección de la casa de su enemigo, que aquel día, con un disimulo revelador, no había querido venir a trabajar, haciéndose el enfermo y gimiendo mucho. Era, en parte, verdad cuanto de sus achaques y dolencias dijéranse los dos vejestorios, pues estaban ambos bastante averiados: el uno, no cumpliendo los sesenta y ocho; el otro, con los setenta a cuestas; pero sólo el anhelo de lucro, ese lucro tan humilde de la tierra labradía, bastara a moverlos, a apasionarlos de tal modo, que sus cuerpos usados y tomados de orín por la edad y las fatigas parecían recobrar un vigor juvenil cuando manejaban el sacho o, empeñados en no interrumpir sus amores con la tierra morena, la amada de toda su vida, y en fecundarla una vez más. ¿Y por qué tenían tanto afán de hacer producir a la tierra aquellos dos carcamales? Ni uno ni otro eran lo que en la aldea se dice pobres. El tío Roque era viudo y no tenía más familia que una sobrina, sirviente en Marineda. El tío Selmo había mandado a América dos hijos ya hombres, y desde allá le remitían a veces una letrita, con la cual compraba otro retazo de tierra, alguna heredad pequeña, un cacho de monte, un manchón de castaños. Poseer, poseer: he ahí el empeño loco de ambos ancianitos. Y todo lo que poseían les importaba menos que aquel retal grande como una tumba, que se disputaban con furor. Por ganar el pedazo hubiesen sacrificado con gusto el resto de lo que tenían, aun cuando luego hubiesen de mendigar por los caminos o pedir un jornal, que ya no les daría nadie.

No era ya el pedazo; era su honra, era su dignidad, era su amor propio, era, sobre todo, su odio insatisfecho lo que en ellos se lanzaba con la fuerza que adquieren en la vejez las manías, y les decía en sueños y despiertos que esto no se quedara así, que ya había alguien que tenía que pagarlas todas juntas... Caía la tarde del día de San Juan, cuando se rompieron las hostilidades ya a mano armada. Exasperado por la arrancadura de su maíz nuevo, el tío Selmo se emboscó al paso del tío Roque y le disparó un croyo, una piedra perlada y lisa, con filo, como una antigua hacha de sílex. Apuntaba el viejo a la cabeza; pero su mano caduca erró la puntería, y la peladilla fue a dar en el brazo. Al agudo dolor, Roque cayó en tierra, gimiente. Pensando haberle dado un buen golpe, huyó el agresor cuan ligero pudo. Al otro día, en virtud de unas fricciones de ruda, aceite y romero cocido que el curandero le administró, salió a su heredad el lesionado, sin mal de ninguna clase. Allí estaba ya Selmo trabajando el pedazo maldito, echando en él no se sabé qué simiente... La sangre, aún no helada, de Roque, dio una vuelta.

-Si no se va... largo...

La amenaza la acentuaba el movimiento de alzar la horquilla de puntas de hierro, que había sacado, no sabemos si para traer un haz de árgoma, o si para llevar arma defensiva y ofensiva. Selmo, por su parte, requirió la azada, reluciente por el uso. Avanzaron los dos, en vez de retirarse con prudencia, y sus labios sumidos murmuraban juramentos atroces, blasfemias bárbaras. Las piernas les temblaban a los dos; pero ni uno ni otro querían que se les notase la flaqueza, y suponían que jurando iban a parecer más fuertes, más recios. Al aproximarse, Selmo sacudió el primer golpe, un débil azadonazo, en el hombro de Roque. Este se hizo atrás, pero no sin esgrimir su horquilla, dirigiéndola contra el pecho del enemigo. Fue a clavarse en el estómago. Las puntas aguzadas penetraron en la carne. Aulló el herido, maldiciendo. Roque acababa de caer, arrastrado por la propia fuerza con que había querido asestar el golpe, consumiendo en tal arranque cuanto le restaba de energía. Y, al verle en tierra, el otro recogió del suelo su azada, y ya esta vez fue certero. La cabeza sonó como una olla que se parte. Luego, un azadonazo vigoroso quebró huesos y costillas...

Ambos contendientes, arrastrándose, se retiraron a su casa, mal como pudieron. Denuncia a la Justicia, no la hubo. El aldeano pleitea por la propiedad; por la vida, rarísima vez acude a los jueces. Ni aun al médico. Fue el bueno de Avelaneiras el que los vio a los dos. El del horquillazo en el estómago no conservaba la comida; la herida era poca cosa, pero el órgano se negó a funcionar, y ya se sabe lo que es esto para un viejo. El del azadonazo en los sesos, saltó a fiebre y delirio, y a coma mortal. Y el mismo día los depositaron en un espacio de terruño igual en dimensiones al que pleiteaban, pero donde, al menos, estuvieron en paz. No discutieron, no se agredieron, no se dijeron malas y feas palabras de denostación. Y las flores que después crecieron allí no hicieron diferencia entre los dos hombres que se odiaron.

LA SALVACIÓN DE DON CARMELO

Los que conocíamos a aquel cura de Morais estábamos un poco escandalizados de que continuase al frente de su parroquia. Y, en efecto, confirmando nuestras extrañezas, y que rayaban en indignaciones, poco tardó en tener un coadjutor in capite, quedando así como un militar de reemplazo, ya sin poder cometer desafueros en su ministerio.

Era don Carmelo una calamidad. Siempre a caballo por ferias y fiestas aldeanas, al ir, acaso no peligrase su equilibrio a lomos del jacucho; pero, al volver, parecía milagro verdadero que se tuviese en el tosco albardón, porque la gravedad es, según dicen, imperiosa ley natural, y el cura se inclinaba con exceso a uno y otro lado. Alguna vez es fama que rodó a la cuneta. No se hizo daño. Hay estados en los cuales el cuerpo se vuelve de goma. No suele, en estas solemnidades y reuniones campesinas, andar solo Baco. Naipes mugrientos le hacen compañía, y don Carmelo era capaz de jugarse hasta el alzacuello y el bonete. Así estaba de trampas y de miseria, que a veces no tenía, materialmente, con qué comer, aun cuando aseguran que de beber nunca le faltó.

Por si tantas cualidades fuesen pocas, aún dice la crónica que don Carmelo pasaba de quimerista. Donde se armase greca allí estaba el cura de Morais, congestionada la faz, color berenjena, chispeantes de cólera los ojos y alzado el puño para sacudir sin duelo, imponiéndose con la valentía más fanfarrona, porque donde estuviese él no campaba ningún guapo, y cuando a él se le subía el vinagre a las narices, mejor era tener la fiesta en paz.

Tocante a otras flaquezas que revelan lo mísero de la condición humana, mucho se discutía, y había partidarios de que el cura no hubiese cometido, en tal respecto, graves desmanes; pero los que también en este respecto le acusaban, dispusieron de un argumento poderoso el día en que vieron en casa de don Carmelo a un niño, por cierto precioso, casi recién nacido, al cual criaron como pudieron, dándole a beber leche de vacas y puches de harina de maíz, la vieja y cerril ama del párroco.

El niño resistió a este régimen, y hasta a los sorbos de vino que le atizaba, para "consolarlo", en sus perrenchas don Carmelo, y creció fuerte, travieso, lindo y crespo como un arbusto del monte, dando cada día más que decir, porque nadie sabía quiénes eran sus padres.

-Entonces, el rapaz, econtrástelo detrás de un tojo, ¿eh? -preguntaba maliciosamente el arcipreste de Loiro, hombre de gran autoridad entre el clero diocesano.

Y don Carmelo, que le veía venir, contestaba bruscamente:

-Hom, poco menos. Volvía yo de Estela, cuando aquello de los ejercicios que nos encajó el arzobispo, que así le encajen a él... ya sé yo qué... y tan cierto como que Dios nos oye, iba fumando, bien distraído, y si pensaba era en que se hacía tarde para llegar a la hora de la cena a mi casa. A más, empezaba a llover, y el jaco no tenía ganas de menearse; con tantos días como llevaba en la cuadra, se conoce que tenía orín en las junturas. Bueno, pues yo le daba con los tacones para meterle prisa, cuando se me ocurre: "Si tuviese una varita verde no se reiría de mí este zorro." Justamente veo a la izquierda de la carretera unos vimbios, y salto a cortar una vara con la navaja, cuando oigo un llanto de chiquillo pequeño. Miro para todas partes y allí estaba el rapaz, liado en mucha ropa, trapos viejos y guiñapos colorados, que no se le veía la cara. Miré para todas partes, pensando que la madre andaría por allí. Di voces. No acudió nadie de este mundo. Anduve arreo un cuarto de legua, preguntando en todas las casas, con el rapaz debajo del brazo, que se desgañitaba, y nadie sabía nada, todos se hacían cruces. En una casa me dieron por caridad una cunca de leche, y el mocoso bien que se la bebió poco a poco. ¿Yo qué había de hacer? Cargué con el chiquillo y me presenté con él en casa. Ramoniña me quiso arañar; dijo que iba a echar al rapaz en el pozo... como a las crías de la gata... y ahora se quita de la boca el pan para que él coma a gusto. Cosas de la vida, ¿eh? Alguna salerosa -don Carmelo llamaba así a las hembras alegres- que le estorbó el neno y le soltó allí para que se muriera; pero no estaba de Dios.

A pesar de las detalladas circunstancias con que autentificaba su relato el cura, un guiño del arcipreste a otros párrocos solía indicar que a él no se la daban con queso, y que a perro viejo no hay tus tus.

La propia Ramoniña, el ama, que parecía hecha de sebo, no tragaba la narración del encuentro del rapaz. Lo creía cosa de casa. Al principio, don Carmelo rechazó, encolerizado, las sospechas. Después se limitó a encogerse de hombros. El moneco sin embargo, tenía gran parte de culpa en la severa decisión del arzobispo, cuando puso al coadjutor a aquel párroco tan censurado.

Don Carmelo se resignó. Ya ni se tomaba el trabajo de repetir la historia de la vara verde y del recién envuelto en trapos. Cuando Ramoniña enseñó a Ángel -tal era su nombre- a llamar hipócritamente al cura señor tío, don Carmelo, soltando un pecado, vocejoneó:

-¡No, llámame señor padre! Al fin te han de decir todos, mal rayo los coma, que eres mi hijo.

Y el chico lo creyó de buena fe, y con la mayor sencillez decía mi padre, sin notar, al pronto, las risas malévolas de los que le oían. Sin embargo, los niños crecen y hasta en la aldea se despabilan, se hacen listos, en especial si lo son tanto como lo era éste. A la primera vez que Ángel percibió la intención denigradora con que le preguntaban por su papá -tenía el rapaz sólo doce años-, descargó tal puñada en las narices de su interlocutor, un cura joven, muy relamido, que le dejó temblando los dientes y la cara bañada en sangre.

Y como don Carmelo estuviese cada vez más beodo y más pobre, el muchacho, creyendo llenar un deber más sagrado aún que el de la gratitud, se dio a trabajar para mantenerle.

No se sabe cómo aprendió el oficio de carpintero, además de los menesteres de la labranza. Con su jornal, y trabajando además en el huerto, pudo alejar de la rectoral la miseria, y desplegando una energía que parecía aconsejarle la naturaleza, combatió el vicio, que, con la vejez, había dominado ya a don Carmelo totalmente. Le ayudaron los ataques de gota que, sujetando al cura en un viejo sillón de baqueta, no le permitían buscar en las ferias y tabernáculos satisfacciones a su crónica sed de dipsómano. Ramoniña había muerto, de juntársele las mantecas, y la nueva criada, una moza parva como un conejo de monte, obedecía ciegamente al muchacho. Allí no entraba vino ni sus derivados, a pesar de las súplicas angustiosas de don Carmelo.

-Rapaza, veme por un chisco...

-No; hame de dispensar...