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Él era el hombre perfecto para hacer aflorar de nuevo a la verdadera Lucía Acosta Lucía Acosta, juerguista y alegre, era la chica a la que todo el mundo quería invitar a sus fiestas. Además, con su exótico aspecto sudamericano atraía a todos los hombres. Ocultando un terrible secreto, Lucía, más pálida e introvertida que nunca, había pasado de ser la reina de las pistas de baile a ser la mujer que las limpiaba. Justo en ese momento, un fantasma de su pasado hizo acto de presencia… ¡Luke Forster reconocería aquellas curvas en cualquier sitio porque había crecido hipnotizado por ellas! Lucía siempre había sido intocable para él porque era la hermana pequeña de su mejor amigo.
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Seitenzahl: 209
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Susan Stephens. Todos los derechos reservados.
RECUERDOS DE VERANO, N.º 80 - mayo 2013
Título original: The Man From Her Wayward Past
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3055-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
La lista de las cosas por hacer de una soltera.
Todos los caminos llevan a Roma y el objetivo está claro, ¡lo dejo bien dicho en el número 10!
1 – Encontrar trabajo.
2 – Encontrar casa.
3 – Depilarme.
4 – Ponerme morena.
5 – Ir bien peinada.
6 – Comprarme ropa nueva.
7 – Apuntarme al gimnasio.
8 – Encontrar un profesor de baile estupendo.
9 – Amordazar a mis hermanos.
10 – Encontrar (que no sea jugador de polo) novio.
Soy la única chica y mis cuatro hermanos juegan al polo, así que estoy harta, muy harta, de fustas, estribos y machismo las veinticuatro horas del día.
Encontrar trabajo
No es exactamente el trabajo que me imaginaba, pero tengo mis razones. ¿Cuáles son esas razones?
Lo cierto es que tuve el trabajo de mis sueños haciendo prácticas de dirección en un hotel exclusivo de Londres. Fue la guinda del pastel después de haber terminado mis estudios de Dirección de Hoteles en Argentina, estudios que elegí después de haber estado toda la vida ocupándome de mis cuatro hermanos, que son de lo más exigentes, pero tuve que dejarlo porque un conserje me hizo chantaje y me dijo que, si no me acostaba con él, revelaría quién era en realidad Anita Costa.
Los que me conocieran antes de leer esto, se preguntarán qué ha sido de la Lucía loca, glamurosa, divertida y ostentosa que era el alma de todas las fiestas y que ahora ha quedado a la altura del betún.
Si tú eres una de esas personas, sigue leyendo.
Te darás cuenta de que, si hay algo que no he perdido, es mi sentido del humor. Menos mal, porque las cosas no me pueden ir peor.
Nadie mejor que Lucía sabía que una discoteca de día era un lugar muy cutre.
Como para no saberlo ahora que llevaba días a cuatro patas fregando el suelo pegajoso bajo una bombilla desnuda. El local era uno de los que estaban más de moda de la costa de Cornualles y era muy fácil encontrarse allí con lo mejor de la alta sociedad, tanto en el local como en la playa que había enfrente.
Allí mismo se habían pavoneado sus hermanos siendo más jóvenes. Con su gran amigo Luke.
Luke...
¿Era un buen momento para ponerse a pensar en aquel hombre de cuerpo musculado y gran inteligencia, aquel hombre que estaba fuera de su alcance, aquel hombre que también jugaba al polo y que, por lo tanto, iba en contra de la regla número 10?
–¿No tienes nada que hacer?
Lucía levantó la mirada y se encontró con el dueño de la discoteca. Van Rickter había sido un cantante conocido de joven, tal y como él mismo le había explicado cuando Lucía le había suplicado que le diera trabajo, cualquier trabajo. Ahora, convertido en un hombre de mediana edad, se dedicaba a tratar mal a sus empleados.
Lucía se apresuró a seguir fregando. En aquel momento, llegó Grace, otra de las empleadas del local.
–Me han dicho que esta noche va a haber algo grande –anunció la recién llegada dejando el bolso sobre una mesa–. Y yo resfriada. Con la nariz roja no te dejan buenas propinas. Así, nunca voy a conseguir un novio que me saque de aquí...
Lucía se dio cuenta de que, hasta hacía poco tiempo, aquel comentario la habría puesto en pie de guerra porque no había nada que le gustara más que coquetear y bailar.
Acostumbrada a que sus cuatro hermanos no dejaran que ningún hombre con malas intenciones se acercara a ella, había crecido sin saber lo que era el peligro y pudiendo flirtear todo lo que le venía en gana.
En aquel entonces, en cuanto hubieran hablado de una fiesta, ya se habría puesto los tacones, el vestido, el maquillaje y las uñas, pero eso había sido entonces y ahora era ahora.
Las cosas eran muy diferentes.
Lucía se giró hacia Grace y vio que estaba muy pálida.
–No te encuentras bien, ¿verdad? Vete a casa, ya hago yo tu turno –se ofreció.
–¿Cómo vas a hacer mi turno inmediatamente después del tuyo? –se escandalizó Grace negando con la cabeza–. No has parado de trabajar desde que llegaste. Si sigues así, tú también vas a caer enferma. Esta noche te tienes que poner los tacones, entrar aquí como si fueras la dueña y mirar a tu alrededor. Si encuentras a alguno que cumpla los requisitos que tú y yo sabemos, me lo guardas.
Lucía se estremeció inconscientemente, pero Grace se rio muy contenta. Grace no tenía ni idea de lo que le había sucedido a Lucía en Londres y Lucía tampoco estaba dispuesta a contárselo.
–Vaya, viene con cara de pocos amigos –comentó Grace cuando vio aparecer de nuevo a Van Rickter.
Dicho aquello, se dirigió a los vestuarios para cambiarse de ropa, así que el jefe la emprendió con Lucía.
–A ver, Anita, esmérate un poco más –le exigió–. Ya sabes que me sería muy fácil encontrar a otra persona que hiciera mejor tu trabajo –se rio, alejándose con sus zapatos de tacón cubano.
Todo el mundo la llamaba Anita. Lucía había elegido aquel nombre porque era el de su personaje favorito de West Side Story, que le encantaba. Ponerse un apellido nuevo también había resultado muy fácil, simplemente se había quitado la «a» y, así, Lucía Acosta se había convertido en Anita Costa.
¿Y para qué?
Pues porque no era fácil que la gente la tratara de manera natural e imposible ser independiente cuando sus cuatro hermanos, los cuatro jugadores de polo, estaban en todas las vallas publicitarias de la ciudad.
Lucía se llevó las manos a las caderas, que le dolían, y soñó con Argentina y con la libertad de la pampa, con su maravillosa casa, que ahora se le antojaba tan lejana... Desde el encontronazo con aquel conserje, su vida había ido de mal en peor, pero seguía decidida a seguir adelante sola, sin recurrir al dinero de su familia.
–¿Estás bien? –le preguntó Grace.
–Perfectamente.
Lucía se apartó el pelo de la cara y siguió fregando. Estaba encantada, después de lo que había sucedido en Londres, de tener un trabajo en el que nadie la conociera.
Antes de morir, su madre siempre le decía que debía mantenerse alerta para saber reaccionar con rapidez y lucidez ante las situaciones inesperadas de la vida.
Creer que el conserje del hotel de Londres y ella eran amigos había dejado claro que el consejo de su madre no le había servido de nada.
Le costaba creer que su madre hubiera muerto hacía ya casi diez años en una trágica inundación. Demelza Acosta era de Cornualles. Por eso, su familia siempre había veraneado en St. Oswalds y por eso, suponía Lucía, había huido allí, a aquel rincón de Inglaterra donde había sido muy feliz.
Van Rickter volvió a aparecer y Lucía bajó la cabeza hacia el suelo.
–Hoy debe de ser tu día de suerte –le dijo su jefe con sarcasmo–. Le he dicho a Grace que se vaya a casa porque a nadie le gusta que le sirva una copa una camarera resfriada, así que esta noche te vas a hacer tú cargo de la barra –anunció–. Y no te quejes de que terminas de limpiar a las siete porque te dará tiempo de sobra a cambiarte de ropa –le advirtió.
Sí, de sobra. Media hora para correr a la caravana, ducharse con agua fría y volver a la discoteca. Si no cenaba, a lo mejor le daba tiempo.
–Muy bien –contestó Lucía, porque necesitaba el dinero.
Van Rickter la miró con incredulidad.
–Pero dúchate y ponte crema en las manos, ¿eh?, que no quiero que a los clientes se les atragante el champán.
–Claro –contestó Lucía sonriendo, porque sabía que una sonrisa desconcertaba más a aquel hombre que una mirada de desagrado.
En la barra dejaban buenas propinas.
Mientras se metía en la ducha, Lucía pensó que ser simpática y estar limpia era mucho más importante que tener el estómago lleno porque a nadie le gustaba que le sirviera una copa una camarera que oliera mal y, además, Lucía quería que le dejaran buenas propinas.
Tras ducharse con agua fría, se dio cuenta de que era imposible entrar en calor en aquella caravana sin calefacción, que le había caído del cielo con su otro trabajo. Sí, tenía otro trabajo y, gracias a él, también tenía dónde vivir... aunque no le pagaran. Bueno, todavía no. El trabajo consistía en ayudar a Margaret, la anciana dueña del Sundowner, la casa de huéspedes donde ella solía alojarse de pequeña, a poner el negocio de nuevo en marcha.
Lucía se secó a toda velocidad con una toalla mientras le castañeteaban los dientes y miró el uniforme de Grace, que era un par de tallas más pequeño de lo que ella habría necesitado. Había engordado un poco desde que había llegado a Cornualles porque la buena de Margaret le preparaba unas meriendas maravillosas y, además, teniendo en cuenta lo voluptuosa que ella era por naturaleza...
Gracias a la mezcla de sangre argentina e inglesa, Lucía estaba preparada para aguantar tanto los terribles vientos de la pampa como el glacial invierno de Cornualles. Gracias a esos genes, precisamente, sus hermanos eran los mejores jugadores de polo del mundo porque eran mucho más grandes y fuertes, pero a ella le había tocado un físico bastante diferente en el reparto, pues era bajita y redondeada.
Lo que no quería decir que no hubiera tenido comiendo de la palma de su mano a todos los hombres que había querido. Bueno, más bien, a los que habían querido sus hermanos, la verdad.
Lucía intentó enfundarse la camiseta de Grace, pero no le cabían los pechos. ¿Y qué iba a hacer con los pantalones? La prenda, plateada, la esperaba riéndose de toda aquella comida basura barata y reconfortante de la que abusaba últimamente.
Cuando consiguió que sus dos pechos se quedaran quietos dentro de la camiseta y que ninguno se saliera, se dispuso a meterse en los pantalones.
«¡Ayyy!».
Lo consiguió.
Luke Forster, ataviado con camiseta y vaqueros, bronceado y radiante después de haber hecho ejercicio, estaba sentado en la terraza de su hotel en St. Oswalds, cuando lo llamaron por teléfono desde Argentina.
–Hazme un favor –le pidió su mejor amigo, Nacho Acosta, tras haber hablado del último partido de polo–. Vigila a Lucía mientras estés en Cornualles.
–¿Lucía está en Cornualles?
–Eso me ha dicho.
Luke se quedó bloqueado.
«¿Debo hacerlo?», se preguntó.
Efectivamente, Lucía era la hermana de Nacho y la mujer más problemática del mundo. Nacho le dio su número de teléfono y, mientras lo anotaba, Luke no pudo dejar de pensar en ella, concretamente en sus pechos.
Aquello no estaba bien. Nacho era su mejor amigo y Lucía era lo más cercano que Luke tenía a una hermana, así que sus pechos estaban, definitivamente, fuera del menú.
«Una pena, porque son realmente espectaculares», pensó.
–La hemos vuelto a perder, Luke.
Luke se obligó a concentrarse en lo que Nacho le estaba contando.
–Esta vez, por lo menos, ha tenido la delicadeza de dejarnos un mensaje en el contestador diciéndonos que está visitando lugares del pasado.
Luke maldijo mentalmente. Eso era exactamente lo mismo que él estaba haciendo, así que al garete la excusa para no buscarla.
Luke se pasó la mano por el pelo y se dijo que se iba a tener que quedar un par de días más de lo previsto.
Por si no tenía suficiente con hacerse cargo de las empresas familiares, la fundación benéfica de su familia y con jugar al polo a nivel internacional, ahora tenía que vigilar a la hermana pequeña de Nacho.
No era la primera vez que Lucía desaparecía. Harta de estar rodeada de sus cuatro hermanos, se había ido de casa en cuanto había podido y pronto se había ganado la fama de que no había fiesta en la que no estuviera ella.
–Sé que ahora es una mujer hecha y derecha, pero me sigo sintiendo responsable de ella –le explicó Nacho–. Me harás este favor, ¿verdad, Luke?
¿Cómo se iba a negar? Nacho se había hecho cargo de sus hermanos tras la muerte de sus padres en una inundación y todo había ido de maravilla hasta que Lucía había llegado a la adolescencia.
–La encontraré –le aseguró–. Así que ha dicho que está visitando lugares del pasado, ¿eh? ¿Habrá ido a su antiguo colegio?
–¿Qué colegio?
Ambos se rieron.
Lucía, que era muy inteligente, también había sido muy mala alumna y había pasado por varios colegios.
–Si está en Cornualles, no creo que me cueste mucho encontrarla porque, en esta época del año, esto está muerto –comentó Luke–. Lo único que hay es la discoteca –recapacitó dejándose llevar por su intuición y por el recuerdo de Lucía en la boda de su hermano.
¡Qué bien bailaba!
–Muchas gracias –le dijo Nacho.
Aunque volvieron a hablar de polo, Luke no pudo dejar de pensar en Lucía. Las madres de ambos eran de Cornualles. Así se habían conocido sus familias, porque veraneaban en la misma casa de huéspedes.
Sundowner tenía unos caballos excelentes y acceso directo a la playa, lo que para los padres de Luke había sido definitivo. Además, era un lugar íntimo y privado cuya dueña trataba a todo el mundo como si fuera de la familia, lo que no se podía pagar con dinero.
A Luke le encantaba Cornualles. Cuánto se alegraba de haber vuelto por trabajo. Era el único lugar del mundo en el que se sentía libre. Cuando cabalgaba por la playa en compañía de los hermanos de Lucía, había sido él de verdad. Ahora que había crecido, quería recuperar aquella sensación de libertad y de gozo.
–Llámame en cuanto te enteres de algo –le pidió Nacho–. Qué envidia me das –añadió–. ¿Te acuerdas de cuando montábamos a caballo por la playa en St. Oswalds?
–¿Cómo no me voy a acordar? –contestó Luke, encantado de que Nacho sintiera lo mismo que él–. ¿Volverías si consiguiera organizar un torneo de polo en la playa de nuevo?
–Claro que sí –le aseguró Nacho.
La idea comenzó a tomar forma en su cabeza ahora que sabía que podía contar con uno de los mejores polistas del mundo...
Pero no podía dejar de pensar en Lucía. Qué diferentes eran. Él era hijo único y lo habían educado para ser obediente y aplicado, así que de pequeño los Acosta se le antojaban una panda de hippys.
Por supuesto, había comenzado a bajar a la playa a montar a caballo a la misma hora que ellos para demostrarles que él también sabía hacerlo.
Nacho le había enseñado a ponerse de pie sobre su montura y a galopar así y Luke había estado a punto de matarse intentándolo. Mientras tanto, Lucía apenas lo había mirado, se había limitado a dedicarle una mirada de reojo y a darse la vuelta.
Pero Luke recordaba perfectamente sus ojos.
¡Qué ojos tan peligrosos!
–Te llamaré en cuanto sepa algo –le prometió a su amigo.
–Muchas gracias, Luke.
Para cuando terminó la conversación, Lucía se había fijado a sus pensamientos con pegamento.
Aquella noche, seguía pensando en ella y en la última vez que la había visto, en la boda familiar. Había acudido creyendo que se iba a encontrar con una adolescente temperamental y se había encontrado con una mujer hecha y derecha y muy atractiva, que se había acercado a él moviendo sensualmente las caderas para, en el último momento, alejarse con el pretexto de que estaba buscando a uno de sus hermanos.
Aquello había dejado a Luke con un dolor muy peculiar en la entrepierna y unas terribles ganas de vengarse.
«Tengo que tener cuidado con ella», se dijo Luke mientras se afeitaba.
Aquella noche había quedado con una preciosa rubia que tenía una empresa de eventos que le podía ir muy bien si, al final, podía poner en marcha su idea de recuperar el torneo de polo anual de la playa que había comenzado el padre de Lucía.
Luke se había entristecido al encontrar St. Oswalds tan muerto y se había propuesto ayudar en todo lo que pudiera, así que dar un empujón a la economía local a través del polo podía ser una buena idea, pero no sabía qué lugar ocuparía Lucía en todo aquello.
Pero ¿no había dicho que iba a dejar de pensar en ella?
Luke terminó de afeitarse, algo que hacía por obligación y no por gusto. Tenía una barba tan cerrada que, a veces, debía afeitarse dos veces al día. Su padre, que era de la Costa Este de Estados Unidos, solía protestar y decir que no entendía a quién se parecía su hijo.
–¿De dónde habrás sacado el pelo oscuro y tanto músculo? Qué vulgar –solía comentar mirando a su madre como si fuera culpa de su familia.
Eso era lo que lo había unido a Lucía, que los dos eran extraños en sus propias familias. Lucía era la chica que quería independizarse de sus cuatro hermanos, dominantes y exigentes, mientras que él era el musculitos de Princeton.
A ver cómo se las ingeniaba para atender a una rubia en una cena de trabajo y encontrar a una joven salvaje que se había perdido.
Lucía sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Luke Forster estaba en la discoteca.
No era posible...
A menos que tuviera un doble exactamente igual que él, exactamente igual de alto y fuerte y de guapo.
No, imposible que hubiera dos así en el mundo.
¿Y qué hacía Luke allí?
Lucía se quedó tan bloqueada que no se podía mover a pesar de que llevaba una bandeja con copas en la mano y de que el camarero la increpaba para que lo hiciera.
–¡Venga, Anita, muévete!
Se movió al oír a Van Rickter. ¿Por qué no se callaba aquel hombre? Si lo oía Luke, se iba a dar cuenta de quién era. Y lo peor era que estaba con una mujer, una mujer muy glamurosa, por cierto.
Lucía se los imaginó riéndose cuando Luke le contara que había desaparecido de nuevo y que, en aquella ocasión, se había puesto un nombre falso que reflejaba su interés por la música y por el café.
–Gracias, preciosa –dijo el camarero cuando le pasó otra bandeja llena de copas vacías a través de la barra–. Eres la mejor.
Lucía se alejó y dio un gran rodeo para evitar la mesa de Luke porque no quería que la viera así.
No era por el trabajo, porque ella estaba muy contenta de trabajar y defendería su derecho a hacerlo hasta la muerte, pero Luke la conocía muy bien y, en cuanto la viera, se daría cuenta del cambio que se había producido en ella, la vería de verdad: sucia, avergonzada, temerosa y deshonrada.
Claro que se estaba sacando las castañas del fuego ella sola y eso tenía mucho mérito.
Lucía dejó atrás su pasado más reciente y se concentró en Luke. Había intentado por todos los medios olvidarse de él, pero no lo había conseguido. De hecho, cuanto más lo había intentado, peor le había salido.
Todo había cambiado la última vez que se habían visto, cuando había flirteado tan abiertamente con él.
Lucía había decidido vivir según la imagen de chica alocada que la gente tenía de ella y ahora estaba pagando las consecuencias. La mujer que estaba en aquellos momentos con Luke parecía más su tipo, una mujer inteligente y profesional con pinta de no ponerse jamás en evidencia.
El único consuelo que le quedaba era que la chica tenía los dientes tan increíblemente blancos que las luces ultravioletas del local se reflejaban en ellos de una manera terrible.
–¿A dónde vas? –le preguntó Van Rickter.
Lucía se quedó helada. Se le había caído la bandeja con copas vacías y había albergado la esperanza de poder llegar al almacén y volver con un trapo antes de que su jefe se diera cuenta.
–Hace frío y quería subir un poco la calefacción –mintió.
–No me extraña que tengas frío vestida así –se burló su jefe –. El uniforme nuevo es para chicas más delgadas que tú. Los viejos están en las taquillas.
–Iba a ir a por uno, precisamente –improvisó Lucía mirando hacia donde había visto a Luke.
Afortunadamente, seguía charlando con la rubia. Además de ser el mejor amigo de su hermano mayor, Luke era de los que creía que había que vigilar y proteger a las mujeres como si tuvieran diez años, así que Lucía no quería que la viera vestida así.
–¡Espera! –ladró Van Rickter–. Si tardas más de cinco minutos en volver, estás despedida. ¿Me has entendido?
–Perfectamente –contestó Lucía dirigiéndose a los vestuarios.
–Ponte el uniforme más grande que encuentres –se burló su jefe.
–Eso haré, gracias.
Y desapareció aliviada. Le importaba muy poco lo que Van Rickter pensara de ella. Desde lo que había sucedido en Londres, prefería que la miraran como si fuera una ameba asexuada que no tuviera pómulos, caderas ni pechos.
Y, al ver a Luke, había vuelto a desear lo mismo. No quería flirtear con él, sino que no la viera, no quería nada con ningún hombre, ni siquiera con él y, por encima de todo, no quería que se ofreciera a arreglarle la vida.
Podía ella sola.
El uniforme antiguo no le quedaba mucho mejor que el nuevo, pero, por lo menos, tenía falda. Bueno, minifalda. Lucía se puso también la blusa, que se anudaba bajo el pecho y dudó si ponerse la camelia de plástico detrás de la oreja.
Todo tenía límites en la vida.
Al salir de los vestuarios, se dio de bruces con Luke.
Qué suerte la suya.
Luke estaba en la barra pidiendo un par de copas. Lucía se quedó sin respiración.
–¡Luke! –improvisó–. ¿Qué haces aquí? –le preguntó como si no lo hubiera visto.
–Yo te podría preguntar lo mismo –contestó él dando un paso atrás para mirarla de arriba abajo.
Lucía se recordó que estaba acostumbrada a los machos alfa, así que elevó el mentón en actitud desafiante.
–Siempre venimos aquí –comentó como si hubiera ido con sus amigas.
Por la cara que puso, era evidente que Luke no se lo creía.
Estaba más guapo que nunca, era el hombre más alto y fuerte de la discoteca con diferencia. A Lucía siempre le había gustado y siempre le había encantado que se la comiera con los ojos, pero, en aquellos momentos, no la estaba mirando así...
Lucía recordó entonces que llevaba el uniforme del año pasado, el pelo recogido de cualquier manera y que estaba toda sonrojada y sudorosa.
Perfecto.
–Lucía, ¿trabajas aquí? –le preguntó Luke.
Por supuesto, le tendría que haber contestado que sí y que eso no era asunto suyo, pero no quería discusiones porque no quería perder su trabajo.
–Claro que no –mintió riéndose y mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie se había dado cuenta de que Luke la había llamado por su verdadero nombre–. Lo que pasa es que vengo tan a menudo que me permiten dejar el abrigo en los vestuarios del personal.
–¿De verdad? –insistió Luke.
–Bueno, de vez en cuando –contestó Lucía dándose cuenta de que Van Rickter los estaba mirando–. ¿Una ginebra con zumo de naranja para tu amiga? –le sugirió al ver que la rubia había salido del baño y se dirigía hacia ellos.
–He pedido ya dos copas, gracias –contestó Luke con frialdad–. Vanessa, te quiero presentar a una vieja amiga –añadió.
–Bueno, de vieja no tengo nada –bromeó Lucía sintiéndose ridícula.
De cerca, la amiga de Luke era todavía más guapa y Lucía pudo comprobar que se aferraba a su brazo como si le fuera la vida en ello.
–¿Trabajas aquí? –le preguntó Vanessa relajándose al ver que Lucía no era competencia para ella.
–Les ayudo de vez en cuando –contestó Lucía con cautela.
–Qué bien tener un trabajo tan... sociable –comentó la rubia mientras miraba a Luke en busca de su aprobación, pero Luke estaba demasiado ocupado con Lucía.
–¿Han visto ya el nuevo casino? –les preguntó Van acercándose.
Lucía sabía que Luke jamás jugaba ni apostaba y que apenas bebía, pero Van abrió los brazos y obligó al pequeño grupo a encaminarse hacia el casino.
Luke se giró hacia Lucía y le dejó claro con la mirada que aquello no había terminado.