Soledad amarga - Susan Stephens - E-Book
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Soledad amarga E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

¿Conseguiría la bella domar a la bestia? A Diego Acosta se le había terminado jugar al polo, así que ahora vivía recluido en una preciosa isla donde pasaba sus noches a solas con sus pesadillas en lugar de con las bonitas mujeres que antaño lo asediaban. ¡Cuando apareció Maxie Parrish en su vida, irradiando exuberancia y amor por la vida, no pudo apartar su mirada de ella! Entonces, con la misma determinación que le hizo llegar a lo más alto en los circuitos internacionales de polo, tomó la decisión de seducirla y conquistarla. Pero esa vez tenía muy claro que no quería cicatrices…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Susan Stephens. Todos los derechos reservados.

SOLEDAD AMARGA, N.º 78 - marzo 2013

Título original: The Argentinian’s Solace

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2682-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Tenía que dejar de mirar al hombre que estaba en la orilla porque atracar aquel viejo barco era más importante, pero aquel extraño era como una fuerza natural. Tenía la mirada penetrante e inquebrantable y un físico que Maxie no había visto jamás. Era alto, fuerte y estaba moreno, tenía el pelo negro y alborotado y unos ojos de lo más peligrosos. Además, llevaba un pendiente de aro dorado y unos vaqueros amplios y caídos, tan caídos que dejaban al descubierto unos abdominales perfectamente marcados, capaces de quitarle el hipo a cualquiera...

«Si pienso en su cara de malas pulgas, recuperaré la concentración».

Había conseguido navegar hasta allí y no pensaba darse por vencida ahora. Había sido un milagro conseguir llevar el pesquero de arrastre sin motor hasta allí con las enormes olas que había. Acababan de salir del puerto cuando el capitán se había declarado fuera de juego al haber consumido una botella entera de whisky escocés. Maxie no tenía mucha idea de cómo navegar en un barco de vela, pero se había hecho con el timón y lo estaba haciendo como mejor podía.

A juzgar por cómo la estaba mirando el hombre que había en el muelle, supuso que esperaba que no fuera capaz de atracar. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la miraba con desprecio y burla.

–Bienvenida a la Isla de Fuego –murmuró Maxie.

Sin embargo, por muy desagradable que fuera el comité de bienvenida, estaba dispuesta a atracar aquel maldito barco y lo iba a hacer aunque fuera lo último que hiciera, lo que bien podría suceder porque la proa del pesquero acababa de encallar en el muelle. Menos mal que el capitán acababa de salir a la cubierta, justo a tiempo de hacerse cargo del timón. Los enormes nubarrones negros vaticinaban que el tiempo no iba a cambiar, lo que para una organizadora de bodas en viaje de inspección para una novia emocionada era un horror.

Desde luego, si el hombre que los estaba esperando en la orilla trabajaba para los Acosta, propietarios de la isla, necesitaba un curso en el arte de dar la bienvenida a los invitados antes de la boda.

Maxie intentó no mirarlo a la cara. Siempre le podía decir a Holly que la isla no le había gustado. No, no podía hacerlo. Había visto castillos escoceses en lugares peores transformados en palacios de cuentos de hadas en un día primaveral y châteaux franceses que revelaban toda su gloria cuando brillaba el sol. Además, confiaba en Holly, la novia, que era una chica inteligente. Junio era un mes estupendo para casarse y, si ella quería casarse en ese mes y en ese lugar, Maxie lo haría realidad por mucho que el hombre de la orilla le molestara.

¡Dios mío! ¿Qué le traía la tormenta? Una violeta empapada y delgada como un alfiler que tenía...

«Una puntería muy buena», pensó Diego mientras agarraba la cuerda que la chica había lanzado con fuerza y precisión.

Pero ¿qué hacía llevando el barco de Fernando? ¿Cómo se le había ocurrido salir a navegar con aquel tiempo?

–¿Está usted listo? –le preguntó dispuesta a lanzar una segunda amarra.

Diego tenía una pierna lesionada y podía moverse a la mitad de la velocidad que ella. En cuanto se hubo girado, cojeó todo lo rápido que pudo para colocarse en el lugar adecuado y que no lo viera cojear.

–Allá va –le advirtió ella con una voz ligera y musical que consiguió, sin embargo, abrirse paso a través del ulular del viento.

Diego agarró la amarra y la ató mientras pensaba que el destino se estaba riendo de él al mandar a la isla a una mujer muy guapa en el momento de su vida que menos podía ocuparse de ella.

Lo cierto era que no le hacía ninguna gracia su llegada. Cuando la prometida de su hermano lo había llamado para decirle que la organizadora de la boda iba para allá, había aceptado que su retiro había terminado, pero que le hubieran mandado a una chiquilla ataviada con vaqueros y sudadera con capucha en lugar de a una directiva de mediana edad, sofisticada y estilosa, se le antojaba insultante.

¿Acaso la boda de su hermano les parecía de poca importancia y, por eso, habían mandado a una subordinada?

–¡Buenos reflejos! –gritó la chiquilla, que le había lanzado otra amarra.

¿Buenos reflejos? No hacía mucho tiempo, Diego podía con cualquier reto físico. Claro que eso había sido antes de que su caballo lo pisoteara durante un encuentro de polo, partiéndole la pierna por doce sitios diferentes. Había vuelto a montar y a entrenar rigurosamente, pero ya hacía más de un año del accidente y todavía no había recuperado el grado de sutileza necesario para jugar al mejor nivel.

–No ha pasado nada –declaró la recién llegada asomándose por la borda y observando con atención el casco de la embarcación.

–Podría haber sido peor –concedió Diego–. Ha tenido suerte esta vez.

–¿Suerte? –ella se rio.

Aquello hizo que Diego sintiera interés, pero en su estado actual se dijo que no era el momento. Estaba dispuesto a dejar que la chica reconociera la isla y le diera su opinión a Holly, pero, en cuanto hubiera viento de nuevo, la quería fuera de allí.

Nadie había dicho nunca que organizar una boda en una isla remota fuera fácil. Maxie se apartó el agua de los ojos. Para colmo, la novia le había dicho que quería casarse cuanto antes.

«No es para menos», había pensado Maxie al ver una foto del futuro marido.

Siempre había sabido que organizar una boda de la alta sociedad en una isla sería todo un desafío, pero no había contado con tener que vérselas, además, con un hombre que hacía que se le acelerara el corazón.

Siempre le habían gustado los desafíos, pero, teniendo en cuenta que procedía de una familia caótica y que había estudiado en un colegio de élite porque había conseguido una beca, pronto había decidido mantener una prudente distancia con los demás para no arriesgarse, para mantenerse a salvo.

¿A salvo? Maxie tomó aire varias veces antes de desembarcar. No, no se encontraba a salvo con aquel hombre delante de ella.

–Tenga cuidado al bajar –le ladró él cuando Maxie comenzó a deslizarse por la estrechísima tabla.

–Claro –contestó ella en tono igualmente desagradable, preguntándose por qué no la ayudaba si tanto se preocupaba por ella.

Rápidamente se dijo que no necesitaba su ayuda, que podía ella sola, que todo iba bien. El encargo que le habían hecho era el sueño de cualquier organizadora de bodas y no tenía intención de iniciar el trabajo cayéndose al agua. Lectoras de todo el mundo estarían pendientes de la boda entre Rodrigo Acosta, un polista argentino multimillonario, y Holly Valiant, una redactora de una columna del corazón que se había hecho famosa escribiendo, precisamente, sobre su vida con Rodrigo.

Holly había conseguido domesticar al vividor y ahora se iba a casar con él y el mundo entero esperaba con el corazón en un puño para disfrutar de su boda, la boda que iba a organizar ella. Gracias a aquel encargo, su empresa se iba a hacer famosa y, por eso y solo por eso, aquel viaje tenía que ser todo un éxito.

El hombre de la orilla estaba hablando con el capitán. Maxie entendía algo de español, pero no podía seguir una conversación coloquial.

–¿Nos va a ayudar? –le preguntó.

–Más o menos –contestó el capitán en tono sumiso.

«A ver si el señor Acosta es mejor», pensó Maxie mirando al hombre de la orilla y apartando la mirada rápidamente.

Había entendido inmediatamente, por cómo la miraban los ojos de aquel hombre, que su propietario tenía mucha, quizás demasiada, experiencia con las mujeres.

Aunque no había tenido muchas relaciones, Maxie tenía mucho sentido común. Su cita ideal era una charla civilizada en un restaurante civilizado con un hombre civilizado, no un paseo por la naturaleza salvaje con un bárbaro que llevaba un pendiente en la oreja y varios tatuajes por el cuerpo.

Aun así, no podía negar que era muy guapo.

«Para tener fantasías con él, pero para nada más», se dijo.

–¿Es usted de la agencia matrimonial? –le preguntó con voz profunda y grave el protagonista de sus pensamientos.

–Sí –le confirmó Maxie, que ya había llegado a la mitad del tablón–. ¿Me puede dar la mano, por favor? –le pidió observando incómoda el agua agitada bajo sus pies.

Si aquel maleducado le hubiera tomado la maleta, ella podría haberse agarrado a las cuerdas.

–Ande mirando al frente, no hacia abajo –le aconsejó él.

«Vaya, muchas gracias por el consejo». Maxie siguió avanzando, pero cuando el desconocido se puso a abroncar al capitán, decidió que aquello ya era suficiente.

–No le eche la bronca a él, porque la que ha decidido hacerse a la mar con la tormenta he sido yo –le advirtió.

–¿Habla usted mi idioma? –el desconocido se sorprendió.

–No, pero no hace falta hablar el idioma de nadie para reconocer cierto tono de voz –le explicó Maxie.

–No será usted tan inteligente cuando ha decidido hacerse a la mar con esta tormenta –le espetó–. Fernando, debes estar muerto de frío, así que te vas a quedar aquí hasta que pare el viento –añadió después girándose hacia el capitán y hablándole en inglés–. Le voy a decir a María que te traiga comida caliente y sábanas limpias.

–Como usted mande, señor Acosta, y muchas gracias.

¿Señor Acosta?

–¿Usted es Diego Acosta?

–Exacto –le confirmó el hombre.

A Maxie le entraron ganas de ponerse a llorar. Aunque Acosta más parecía un peligroso pirata que un polista internacional, necesitaba su cooperación.

–Encantada de conocerlo, señor Acosta –le dijo llegando, por fin, a la orilla.

El aludido ignoró la mano que Maxie le había tendido y se dio la vuelta. Diego Acosta no era un hombre sofisticado y, desde luego, no era un hombre encantador. No era su tipo de hombre y tampoco el contacto que estaba acostumbrada a tener cuando organizaba bodas.

–Dame las maletas, Fernando –le dijo al capitán en español.

Maxie se recordó a sí misma que la diplomacia era uno de sus puntos fuertes. Se las había tenido que ver con mucha gente difícil, empezando por su padre. Había aprendido a vérselas con personas así. Si había podido con su padre, podría con Diego Acosta.

Maxie se dijo que tenía que ser sutil, que no se podía arriesgar a ofenderlo porque su familia era muy poderosa y podrían dar al traste con su reputación, una reputación que le había costado mucho crearse.

–Soy Maxie Parrish, la organizadora de la boda de Holly –se presentó poniéndose delante de él para que no pudiera ignorarla.

¿Qué había dicho? ¿Parrish? Los recuerdos se agolparon en la cabeza de Diego, que se dijo que no debía de haber mucha gente que se apellidara así.

–He hablado con ella antes de zarpar hacia aquí... –le estaba explicando la chica.

–¿Parrish? –le preguntó Diego, incapaz de parar los recuerdos.

–Sí, Maxie Parrish –repitió la chica–. Soy de la empresa Dream Weddings. Holly me ha dicho que había llamado para advertir que llegaba hoy.

–Sí, así es, pero no me había dicho su apellido.

–¿Y eso le supone algún problema? –le preguntó algo preocupada.

–En absoluto –le aseguró Diego–. Creía que vendría una mujer mayor.

–Me gusta venir en persona a los viajes de inspección –le aseguró la chiquilla–. En realidad, vengo yo personalmente a todas las visitas.

Lo había dicho en un tono de voz educado, pero Diego comprendió al instante que lo estaba desafiando. Detectó rápidamente su firmeza bajo el tono de voz agradable y no pudo evitar que su curiosidad masculina se disparara ante aquella mezcla de fragilidad y decisión.

En cualquier caso, su hermano estaba participando en un torneo de polo internacional en aquellos momentos y su prometida viajaba con él, así que no le quedaba más remedio que hacerse cargo de la organizadora de la boda, le gustara o no.

Diego Acosta la estaba mirando fijamente, con el ceño fruncido, como si creyera que se conocían de antes, lo que era imposible porque Maxie nunca olvidaba una cara y, desde luego, no habría olvidado jamás aquella cara en concreto.

–Le pido disculpas si no llego en un buen momento...

Entonces, vio el bastón y comprendió que, efectivamente, no llegaba en un buen momento. Para un hombre como Diego Acosta, verse privado de la fuerza física debía de ser espantoso. Había hecho averiguaciones sobre la familia para hacerse una idea del perfil de los contrayentes y había averiguado que uno de los hermanos había resultado herido en un accidente de caballo, pero no sabía que seguía mal ni que iba a ser el hermano que la iba a recibir en la isla.

–Déme su maleta –se ofreció bruscamente.

En cuanto la hubo agarrado, el bastón se le encalló en una piedra y Diego Acosta perdió el equilibrio. Maxie se apresuró a ayudarlo para que no cayera al suelo. Fue lo peor que podía haber hecho. Diego maldijo en voz alta, muy enfadado, apartó el brazo y comenzó a caminar hacia su coche.

Efectivamente, cojeaba mucho.

Maxie corrió tras él con la vaga esperanza de entablar conversación.

–Espero que en junio haga mejor tiempo que ahora –gritó para hacerse oír por encima del viento–. No se crea que me doy por vencida fácilmente –añadió a pesar de que no sabía si la estaba oyendo–. Holly me ha dicho que la isla está preciosa en junio...

–¿Y a usted qué le parece, señorita Parrish? –le preguntó Diego Acosta girándose hacia ella tan bruscamente que estuvieron a punto de chocarse.

–No puedo formarme una opinión con lo que he visto hasta el momento –consiguió contestar ella sinceramente mientras sentía que el corazón le latía desbocado en el pecho.

Era la primera vez que reaccionaba de una manera tan intensa ante un hombre. Lo cierto era que Diego Acosta exudaba una energía sexual muy potente y Maxie se dijo que debía tener cuidado, pues ella no tenía apenas experiencia con los hombres.

–Supongo que espera que le enseñe la isla –comentó Diego haciendo una mueca de dolor cuando comenzó a andar de nuevo hacia el coche.

–Muy amable por su parte –contestó Maxie comprendiendo perfectamente la amargura de aquel hombre, pues a ella tampoco le habría hecho ninguna gracia que la vieran sufriendo–. Me apetece mucho que me cuente usted cosas sobre la isla.

–Seguro que este viaje le va a resultar de lo más interesante, señorita Parrish –comentó Diego Acosta con cierto deje de ironía.

–Seguro que sí –contestó Maxie apartándose el pelo de la cara con una mano temblorosa–. ¿Meto la maleta en el maletero? –se ofreció para liberarlo de aquel peso, pero Diego la miró ofendido.

–Ya me ocupo yo –le espetó levantando la maleta del suelo como si no pesara.

–Muchas gracias y, por favor, no se preocupe, señor Acosta, porque no voy a darle la lata. He venido en viaje de negocios, no en viaje de placer.

–Por supuesto –contestó él cruzándose de brazos y apoyándose en el vehículo.

Maxie sintió que se quedaba sin aire. Aunque Diego Acosta era el hombre más arrogante del mundo, era muy guapo, demasiado guapo.

–Lo único que necesito es un mapa y una motocicleta –le explicó Maxie diciéndose que lo que le estaba sucediendo era normal, que cualquier mujer se sentiría atraída por un hombre así.

–¿Una motocicleta?

–Su hermano Rodrigo me ha dicho que tenían una aquí –le explicó Maxie.

–¿Eso le ha dicho? –le preguntó Diego con frialdad–. Espero que no se refiera usted a mi moto.

Maxie sintió que se le formaba un nudo en la boca del estómago.

–Yo también tengo moto –le aseguró, satisfecha al ver que la miraba sorprendido–. Por supuesto, entiendo perfectamente que no me quiera prestar la suya, pues no me conoce de nada...

–No ha visto mi moto –la interrumpió Diego–. Creo que será más seguro para usted llevarse el todoterreno.

Maxie se ofendió ante aquella contestación, pero se limitó a darle las gracias. A Maxie no le hacía ninguna gracia que le dijeran lo que tenía que hacer, pero se recordó que estaba allí para organizar una boda y para ganar un buen dinero, un dinero que necesitaba para pagar la residencia de su padre.

Maxie miró hacia el interior del coche con la esperanza de que Diego Acosta se diera cuenta de que tenía mucho frío y agradeció que le abriera la puerta. El interior era lujoso y estaba caliente.

–Vamos a esperar a Fernando –anunció Diego poniéndose al volante y echando el bastón en el asiento de atrás.

Maxie rezó para no tener que esperar mucho. Estaba muerta de frío y, además, no le hacía ninguna gracia estar sentada en un espacio tan reducido con aquel hombre. Estaban cerca, demasiado cerca. Para distraerse, rebuscó en su bolso y le dio su tarjeta de visita.

–Puede usted consultar mi página web –le indicó–. Hay un montón de referencias de clientes que han quedado muy satisfechos. Estoy segura de que no se sentirá decepcionado con los servicios que ofrezco.

–Por supuesto que no.

Hubo algo en la voz de Acosta que hizo que Maxie sintiera un intenso calor en el bajo vientre, un calor que se le antojó inconveniente e inapropiado. Concluyó, entonces, que lo mejor que podía hacer era mantenerse en silencio. Mientras tanto, observó cómo Diego Acosta dejaba su tarjeta, sin siquiera mirarla, en el lateral de la puerta del coche, donde seguramente terminaría pudriéndose.

Fernando llegó poco después y Maxie comprobó que Diego Acosta conducía con la misma seguridad con la que, por lo visto, hacía todo lo demás.

–¿Cuánto tiempo tiene pensado quedarse, señorita Parrish?

–Es difícil de decir... –comenzó Maxie–. Por supuesto, seré todo lo breve que pueda –concluyó al ver cómo la miraba Diego Acosta.

Comprendía que estaba invadiendo el espacio de un hombre que se había recluido voluntariamente en aquel lugar tras haber sufrido un espantoso accidente y, desde luego, no estaba dispuesta a quedarse más de lo estrictamente necesario.

–¿Cómo lo hace normalmente? –quiso saber Diego.

–Normalmente, estoy unos cuantos días en el lugar que ha elegido la novia, decido si lo que me ha pedido es factible o no y, luego, le hago sugerencias con fotografías para ilustrar mis ideas.

–¿Y cuando hace este tiempo? –le preguntó Diego señalando la tormenta que se estaba librando fuera del coche–. ¿Cómo hace para tentar a la novia entonces?

–Parece que el cielo se está despejando –contestó Maxie decidida a no tirar la toalla–. La novia está completamente enamorada de esta isla, señor Acosta, pero le aseguro que yo no le voy a molestar.

–Esta isla es muy pequeña, así que tenga usted claro que nos vamos a estar encontrando continuamente.

Maxie intentó comprenderlo, intentó comprender su situación, la de un hombre herido que quería estar solo y que, aun así, se veía involucrado en la organización de una boda, un evento de lo más social. No era de extrañar que estuviera que se subía por las paredes, pero tampoco tenía por qué ponerse así con ella.

–Está usted muy callada –observó.

Maxie no dijo nada.

–¿Se arrepiente de haber accedido a organizar una boda aquí, señorita Parrish?

–Al contrario –contestó Maxie–. Se me están ocurriendo muchas ideas.

–Su apellido me resulta muy familiar –comentó Diego–. ¿Seguro que no nos conocemos?

–Mi apellido no es tan poco común –contestó Maxie mientras Fernando roncaba en el asiento de atrás–. No, estoy segura de que no nos conocemos. Me acordaría de usted. Dudo mucho que nos movamos en los mismos círculos sociales.

–¿Qué quiere decir eso?

–Que yo nunca he estado en un partido de polo y que dudo mucho que usted sea un loco de las bodas.

–Me sorprende que no tenga usted ningún interés por el polo cuando va a organizar la boda de un polista famoso en el mundo entero.

–Yo no he dicho que no me interese. He leído mucho sobre el polo y he visto unos cuantos encuentros en vídeo.

–No es lo mismo que ir a un partido.

–Tengo intención de ir a uno en cuanto pueda. De hecho, me apetece mucho. ¡Parece un deporte muy emocionante!

–Lo es –le aseguró Diego–. ¿Cuánto tiempo lleva usted organizando bodas, señorita Parrish?

–Por favor, llámeme Maxie, como todo el mundo.

–¿Va usted a contestar a mi pregunta? –insistió Diego ignorando su comentario.

–Tanto Holly como su hermano tienen mis referencias profesionales –contestó harta de aquel interrogatorio.

–Solo era una pregunta –le aclaró Diego Acosta girando el volante tan bruscamente que Maxie se apretó contra la puerta–. ¿Por qué voy a querer leer sus referencias cuando la tengo sentada a mi lado y me puede usted informar directamente?

«¿Tal vez porque me he tomado bastante tiempo en redactar un currículum muy esmerado?», se preguntó Maxie intentando no enfadarse.

–Estoy dispuesta a contestar a sus preguntas –le aseguró.

«Siempre y cuando tengan que ver con el trabajo y sean razonables», añadió para sí misma.

Había muchas cosas personales que no estaba dispuesta a contarle a aquel hombre. Por ejemplo, que se había puesto a trabajar en aquello cuando su padre había enfermado y los cuidados eran tan costosos que no se podía permitir el lujo de trabajar para otros porque no ganaba lo suficiente. Había montado su empresa y trabajaba duramente con un solo objetivo: que su padre tuviera una vida digna y nadie se enterara de lo que le estaba sucediendo.

Y así iba a seguir siendo por muy difícil que Diego Acosta se empeñara en ponérselo.

Capítulo 2

Llevo toda la vida organizando las bodas de mis amigas –le explicó Maxie.

–¿Y por qué se lo piden a usted? –le preguntó Diego Acosta.

–Supongo que porque en el colegio estaba constantemente organizando eventos. Organizar bodas resultó ser una progresión natural de aquello –contestó Maxie dándose cuenta mientras hablaba de que así había sido en realidad.

–¿Y cuánto hace que terminó el colegio?

–Tengo veintiséis años –lo informó Maxie decidiendo que ya era suficiente–. Llevo más de cinco años trabajando en esto, mi empresa de organización de bodas va muy bien, señor Acosta.

–Por lo que me dijo mi hermano, entendí que la organizadora de bodas iba a ser alguien mayor con mucha experiencia. Disculpe mi sinceridad, pero usted me parece demasiado joven para encargarse de una boda de esta importancia.

–Todas las bodas son importantes para mí –contestó Maxie–. Aunque no haya oído hablar de mí, por favor, no juzgue el libro por la cubierta, señor Acosta. El hecho de que no lleve traje para viajar, como usted tampoco lo lleva para estar en la playa, no quiere decir que no sea una profesional y disculpe que le diga que no soy la organizadora de la boda de su hermano. A mí me ha contratado Holly Valiant.

–Supongo que estará de acuerdo conmigo en que Holly tiene una visión de cuento de hadas de la isla.

–Ya le he dicho antes que todavía no he tenido la oportunidad de hacerme una idea. De momento, soy completamente imparcial.

«Y muy tenaz», pensó Diego luchando contra el interés que eso le producía. Si por Maxie Parrish era, aquella boda se iba a celebrar y se lo estaba dejando muy claro. Diego no recordaba la última vez que alguien había decidido por él.

–Me estaba preguntando... –comentó Maxie sacándolo de sus pensamientos– si cree que la isla carece de tantas cosas, ¿por qué la ha elegido para venir a recuperarse?

–¿Cómo ha dicho? –Diego se escandalizó.

Nunca nadie se atrevía a hablar de su lesión con él. La gente ni siquiera se atrevía a mirarle la pierna. Sus hermanos, de vez en cuando. Su hermana, Lucía, lo hacía con tranquilidad, pero ¿gente desconocida?

–Discúlpeme si le parezco una cotilla, pero es que me produce curiosidad saber qué le ha traído aquí –insistió Maxie.

–Recuerdos de la infancia –contestó Diego con sarcasmo, con la esperanza de que aquello le cerrara la boca.

Nadie hablaba abiertamente del accidente, ninguna mujer se había atrevido a hacerlo y ahora llegaba aquella chiquilla y sacaba el tema a relucir como si tal cosa.

–Oiga, vaya más despacio –le dijo agarrándolo del brazo cuando Diego pisó el acelerador.

Diego se quedó mirando su diminuta mano. Ella también la miró y se apresuró a retirarla.

–Creía que le gustaba la velocidad –se burló haciendo alusión al comentario que Maxie había hecho previamente sobre que tenía una moto.

–Soy muy responsable cuando monto en moto –le aclaró.

No le tenía miedo a aquel hombre.

Diego no había tenido ninguna intención de seducir a la organizadora de la boda y seguía sin tenerla. Ya tenía suficiente entre manos como para dejar que aquellos pensamientos invadieran su mente. Le solían gustar las mujeres mayores que aquella y, desde luego, más expertas, mujeres que vestían bien y que sabían lo que tenían que decir. Bueno, sobre todo, mujeres que sabían estar calladas. No le gustaban las mujeres que no se maquillaban, que se vestían como los chicos y que hablaban como si fueran hombres.

–¿Está usted bien, Fernando? –le preguntó Maxie al viejo capitán, girándose hacia atrás.

–Perdona si te hemos despertado –se disculpó Diego mirando por el retrovisor.