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Ann Caldwell no sabía quién era realmente. Había crecido obsesionada con la idea de ganarse la aprobación de su padre, pero nunca lo había conseguido. De pequeña había sido demasiado femenina y de adulta no era lo bastante mujer. Incluso se había hecho policía para satisfacerlo. Pero ahora que su padre ya no estaba, Ann se había dado cuenta del vacío de su vida. Deseaba enamorarse, pero no tenía la menor idea de cómo llegar a un hombre, sobre todo si se trataba de su compañero, Juan Díaz, que jamás le había prestado la menor atención. Mientras trataba de encontrar su camino en el mundo, Ann iba a tener que descubrir quién se estaba dedicando a matar policías. Díaz y ella tendrían que resolver el caso antes de que muriera alguien más...
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Seitenzahl: 302
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Janice Kay Johnson
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Revelaciones, n.º 255 - noviembre 2018
Título original: Revelations
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1307-239-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
EN POSICIÓN de firmes, hombro con hombro con sus compañeros del cuerpo de policía, Ann se obligó a concentrar la mirada en el reluciente ataúd de color azul que descansaba en un bastidor, encima de la oscura fosa.
Un entierro con toda su solemnidad era el peor de los lugares y de las ocasiones para mirarse en el espejo de la autocompasión.
—Conforta nuestro dolor por la muerte de nuestro hermano. Deja que la fe sea nuestro consuelo, y la vida eterna nuestra esperanza.
Intentó poner la mente en blanco. Si se permitía pensar, podían ocurrir dos cosas. O se acordaba del entierro de su padre, tan parecido al que estaba viviendo en aquel instante, con la consiguiente amenaza de las lágrimas, o se compadecía a sí misma por lo sola que estaba.
El sol de primavera todavía no calentaba demasiado los campos del cementerio, pero los arces, plátanos y lilos habían empezado a verdear. Un pájaro gorjeaba en un árbol detrás de Ann y del escuadrón de policías que en posición de firmes rendían honores a uno de los suyos. Los mismos que habían formado durante el entierro de su padre el pasado agosto.
—El gozo de que uno de nuestros seres queridos haya entrado en presencia del Señor debe consolar nuestro dolor cristiano —continuó la voz del pastor.
¿Alguien se dolía realmente de su muerte?, se preguntó Ann. Conocía a Leroy Pearce casi desde siempre, como viejo amigo de su padre que había sido, y sinceramente nunca le había gustado. Había sido un tipo intolerante, autoritario y machista. Cuando la trasladaron al departamento de Homicidios, Leroy se negó a trabajar con ella.
—Lo siento, cariño —le había dicho con su falsa sonrisa—. Para mí no eres más que una niña.
«Niña» era la palabra recurrente, por supuesto.
Ciertamente, tanto la viuda de Leroy como su hija parecían muy afectadas. Ann procuraba no mirarlas, sobre todo porque su compañero, el inspector Díaz, estaba consolando en aquel instante a la hija, una divorciada de veintitantos años, que sollozaba en silencio. Le había pasado un brazo por los hombros y le sostenía un codo con la otra mano.
Cuando Ann volvió a mirarla de reojo, vio que Eva giraba la cabeza y alzaba la mirada llorosa hacia Díaz. Como resultado, le entraron ganas de vomitar. O de marcharse a su casa y ponerse a llorar.
Había dejado vagar la mente durante el funeral celebrado en la iglesia. En vano se había esforzado por recordar la letra de los himnos, señal de que debería haberla frecuentado más. Cuando era pequeña, su madre la había llevado a misa, pero después su padre se había despreocupado. Quizá por eso había perdido todo interés en pisar la iglesia cada domingo. Además, había pasado demasiados de aquellos domingos examinando algún cadáver ensangrentado. La noche del sábado era el día más solicitado para cometer asesinatos.
—A veces entre escenas de la más profunda oscuridad… —habían cantado en la iglesia.
Casi todos los que habían acudido al funeral eran policías, gente que había visto de sobra escenas de la más profunda oscuridad. Precisamente Ann se había pasado aquella mañana en el aparcamiento de un local de moteros, donde uno de los clientes había sido apuñalado repetidamente y había muerto desangrado. Su compañero también había estado allí, tomando notas con expresión impasible, aparentemente indiferente al enorme charco de sangre. En aquel instante, sin embargo, Díaz parecía mucho más conmovido mientras consolaba a la afectada hija de Leroy, que acababa de apoyar la mejilla en su hombro.
Ann intentó recordar si habría estado presente durante el entierro de su padre. Quizá. Probablemente. Pero no había estado a su lado, ofreciéndole un hombro sobre el que llorar. Era el capitán a quien había tenido más cerca, aunque separado algunos pasos. Todavía podía verse a sí misma de pie contemplando el ataúd y la fosa detrás, rígida de consternación y de dolor, súbitamente consciente de su absoluta soledad.
Siempre había deseado tener una hermana o un hermano. Siempre que escuchaba a los demás compañeros del cuerpo quejarse de sus numerosas familias, le entraban celos. A ella sólo le quedaban sus abuelos, a quienes rara vez veía. Debido a que no vivían en el Noroeste y a que tampoco se habían esforzado mucho por acercarse a ella después de la muerte de su madre, su relación se había limitado prácticamente a felicitarse las Navidades con una tarjeta.
Le quemaban los ojos por las lágrimas, e intentó sorberse la nariz sin hacer mucho ruido. Maldijo para sus adentros: ¿por qué había tenido que morir su padre? Ciertamente había tomado una cerveza o dos antes de volver a casa aquella noche, no tanto como para salirse de la carretera en aquella curva. Pero se había estrellado, y en su arrogancia, o inconsciencia, no se había puesto el cinturón de seguridad. Los investigadores le dijeron que se había empotrado con tanta fuerza contra un árbol, que ni siquiera habría sobrevivido aunque lo hubiera llevado. Su vieja camioneta carecía de airbag, lo único que habría podido salvarlo.
«No pienses en papá», se ordenó. «No pienses en lo cerca que está de aquí la tumba de papá. Porque si lo haces, llorarás. Y no puedes llorar ahora, delante de todo el mundo».
Se le daba bien contener las lágrimas. Su padre solía enfadarse mucho cuando la veía llorar. En cambio, si se hacía daño con algo y soportaba el dolor estoicamente, asentía con aprobación y decía que eso estaba bien, que se estaba endureciendo…
Ann solía pensar que se había endurecido. Pero en aquel momento ya no estaba tan segura: tenía la sensación de que se había estado engañando todo el tiempo. De que por dentro seguía siendo una niña llorosa, indefensa.
Por fuera… la verdad es que por fuera no sabía quién o lo que era. Ni hombre ni mujer, ni carne ni pescado. Su vida social, sumamente estrecha, siempre había transcurrido en el cuerpo de policía. Tomaba copas con los compañeros de cuando en cuando, pero tenía la sensación de que una barrera invisible la separaba siempre de los hombres, e incluso de las esposas e hijas de los demás policías, para no hablar de las otras mujeres del cuerpo. Ciertamente llevaban uniforme y pistola durante el día, pero también les gustaba salir de compras, maquillarse, salir a bailar, hacer ganchillo o preparar bellos álbumes de fotos. Todo lo cual no podía resultarle más ajeno.
Le gustaban las joyas, pero… ¿cuándo podía lucirlas? No podía imaginarse decorando las páginas de un álbum de fotos con bonitos recortes de colores. No quería ponerse mascarillas ni rodajas de pepino sobre los párpados. La afición de las mujeres a frecuentar los centros comerciales cuando no necesitaban nada en especial le resultaba inexplicable. Deprimida, murmuró un «amén» junto al resto de los dolientes, viendo cómo bajaban el ataúd al fondo de la fosa, antes de recibir la simbólica primera palada de tierra. La viuda soltó un grito desgarrador que la dejó estremecida, recordándole no sólo su propio dolor sino el de la novia del motero asesinado, que se había derrumbado delante de ellos.
La multitud se disgregó en pequeños grupos. Ann se dirigió al aparcamiento. Por delante iba Díaz caminando al lado de la hija, mientras el capitán consolaba a la sollozante viuda.
Se alegró de haber traído su propio coche. Tener que separar a su compañero de la hermosa rubia habría sido una contrariedad. Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Díaz se volvió y la buscó con la mirada hasta que la encontró. Por un instante, le pareció que tenía una expresión suplicante, como si le estuviera pidiendo ayuda, pero desechó la idea de inmediato. Juan Díaz era más que capaz de desenvolverse con cualquier mujer.
Aun así, vacilando, se acercó a él. Además, supuestamente debía presentar sus condolencias a la viuda de Leroy Pearce y a su única hija.
—Ann, ¿conoces a Eva Pearce?
Pensó que había recuperado su nombre de soltera después del divorcio.
—Sí, desde que éramos niñas —titubeó, indecisa entre tenderle la mano o abrazarla—. Lo siento mucho.
—Gracias —los ojos de Eva volvieron a llenarse de lágrimas—. Maldita sea, no puedo dejar de llorar, y mi padre era tan… —pronunció algo ininteligible y se secó las mejillas—. Oh, olvida lo que he dicho.
Ann se había quedado asombrada. ¿Qué era lo que se había perdido?
—¿Que olvide que has dicho qué?
Eva soltó una amarga carcajada.
—Canalla. Era un canalla. Era mi padre, pero lo odié durante la mayor parte de mi vida. Supongo que esto te parecerá bastante extraño, pero…
Ann se oyó a sí misma admitir, para su propia sorpresa:
—Yo sentía lo mismo por mi padre. Tú lo conocías. Era otro canalla.
Díaz se había quedado mirando boquiabierto a la hermosa rubia. Y ahora la estaba mirando boquiabierto a ella.
—Por algo eran los mejores amigos del mundo —repuso Eva—. Nosotras jugábamos juntas de pequeñas. ¿Te acuerdas?
—Tú querías jugar a las Barbies. Y a mí me entusiasmaba hacer de policías y ladrones.
Eva se miró los zapatos de tacón de aguja y el elegante traje negro, y luego la miró a ella, vestida con su uniforme reglamentario de gala. Se echó a reír.
—En eso ninguna de las dos ha cambiado nada.
—Eso parece —Ann le devolvió la sonrisa.
—¿Te apetece que quedemos un día para tomar un café? Así podremos quejarnos de nuestros respectivos padres y llorar un poco.
—Sí. Me gustaría —respondió, sincera. Tal vez no tuvieran mucho en común, pero sus padres constituían un buen vínculo.
—Te llamaré —le sonrió Eva, llorosa. Pero la sonrisa que le lanzó a Díaz fue mucho más encantadora—. Gracias por haberme ofrecido su hombro, inspector.
—De nada —respondió con su voz profunda, aterciopelada.
—Sospecho que le asignarían la misión de atenderme, pero se lo agradezco de todas formas —suspiró—. Por cierto, será mejor que me ocupe de mi madre.
Tanto Ann como su compañero murmuraron las frases de rigor antes de verla alejarse.
—¿Te asignaron la misión?
—Las he tenido peores.
—¿Qué? —se volvió hacia él—. ¿De verdad que te ordenaron atenderla?
—Sí. Aunque ésa no fue la palabra que utilizó el capitán. «Asegurarme de que estuviera bien». Eso fue lo que me dijo, si mal no recuerdo.
Empezaron a andar hacia el aparcamiento.
—A mí nadie me atendió cuando murió mi padre —le confesó Ann, esperando que no sonara a recriminación—. ¿Acaso fracasó alguien en el encargo?
—No lo sé —respondió, levemente divertido—. Dudo que le ordenaran a nadie ofrecerte su hombro. Tú eres una poli.
Y por tanto lo suficientemente dura como para no ponerse a llorar, al menos en público, pensó Ann, irónica.
—La verdad es que no habría sabido qué hacer con un hombro si me lo hubieran ofrecido.
Díaz dejó de sonreír y estudió su rostro durante un largo, incómodo instante.
—Lástima —pronunció al fin—. A nadie le habría parecido extraño que te hubieras puesto a llorar. Es lo normal.
—Soy una mujer, ¿o es que no lo has notado? Un corpulento policía puede ocupar la página de portada de la revista Time cuando llora por un niño herido, y la ternura de la imagen conmueve al público. Pero cuando una mujer policía aparece llorando, todo el mundo dice lo mismo: «¿Ves? Es demasiado blanda. Debería haberse hecho maestra de colegio en vez de policía».
—Los tiempos cambian.
La respuesta de Ann a ese comentario fue una palabrota. Díaz se echó a reír.
—Te equivocas. La mayor parte de los hombres aceptan que las mujeres desempeñen cualquier tipo de profesión. Y ellas no tienen que ser viriles para hacer el mismo trabajo.
—¡Desde luego que no!
—¿Pues entonces por qué te empeñas tanto en…? —se tragó el resto de la frase nada más ver las nubes de tormenta que se acumulaban en su rostro.
Le temblaban las manos de rabia. Estaba tan avergonzada de que se le notara que al final optó por la ironía:
—¿En esconder mi arrebatadora belleza? Me temo que el maquillaje o la pintura de ojos… —batió las pestañas mientras hablaba— me nublaría la vista en un momento crucial. Cuando estuvieran a punto de dispararme, por ejemplo. En cuanto al carmín… —frunció los labios— el rojo sangre no es precisamente mi color favorito.
—Yo no…
—Tú sí —le espetó, desaparecido ya el tono irónico—. No soy una muñequita, ¿vale? —ni tampoco era hermosa, por mucho maquillaje o carmín que se pusiera en la cara.
—Maldita sea, Caldwell, ¡no pongas en mi boca palabras que no he dicho! —se detuvo ante su coche y se volvió hacia ella, fulminándola la mirada—. Eres una buena policía y eres una mujer. ¿Y qué pasa?
—¿Quieres saber por qué intento comportarme como un hombre y parecerlo? Te lo diré. Una mujer tiene que ser dura para convertirse en poli. Eso es un hecho. Cualquier muestra de debilidad afecta a su eficacia y a su carrera. Cuando quiero mostrarme débil, lo hago fuera del horario de trabajo y de la mirada del público.
Díaz replicó en voz baja, con aquel tono aterciopelado que Ann lo había oído emplear con tantas otras mujeres excepto con ella:
—Yo no soy el público.
—Tú eres un colega. Eres una de esas personas que cada día me cuestionan lo dura que soy.
—¿De dónde diablos has sacado una idea tan absurda?
—¿Recuerdas el comentario que me hiciste cuando me asignaron como pareja tuya?
Díaz negó con la cabeza, con un brillo de desconfianza en sus ojos castaños.
—«Espero que tengas la mitad de los redaños que tenía tu padre» —había temblado por dentro cuando escuchó aquellas palabras. Al fin y al cabo, se había pasado la vida entera preguntándose si los tenía o no—. Eso es lo que me dijiste. Me pusiste sobre aviso. Mi padre era famoso por su dureza, su tenacidad. No era para nada un tipo débil. ¿Qué me dices ahora? ¿Tengo o no tengo los redaños de mi padre?
Díaz tensó la mandíbula.
—Como policía eres mucho mejor que él.
—¿Qué?
—Lo que has oído. Tú sabes usar la cabeza. Él no siempre sabía usarla —arqueó una ceja—. Cierra la boca.
Se había quedado con la boca abierta. Estaba ruborizada hasta la raíz del pelo.
—¿Vamos a volver al trabajo o nos quedamos aquí charlando todo el día?
—Yo tengo que pasar por casa para cambiarme —repuso ella.
—Te recogeré allí —Juan Díaz abrió la puerta de su coche y se sentó al volante.
Ann se dirigió al suyo. Volvió a alegrarse de habérselo traído, porque en aquel instante tenía los ojos llenos de lágrimas. Se sentía como si se estuviera derritiendo por dentro, porque… Porque su compañero le había dirigido un inesperado elogio, más brillante que cualquier medalla. «Como policía, eres mucho mejor que tu padre». Se había pasado toda la vida midiéndose con su padre. ¿Mejor que él? No lo creía. No podía. En cualquier caso, aquellas palabras la habían emocionado.
Pero también quería llorar porque su padre ya no estaba y porque ya nunca podría ganarse su total aprobación. Y porque lo había querido y odiado a la vez, como debía de haberle pasado a Eva Pearce, según había confesado ella misma.
Lamentablemente, sin embargo, había otro motivo que explicaba sus ganas de llorar: porque sabía perfectamente que Díaz nunca la veía como una mujer. Pese a sus palabras, era incapaz de imaginársela sin aquel uniforme, besándolo, abrazándolo, escuchando su voz sensual y aterciopelada en la oscuridad… No se trataba de él, por supuesto. Era indiferente que fuera él o cualquier otro. Lo que ansiaba desesperadamente era que algún hombre, policía o no, se fijara en que ella era una mujer, con las necesidades y debilidades normales en las mujeres…
Pero también sabía que eso nunca sucedería. Las mujeres tenían que publicitarse convenientemente, y ella no sabía cómo. Ni siquiera sabía si quería realmente hacerlo. Porque… ¿qué sucedería si descubría que, detrás de aquella fachada, era demasiado débil para ser policía? Actualmente, ser policía constituía su única identidad. ¿Qué haría si la perdía?
Sentada al volante de su coche, se miró en el espejo retrovisor. Ojos azules, cejas demasiado espesas, la melena castaña recogida en un moño severo que acentuaba la palidez de su rostro…
«¿A quién quieres engañar?», le preguntó una voz interior. «Para eso tienes que tener algo que publicitar. ¿Para qué molestarse?». Con mano firme, encendió el motor. Al fin y al cabo, y pensándolo bien, era una suerte que de niña no le hubiera gustado jugar a las Barbies.
Juan Díaz se encontraba de un humor pésimo. Para empezar, odiaba los funerales y los entierros. Veía demasiadas muertes en las peores formas imaginables para dejarse engañar por los bellos himnos y las grandes palabras. Mucho menos para pensar que los ángeles tenían algo que ver con los últimos momentos de un hombre.
Leroy Pearce se había roto el cuello al caerse de una escalera. Su casa se encontraba en una colina y la parte de atrás daba a un barranco. Al parecer la escalera no había sido lo suficientemente alta para que pudiera alcanzar los canalones del tejado. Así que, como un imbécil, no se le había ocurrido otra cosa que ensamblar dos escaleras con un alambre y subirse tranquilamente. Dado su peso y envergadura, lo lógico habría sido que el alambre se rompiera. Pero no había sido así. En lugar de ello, se había inclinado demasiado o había repartido mal el peso; en cualquier caso, las dos escaleras unidas se habían precipitado hacia delante, basculando en el vacío.
Leroy había tenido tiempo suficiente para saber que iba a morir antes de destrozarse el cráneo contra un árbol. La muerte no era algo agradable, y a pesar de su educación católica, Díaz dudaba que Dios hubiera tenido que ver con el modo o la oportunidad de aquélla en concreto.
También se había pasado la mitad de la ceremonia vigilando a Caldwell. Fiel reflejo del de su padre, aquel entierro tenía que haber resucitado el dolor que tanto se había esforzado por disimular. No había esperado que estallara en sollozos: ése no su estilo. Desde el principio se había negado a reconocer cualquier asomo de tristeza, de pesar. Ann Caldwell se había pasado todo el invierno intentando convencerlo de que era tan dura y resistente como su padre. Y, por su propio bien, Díaz esperaba que los estuviera mintiendo a los dos: a él y a ella misma.
Ese día, su expresión podía haber experimentado ciertos cambios cuando el pastor habló del dolor: tal vez había parpadeado más veces o más rápido de lo normal. Pero cuando poco después se reunió con él y con la hija de Pearce, sus ojos estaban secos. Lo había dejado sorprendido, sin embargo, con aquella admisión sobre sus sentimientos ciertamente contradictorios hacia su padre. Le habían parecido tan inmensamente profundos, que ganas le habían entrado de encender su linterna para proyectar algo de luz sobre la oscura sombra de la sargento Michael Caldwell.
A Díaz también le había enfadado la irritante sospecha expresada por su compañera de que siempre la estaban vigilando, proyectándole expectativas. Era una gran policía. Había ganado condecoraciones y se había convertido en inspectora en un tiempo récord. Quizá pensara que todo aquello se había debido a su apellido, y no a sus capacidades. ¿Por qué diablos parecía estar continuamente resentida con el mundo?
Ann y él habían atravesado alguna mala racha durante el primer mes que trabajaron juntos. Había heredado de su padre una obsesiva determinación por encerrar a un hombre llamado Craig Lofgren como presunto asesino de su esposa, aunque el cuerpo jamás había sido encontrado. Todo aquel asunto había terminado por volver loco a Díaz. Sin evidencias de ningún tipo, había sido imposible solicitar la reapertura del caso, pero su padre había sido incapaz de renunciar y aparentemente su hija había heredado el sagrado deber de continuar con su misión.
Al final lo había conseguido, sin mucha ayuda de Díaz, por cierto, y el sargento Michael Caldwell no se habría alegrado gran cosa si hubiera podido verlo, dado la inquina que siempre le había tenido a Lofgren, un adinerado piloto de aviones comerciales. Ann Caldwell terminó encontrando a la esposa… viva y aparentemente ajena al trastorno que había originado su desaparición. Y de paso había limpiado el buen nombre del piloto.
Lo que Ann no quiso mencionarle nunca fue el hecho de que Craig Lofgren nunca habría estado bajo sospecha si su padre hubiera dirigido la investigación de una manera tan meticulosa e imparcial como la suya.
—Todos cometemos errores —se había limitado a decir.
Para Díaz, en cambio, ignorar testigos y evidencias que no encajaban con una hipótesis preconcebida no era un mero error. Todo policía tenía prejuicios. Pero mantenerlos a raya formaba parte de su trabajo.
Ya había trabajado anteriormente con una mujer policía. Lo lamentó de veras cuando Melanie Najjar decidió, durante su segundo embarazo, que no volvería al cuerpo. Tal vez fuera porque estaba casada: el caso era que con ella casi se había olvidado de que era una mujer. Lo cual resultaba irónico, ya que Najjar era muchísimo más femenina que Ann Caldwell. Menuda, fogosa, aficionada a pintarse y maquillarse…
En cambio, durante los seis meses que llevaba trabajando con Caldwell, Díaz no había podido olvidarse ni por un momento de que era una mujer. La mayor parte de las veces, eso no lo molestaba demasiado. Estaba simplemente allí, un detalle minúsculo pero irritante como una china en el zapato. El tipo de hecho que uno podía ignorar, pero siendo constantemente consciente de que lo estaba ignorando.
No podía decir que se sintiera atraído por ella. ¿Cómo podía sentirse atraído por una mujer que procuraba pasar desapercibida con tanto empeño, a pesar de sus luminosos ojos azules, su tez cremosa como la leche y aquel pelo de color café? O era baja y fornida o llevaba siempre ropa que le daba ese aspecto, andaba y juraba como un hombre, se negaba a pintarse los labios y llevaba el cabello siempre recogido, oculto. Nada más verla, cualquier hombre llegaba a la conclusión de que no deseaba atraer a nadie.
Tampoco era su tipo. Díaz no estaba interesado en volver a casarse. Los policías y el sacramento del matrimonio estaban peleados. Sus esposas, o maridos, empezaban a advertir que nunca llegaban a casa a la hora de cenar: siempre se retrasaban un poco más. Y cuando estaban en casa, estaban como ausentes. Rumiando misterios de por qué la gente hacía cosas tan crueles o tan estúpidas, no se daban cuenta de que su hija había pegado en la nevera su último dibujo y la pobre estaba esperando ansiosa a que su papá lo descubriera… Exactamente como le había ocurrido a él con Elena. Por no hablar de Tony, su otro hijo.
Había sido un marido fatal y un mal padre. Y no quería repetir, razón por la cual limitaba su espectro de mujeres a aquéllas que ni querían ni esperaban una petición de matrimonio en algún momento del camino. Mujeres bonitas para pasárselo bien y disfrutar un poco. Lógicamente, por el mismo motivo, las mujeres reprimidas y complicadas que desconocían el significado de la palabra «diversión» le estaban vedadas.
Y, sin embargo, no podía librarse de las ocasionales punzadas de deseo que lo asaltaban cuando, por ejemplo, iba con Caldwell en el coche y se quedaba admirando la fina línea de su cuello o la elegancia de sus pómulos. O cuando se volvía hacia un lado y no podía dejar de advertir su busto bien dotado. O cuando se enfadaba con él y se le encendían los ojos. Maldijo entre dientes. Siempre que sentía hacia Ann Caldwell algo que tuviera una mínima connotación sexual, lo ignoraba por principio. Y pretendía seguir ignorándolo.
De la misma manera que tenía que ignorar aquel instinto de protección que ella parecía despertarle. Si hubiera sido un hombre, no se habría pasado la mitad del entierro vigilándola, preocupado por su frágil estado emocional. Habría esperado y confiado en que al final saldría con bien de aquella prueba.
¿Pero por qué entonces no podía hacer lo mismo con Caldwell? Frunció el ceño ante el semáforo en rojo que lo obligó a detenerse. Porque era una mujer, concluyó. Y su intuición le decía que era realmente frágil, emocionalmente hablando, a pesar de la imagen que proyectaba. «Pide un cambio de pareja», se dijo, pero sabía que no lo haría. Si ella llegaba a enterarse de que lo había pedido, heriría sus sentimientos, y eso era lo último que deseaba hacer. Además, una vez superados los primeros recelos, formaban un gran equipo.
Lo exasperaba darse cuenta de que seguiría preocupándose por ella aun cuando no trabajasen juntos. Quizá incluso con mayor motivo si se diera el caso. Era tan testaruda a veces… Necesitaba que alguien moderase su tendencia a cargar de frente contra los problemas y… Soltó una maldición en voz alta mientras aparcaba delante del edificio que alojaba su apartamento. Aquella mujer le removía algo por dentro, le despertaba un instinto… fraternal. Sí, eso era. Fraternal. Aunque ciertamente no necesitaba otra hermana.
La llamó a golpe de claxon, apoyándose sobre el volante.
HE ESTADO pensando en algo.
Una vez abrochado el cinturón de seguridad, Ann bebió un sorbo del termo de café que se había bajado de casa. Mientras tanto, su compañero echó un vistazo al espejo retrovisor y arrancó.
—Sí, yo también. He estado pensando en que encontraremos al motero que se volvió loco con ese cuchillo que le robó a su madre. Diablos, probablemente la pobre mujer esté poniendo en este momento la lavadora, preguntándose por qué el agua le sale tan roja…
—¡Vamos! Pero si debió de volver a casa empapado en sangre… Esa pobre mujer no se está preguntando nada. Y si está poniendo alguna lavadora, es para borrar deliberadamente toda evidencia —Ann bebió otro trago de café—. Pero no era en eso en lo que estaba pensando.
—¿Ah, no? —Díaz la miró extrañado antes de volver a concentrarse en el tráfico.
Ann frunció el ceño, esperando no quedar como una chiflada cuando se lo dijera. Aunque, en el fondo, casi deseaba que así fuera. Que la convenciera de que era una especulación descabellada y absurda.
—Lo que he estado pensando… es que ya han muerto dos policías víctimas de estúpidos accidentes.
—¿Dos? —la miró sorprendido—. ¿Tu padre también?
—¿A ti no te parece una estupidez no llevar puesto el cinturón de seguridad?
—Sí, bueno, es algo estúpido, pero…
—¿Normalmente estúpido? ¿En lugar de increíblemente estúpido?
—Exacto —aminoró la velocidad cuando el semáforo cambió a ámbar—. En cambio, ensamblar con alambre dos escaleras y luego subirse a lo alto, especialmente cuando uno no es un peso pluma… eso sí que es increíblemente estúpido.
—Estoy de acuerdo contigo —seguía frunciendo el ceño—. Aun así…
—Aun así, dos policías han muerto víctimas de estúpidos accidentes. En un intervalo de seis meses. Que es bastante tiempo.
—Cierto. ¿Pero te acuerdas de lo que le pasó a Reggie Roarke hace unos meses, cuando le dijo a todo el mundo que alguien había intentado matarlo? —le preguntó Ann.
Díaz soltó un resoplido de incredulidad.
—¿Cuando se metió a hurgar debajo de su coche después de sujetarlo con un par de gatos demasiado flojos?
—Eso es. Otra estupidez.
Díaz frenó ante el semáforo en rojo y se quedó callado. También él estaba frunciendo el ceño.
—Algo —añadió su compañera— entre normalmente e increíblemente estúpido.
—Estúpido, de cualquier forma —comentó Díaz, pero lo hizo con expresión ausente, distraído. Como si su cerebro estuviera trabajando a toda velocidad.
Ann esperó. El semáforo cambió a verde y se pusieron en marcha junto a los otros vehículos. Se preguntó adónde irían, y o tardó en adivinarlo: a la casa de la madre del motero. Al menos aquel asesinato, por muy horrible que fuera, no albergaba ningún misterio. Media docena de testigos había visto la agresión. Dos habían intentado detenerlo, con lo que consiguieron varios profundos cortes en manos y brazos.
—¿Qué es lo que dijo Roarke? —le preguntó de pronto Díaz—. ¿Que el coche se movió como si alguien lo estuviera empujando?
—Dijo que escuchó pasos. Que pensó que se trataba de su mujer y que le dijo algo. Luego el coche empezó a moverse y él le dijo que lo dejara. Pero lo movió con más fuerza, y Roarke se dispuso a salir. No lo consiguió, ya que el primer gato cedió justo en aquel momento.
—Ya, ya —repuso Díaz, pensativo—. Recuerdo bien su cara.
Con una prominente nariz, abundante papada y un cuello ancho como el de un toro, Reggie Roarke no aparecía precisamente en los calendarios eróticos que editaba el cuerpo de policía todos los años para recaudar fondos. Pero con un ojo morado, la nariz escayolada y media cara entre negra y amarilla, probablemente habría asustado hasta a sus propios nietos.
—Tuvo suerte. Por poco se quedó sin cabeza.
Ann esperó algo más.
—¿Qué estás insinuando? ¿Que alguien le retiró el gato? ¿Que no contó todo eso sólo para disimular y evitar que se le rieran en la cara cuando se enteraran en el trabajo?
—Quizá —respondió ella.
—Y que, por tanto, los accidentes de tu padre y de Leroy Pearce no fueron tales.
—Un pequeño empujón habría bastado para deshacerse de Leroy.
—¡Habría bastado con que él mismo eructara un poco fuerte! —replicó Díaz.
—¿Pero y si alguien los estaba observando, esperando a que cometieran una estupidez? Un asesino no habría podido encontrarse una ocasión más fácil..
Díaz ya estaba sacudiendo la cabeza antes de que ella hubiera terminado.
—Estás dando palos de ciego. ¿Y si nos dedicáramos a analizar las muertes accidentales ocurridas en este condado durante los seis últimos meses? Sabes perfectamente lo que encontraríamos.
—Muchas estupideces de todo tipo.
—Gente que deja que sus hijos se lancen en bicicleta por empinadas pendientes en moto y sin casco. O madres que llevaban en el coche a sus bebés sentados en el regazo, en lugar de atados a la silla, cuando se produjo el accidente. Creían que así podrían sujetarlos mejor. ¿Cuántas veces habré tenido que oír eso?
«Demasiadas», pensó Ann.
—De acuerdo, de acuerdo —concedió.
—Y respecto a lo de tu padre… ¿qué estabas pensando? ¿Que alguien le cortó el cable del freno?
—No, la camioneta fue revisada y estaba bien. Estaba pensando en lo que lo hizo salirse de la carretera.
—¿La camioneta presentaba algún abollón o arañazo en el lateral?
—Un raspón largo y profundo. Pero la cabina quedó como un acordeón, así que es difícil decirlo. En cualquier caso, lo único que sabemos es que alguien le dio un golpe en el aparcamiento.
—Imagino que debió de haberse puesto como una furia.
Así fue. Se había puesto a gritar y a despotricar. Pensando en voz alta, Ann añadió:
—Lo que no sé es si tomaron muestras de la pintura o no.
—Podemos averiguarlo.
—¿No te parece todo esto una locura?
—Probablemente —sonrió, irónico—. Quizá no debería estimularte, pero… Es igual. No nos hará daño investigar un poco.
—Maldita sea… —masculló Ann—. Esperaba que me dijeras que estaba chiflada. Así habría tenido que olvidarme de la idea.
—Estás chiflada. Olvídate de la idea —le dijo para complacerla.
—Ya es demasiado tarde —frunció el ceño—. Hablando de tardanzas… ¿crees que buscarían huellas en casa de Leroy?
—Lo dudo. Para cuando su esposa y media docena de vecinos acudieran a verlo, y la ambulancia subiera hasta allí, no creo que quedaran muchas en el terreno.
—Es verdad —esbozó una mueca.
—Aun así, podríamos hablar con los vecinos. Quizá alguno de ellos vio a alguien rondar por la casa y pensó que se trataba de un amigo…
—Supongo que no les habrán interrogado, claro.
—Suele suceder —repuso Díaz con tono inexpresivo.
Ann lo miró, adivinando perfectamente lo que estaba pensando. Su padre tampoco se molestó en interrogar a los vecinos de Julia Lofgren cuando estuvo investigando la desaparición de su esposa. Si lo hubieran hecho, la habría encontrado enseguida, ahorrándole a su marido y a sus hijos un año y medio de tortura continua.
De repente se dio cuenta de que habían llegado a su destino. Estaban en un deteriorado barrio de las afueras de Puyallup: jardines descuidados, casas que se caían a pedazos, restos de cubos de basura quemados. Conocía la zona de alguna vez que había estado allí de patrulla.
—¿Qué casa es?
—Está dos bloques más abajo.
—¿Pedimos refuerzos? —le preguntó.
—Los estamos esperando.
—A eso yo lo llamo eficacia.
Díaz le lanzó otra irónica sonrisa y Ann tuvo otra de esas reacciones que tanto odiaba, cuando algo se le removía en el pecho… y tenía que admitir que su compañero era un hombre muy atractivo. Su pelo y ojos oscuros hacían honor a su apellido hispano. Le sacaba media cabeza: debía de medir cerca de uno noventa. Había descubierto que era ocho mayor que ella, con lo que tendría treinta y seis. Se decía que había sido campeón estatal de atletismo en la universidad, algo que quedaba de manifiesto cada vez que echaba a correr detrás de un sospechoso.
Dos finas arrugas flanqueaban su boca, añadiendo un especial encanto a su sonrisa. Muy a su pesar, tenía que reconocer que era precisamente su sonrisa lo que más la afectaba, con el inevitable brillo que iluminaba sus ojos. Seguramente era un mujeriego. Cuando lo llamaba fuera de horas de servicio, a menudo escuchaba risas y una voz femenina de fondo. Al contrario que ella, debía de tener una vida social muy activa.
Sabía que también tenía hijos. Un par de veces le había mencionado que le había tocado quedarse con ellos algún fin de semana. Cuando le preguntó qué le había pasado a su matrimonio, se limitó a encogerse de hombros.
—Soy poli —era lo único que le había dicho.
Pero aquello no servía para explicar toda la historia. Muchos policías seguían casados y no tenían mayor problema. Pero Ann no quería especular: la vida personal de Díaz no le incumbía en absoluto. Trabajaban juntos y punto.
Sólo le habría gustado… que hubiera tenido cincuenta y cinco años en vez de treinta y seis. Que hubiera sido rechoncho, o flaco, en lugar de fuerte y musculoso. O que mascara tabaco, o tuviera los dientes sucios, o que fuera cínico y desalmado… Pero no había tenido esa suerte. Además de sexy, Díaz era inteligente, a veces divertido, un hombre básicamente bueno y devoto de su trabajo. Ella misma le había buscado defectos y resultaba sencillamente irritante que tuviera tan pocos.
Bruscamente la sacó de sus reflexiones:
—Estás pensando otra vez.
—¿Qué? —sabía que se había ruborizado—. ¿Es que no tengo que pensar en nada mientras esperamos?
Díaz miró por el espejo retrovisor.
—Hay que moverse.
Un coche patrulla se detuvo detrás del suyo. Los cuatro agentes salieron para mantener un breve encuentro. Una vez enterados del papel que iban a jugar en la operación, los dos de uniforme asintieron con la cabeza.