Regreso al ayer. Romance para el invierno - Sharon Kendrick - E-Book

Regreso al ayer. Romance para el invierno E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Bianca 2961 ¡Contratada… por su marido italiano! El multimillonario marido de Louise, Giacomo, lo tenía todo: un deslumbrante carisma, una gran fortuna y una vanidad a juego con todo eso; una de las muchas razones por las que ahora estaban separados. De modo que se quedó atónita cuando, tras un accidente de esquí, Giacomo le confesó que no recordaba su matrimonio. Para ayudarlo a recuperar la memoria, Louise aceptó convertirse en su ama de llaves durante las navidades. Contarle la verdad sobre su matrimonio sería difícil, ¿pero negarse el deseo que sentían el uno por el otro? Eso sería imposible. A medida que pasaban los días iba descubriendo nuevas facetas de Giacomo, ¿pero se atrevería Louise a confesar el mayor de los secretos, el profundo amor que aún sentía por él?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2021 Sharon Kendrick

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Regreso al ayer, n.º 2961 - octubre 2022

Título original: Confessions of His Christmas Housekeeper

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-203-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tenía que ser un error.

Giacomo Dante Volterra miraba a la mujer que acababa de entrar en el despacho, incapaz de creer lo que veía con sus propios ojos.

Era uno de los hombres más ricos de Italia, dueño de un jet privado, varias residencias, fabulosas obras de arte y coches deportivos, pero en ese momento estaba totalmente desconcertado, y ligeramente impaciente porque no le gustaba que le hiciesen esperar, mientras ensayaba la trascendental pregunta que estaba a punto de hacerle.

Sin embargo, las palabras se quedaron atragantadas en su garganta porque, aunque durante esos últimos meses había aprendido a vivir con la confusión como compañera habitual, en aquella ocasión la confusión era mayúscula.

¿De verdad aquella mujer había sido su esposa?

A juzgar por su gesto de sorpresa y desagrado, que no intentaba disimular, diría que sí, que probablemente lo había sido. ¿Pero cómo podía su esposa tener ese aspecto?

Llevaba un estridente uniforme de color rosa que se pegaba a sus generosas curvas y el pelo oscuro sujeto en un moño alto, cubierto por una horrible redecilla blanca. Giacomo hizo una mueca de disgusto al ver sus zapatos planos porque siempre había preferido los zapatos de tacón alto. No llevaba alianza y seguramente debería agradecerlo. ¿Porque no sería más difícil para ella aceptar su propuesta si siguiera aferrándose a un breve periodo de su vida que él había olvidado por completo?

¿Y por qué no iba vestida con ropa de diseño de los pies a la cabeza? ¿Por qué no llevaba diamantes o vivía en un elegante ático en Londres, pasando las horas en el gimnasio o almorzando con sus amigas en los mejores restaurantes?

Al parecer, ella no había reclamado nada tras la separación y, evidentemente, se ganaba la vida por sí misma.

Lo cual era sorprendente porque él estaba acostumbrado a pagar todas las facturas. Era una de las muchas cosas previsibles cuando uno tenía tanto dinero.

Por eso era inexplicable que su esposa tuviese que trabajar en una empresa de catering en Stanwell, un pueblecito de calles estrechas en el que, al parecer, los vecinos competían para ver quién decoraba su casa con los adornos navideños más barrocos y recargados.

–¿Qué haces aquí, Giacomo? –le preguntó ella en voz baja, pronunciando su nombre como si fuera un sustituto de la palabra «demonio».

Pero él notó que se mordía los labios, como si tras esa actitud hubiese algo que no era recelo y hostilidad. Y, tontamente, se preguntó qué podría ser.

–Hola, Louise –dijo él, como si fuese un nombre extranjero, uno que no había pronunciado nunca–. Yo también me alegro de verte.

Louise no respondió. No se atrevía a hacerlo. No podía pensar, no podía hablar. Le daba vueltas la cabeza y era incapaz de ordenar sus pensamientos.

Había sentido una absurda emoción cuando entró y lo vio sentado allí, el hombre más atractivo y sexi que había visto nunca. El hombre con el que, por increíble que pudiese parecer, había estado casada durante un breve periodo de tiempo, antes de que todo se derrumbase. Pero que la llamase por su nombre completo dejaba claro que Giacomo no había reaparecido para decirle que había cometido un terrible error y suplicarle que lo intentasen de nuevo. Además, ella no quería eso, ¿no?

No, desde luego que no. Giacomo Volterra no era el hombre apropiado para ella en ningún sentido. Incapaz de dar o recibir amor, Giacomo la había apartado de su vida. Nunca había estado a su lado cuando más lo necesitaba.

Sin embargo, experimentó una oleada de tristeza porque el pasado tenía el poder de enredarse en tu corazón con sus oscuros tentáculos y apretar y apretar como si quisiera romperlo.

Ella ya no era Lulu, su Lulu. Era Louise y en cuanto se hubiesen divorciado su apellido volvería a ser Greening, no Volterra.

Y sería lo mejor. ¿No se había dicho eso a sí misma una y otra vez?

Ahora que había pasado la sorpresa inicial y empezaba a calmarse, Louise lo estudió atentamente y fue entonces cuando recibió la segunda sorpresa. Porque entonces vio la cicatriz en su mejilla, una marca que empañaba la perfección de un rostro esculpido, irresistible para las mujeres.

Tenía otra cicatriz sobre la ceja izquierda, tan pequeña que pasaría desapercibida para la mayoría de la gente. Pero no para ella, que lo había besado tanto, y con tanta intensidad, que sería capaz de conocerlo solo por el tacto.

Era como un perfecto jarrón de porcelana que se hubiera roto en mil pedazos antes de ser recompuesto. No había nada malo o feo en esa nueva versión, pero era diferente.

Y luego lo miró a los ojos directamente. Esos intensos ojos que podían capturarte en su negrura y hacerte sentir como si fueras la única persona en el mundo. Unos ojos que podían ser sensuales y acariciadores, especialmente cuando estaba quitándole la ropa lentamente o enterrándose en ella, pero que en ese momento parecían vacíos, como si una luz vital se hubiera extinguido.

Era, pensó, como mirar los ojos de un extraño. Un extraño que estaba incongruentemente sentado al lado de un cartel negro y rosa que decía: Catering Selecto, servicio con clase.

–¿Qué haces tú aquí? –volvió a preguntarle–. ¿Y qué has hecho con mi jefa?

–Volverá enseguida –respondió él, echándose hacia atrás en el sillón como si estuviera en su casa, la fría luz de la oficina haciendo que su pelo pareciese tan oscuro como el azabache–. La convencí para que nos dejase a solas unos minutos.

Ella enarcó una ceja.

–Suele estar encadenada a ese escritorio, así que debes haber sido muy persuasivo.

–Soy muy persuasivo, sí, pero imagino que tú ya sabes eso –dijo él–. Tenía que hablar contigo a solas.

Louise sintió un chispazo de algo que parecía esperanza. Una esperanza tan absurda como el cosquilleo que sentía al mirarlo. No era más que una reacción hormonal, se dijo a sí misma, el recordatorio de que había alguien capaz de darle un placer inconmensurable.

–Bueno, pues ahora tienes la oportunidad de decirme lo que sea, aunque tendrás que ser breve –Louise miró su reloj–. Tengo que trabajar.

Él se encogió de hombros, esos hombros tan anchos y poderosos bajo el abrigo de cachemir negro…

¿Cómo iba a ayudarla esa visita a olvidarse de él?, se preguntó. Llevaba tanto tiempo intentando hacerlo, desde que entendió que no podía seguir engañándose a sí misma, desde que abrió los ojos y aceptó que su matrimonio estaba roto para siempre.

–Esto no es algo que pueda ser explicado en un par de frases.

–Una pena porque yo no tengo mucho más tiempo. Tal vez podrías decírmelo por carta.

Iba a darse la vuelta, pero algo extraordinario la detuvo.

–Por favor –dijo Giacomo.

Louise se quedó inmóvil porque él no pedía nada por favor. Solía chascar los dedos o dar órdenes. Giacomo podía ser encantador y despiadado en la misma medida y la gente solía acomodarse a sus deseos.

¿No lo había hecho ella misma al acostarse con él unas horas después de conocerlo?

Pero el inusual ruego había hecho efecto. Estaba dudando, a pesar de intuir que dijese lo que dijese iba a romperle el corazón un poco más.

Tal vez debería decirle que no quería hablar con él, pero ese sería un gesto inmaduro y, además, se delataría. Dejaría claro que aún era vulnerable y no lo era, ¿no?

¿O sí?

No, ese tren ya había partido. ¿Y, en el fondo, no sentía curiosidad por saber qué lo había llevado de vuelta a su vida después de tanto tiempo?

–Termino de trabajar a las cinco y media. Nos veremos en el pub para tomar un café. Solo tengo media hora, nada más.

–¿Qué pub?

–Aquí solo hay un pub, Giacomo –le informó ella–. Esto es un pueblecito en medio del campo, no una metrópolis como Milán.

–¿Es fácil encontrarlo?

Louise miró hacia la ventana. Al otro lado había un brillante deportivo negro que seguramente costaría lo que su jefa ganaba en todo el año.

–Muy fácil, pero intenta no saltarte el límite de velocidad con ese deportivo o te pondrán una multa –le dijo, sin mirarlo–. El policía local se toma su trabajo muy en serio. Y ahora, si me perdonas, tengo que rellenar dos docenas de tartaletas de hojaldre.

Estaba temblando mientras entraba en la cocina industrial, en la parte trasera de la tienda, y sus compañeras le preguntaron por qué estaba tan pálida y si estaba enferma.

–Estoy bien –se obligó a decir, esbozando una sonrisa.

No lo estaba, por supuesto. Le temblaban tanto las manos que derramó un cuenco de mermelada de cebolla sobre la encimera y estuvo a punto de tirar una bandeja de queso rallado.

No había visto a Giacomo en dieciocho meses, desde que perdieron a su hijo y su matrimonio se derrumbó.

Louise parpadeó furiosamente para contener las lágrimas, pero las bandejas de tartaletas se habían convertido en un borrón.

¿Por qué engañarse a sí misma? Ese matrimonio estaba condenado desde el principio. No estaban hechos el uno para el otro. Su último contacto con él había sido una tensa llamada de teléfono para decirle que no volvería con él y Giacomo había cortado la comunicación sin decir una palabra.

Sabía que había estado hospitalizado en Suiza después de un accidente de esquí y se había quedado sorprendida por el dolor que sintió cuando recibió la noticia. Tanto que tuvo que controlar el deseo de correr a su lado, pero llamó a Paolo, el ayudante de Giacomo, para preguntar si podía hacer algo por él.

Pero la respuesta que había recibido fue como una bofetada. Paolo le había dicho que la clínica privada estaba rodeada de chicas dispuestas a cuidar de Giacomo. El joven con el que siempre se había llevado tan bien parecía estar deseando cortar la comunicación y pensó que esa era su forma de decirle que Giacomo no quería saber nada de ella o de su matrimonio, seguramente el único fracaso en una vida llena de éxitos. Había imaginado que Giacomo quería borrarla de su vida como los profesores del colegio solían borrar la pizarra al final del día.

¿Pero entonces por qué había aparecido allí de repente?

Cuando terminó de cocinar, limpió la encimera y se dirigió al almacén para quitarse el uniforme, pero mientras se ponía unos vaqueros y un jersey solo podía imaginar una razón por la que Giacomo había ido a verla. Y si estaba en lo cierto, tendría que hacer acopio de valor para no derrumbarse.

¿Habría conocido a otra mujer y necesitaba un divorcio rápido para poder casarse de nuevo? ¿Alguien de quien estaba realmente enamorado? Alguien rico y con contactos como él, no una chica inglesa normal y corriente con la que solo se había casado porque había quedado embarazada después de un par de citas.

Enfadada consigo misma, Louise se quitó la redecilla y pasó los dedos por su pelo para intentar poner algo de orden. No debería dolerle y, por supuesto, debía asegurarse de que él no notase nada. Se mostraría tranquila, digna, y le desearía suerte y felicidad como la mujer adulta que era. Incluso podrían charlar un rato mientras tomaban un café, que inevitablemente él compararía de modo desfavorable con el que servían en Milán.

«¿Cómo estás?», le preguntaría él, con el tono ligeramente condescendiente del antiguo compañero de cama que ya tenía otros planes de vida.

Y ella respondería: «¿Yo?». Tal vez incluso esbozaría una sonrisa e intentaría poner algo de convicción en su respuesta:

«Estoy muy bien, gracias. Ya sabes, tirando para adelante».

Pero la imaginaria conversación sonaba completamente absurda.

«¿Tirando para adelante?».

¿De verdad quería parecer un caballo cansado?

Suspirando, se hizo una trenza y se puso el anorak antes de salir a la calle. El helado viento de diciembre azotaba sus mejillas, pero la noche era clara y empezaban a asomar las estrellas en un cielo de color índigo mientras se dirigía al pub, sus botas repiqueteando sobre el pavimento brillante de escarcha.

En la puerta del pub había una figura de Santa Claus de tamaño natural y lucecitas alrededor de todas las ventanas. Solo faltaban unos días para Navidad y la alegría del pueblecito era palpable.

Louise tomó aire antes de empujar la puerta porque la Navidad podía ser a veces muy nostálgica y triste. Debía prepararse para escuchar villancicos, que inevitablemente le encogerían el corazón…

Pero, dijese lo que dijese, no debía mostrar ninguna emoción porque Giacomo no mostraba emociones. Nunca lo había hecho.

Lo vio en cuanto entró en el pub. ¿Cómo no?

Estaba sentado al lado de la chimenea, bajo una cascada de espumillón dorado. Todos los clientes lo miraban de soslayo, aunque algunas de las chicas más jóvenes no intentaban disimular. En general, lo miraban como si nunca hubieran visto a alguien como él por allí. Y así era porque los hombres como Giacomo Volterra, raros en cualquier parte, eran únicos en un pueblecito inglés como aquel.

Se había quitado el abrigo y su atlético cuerpo era una enorme distracción. Con una camisa de seda y unos vaqueros gastados que abrazaban sus largas piernas conseguía parecer distinguido e informal al mismo tiempo. Llevaba el pelo un poco más largo que antes y la sombra de barba le daba un aspecto muy viril. Con esos ojos de ébano que no se perdían nada llamaba más la atención que las lucecitas del árbol navideño y hacía que los demás hombres pareciesen invisibles.

–Has venido –murmuró.

–¿Qué habrías hecho si no hubiera venido?

Él esbozó una sonrisa.

–Habría ido a buscarte y te habría hecho cambiar de opinión.

–¿Y cómo pensabas hacer eso?

Giacomo se encogió de hombros.

–Usando mis poderes de persuasión, cara. Que, como tú misma has reconocido antes, son considerables.

Louise querría decirle que no la llamase así porque ya no era su cara y porque le recordaba las cosas que le decía al oído cuando estaba dentro de ella. Pero no iba a decir nada.

No, mejor dejarlo pasar. No quería que pensase que aún podía afectarla, de modo que se limitó a esbozar una sonrisa.

–¿Y bien? –le preguntó.

–¿Café?

–Sí, por favor.

Louise se quitó el anorak y se sentó lo más lejos posible, aunque no pudo evitar comérselo con los ojos mientras iba a la barra. Intentaba ser objetiva, pero los sentimientos no eran objetivos.

De repente, se dio cuenta de que tenía el corazón encogido. Quizá era normal. Después de todo, era el hombre con el que había pensado que pasaría el resto de su vida. Por supuesto, nadie se casaba pensando que no iba a durar.

Pero ahora, casi dos años después, se daba cuenta de lo ingenua que había sido. Porque en realidad no lo conocía. Él se había encargado de que así fuera. Giacomo Volterra siempre la había mantenido a cierta distancia, como si temiese que hacerle confidencias le diese demasiado poder sobre él.

Volvió enseguida con dos tazas de macchiato y, después de tomar un sorbo, Louise se lamió la espuma de los labios con la punta de la lengua.

–¿Quieres hacer la crítica del café antes de nada?

–No, no es necesario –respondió él–. La verdad es que me ha sorprendido, es muy bueno –Giacomo echó un terrón de azúcar en su café, esbozando una sonrisa burlona–. Inglaterra por fin parece haber alcanzado al resto del mundo en lo que se refiere al café.

–Seguro que a la dueña del pub le haría ilusión recibir tal elogio de un paladar tan refinado como el tuyo. Podrías escribir ese comentario en su página web –Louise dejó la taza sobre la mesa y juntó las manos para evitar que le temblasen–. Pero supongo que no has venido hasta aquí para hablar del café.

–No, claro que no.

–¿Qué es lo que quieres entonces? –le preguntó ella, pensando que sería mejor llevar el control de la conversación–. ¿Quieres… quieres volver a casarte?

–¿Si quiero volver a casarme? –Giacomo hizo una mueca–. ¿De dónde has sacado esa idea?

–No sé, solo se me ocurría eso…

–No debes sacar conclusiones precipitadas, especialmente cuando se trata de mí. Y no, nada de matrimonio, ya he aprendido la lección. Ya sabes que el gato escaldado del agua huye. Se dice así, ¿no?

–Sí, claro –murmuró ella, intentando disimular una decepción que no debería sentir.

La vida privada de Giacomo ya no era asunto suyo, pero no había excusa para no preguntarle por su accidente en las pistas de esquí.

–Sentí mucho lo de tu accidente

Él asintió con la cabeza.

–Me preguntaba cuándo sacarías el tema. ¿Mi cara te repugna, Louise? ¿Es por eso por lo que parecías tan horrorizada cuando me viste en el despacho?

Ella lo miró, en silencio. Casi le daban ganas de reír y se preguntó cómo respondería si le dijese que su reacción al ver la cicatriz había sido de rabia. Que le gustaría haber podido protegerlo y que odiaba la idea de que algo destruyese esa perfecta belleza masculina.

«Nada en ti me repugna» querría decir. Pero, por supuesto, no lo dijo.

–A juzgar por la reacción de las chicas del pub, yo diría que al contrario, solo ha aumentado tu atractivo. La cicatriz te da un aire de peligro que algunas mujeres encuentran muy seductor.

–¿Eso te incluye a ti?

–Lo que yo opine es irrelevante, especialmente sobre tu atractivo físico –se apresuró a decir ella.

Pero después se preguntó si Giacomo se sentiría inseguro y si era por eso por lo que había hecho la pregunta.

¿Quería que dijese que aún lo encontraba enormemente atractivo, que era una pena que no pudieran correr a su casa y tirarse en la cama, donde él le quitaría las bragas a toda prisa y la llevaría al orgasmo con un par de embestidas?

¿Y, en el fondo, no quería ella eso también?

Pero no iba a demostrarlo. Giacomo no debía saberlo y, por eso, mantuvo la expresión seria.

–Lo que hubo entre nosotros quedó en el pasado, pero me alegro mucho de que te hayas recuperado.

–Bueno, no del todo –dijo él.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó Louise, con un nudo en la garganta.

–No sé si durará para siempre, pero es por eso por lo que estoy aquí. Creo que tú podrías ayudarme.

–¿Cómo podría ayudarte?

–He perdido la memoria –respondió Giacomo, bajando la voz–. No toda, parte de la memoria. Tengo lo que los médicos llaman «amnesia parcial». No es una cuestión de vida o muerte y tal vez no sea permanente, pero…

–¿Pero?

–Es exasperante, como una página en blanco. Es una barrera en la memoria y no quiero pasar el resto de mi vida evitándola. Nadie lo sabe salvo mi ayudante y quiero que siga siendo así.

–¿Por qué?

–Llevo una vida normal y mi negocio es más floreciente que nunca, pero si alguno de mis competidores sospechase que tengo un talón de Aquiles, inevitablemente intentaría explotarlo.

Louise hizo una mueca.

–¿No es esa una visión muy cínica del mundo?

–Tú no eres una mujer de negocios, Louise. No tienes idea de cómo funciona ese mundo.

–Ah, gracias por el voto de confianza –dijo ella, irónica–. Y por recordarme lo que es tener que soportar a un hombre tan condescendiente.

–No quería ser condescendiente. Discúlpame, me he expresado mal.

Louise enarcó una ceja. Esas palabras eran lo más parecido a una disculpa que había recibido de él.

–Pero es que no entiendo lo que quieres decir. Estamos separados –le recordó–. ¿Cómo voy a ayudarte?

–Podrías hacerlo porque tú eres el eslabón perdido –respondió él–. La persona que ocupa el año que prácticamente ha sido borrado de mi memoria. A veces me parece ver un fragmento del pasado, pero no puedo fijarlo. Es como si una parte de mi vida hubiera sido reducida a pedacitos esparcidos por el viento y quiero que me ayudes a reunir las piezas. Quiero que me ayudes a recordar, Louise.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

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