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Los artículos periodísticos que conforman las cinco series de Simpatías y diferencias son de muy distinta procedencia. Van de la crónica al ensayo, de la anécdota al recuerdo o de ágiles comentarios de libros o acontecimientos contemporáneos a libres ocurrencias. Y, aunque muchos de ellos fueron provocados por lo que se llama la "actualidad", la misma variedad de asuntos les otorga un valor perdurable enlazado a la amenidad de su lectura. En esta Cuarta serie el autor discurre sobre la relación entre Azorín y los escritores de América, la estancia de Einstein en Madrid, el lazo entre Juan Ramón Jiménez y los duendes o la presencia Rubén Darío en México que nos dan en conjunto una muestra del ambiente mental que experimentaba Reyes por aquellos años.
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Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959) fue un eminente polígrafo mexicano que cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la crítica literaria, la narrativa y la poesía. Hacia la primera década del siglo XX fundó con otros escritores y artistas el Ateneo de la Juventud. Fue presidente de La Casa de España en México, fundador de El Colegio Nacional y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1945 recibió el Premio Nacional de Literatura. De su autoría, el FCE ha publicado en libro electrónico El deslinde, La experiencia literaria, Historia de un siglo y Retratos reales e imaginarios, entre otros.
Simpatías y diferencias
Primera edición en Obras completas IV, 1958 Primera edición de Obras completas IV en libro electrónico, 2015 Primera edición en libro electrónico, 2018
D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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ISBN 978-607-16-5640-7 (ePub)ISBN 978-607-16-5636-0 (Obra completa ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
I. ESPAÑA
Apuntes sobre “Azorín”
1. Rasgos de “Azorín”: La timidez. El “bovarismo”. La lectura. Las ventanas
2. Algunos reparos: Jorge Manrique. Romances viejos. Un avaro
3. El ‘Licenciado Vidriera’ visto por “Azorín”
4. Una polémica interesante
5. “Azorín” y los escritores de América
6. Notas sueltas
7. El ‘Don Juan’ de “Azorín”
Apuntes sobre José Ortega y Gasset
Crisis primera: La salvación del héroe
Crisis segunda: Nostalgias de Ulises
Crisis tercera: Melancolías de Fausto
Metamorfosis de Don Juan
Apuntes sobre Juan Ramón Jiménez
1. Juan Ramón y los duendes
2. Juan Ramón y la Antología
Apuntes sobre Valle-Inclán
1. Valle-Inclán a México (i. ¡Cuántas tardes así! ii. Don Ramón se va a Pontevedra. iii. Don Ramón se va a México. iv. Envío)
2. Las “fuentes” de Valle-Inclán
3. Valle-Inclán y América
Apuntes sobre Mariano de Cavia (El solitario y su tiempo. El vicioso. El periodista puro. El hombre vulgar. ¿Y el artista?)
Huéspedes
1. Dos italianos
2. Wells en Madrid
3. Einstein en Madrid
II. AMÉRICA
Rubén Darío en México
1. El ambiente literario
2. El valle inaccesible
3. Un documento
4. Un problema de derecho internacional
5. Una discusión literaria
6. Arte de prudencia en dos coplas
7. Partida y regreso (Memorias de Rubén Darío)
8. ¿Una obra inédita de Rubén Darío?
Apéndices
Glorieta de Rubén Darío
1. Mi fiesta de la Raza
2. Rubén Darío, genio municipal
3. Si la sonrisa fuera un gesto oficial…
Cartas de Rubén Darío
Cartas de Jorge Isaacs
En memoria de José de Armas
Entre España y América: La leyenda americana
El imperio dialectal de la “se”
Sobre una epidemia retórica
Por la Asociación de Escritores
La Residencia de Estudiantes acaba de publicar —y de celebrar con una lectura a que han asistido las doce o quince personas interesantes— un libro de “Azorín”: Al margen de los clásicos. Ésta es ocasión de decir algunas cosas personales sobre “Azorín”.
LA TIMIDEZ. La gente que le conoce habla de él como de un hombre tímido. Todas las formas de la timidez, dicen, él las padece. No es orador,1 y esta determinante ha modelado toda su ética y su estética. Titubea en la conversación. En dos ocasiones me ha dejado hablar casi sin despegar él los labios, aunque no sin calarme con su mirada perspicaz. De cuando en cuando, y con monosílabos, le ponía una coma a mis frases, un acento, una diéresis a mis palabras. Como no es orador, escribe. Ya escribir me parece una forma de pudor: el papel es el interlocutor más complaciente, y al lector no lo vemos siquiera.
Oigo decir que del “Azorín” de ayer al de hoy hay como un proceso de reconcentración: los adjetivos se han hecho más escasos, y las frases, más cortas. Salvo las dudas que abrigo sobre esa receta de la crítica que todo quisiera explicarlo por las “dos maneras del escritor”, es verdad que el procedimiento de “Azorín” se ha hecho menos adjetivo, pero es que se ha hecho más sustantivo. Porque hay tantos estilos como hay funciones de la palabra, sin exceptuar los estilos de régimen y de interjección. Por lo que atañe a la frase corta en sí, ¿qué reparo hacerle? Lo bueno, si breve, dos veces bueno, dice Gracián. Además de que la frase corta tampoco denuncia necesariamente timidez. En aquel cubano fino y ardiente —José Martí— la frase corta era un latigazo eléctrico. Por otra parte, lo breve es, de suyo, imperativo. Y, sin embargo, es cierto que en “Azorín” la brevedad finge timidez. “No escribe —he oído—: balbucea.” Porque el ritmo de su prosa es muy uniforme; porque traza todas las líneas en el mismo sentido, sin cruzar la pluma. Es que, en “Azorín”, la frase corta no busca la síntesis o la fórmula, sino que vuelve a la actitud primitiva de la mente, y procede, otra vez, por adiciones. Así, en lugar de “tres”, suele decir: “uno + uno + uno”. Es que algunas veces no retrata, sino que deletrea el objeto, como un primitivo.
Y aumenta, en fin, la sugestión de timidez, esa melancolía igual de sus cuadros, y hasta la buscada semejanza que tienen entre sí todas sus escenas, descritas siempre al modo romántico.
EL BOVARISMO. Un sutil intérprete de Flaubert, “dialectizando” sobre la Madame Bovary, ha definido con el nombre de “bovarismo” esa ilusión voluntaria, ese don de concebirse distinto de lo que se es, sin el cual ni la vida individual ni el arte podrían existir. Aparte de su significación fundamental —base del idealismo filosófico—, el bovarismo tiene significaciones relativas. Bovarista es el que se equivoca de buena fe al juzgarse; bovarista, el que se desdobla en una existencia ficticia —lo cual es distinto de equivocarse, aunque está fundado en el equívoco.
Son las más inesperadas las reacciones de la timidez. Aquel tímido estalla, de pronto, en gritos desacordes, pensando que por los rugidos vamos a tomarle por león. Los hay, como Amiel, que se libran de su esterilidad describiéndola. Otros —en el fondo los más creadores— inventan, por bovarismo, un tipo semirreal, seminovelesco; un doble a quien encargan de realizar, por las páginas de los libros, lo que ellos no realizan por las calles y plazas. Es posible que el señor Martínez Ruiz sea tímido; pero ese pequeño filósofo que él ha inventado, ese “Azorín” que de hijo suyo ha pasado, poco a poco y por un eclipse psicológico, a confundirse con él y a servirle de vestidura externa, ése ha dicho sobre la vida y el arte españoles, si no las cosas más audaces, las más personales. Y realizado ya el prodigio, abierta la vena por donde el tímido ha de desahogarse sin rubores, entonces todo puede hacerse, con tal que se haya conquistado, como en el caso, la gloria literaria.2
LA LECTURA. Faguet no ha dicho nada importante sobre el arte de la lectura, ni es posible aquí reglamentar, como no se puede reglamentar la índole de las gentes. Alguien afirma que traducir es “servir”. Y leer, ¿qué será? No es un joven quien podría definirlo: al adolescente le asalta su yo crítico, a la hora en que quiere olvidarse con la lectura. Más tarde, va dejando el yo de ser dolencia y se vuelve resignación. El hombre maduro sabe leer, se entrega, voluntariamente, a otro hombre; entra en él por un doble esfuerzo de cansancio y de disciplina. Porque a la inquietud rebosante no hay quien la obligue a seguir un rumbo trazado, a leer un libro ya escrito. Pero aquí, como en todo, la edad es cuestión de temperamentos, y hay hombres que han tenido siempre edad de lectores.
“Azorín” es un gran lector. Es, desde luego, uno de los pocos que han sabido leer sus clásicos. A veces nos habla de las palabras que ha encontrado en el curso de sus lecturas. A veces escribe porque lee, y a veces escribe lo que lee. Su caso nos recuerda el del joven Stevenson, que acostumbraba salir al campo con un libro en el bolsillo izquierdo, para leer, y un cuaderno en blanco en el derecho, para escribir. Y creemos, con una adivinación maliciosa, percibir en su cara un ligero gesto de despecho, cuando ve que Lemaître se le anticipó, llamando a su libro: Al margen de los viejos libros. “Azorín” siente que esta denominación le pertenece, y hace bien en reivindicar el título para su obra.
Pero ser lector (es inevitable: o escribimos hoy bajo un ofuscamiento, o todo se reduce al mismo diapasón), ser lector es también ser tímido. La amistad de los libros es una imitación atenuada de la amistad de los hombres: no hay amigo tan complaciente como un libro; a su autor, ni siquiera lo tenemos delante.
LAS VENTANAS.—En mi nueva Literatura Preceptiva, “Azorín” queda clasificado como “poeta de ventanas”. La imagen del hombre a la ventana le es una obsesión. El hombre de la ventana ha visto pasar la historia —la historia humilde, diaria e intensa, la que se ve desde las ventanas—, sin que le puedan “quitar el dolorido sentir”.3 Todo hombre, en “Azorín”, aparece como una expectación ante una ventana. A los poetas antiguos y modernos, los imagina siempre en relación con el paisaje de sus ventanas. “Azorín” es un hombre a la ventana. Su obra toda exhala el misticismo de la celda y la claraboya. Concentrado, pero curioso; tímido: de su casa más que de la calle; pero inteligente, abierto al espectáculo del mundo: —tal un caracol que, desde su hendedura, arriesga los palpos filosóficos y meditabundos.
1915
JORGE MANRIQUE. ¿Es posible? ¿Es sincero? ¿“Azorín” ha pensado, realmente, en una mujer entrevista y adorada un instante, al leer las coplas de Manrique? He aquí un índice tan elocuente como misterioso de esa psicología. ¡Hasta las “bellaquerías” que el muchacho de Góngora hace con Bartolilla detrás de la puerta ponen sentimental a “Azorín”!
ROMANCES VIEJOS. ¿Resulta del todo feliz el ensayo de recontar los romances viejos? El problema no tiene solución posible: los romances están ya bien contados. Pero el buen lector no pudo desistir de contarnos lo que había leído. En el del Conde Arnaldos, por ejemplo, la mañana de San Juan ha perdido mucho de su frescura. ¿Qué se hicieron aquellos peces que saltan del agua para gozar del sol? Romance viejo conocemos donde hasta se dice que los peces “quieren cantar”.
UN AVARO. “… Como esos que vemos en las tablas de los primitivos flamencos… A vuestro lado, una mujer os contempla con ojos de melancolía…” Hemos visto algunos de los cuadros que inspiran estas palabras: nos atreveríamos a hacer reparos a esta interpretación de la vida, siempre tan igual, aunque tan noble; siempre tan olvidadiza del fondo fisiológico y bruto de la conducta humana. ¿Es una mujer melancólica la que hojea los libros, junto al avaro de antaño? ¿No hay, por el contrario, algo de insolencia en esa cara, en esos ojos que, si se abrieran completamente, serían coléricos; en esa boca contraída, según lo acusa el fruncimiento de los maxilares? Creemos que el hombre obedece y la mujer manda: él cuenta y pesa la moneda; pero ella revisa los libros y cuida de que el hombre cuente y pese bien, y acaso lo está obligando a recomenzar una suma. Esos dedos agudos, que saben hojear tan bien un libro, han de hacer unas tenacitas crueles y mordientes cada vez que su marido enrede una cifra; por eso él frunce el entrecejo, y resuelto a no equivocarse, prefiere esperar a que ella le dicte lo que ha de hacer. No divaguemos: ella es la dueña del negocio, y su marido, el que responde ante el público.
Marzo, 1915
“Azorín” comienza la historia del Licenciado Vidriera antes del punto en que la comenzó Cervantes. Traza una infancia azorada y honda en páginas sin literatura, a veces con frases de rutina. No agradarán a los muy jóvenes: están hechas para los que han sufrido. (Ya sé: desde muy temprano se sufre; pero sólo desde cierta edad aprovecha.) Interpreta el asunto a su manera, a lo romántico. Como su propósito premeditado es interpretar así el Siglo de Oro, aceptémoslo provisionalmente. El punto de vista contrario sería el del “retrato imaginario” de Walter Pater, en que el autor procura retroceder a los tiempos de su personaje. Se desarrolla, pues, la vida romántica de Tomás Rueda; huye a Flandes por horror a la grosería española (fresca pintura la del interior holandés, así como fue sorprendente, en su sobriedad y tino, la de Madrid), y, de pronto, desaparece. “Azorín” se desentiende de él, y lo olvida como entre las páginas del libro. Se acuerda de Francisco Giner —recién muerto— y acaba recomendando la lectura de los libros tradicionales.
Como se ve, este amigo del orden no ha agotado las últimas consecuencias de su sistema: no quiere aún volver a los géneros definidos; prefiere quedarse en esos géneros intermedios, decadentes, lucianescos, en que la invención y la parodia se tocan, y ésta sirve de arranque a la crítica, al ensayo humorístico (es decir: personal), a la digresión ética o política. “Azorín” no es aquí un novelista a la manera convencional: no crea hombres. (Recuérdese a Galdós.) Crea nombres; mejor: recuerda nombres (Calisto, Melibea, Tomás Rueda, la Ilustre Fregona, etc.); y, con pretexto de tales nombres, nos describe una sola alma: la suya. Y no directamente, ni por medio de la pasión o la acción, sino de la contemplación: el rasgo del paisaje, el estado de ánimo. (Él preferiría decir “el estado de sensibilidad”. Adviértase la frecuencia de esta palabra a través de todos sus libros. En tiempos de Juan Jacobo, en Francia, se hablaba mucho de hombres y mujeres “sensibles”. “Azorín” hace, en su país, la “campaña de sensibilidad”, para decirlo en lengua germánica.) Su Licenciado Vidriera es transparente como el vidrio. Las páginas más intensas —las de la infancia— corresponden a la época en que el hombre espía el mundo, como un animal inteligente: todo es contemplación. Su Tomás Rueda se nos confunde con el dialoguista de La voluntad y con el viajero de Los pueblos, y al fin nos descubre lo que es: tenue velo tras el cual se esconde “Azorín”. Es una figura autobiográfica en cierto modo. Pero no para que el autor obre por ella o se pinte en ella, sino para que por ella contemple el mundo, melancólicamente, cual por una ventana. Y ¿qué es la ventana? Un marco de aire. Y como el autor es, hasta hoy, una realidad humana no discutible, nos engaña ese contorno que lo recuerda, y acabamos por creer que hay un hombre donde sólo hay un pretexto de ensayos personales, de sutiles observaciones sobre las arañas o las mujeres, las montañas, los ciegos, los sobrados, el dormir, el escupir, el fregar el suelo, las ciudades de España —pintadas con un arte eficaz— y otros cien asuntos: unos, minúsculos; otros, grandes, pero todos dados en miniatura por aversión a los monumentos públicos.
“Azorín” no se resigna a desarrollar la fábula, y la deja donde le estorba. Tampoco se resigna a describir las verdaderas crisis de su Tomás Rueda. Cuando el niño se duerme, ebrio, y despierta en el carro de farsantes, ¿qué pasa por su alma? Media página en blanco: eso pasa. Cuando la tragedia del amor, todo se resuelve en una afortunada frase literaria y en una enfermedad. Pero… ¿y el amor mismo? Página en blanco. (Recuérdese Le rouge et le noir.) El Licenciado Vidriera va a Italia y a Flandes: ¿qué trajo de allá? Además de libros de versos, porque eso no nos interesa por ahora, ¿qué trajo de sus bregas y fortunas? ¿Nuevas emociones? Al novelista no le basta decirlo, sino que las pone a vivir. Lo que era para Cervantes la locura del Licenciado Vidriera, se transforma para “Azorín” en una irritabilidad de esas que padecen hoy todos los escritores y los que viven con demasiada riqueza (los ricos, y los otros ricos): el carácter se le exacerba, y se vuelve un poco “vidrioso”. Seguramente que aquí hace “Azorín” psicología, pero sólo psicología “curiosa”. La mayor intensidad psicológica quedó en las páginas de la primera infancia. Ahora bien: la primera infancia es, para lo que generalmente se entiende por novela (novela de acción), una era pasiva y muda. Nosotros, claro está, ya no lo entendemos así.
El Licenciado Vidriera comprueba algunas de mis notas anteriores. Decía en esas notas que “Azorín” es un gran lector, y uno de los que mejor han leído sus clásicos. A veces, escribe porque lee; y, a veces, escribe lo que lee. El libro actual, por momentos, parece urdido para absorber el alimento de diez o doce preciosas lecturas. ¡Bella tarea de comentario sentimental! “Azorín” descubre el pulso de los libros: la página, la palabra en que late su corazón. (Pág. 42: La Eneida, Alcalá, 1586; pág. 54: El peregrino en su patria; pág. 63: Cervantes; pág. 82: La Dorotea; pág. 93: el Amphitrion, trad. de Pérez de Oliva; pág. 95: El político don Fernando y El criticón; pág. 102: El donado hablador; pág. 114: La perfecta casada; pág. 124: Diálogo de Pérez de Oliva; pág. 135: Zamacola; pág. 143: Oráculo manual; pág. 145: Les Délices de la Hollande; página 146: Lemaître; pág. 156: Lorente, traductor de Virgilio. El libro tiene 161 páginas.) Antes he clasificado a “Azorín” como “poeta de ventanas”; vea ahora el lector el capítulo del nuevo libro que se llama Las ventanitas. He hablado del bovarismo de “Azorín”; vea ahora el lector la descripción de un proceso de bovarismo en la página 149: la ilusión de la realidad interior. Sin embargo, se impone una atenuación: el bovarismo de “Azorín” es meramente verbal. En vez del señor Martínez Ruiz, el literato “Azorín”: he aquí todo su bovarismo —tenue, discreto, útil para la transformación definitiva que se operó en el alma de este tímido, antes anarquista y hoy sabio—. El verdadero bovarismo, con lujo y placer, estúdiese en el ya aludido Stendhal. Cierto que él gustaba también de disfraces nominales: de llamarse Bombet, Marqués de Cuzary, Robert frères, Domenico Vismara y mil nombres más; pero era para agotar todas las pasiones, como en la metamorfosis de Tiresias.
Abra, en fin, el lector este Licenciado Vidriera, sin prejuicio de buscar novela, sino trozos novelescos, con trozos de todo lo demás; libro de retazos zurcidos por medio de un ardid exterior —cosa perfectamente legítima; libro de acarreo, más que de crecimiento interno. Hallará en él muchas amables figuras de segundo término: el cachicán y la ‘Mari-Juana’, el fauno y maestro, ‘don Lope de Almendares’—nombre que recuerda al de cierto capitán en cuyo navío hizo su viaje a Nueva España don Juan Ruiz de Alarcón—, Gabriela, el ciego Asensio. “Azorín” posee el secreto de las instantáneas sentimentales.
Se nos ha dicho que “Azorín” llama al Licenciado Vidriera “mi mejor libro”. Acaso por el admirable esfuerzo técnico de sencillez: hay páginas en que ya no se sienten las palabras. (¿Está satisfecho “Azorín”?) Pero no: este hombre tampoco hace libros; no hace obras separables de él. (¿Tal vez El político?; porque de la prehistoria no hay para qué hablar.) Todo él es una obra en movimiento, y vale aplicarle la frase de Rodó: “una perspectiva indefinida…”
Hablamos de él con desparpajo. Lo consideramos, en cierto modo, como cosa nuestra, desde que nos es autor favorito. ¿No comenzamos ya a preferirlo a muchos que él mismo —con toda su penetración— no sospecharía? Y no le prodigamos elogios, por tal de admirarlo con un poco de entendimiento.
Agosto, 1915
Con el respeto que “Azorín” nos merece, vamos a exponer una reciente polémica que tuvo con otro escritor, limitándonos a lo meramente personal: por ventura, lo único importante en el caso. No hay misterios en el hombre de letras: todo él se debe a la posteridad, y sus controversias son lecciones que es conveniente recoger.
“Azorín” y Blasco Ibáñez se han encontrado en el terreno de la contienda política: aquél, conservador de nombre; éste, revolucionario de nombre.
Blasco Ibáñez, juzgándose herido, escribe:
Los dos nos conocemos de larga fecha, y estamos convencidos de que nunca pensaremos lo mismo. Hace muchos años, ¡muchos!… vivíamos en Valencia y colaboraba él en mi diario El Pueblo… Entonces se dio varias veces la satisfacción de asustarme a mí, tímido burgués, con sus artículos cortos y terribles de propaganda anarquista, cuyos temas no quiero recordar. (ABC, 9 de marzo de 1915.)
Por el momento, “Azorín” se ha conformado con responder:
…No nos apesadumbra, no; no nos molesta, no, la evocación de aquellas antiguas y revolucionarias campañas —las mencionamos nosotros mismos muchas veces— realizadas al lado del autor de Cañas y barro. (ABC, ídem.)
Pero días después, y a propósito de asunto diverso, escribe:
Hace poco, un antiguo amigo nuestro —Vicente Blasco Ibáñez— recordaba los lejanos tiempos de escritor revolucionario del autor de estas líneas. ¿Lo hacía el autor de La barraca con propósito un poco mortificante en el fondo, pero irreprochable en la forma? Se equivocaba de medio a medio; como nuestro antiguo compañero ha estado ausente de España hace mucho tiempo, no ha podido advertir que nosotros mismos hemos evocado, y evocamos frecuentemente, aquel periodo de nuestra vida. ¿Cómo iba a mortificarnos su recuerdo? Cuando el escritor ha avanzado en la vida, cuando se conocen un poco los resortes de la técnica literaria, se ve que todo lo que se decía antaño se puede decir ahora sustancialmente, pero cambiando la forma… ¡Cuánto más revolucionarios no son algunos escritores que dominan el matiz y las imperceptibles transiciones, que otros que nos atruenan los oídos con palabras gruesas y vocablos terribles!
… Recordamos con gusto aquellos años de ingenuidad… Nuestra ingenuidad consistía en creer que en España existen muchas cosas de que un escritor independiente no puede hablar. Sentíamos entonces una indignación profunda contra estas instituciones e ideas que no pueden ser discutidas… La vida ha ido pasando por nosotros desde entonces; la vida, con todo su cortejo de advertimientos saludables y decepciones. Después hemos visto… que del Ejército, de la Magistratura, de la Iglesia, de todo, en suma, se puede hablar en España; todo dependerá del matiz, de la inflexión, de la habilidad del escritor, en fin…