2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Los enemigos se atraen Ivan Korovin estaba decidido a cimentar su evolución de pobre niño ruso sin un céntimo a estrella de cine de acción, multimillonario y filántropo. Pero antes de nada tenía que resolver un serio problema de Relaciones Públicas: la socióloga Miranda Sweet, que intentaba arruinar su reputación llamándolo neandertal en los medios de comunicación siempre que tenía oportunidad. ¿La solución? Darle al hambriento público lo que deseaba: ver que los enemigos se convertían en amantes. Desde la alfombra roja en el festival de Cannes a eventos en Hollywood o Moscú, fingirían una historia de amor ante los ojos de todo el mundo. Pero cada día resultaba más difícil saber qué era real y qué apariencia…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 178
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Caitlin Crews. Todos los derechos reservados.
SIN RENDICIÓN, N.º 2240 - julio 2013
Título original: No More Sweet Surrender
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3439-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
La socióloga Miranda Sweet intentaba abrirse paso entre la gente en la entrada del centro de conferencias de la Universidad de Georgetown, donde acababa de dar un discurso sobre la violencia en los medios de comunicación, cuando alguien la agarró del brazo con inusitada violencia.
Y la cálida tarde de verano en Washington D.C. le pareció de repente fría y hostil.
El hombre la miraba con expresión beligerante, como si la odiase e, instantáneamente, volvió a ser una niña otra vez. Una niña asustada, escondida en una esquina mientras su padre gritaba y rompía cosas. Y, como la niña que había sido, Miranda se puso a temblar.
–¿Qué...? –empezó a decir, el temblor en su voz recordándole a esa niña impotente que había creído enterrada diez años atrás.
–Por una vez, tiene que escuchar en lugar de hablar –le espetó el extraño, con un fuerte acento ruso–. No vuelva a criticar las artes marciales, se lo advierto.
Por instinto, Miranda estuvo a punto de disculparse, cualquier cosa para evitar la ira de aquel hombre.
Pero, entonces, sintió que alguien la tomaba por la espalda con gesto posesivo, apartándola inexorablemente del hombre que la sujetaba, como un protector, como un amante. Se quedó sin aliento. Sabía que debería protestar, gritar, golpear al hombre con el bolso tal vez, pero algo la detenía.
Era una sensación incomprensible, como si estuviera a salvo a pesar de saber que no podía ser así. El extraño que sujetaba su brazo la soltó y ella parpadeó, sorprendida, al ver al hombre que había aparecido a su lado.
Un hombre que no era ni un protector ni un amante.
–Estás cometiendo un error –le dijo al extraño, con voz helada.
También él la había reconocido, pensó Miranda al ver un brillo en sus ojos negros. Y, a pesar de sí misma, sintió un eco de ese reconocimiento en la espina dorsal.
Había estudiado a aquel hombre, había mostrado sus películas y sus peleas en las clases que impartía. Había discutido lo que representaba en prensa y televisión, pero nunca lo había visto en persona.
Era Ivan Korovin, antiguo campeón de artes marciales, estrella de películas de acción en Hollywood, famoso por ser exactamente lo que era y todo lo que Miranda odiaba: agresivo, brutal y celebrado por ambas cosas. Un hombre alto, moreno e increíblemente guapo que representaba todo aquello contra lo que ella luchaba.
El agresor dijo algo que Miranda no entendió, pero no tenía que hablar ruso para saber que era un comentario cruel y malvado. Había oído ese tono en otras ocasiones y para ella fue como un puñetazo en el estómago.
Mientras tanto, sentía al famoso Ivan Korovin apretado contra su espalda, tenso y duro bajo el elegante traje de chaqueta.
–Ten cuidado, no insultes algo que me pertenece –le advirtió el extraño, con esa voz ronca, más excitante en persona que en el cine, haciendo que se le pusiera la piel de gallina.
Tanto que casi la hizo olvidar lo absurdo que era lo que había dicho.
¿Algo que le pertenecía?
–No quería propasarme, por supuesto –estaba diciendo el otro hombre, sus ojos pequeños clavados en Miranda–. No me interesa tenerte como enemigo.
La sonrisa de Ivan Korovin era como un arma, tan letal como sus puños.
–Entonces, no vuelvas a ponerle las manos encima, Guberev.
Cuando hablaba, el oscuro timbre de su voz resonaba en todo su cuerpo, haciendo que partes de ella a las que nunca prestaba atención pareciesen... despertar a la vida.
¿Qué le pasaba? Ella prefería el cerebro a la fuerza bruta. Siempre había sido así debido a la fuerte personalidad de su padre. Además, aquel hombre era Ivan Korovin.
Miranda era una cara conocida en los programas de sociología y charla política desde que publicó su tesis doctoral, que se convirtió en un libro sorprendentemente bien recibido, dos años antes. Adoración al neandertal se centraba en la adoración a los deportistas y los actores de películas de acción. Ella se consideraba la voz de la razón en un mundo trágicamente violento que adoraba a brutos como el famoso Ivan Korovin, campeón de artes marciales y protagonista de películas violentas durante los últimos años, desde que se retiró del circuito deportivo.
Sin embargo, se apoyó en su duro torso mientras escuchaba la falsa disculpa del otro hombre, pensando que se le iban a doblar las piernas.
La cámara no le hacía ningún favor, pensó. En la pantalla parecía duro y peligroso, una máquina de matar. Normalmente aparecía medio desnudo y lleno de tatuajes, cargándose a sus oponentes como si fueran de mantequilla.
Un neandertal, había pensado siempre. Y así lo había llamado en muchas ocasiones.
Y lo era, pero de cerca podía ver que resultaba sorprendentemente atractivo, aunque en su rostro llevaba las marcas de muchos años de peleas. La nariz parecía haber sido rota varias veces, pero la cicatriz en la frente no restaba atención a sus altos pómulos y el elegante traje de chaqueta que llevaba lo hacía parecer un ejecutivo. Y le sorprendió el brillo de inteligencia en sus ojos oscuros.
Unos ojos que estaban clavados en ella y que la hacían sentir como si estuviera cayendo a un abismo oscuro.
Miranda se olvidó del hombre que la había agarrado del brazo, se olvidó de los viejos recuerdos y de su propia cobardía. Se olvidó de todo. Incluso de sí misma, como si no hubiera nada en el mundo más que Ivan Korovin.
Y ella nunca se olvidaba de sí misma. Nunca perdía el control. Nunca.
–¿Qué le pertenece a usted? –le preguntó por fin, intentando recuperar el equilibrio cuando el tal Guberev desapareció–. ¿Se ha referido a mí como si fuera propiedad suya?
Ivan esbozó una sonrisa que aceleró aún más su corazón y se le ocurrió que era más peligroso de lo que había pensado... aunque la semana anterior le había llamado «cavernícola» en televisión.
–Soy un hombre muy posesivo –dijo él, su acento haciendo que la frase pareciese una caricia–. Es un defecto terrible.
Korovin miró a Guberev, que seguía observándolos a unos metros, y de repente tiró de ella, aplastándola contra su torso e inclinando la cabeza para buscar sus labios.
Miranda no tuvo tiempo para pensar. O de apartarse.
Sus labios eran carnales, traviesos e inteligentes, exigentes, duros.
La besaba como si tuviera derecho a hacerlo, como si ella le hubiera suplicado que lo hiciera. Y no se apartó. Ni siquiera dejó escapar un gemido de sorpresa. No quería hacerlo.
Sencillamente, dejó que aquel hombre que debía de odiarla como lo odiaba ella la besara. Se rindió ante aquel beso imposiblemente erótico...
Cuando por fin se apartó, sus ojos negros brillaban de tal forma que Miranda tuvo que agarrarse a su brazo, tan agitada que, por un momento, temió estar sufriendo un infarto.
Y, de inmediato, deseó que aquello no hubiera pasado. Y deseó no sentir lo que sentía.
Él murmuró una palabra que no entendió, pero que se extendió por su cuerpo como un incendio:
–Milaya.
No sabía lo que significaba, pero algo en su forma de decirlo, o tal vez el brillo de sus ojos, pareció pulsar un interruptor dentro de ella, despertando unos sentimientos desconocidos. Incluso podría jurar que había lucecitas a su alrededor...
Pero enseguida se dio cuenta de que no era su imaginación sino los destellos de las cámaras. Los paparazzi, que buscaban continuamente al taciturno Ivan Korovin, estaban grabando la escena para la posteridad. Una escena que saldría publicada en todas las revistas. Y habían conseguido una exclusiva aquel día, eso estaba claro.
El agresor había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí. Miranda estaba a solas con Ivan Korovin y el efecto de aquel beso.
Y tuvo que enfrentarse con una desagradable verdad: la habían pillado con uno de sus rivales, el hombre que una vez la había despreciado llamándola «irritante maestrilla» en un famoso programa nocturno, ante el aplauso del público.
Besándolo, ni más ni menos.
En una conferencia internacional llena de políticos, académicos y delegados de quince países, todos tan opuestos a lo que Ivan Korovin representaba como ella misma.
Miranda estaba segura de que lo habían grabado todo. Las expresiones ávidas y encantadas del grupo de reporteros le decían que así era.
Y eso significaba, pensó, sintiendo que se le encogía el estómago, que su carrera podría irse al garete.
Si las miradas matasen, pensaba Ivan unos minutos después, la pelirroja profesora le habría sacado las tripas mientras los reporteros hacían su trabajo.
Aún no entendía por qué la había besado. Había sido una estupidez y tenía serias dificultades para justificarse ante sí mismo.
Su gente de seguridad abrió paso entre los reporteros y, una vez dentro del centro de conferencias, la llevó a un sitio apartado.
Ella no había vuelto a mirarlo, e Ivan imaginó que estaba tan sorprendida como él. Pero aquella arpía que lo criticaba sin cesar estaba en deuda con él. Le debía gratitud. Un hombre mejor que él no se sentiría tan satisfecho, pero Ivan nunca había pretendido ser lo que no era. ¿Para qué?
Pero, cuando levantó los ojos de color jade oscuro, que lo intrigaban más de lo que debería, mucho más de lo que le gustaría admitir, comprendió que no tenía la menor intención de darle las gracias.
Estaba furiosa con él y no le sorprendía. Pero él era un luchador, siempre lo sería, y era capaz de reconocer a alguien con temperamento. Un temperamento que le gustaría dominar y controlar.
Como querría dominarla y controlarla a ella.
Después de todo, pensó, se lo debía. Había estado haciéndole la vida imposible durante dos años. Lo había llamado de todo en televisión, intentando que la opinión pública se volviese contra él, anunciando que era un monstruo del que la sociedad debería librarse...
Ah, sí, se lo debía.
–¿Por qué me ha besado? –le preguntó ella entonces, su voz una mezcla de hielo y furia, como si estuviera regañando a un alumno que se portaba mal.
–¿Le ha sorprendido? Pensé que lo mejor era actuar con rapidez.
Miranda se irguió. Llevaba unos elegantes zapatos con tacón de al menos diez centímetros y parecía absolutamente cómoda con ellos mientras le decía sin palabras que no pensaba dejarse dominar por él.
Pero era demasiado tarde. Ivan sabía que bajo aquella seria fachada había fuego.
–Me ha besado –le dijo, con el rostro ardiendo.
Ivan se encontró fascinado por esa marca roja en sus mejillas. Los besos podían mentir, él lo sabía, pero ese rubor que hacía que sus ojos brillasen y la respiración agitada... no, eso no podía engañarlo.
–Sí, la he besado.
No debería encontrar fascinante a su oponente. Especialmente a aquella mujer que lo había juzgado tan injustamente y de manera pública. Aquella oponente en particular, cuyas pullas siempre parecían dar en la diana, convirtiéndole en un personaje de comic. No era esa la reputación que él quería cuando necesitaba usar su fama para poner en marcha una fundación. Y no debería cometer el fatal error de pensar que era una mujer atractiva.
–¿Cómo se atreve?
–Me atrevo a muchas cosas –replicó Ivan–. Como usted misma ha dicho en tantas entrevistas.
Miranda lo fulminó con la mirada e Ivan aprovechó la oportunidad para estudiarla de cerca. Sus facciones patricias lo excitaban contra su voluntad. Era alta y delgada, pero no había en ella nada frágil. Su pelo era largo, liso, de un rojo oscuro, cautivador e inusual, casi tanto como sus ojos verdes. El traje de chaqueta oscuro que llevaba era a la vez profesional y deliciosamente femenino, e Ivan se encontró reviviendo ese beso, los pechos aplastados contra su torso...
Hacía mucho tiempo que no deseaba tanto a una mujer.
–Dmitry Guberev es un hombre muy desagradable –empezó a decir, irritado consigo mismo–. Tuvo una corta y patética carrera como luchador en Kiev y ahora es una especie de promotor. Lo he convencido para que la dejase en paz de la única manera que él podía entender. Si quiere ofenderse por ello, yo no puedo evitarlo.
–¿Diciéndole que soy de su propiedad? –el énfasis helado que puso en esa pregunta hizo que Ivan deseara besarla de nuevo–. Qué medieval. ¿Le importaría explicarme por qué ha dicho eso?
–Guberev cree que es mi amante –respondió Ivan. Y, a pesar de que era una locura, le gustaba la idea.
–Yo no le he pedido que apareciese montado en su caballo blanco para salvarme –replicó Miranda.
Su voz era tan elegante como el collar de perlas que llevaba, caro, aristocrático. No estaba al alcance del niño pobre que había crecido en Nizhny Novgorod cuando aún se llamaba Gorki, una palabra rusa que significaba «amargo». Y así era precisamente como Ivan recordaba esos años. Tal vez por eso lo afectaba tanto aquella mujer. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a insultarlo como lo hacía ella.
–No necesitaba su ayuda –siguió Miranda, ofendida, como si él no hubiera visto su miedo.
Pero no era responsabilidad suya, se dijo. Miranda Sweet se había convertido en su enemiga y debería recordar eso por encima de todo.
–Tal vez no –Ivan se encogió de hombros–. Pero conozco a Guberev y sé que es un hombre peligroso y violento. Si yo no hubiera intervenido, no sé qué habría sido capaz de hacer.
–Había mucha gente, no creo que...
–¿No le duele el brazo, doctora Sweet?
Ella pareció desconcertada por un momento, pero luego se pasó una mano por el brazo que Guberev había apretado. Y, al pensar que podría haberle dejado marcas, Ivan apretó los labios, furioso.
–Estoy bien –respondió por fin, dejando caer los brazos a los lados.
Quería engañarlo, pero Ivan se dio cuenta de que el encuentro la había asustado más de lo que quería dar a entender.
–Me alegro.
–Aunque agradezco que acudiese en mi ayuda, entenderá que no puedo perdonar el método que ha usado para hacerlo.
–Tal vez haya sido un poco extremo –reconoció él.
¿Por qué la había besado? Como tantos matones, Guberev era en realidad un cobarde y él lo sabía bien porque había peleado contra él muchas veces al principio de su carrera. Guberev solo se atrevía con los débiles y que él estuviera allí debería haber sido más que suficiente para que se apartase. ¿Por qué la había besado entonces?
–Pero ha sido efectivo, ¿no?
–¿Efectivo para quién? Puede que haya destrozado usted mi carrera, aunque imagino que ese era su objetivo. ¿Qué mejor manera de hundirme que besarme en público como si fuera su amante?
Como si él tuviera que jugar sucio. Él era Ivan Korovin, campeón de artes marciales y estrella de cine, y ninguna de esas cosas por accidente, a pesar de sus insinuaciones. Entrenaba durante muchas horas al día para ser el luchador que era, había aprendido su idioma y minimizado su acento ruso tres años después de salir de Rusia. Él no necesitaba jugar sucio, prefería ir directo al grano. De hecho, era famoso por ello.
–¿Es usted mi amante? –le preguntó, burlón–. Si lo fuera, lo recordaría.
–Vamos a dejar las cosas claras –dijo ella, con voz ligeramente temblorosa–. Yo le estudio a usted y sé que se ha pasado la vida ganando a sus oponentes, uno detrás de otro, sin admitir nunca la posibilidad de derrota.
Ivan se dijo a sí mismo que el color en sus mejillas era el resultado de las mismas imágenes que habían aparecido en su cerebro. No tenía nada que ver con que ella lo estudiase como si fuera un animal en el zoo. Pero esa boca suya, adictiva, esas largas y torneadas piernas...
Que la encontrase tan atractiva cuando sabía que podría destruirlo era absurdo. De hecho, la doctora Sweet había hecho todo lo posible por destruir su carrera, pero eso no impedía que se sintiera excitado. Le gustaría enredar los dedos en su pelo y oírla gritar su nombre, húmeda de deseo y suya...
Aquello era desesperante.
–Suelen decir de usted que es una fuerza de la naturaleza –siguió ella, levantando la barbilla como si esperase una discusión, como si pensara que estaba insultándolo–. No hay que tener mucha imaginación para concluir que vio una forma de hundirme y aprovechó la oportunidad.
–Su trabajo podría parecerme interesante, doctora Sweet –replicó él, mientras intentaba borrar de su mente esas imágenes sexuales– aunque no esté de acuerdo con sus ideas. Y puedo estar en desacuerdo sin planear estrategias para desacreditarla. Quería ayudarla, sencillamente. Hubiese ayudado a cualquiera en la misma situación. Siento mucho que lo haya encontrado ofensivo.
Ella lo estudió durante unos segundos con el ceño fruncido e Ivan tuvo la sensación de que estaba midiéndolo, buscando sus defectos. Otro recordatorio de su triste infancia y su desesperada búsqueda de fama y fortuna.
Inquieto, tuvo que hacer un esfuerzo para llevar oxígeno a sus pulmones y mantenerse calmado. Afortunadamente, sabía cómo hacerlo.
–La vida no es una película de acción, señor Korovin –dijo Miranda entonces, con su mejor tono de profesora, como si estuviera juzgándolo, aunque tenía los labios ligeramente enrojecidos por el beso–. No puede aparecer de repente, besar a una mujer sin permiso y esperar que le dé las gracias. Lo más lógico es que reciba una bofetada y una demanda judicial por acoso.
–Por supuesto –asintió él–. Gracias por recordarme que estoy en el país que plantea más demandas legales. La próxima vez que la vea delante de un camión, sea humano o mecánico, dejaré que la atropelle.
–No creo que volvamos a encontrarnos –replicó ella.
Se mostraba fría, pero Ivan sabía que no lo era. La recordaba apretada contra su pecho, ardiendo. Sabía que, tras esa fachada tan educada, tan seria, había un volcán.
–Yo no estaría tan seguro.
–Pero yo sí. Y ahora, si me perdona, tengo que solucionar este asunto. El mundo entero ha visto que un machito de Hollywood me besaba en plena calle...
–Sea sincera, doctora Sweet –la interrumpió Ivan–. Si se atreve.
Sus ojos se encontraron entonces y su mirada lo desconcertó por completo. Era como si despertase una parte de él que había creído enterrada mucho tiempo atrás. Lo miraba como si la hubiera ensuciado, como si fuera uno de los monstruos contra los que luchaba cada día en sus conferencias.
–Usted me ha devuelto el beso, milaya moya –le recordó, viendo la verdad en el rubor de sus mejillas, suya para usarla como quisiera.
Y ese era el problema. Que le gustaría hacerlo.
Ivan arqueó una ceja, retándola a negarlo. Retándola a mentir.
–Y le ha gustado, no lo niegue.
Por fin», pensó Miranda, aliviada, al entrar en la habitación del hotel varias horas después.
«Ya puedes dejar de fingir».
Suspirando, cerró la puerta y se apoyó en ella, dejándose caer al suelo y enterrando la cabeza entre las piernas.
Pensó en el miedo que había sentido cuando aquel extraño la tomó del brazo y luego en lo desconcertada, aunque inexplicablemente segura, que se había sentido cuando apareció Ivan Korovin. Pensó en el maldito beso y en su respuesta... y en lo que le había pasado cuando Ivan la tocó. Pensó en lo que eso significaba y lo inaceptable que era para ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no derramó ni una sola. Aunque estaba a punto de hacerlo.
Contuvo el aliento durante unos segundos y luego, sencillamente, se quedó inmóvil. Tal vez las pesadillas no volverían en esta ocasión. Tal vez.
Siguió adelante durante el resto del día como si hubiera puesto el piloto automático. Grabó un segmento sobre matones en los colegios para una cadena de televisión y soportó una cena con su agente literario, que estaba en la ciudad para convencer a la esposa de un político de que publicase un libro contando su vida.
–La verdad –estaba diciendo Bob– es que necesitas publicar algo sexy después de Adoración al neandertal. Y nada de lo que has mencionado suena muy sexy.
Y esa era su manera de decir que habían rechazado la propuesta para su siguiente libro.
Mientras cenaba, fingiendo que no le importaba el rechazo, lo que realmente molestaba a Miranda era no ser capaz de regular su temperatura. O sentía frío o sentía calor, como si tuviera fiebre. Y no podía dejar de pensar en Ivan Korovin. En cómo la miraba, como si fuera un postre que estaba ansioso por devorar. Como si quisiera hacerle el amor allí mismo, en el hotel, por civilizado que intentase parecer.
¿Cómo podía un hombre hacerla sentir segura y sin control al mismo tiempo?