0,99 €
Visionario, eterno y original, Herman Melville (1819-1891) tuvo una vida tan arriesgada como su literatura. Se embarcó muy joven en un buque mercante, conoció el peligro y la soledad, así como los más remotos parajes. Los relatos aquí reunidos, poblados por seres desplazados, sin cabida posible en las grandes mudanzas de su tiempo, dan fe de por qué Melville es considerado uno de los mayores precursores de las corrientes literarias del siglo XX
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Herman Melville
RELATOS
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-333-6
Greenbooks editore
Edición digital
Julio 2019
www.greenbooks-editore.com
EL VIOLINISTA
EL PORCHE
DANIEL ORME
¡QUIQUIRIQUÍ! O EL CANTO DEL NOBLE GALLO BENEVENTANO
The Fiddler[1]
¡De modo que mi poema es un fracaso y la fama inmortal no se ha hecho para mí! Estoy condenado a ser un don nadie por toda la eternidad. ¡Suerte intolerable!
Tomando mi sombrero, arrojé contra el suelo la crítica leída y me precipité en Broadway, donde una masa de gente entusiasmada se apiñaba camino de un circo, situado en una calle lateral cercana, circo que muy poco antes había iniciado sus funciones y el cual gozaba de fama gracias a un payaso excepcional.
Poco después mi viejo amigo Standard me abordó de una manera bastante ruidosa.
—¡Lindo encuentro, Helmstone, mi viejo! ¡Eh! Pero, ¿qué pasa? ¿Cometiste un asesinato? ¿Estás huyendo de la justicia? ¡Se te ve descompuesto!
—Entonces, ¿no lo has visto? —pregunté, refiriéndome, claro está, al comentario crítico.
—Oh, claro que sí. Estuve en la función de la mañana. Un gran payaso, te lo aseguro. Pero mira, ahí viene Hautboy. Hautboy... Helmstone.
Sin que se me diera oportunidad —o sin que sintiera la inclinación— de protestar ante un error tan mortificante, de inmediato me sentí calmado al contemplar el rostro de aquel recién llegado, a quien tan poco ceremoniosamente me habían presentado. Era corto y macizo de cuerpo, aunque de aire juvenil y animoso. Su tez, quemada de estar a la intemperie; sus ojos, sinceros, alegres y grises. Sólo su cabello indicaba que no se estaba ante un muchacho desproporcionadamente
crecido, y con base en el cabello le atribuí unos cuarenta años o algo más.
—Oye, Standard —exclamó con gozo dirigiéndose a mi amigo—, ¿no vas al circo? Me dicen que el payaso no tiene igual. Venga usted también, señor Helmstone; vengan los dos. Y cuando termine la función, cenaremos un delicioso cocido y un ponche donde Taylor.
Aquel contento genuino, aquel buen humor y aquella extraordinaria expresión saludable y sincera de mi singularísima nueva amistad actuaron sobre mí como magia. Me pareció cuestión de simple lealtad humana aceptar aquella invitación venida de un corazón inconfundiblemente cordial y honrado.
Durante la función más puse atención en Hautboy que en el celebrado payaso, pues el primero constituía el verdadero espectáculo para mí. Su disfrute auténtico me llegaba al alma por ser expresión real de eso que llamamos felicidad. Parecía saborear con la lengua los chistes del payaso, como si fueran el vino más delicioso. Y expresaba su agradecimiento aplaudiendo ahora con las manos y golpeando el piso luego con los pies. Si una de las humoradas le parecía más que buena, se volvía hacia Standard y hacia mí, por ver si compartíamos su extraordinario placer. En aquel hombre de cuarenta años tenía a un muchacho de doce, sin que ello hiciera disminuir en lo más mínimo mi respeto por él, pues todos sus actos eran tan honestos y naturales, sus expresiones y actitudes tan gráciles de bonhomía natural, que la juventud maravillosa de Hautboy adquiría una especie de aire divino e inmortal, como el de algún dios de Grecia eternamente joven.
Pero por mucho que observara a Hautboy y por mucho que admirara su talante, el humor desesperado con que había partido de casa no me había abandonado al grado de no molestarme con reapariciones momentáneas. Pero salía de aquellas recaídas y miraba apresurado a mi alrededor, a todo aquel amplio anfiteatro lleno de rostros humanos ávidamente interesados y aplaudidores. ¡Escuchen! Palmadas, golpes, hurras ensordecedoras. Todos los allí reunidos parecían enloquecidos en sus aclamaciones. ¿Y qué, me pregunté, ha causado todo esto? Pues hombre, que el payaso acababa de gesticular cómicamente con una de sus mejores muecas.
Me repetí entonces aquel sublime pasaje de mi poema en que Cletemes el argivo vindica la justicia de la guerra. Ay, me dije, si en este momento saltara al escenario y repitiera dicho pasaje; o mejor aún, recitara ante el público todo mi poema trágico ¿aplaudirían al poeta como están aplaudiendo al payaso? ¡No! Me abuchearían, acusándome de ido o de loco. Entonces, ¿qué prueba todo esto? ¿Mi engaño o su insensibilidad? Acaso ambos, pero sin duda alguna lo primero. Mas, ¿por qué lamentarse? ¿Estás buscando la admiración de quienes admiran a un bufón? Mejor trae a mientes la anécdota del ateniense que, cuando la gente lo aplaudía rabiosamente en el foro, preguntaba a su amigo en un susurro: ¿Qué tontería he dicho?