Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora - Fiona Brand - E-Book

Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora E-Book

Fiona Brand

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Beschreibung

Solo otra noche Fiona Brand Nick Messena había estado con muchas mujeres en los últimos seis años, pero no había conseguido aplacar el deseo que sentía por Elena Lyon. La noche que hicieron el amor, sus familias se vieron envueltas en un escándalo que provocó que Nick se lo replanteara todo. Pensó que no volvería a tenerla… pero un secreto familiar volvió a unirlos. Enséñame a amar Heather MacAllister Marnie LaTour decidió hacer algunos cambios en su vida. Iba a convertirse en una mujer fatal costase lo que costase. Pero no había previsto que fuera a resultarle tan fácil atraer a los hombres... Y era obvio que no pasaría mucho tiempo antes de que el duro Zach Renfro sintiera el poder de la seducción sobre él... Una propuesta tentadora Anne Oliver La diseñadora de moda Mariel Davenport no había conseguido olvidar a Dane Huntington ni el modo tan cruel en que la rechazó. Sin embargo, años después, la potente química seguía presente y el seductor empresario tenía una tentadora proposición que ofrecerle.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 453 - agosto 2020

 

© 2014 Fiona Gillibrand

Solo otra noche

Título original: Just One More Night

 

© 2003 Heather W. Macallister

Enséñame a amar

Título original: Male Call

 

© 2010 Anne Oliver

Una propuesta tentadora

Título original: Mistress: At What Price?

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014, 2004 y 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-622-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Solo otra noche

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Enséñame a amar

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Una propuesta tentadora

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El coro del instituto estaba ensayando It’s A Small World. De repente, Celia Patel se dio cuenta de que el mundo era un pañuelo. Esquivando a las enloquecidas integrantes femeninas, se abrió paso como pudo. Las chicas corrían, gritando con locura. Sus pasos reverberaban sobre el suelo del gimnasio. Era una masa en estampida que se movía como un bloque compacto. Lo único que querían era llegar a la parte de atrás del gimnasio, porque allí estaba él.

Malcolm Douglas.

Ganador de siete premios Grammy.

Y de innumerables discos de platino.

Estrella del rock melódico.

Pero también era el hombre que había roto el corazón de Celia cuando solo tenía dieciséis años de edad.

Celia dejó a un lado su atril antes de que salieran las últimas adolescentes. Era imposible detenerlas. Las gemelas, Valentina y Valeria, casi la habían tirado al suelo, empeñadas en llegar a la parte de atrás del edificio. Ya había dos docenas de alumnas a su alrededor, pero los guardaespaldas hacían bien su trabajo. Los gritos y las risas reverberaban en las vigas.

Malcolm levantó una mano y les hizo señas a los guardaespaldas, sin dejar de mirarla ni un momento. Esa sonrisa debía de valer un millón de dólares y aparecía en muchas portadas de discos y sesiones de fotos. Era alto, musculoso y su atractivo de pueblo seguía intacto. Pero parecía haber madurado. Estaba muy seguro de sí mismo y debía de pesar unos cuantos kilos más; kilos de puro músculo.

El éxito y la riqueza desmedida le habrían sentado muy bien. De eso no había duda.

Pero Celia quería que saliera del instituto cuanto antes. Era la única forma de conservar la salud mental. Sin embargo, no era capaz de apartar la vista…

Llevaba pantalones color caqui y mocasines de diseño, sin calcetines. Estaba claro que se sentía muy cómodo en su papel de estrella del rock. Llevaba la camisa remangada hasta los codos, dejando ver unos brazos fuertes y bronceados, y unas manos de músico…

Era mejor no pensar en esas manos talentosas y hábiles.

Su cabello color arena era tan copioso como lo recordaba. Todavía lo llevaba un poco largo y le caía sobre la frente, invitándola a echárselo hacia atrás, como siempre. Sus ojos azules… Recordaba lo mucho que se oscurecían justo antes de que la besara con el entusiasmo y el ardor de un adolescente efervescente lleno de hormonas.

Nadie podía negar que se había convertido en todo un hombre.

¿Pero qué estaba haciendo en el instituto? El juez, amigo de su padre, le había ofrecido dos alternativas, el centro de menores o la escuela. Y desde entonces no había vuelto a poner un pie en Azalea, Mississippi. De eso hacía casi dieciocho años… Y la había dejado atrás, asustada, embarazada y decidida a seguir con su vida.

Malcolm Douglas aparecía con frecuencia en la prensa, pero verle en persona después de tantos años era algo muy distinto. No era que hubiera buscado fotos, pero, dada su popularidad, no podía evitar encontrárselo de vez en cuando en los medios. Pero lo peor de todo era encontrarse el sonido de su voz en la radio cuando cambiaba de emisora.

Malcolm se puso un papel sobre la rodilla para firmarle un autógrafo a Valentina, o Valeria. Nadie era capaz de diferenciarlas. Ni siquiera sus madres podían. Al verle junto a la chica, Celia sintió que se le encogía el corazón y no pudo evitarse preguntarse cómo hubieran sido las cosas si se hubieran quedado con el bebé.

Pero ya no tenían dieciséis años. Y esos sueños temerarios habían quedado atrás el día en que había renunciado a su hija recién nacida para dársela a una pareja que iba a darle todo lo que ellos no podían ofrecerle.

Celia echó atrás los hombros, se puso erguida y avanzó hacia el grupo de gente que estaba al otro lado del gimnasio. Estaba decidida a sobrevivir a esa visita sorpresa con el orgullo intacto. Por lo menos los nueve chicos del coro estaban sentados sobre las gradas, jugando con los videojuegos que no estaban permitidos en clase. Celia lo dejó pasar y se concentró en el grupito que se había formado junto a un carro lleno de pelotas de baloncesto, justo debajo de la puerta de salida.

–Chicos, tenemos que darle un poco de espacio al señor Douglas –se acercó al grupo de chicas y resistió la tentación de alisarse el vestido amarillo que llevaba puesto.

Le dio un golpecito a Sarah Lynn Thompson en la muñeca.

–Y nada de arrancar pelo para venderlo en Internet, chicas.

Sarah Lynn bajó la mano. El rubor de la culpa asomaba en sus mejillas.

Malcolm entregó los últimos autógrafos y se guardó el bolígrafo en el bolsillo de la camisa.

–Estoy bien, Celia, pero gracias por asegurarte de que no me quede calvo prematuramente.

–¿Celia? ¿Celia? –preguntó Valeria.

¿O era Valentina?

–Señorita Patel, ¿le conoce? ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo? ¿Por qué no nos lo ha dicho?

–Fuimos juntos al instituto.

Su nombre estaba grabado en un cartel que decía: Bienvenidos a Azalea, hogar de Malcolm Douglas.

Era como si nunca hubieran intentado mandarle a la cárcel por ella.

–Bueno, volvamos a las gradas. Estoy segura de que el señor Douglas contestará a vuestras preguntas, ya que ha interrumpido nuestro ensayo.

Le lanzó una mirada reprobadora y él esbozó una sonrisa irreverente.

Sarah Lynn no se despegaba de su lado.

–¿Salían juntos?

Afortunadamente, el timbre sonó en ese momento. No había tiempo para preguntas.

–Chicos, preparaos para vuestra última clase.

La directora y la secretaria estaban en la puerta, igual de asombradas que los estudiantes. ¿Cómo había entrado en el gimnasio sin que nadie se diera cuenta?

Celia condujo a los alumnos hacia las dobles puertas. Sus sandalias golpeaban el suelo con fuerza. Poco a poco se dio cuenta de que los dos guardaespaldas que estaban dentro solo constituían una pequeña parte de la seguridad de Malcolm. En el pasillo había cuatro hombres musculosos y una enorme limusina esperaba junto a la puerta principal. Pero también había otros coches con los cristales tintados. Malcolm les estrechó la mano a la directora y a la secretaria y charló un momento con ellas.

–Dejaré unas fotos firmadas para los alumnos.

Sarah Lynn corrió por el pasillo.

–¿Para todos?

–La señorita Patel me dirá cuántos sois.

Los últimos estudiantes salieron al pasillo. La directora y la secretaria se marcharon y la puerta se cerró tras ellas. Celia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Estaba a menos de un metro de Malcolm. Los dos guardaespaldas estaban justo detrás de él.

–Entiendo que has venido a verme –le dijo, aunque no era capaz de imaginarse por qué querría ir a verla.

–Sí, he venido a verte. ¿Podemos hablar en algún sitio sin que nos interrumpan?

–Tu séquito de seguridad complica un poco las cosas, ¿no crees? –le preguntó, sonriéndoles a los guardaespaldas.

Los dos hombres le devolvieron la mirada sin expresión alguna en el rostro. Malcolm les hizo una seña y entonces salieron al pasillo sin decir ni una palabra.

–Se quedarán junto a la puerta, pero están aquí no solo para protegerme a mí, sino también a ti.

–¿A mí? –Celia dio un paso atrás. Necesitaba alejarse un poco de ese aroma que la envolvía–. No creo que tus fans empiecen a adorarme porque te conozca desde hace siglos.

–No me refiero a eso –se rascó la nuca como si tratara de escoger las palabras con cuidado–. He oído que has sido objeto de amenazas. No viene mal un poco más de seguridad, ¿no?

–Gracias, pero estoy bien así. Solo han sido algunas llamadas extrañas y unas notas. Esas cosas pasan a menudo cuando tu padre es un criminal conocido.

¿Cómo se había enterado Malcolm? Celia sintió una inquietud, algo que se agitaba en su interior y le causaba pánico. No quería que la presencia de Malcolm interrumpiera su vida apacible y rutinaria. No quería darle la oportunidad de acelerarle el pulso.

Habían pasado muchos años y ya era una mujer hecha y derecha. Sin embargo, aún tenía los nervios tan tensos como las cuerdas de un piano. Reprimiendo las ganas de arremeter contra él por haber sembrado el caos en su mundo tantos años antes, cruzó los brazos y esperó. Ya no era una niña consentida e impulsiva. Ya no era una adolescente aterrada y embarazada. Ya no era una joven destrozada, sumida en una depresión post–parto que había puesto su vida en peligro.

El camino de vuelta a la paz y a la tranquilidad había sido arduo y para alcanzar la meta había necesitado a los mejores psiquiatras que se podían conseguir con dinero. Ni Malcolm ni nadie pondrían en peligro el futuro que tanto le había costado labrarse.

 

 

Amar a Celia Patel le había cambiado la vida para siempre, y aún no sabía con certeza si había sido algo bueno o malo. Sus vidas, sin embargo, seguían unidas. Había logrado mantenerse lejos de ella durante dieciocho años, pero nunca había dominado el arte de mirar hacia otro lado, aunque estuvieran a dos continentes de distancia. Y era eso lo que le había llevado hasta allí. Sabía demasiado de su vida, demasiado acerca de las amenazas que habían despertado ese viejo instinto protector. Solo tenía que encontrar la forma de convencerla para que le dejara entrar en su vida de nuevo. Tenía que convencerla para que le dejara ayudarla y de esa forma podría recompensarla por todo lo que le había hecho en el pasado. A lo mejor era esa la única forma de olvidar a un amor de juventud que se había glorificado demasiado con los años y que seguramente no era real a esas alturas.

Su reacción física al verla, no obstante, sí era muy real. Una vez más, el deseo que sentía por Celia Patel parecía estar a punto de arrollarle como un tren de alta velocidad.

Nunca había sido capaz de olvidarla, ni siquiera mientras cantaba ante miles de personas en estadios repletos de gente. Y no podía apartar la vista de ella en ese momento, mientras caminaba unos pasos por delante. Su pelo, negro y rizado, le caía por la espalda y se movía con cada paso que daba. El vestido amarillo abrazaba esas curvas que un día habían acariciado sus manos.

La siguió por el gimnasio. Era el mismo edificio en el que habían estudiado de niños. Había actuado en ese escenario con el coro del instituto, solo para estar con ella. Un día un tonto de la clase dijo algo de mal gusto sobre ella y el puñetazo que le dio le costó una expulsión de tres días. Pero el precio había sido muy pequeño. Por aquel entonces hubiera hecho cualquier cosa por ella.

Y eso no había cambiado, al parecer. A través de un contacto había averiguado que su padre, juez de profesión, estaba llevando un caso de mucha repercusión mediática. Era algo relacionado con el tráfico de drogas y un rey del narcotráfico había dibujado una diana en el pecho de Celia.

Se lo había notificado a las autoridades locales, pero ni siquiera se habían molestado en examinar las pruebas que les había entregado, un rastro bancario que vinculaba a un sicario de la organización con el traficante detenido. A los policías no les gustaba tener que tratar con extraños y preferían resolver el caso ellos solos, pero alguien tenía que hacer algo y estaba claro que debía ser él. Nada le impediría proteger a Celia. Tenía que hacerlo para recompensarla por todo lo que la había defraudado tantos años antes.

Ella abrió la puerta lentamente y entró en el pequeño despacho. Había estanterías en todas las paredes y un pequeño escritorio en el centro. Las partituras y las cajas de instrumentos estaban por doquier. Había triángulos, xilófonos, bongós. Olía a papel, a tinta y a cuero.

Se giró hacia él, rozándole la muñeca con un mechón de pelo.

–Realmente es como un armario. Aquí guardo mi carrito, mis instrumentos y los papeles. Voy de clase en clase o nos vemos en el gimnasio.

Malcolm se ajustó el reloj para acabar con el hormigueo que había desencadenado ese pequeño contacto físico.

–Como en los viejos tiempos. Por aquí no ha cambiado casi nada.

–Algunas cosas sí que han cambiado, Malcolm. Yo he cambiado. Soy distinta ahora –le dijo ella en un tono gélido que no reconocía.

–¿No me vas a reñir por haber interrumpido tu clase?

–Eso sería una grosería –empezó a juguetear con el ukelele que tenía sobre la mesa. Las notas musicales llenaron la estancia–. Conocerte ha sido lo mejor que les ha pasado en su vida hasta ahora. Seguro.

–Pero está claro que no ha sido lo mejor que te ha pasado a ti.

Malcolm se inclinó hacia atrás y metió las manos en los bolsillos para reprimir el deseo de tocar las cuerdas con ella. Los recuerdos le invadían… Cuántas veces habían tocado la guitarra y el piano juntos… El amor que sentían por la música les había llevado a compartir sus cuerpos, a amarse con locura. ¿Había magnificado el recuerdo de esos momentos hasta convertirlos en otra cosa? Había pasado tanto tiempo desde la última vez que la había visto que ya no podía estar seguro.

–¿Por qué estás aquí?

La imagen de sus manos, moviéndose sobre las cuerdas, le hipnotizaba.

–No tienes ningún concierto por aquí.

–¿Te sabes las fechas de la gira? –abrió los ojos y la miró a la cara.

Ella dejó escapar una risotada.

–La ciudad entera sabe todo lo que haces, lo que comes, con quién sales… Tendría que estar ciega y sorda para no oír lo que la ciudad tiene que decir acerca de su hijo predilecto. Pero, personalmente… Ya no soy miembro del club de fans de Malcolm Douglas.

–Bueno, esa sí que es la Celia que recuerdo.

–Todavía no has contestado a mi pregunta. ¿Por qué estás aquí?

–Estoy aquí por ti.

–¿Por mí? Creo que no –le dijo con frialdad. Todavía seguía acariciando las cuerdas del ukelele con una sensualidad instintiva, como si saboreara tanto el tacto de cada nota como el sonido–. Tengo planes para esta noche. Deberías haberme llamado antes.

–Te veo mucho más centrada ahora que antes.

–Entonces era una adolescente. Ahora soy adulta y tengo responsabilidades de adulto, así que si podemos acelerar un poco la conversación… por favor.

–Puede que no estés al tanto de mis cosas, pero yo sí he estado al tanto de las tuyas.

Sabía lo de las llamadas amenazantes, lo de la rueda pinchada. Las amenazas se hacían cada vez más frecuentes. Y también sabía que solo le había contado la mitad de la historia a su padre.

–Sé que terminaste la carrera de música con honores en la universidad del sur de Mississippi. Has enseñado aquí desde que te graduaste.

–Muchas gracias. Estoy orgullosa de mi vida, mucho más de lo que se puede resumir en un par de oraciones. ¿Has venido a darme un regalo de graduación pendiente? Porque si no es así, puedes irte a firmar autógrafos.

–Vamos al grano entonces –Malcolm se apartó de la puerta y se paró frente a ella, tan solo para demostrarse a sí mismo que podía estar cerca de ella y resistir la tentación de abrazarla–. He venido a protegerte.

Celia tiró de una cuerda del ukelele y esquivó su mirada.

–Eh, ¿te importaría aclararme de qué estás hablando?

–Ya sabes de qué estoy hablando. Esas llamadas que mencionaste antes.

¿Por qué se lo estaba ocultando todo a su padre? Malcolm sintió el latigazo de la rabia en su interior, rabia hacia ella por ser tan temeraria, y hacia sí mismo por haber dado un paso hacia ella. Como si la habitación no fuera lo bastante pequeña…

–El caso que lleva tu padre. El rey de la droga. ¿Te suena?

–Mi padre es juez. Persigue a los malos y muchas veces estos se enfadan y le amenazan.

Volvió a mirarle a los ojos. Todo signo de incomodidad había desaparecido y había sido reemplazado por una mirada fría y distante que nada tenía que ver con aquella jovencita rebelde que había sido.

–No sé por qué te preocupa tanto.

Malcolm no podía negar que en eso tenía razón. No era su responsabilidad cuidarla, pero no podía evitar sentir ese instinto protector, de la misma forma que no podía evitar recordarla sin ese vestido amarillo, con el cabello alrededor de los hombros.

–Maldita sea, Celia, eres demasiado lista para esto.

Ella apretó los labios.

–Tienes que irte ya.

Malcolm contuvo el temperamento. Lo que sentía era inconfundible: un deseo frustrado. La atracción que sentía por ella era más poderosa de lo que esperaba.

–Me disculpo por haber sido tan poco diplomático. Me he enterado de lo de las amenazas y, si quieres llámame idiota y nostálgico, pero estoy preocupado por ti.

–¿Cómo te has enterado de los detalles? –le preguntó ella. Su rostro estaba lleno de sospecha y confusión–. Mi padre y yo lo hemos mantenido todo en secreto para que la prensa no se enterara.

–Tu padre es un juez poderoso, pero sus influencias no llegan a todos sitios.

–Eso no explica cómo lo has averiguado.

Malcolm no podía explicarle por qué lo sabía. Había cosas de él que no necesitaba saber. Era capaz de mantener un secreto mucho mejor que su padre.

–Pero tengo razón.

–Uno de los casos que está llevando mi padre se ha… complicado un poco. La policía lo está investigando.

–¿De verdad vas a depositar toda tu confianza en el feudo al que llaman departamento de policía? –no era capaz de ocultar el cinismo que teñía su voz–. La seguridad que tienes es envidiable. Voy a decirles a mis hombres que tomen nota.

–No tienes por qué ponerte sarcástico. Estoy tomando precauciones. No es la primera vez que alguien amenaza a nuestra familia por el trabajo de mi padre.

–Pero esta ha sido la amenaza más seria.

Si hablaba de las evidencias que tenía, tendría que explicarle cómo las había conseguido, pero eso era un último recurso. Si no era capaz de convencerla para que aceptara su ayuda de otra manera, le diría lo que pudiera acerca del trabajo que hacía fuera de la industria de la música.

–Parece que sabes muchas cosas sobre mi vida –le miró fijamente con esos ojos marrones que todavía tenían el poder de hacerle perder la razón.

–Ya te lo dije, Celia. Me preocupo lo bastante como para mantenerme informado. Quiero asegurarme de que te encuentras bien.

–Gracias. Eres muy… amable –Celia se relajó un poco–. Te agradezco la preocupación, aunque me resulte un poco desconcertante. Tendré cuidado. Bueno, y ahora que has cumplido con tu… sentido de la obligación o lo que sea, de verdad que tengo que recoger e irme a casa.

–Te acompaño hasta el coche –levantó una mano y esbozó su mejor sonrisa–. No te molestes en decir que no. Puedo llevarte los libros, como en los viejos tiempos.

–Bueno, ese estilo del servicio secreto no es como en los viejos tiempos.

–Estarás segura conmigo.

–Eso pensábamos hace dieciocho años –se detuvo y se llevó una mano a la frente–. Lo siento. Eso no ha sido justo por mi parte.

Malcolm se vio inundado por un aluvión de recuerdos adolescentes. Aquellas hormonas sin control los habían llevado a practicar el sexo más temerario, y mucho. Se aclaró la garganta. Era una pena que su mente aún siguiera anclada en el pasado.

–No hacen falta disculpas, pero te lo agradezco –sabía que la había decepcionado, y no quería cometer el mismo error de nuevo–. Déjame llevarte a cenar, y te cuento una idea que tengo para garantizar tu seguridad mientras se celebra el juicio.

–Gracias, pero no –Celia cerró el portátil que tenía sobre el escritorio y lo guardó en la funda–. Tengo que poner las notas de fin de curso.

–Tienes que comer.

–Y lo haré. Tengo media pizza en la nevera de casa, esperándome.

–Muy bien. Entonces no me dejas elección. Hablaré ahora. Esta amenaza contra tu vida es real. Muy real. Por mi trabajo… –ese trabajo que solo conocían unos pocos–. Tengo acceso a fuentes de inteligencia y seguridad que no puedes ni imaginar. Necesitas protección, mucha más de la que puede proporcionarte el departamento de policía y las influencias de tu padre.

–Creo que estás siendo un poco dramático.

–Son caciques de las drogas, Celia. Tienes mucho dinero y nada de escrúpulos.

En otra época había sido un chivo expiatorio para gente de esa calaña. Lo había hecho para proteger a su madre. Pero toda la culpa había sido suya, por haberse interpuesto en el camino de esos matones. Ponerse a trabajar en aquel club había sido el último intento que había hecho para ganar un poco de dinero y mantener a Celia y al bebé que estaba en camino.

–Te harán daño, mucho. Incluso pueden llegar a matarte para influenciar a tu padre.

–¿Crees que no lo sé ya? He hecho todo lo que he podido.

–No todo.

–Muy bien. Señor Sabelotodo –dijo Celia, suspirando–. ¿Qué más puedo hacer?

Malcolm la agarró de los brazos y se acercó. No quería sucumbir a la tentación de estrecharla entre sus brazos y besarla hasta hacerla cambiar de parecer, pero usaría la pasión para convencerla si era preciso.

–Deja que mis guardaespaldas te protejan. Vente conmigo en mi gira por Europa.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

¿Ir de gira? ¿Con Malcolm?

Celia se aferró al borde del escritorio para no perder el equilibrio. No podía estar hablando en serio, no después de dieciocho años en los que solo habían mantenido el contacto gracias a unas pocas cartas y alguna llamada de teléfono justo después de la ruptura. Habían roto, se habían alejado el uno del otro y finalmente habían interrumpido todo contacto una vez se había completado la adopción del bebé.

Al comienzo de la carrera musical de Malcolm, ella solo tenía unos veintitantos. Estaba en la universidad e iba al psicólogo religiosamente. Solía soñar con el momento en que Malcolm se presentara en su puerta. ¿Y si la tomaba en brazos y lo retomaban donde lo habían dejado? Solía soñar despierta por aquel entonces…

Pero esas fantasías nunca se hicieron realidad, sino que la hicieron poner los pies sobre la tierra. Poco a poco aprendió a hacer planes para el futuro, concretos y razonables. Aunque hubiera aparecido en su puerta, probablemente no se hubiera ido con él. Le había costado mucho recuperar la salud mental y hubiera sido arriesgado renunciar a la estabilidad por una vida en la carretera con una estrella del rock.

Celia se colgó el bolso del ordenador del hombro y miró hacia la puerta.

–La broma ha terminado, Malcolm. Por supuesto que no me voy a Europa contigo. Gracias por haberme hecho reír, no obstante. Me voy a casa ahora porque, por primera vez en mil años, no estoy en la lista para el servicio de autobús escolar. A lo mejor tú tienes tiempo para jugar a estos jueguecitos, pero yo tengo notas que poner.

Malcolm la agarró del brazo y la hizo detenerse.

–Hablo completamente en serio.

Celia sintió que el pelo se le ponía de punta y la carne de gallina.

–Tú nunca hablas en serio. Pregúntales a los reporteros de los tabloides. Escriben cientos de artículos cada día para hablar de tu encanto delante y detrás de las cámaras.

Malcolm se acercó más y la agarró con más fuerza.

–Cuando se trata de ti, siempre hablo cien por cien en serio.

En realidad eso no era ninguna novedad. Ella siempre había sido la rebelde aventurera, mientras que él trabajaba duro para labrarse un futuro. Pero un día había terminado esposado y entre rejas.

Celia contuvo la respiración durante unos segundos, pero finalmente recuperó el equilibrio.

–Entonces voy a ser yo la sensata y racional aquí. No me voy a ir a Europa contigo. Gracias por ofrecerme tu protección, pero no tienes por qué sentirte culpable.

Malcolm ladeó la cabeza. Estaba tan cerca que podía apartarle el mechón de pelo que le caía sobre la frente con un soplo de aire.

–Solías fantasear con la idea de hacer el amor en París, a la sombra de la Torre Eiffel –le dijo, utilizando esa voz misteriosa y seductora.

Esas cuerdas vocales que valían un millón de dólares la acariciaban tan bien como un glissando de sus dedos. Le hizo retirar la mano lentamente.

–Bueno, en serio, no voy a ir a ninguna parte contigo.

–Muy bien. Voy a cancelar mi gira de conciertos y me convertiré en tu sombra hasta que sepamos que estás segura –sonrió con picardía y se metió las manos en los bolsillos–. Pero mis fans se van a enfadar. A veces se ponen muy rabiosas y pueden llegar a ser peligrosas. Y mi meta es mantenerte segura por encima de todo lo demás.

Celia se preguntó si realmente le estaba hablando en serio.

–Esto es demasiado raro –apretó los puños–. ¿Cómo te enteraste de lo del caso Martin?

Malcolm vaciló un instante antes de contestar.

–Tengo mis contactos.

–El dinero puede comprarlo todo.

–Un poco más de dinero no nos hubiera venido nada mal hace dieciocho años.

Celia recordó la última discusión que habían tenido. Él había insistido en hacer aquel concierto, en un garito miserable, solo porque pagaban bien. Estaba decidido a casarse con ella y a tener una familia. Pero ella sabía que eran demasiado jóvenes para lograrlo. La policía había irrumpido en el local de repente por una operación anti–droga y le habían arrestado. A ella la habían internado en un colegio suizo para tener al bebé.

Aún podía ver arrepentimiento en su mirada, pero no podía recorrer ese camino de nuevo con él. Lágrimas de dolor, rabia y frustración se agolparon en sus ojos. No quería derrumbarse ante él.

–Las cosas hubieran salido mejor si hubieras tenido un margen más amplio de solvencia –le dijo, recordando aquella vez, cuando había perdido la beca para Juilliard–. Pero las decisiones que yo tomé no hubiera podido cambiarlas el dinero. Lo que compartimos forma parte del pasado –se aseguró el bolso del ordenador sobre el hombro y pasó por su lado, rumbo a la puerta–. Gracias por preocuparte por mí, pero hemos terminado. Adiós, Malcolm.

Siguió adelante. Sin querer le dio una patada a una caja llena de panderetas al salir del despacho. Malcolm podía quedarse o marcharse, pero eso ya no era responsabilidad suya. El conserje cerraría con llave cuando se fuera por fin. Tenía que alejarse de él antes de hacer el ridículo.

De nuevo.

Sus sandalias golpeaban el suelo con fuerza. Salió del edificio a toda prisa y se dirigió hacia el aparcamiento de los profesores. Los ojos le escocían por las lágrimas. De repente oyó el sonido de sus pasos detrás, pero siguió adelante.

El aparcamiento estaba desierto. A la jornada escolar todavía le quedaba una hora. A lo lejos se oían los gritos de los niños, provenientes del patio del recreo. Celia echó atrás la cabeza y parpadeó rápidamente. La luz del sol la cegaba y los ojos se le humedecían por momentos. Se enjugó las lágrimas como pudo y avanzó hacia su pequeño sedán verde. El asfalto desprendía mucho calor. Había una octavilla de publicidad sujeta al parabrisas.

Celia se detuvo en seco y se llevó la mano a la garganta. ¿Sería otra advertencia del último enemigo de su padre?

Llevaba una semana encontrándose esos papeles sujetos al parabrisas, y todos estaban relacionados con la muerte. Una funeraria, parterres en el cementerio, seguros de vida… La policía le había dicho que no era más que una coincidencia.

Sacó el papel…

Era un descuento para una floristería. Una ola de alivio la inundó por dentro. Se rio a carcajadas y arrugó el papel. Sacó las llaves del coche y apretó el botón de desbloqueo.

Abrió la puerta del acompañante para dejar el bolso del ordenador y entonces se detuvo en seco.

Había una rosa negra en el soporte para vasos.

Presa del pánico, recordó la octavilla de la floristería. Sacó el papel del bolso y lo estiró sobre el asiento. Retrocedió de espaldas, tropezó. Dio contra alguien. Era un pecho fuerte, masculino. Reprimió un grito y se giró lo más rápido que pudo. Era Malcolm.

Él la sujetó de la nuca.

–¿Qué sucede?

–Hay una rosa negra en mi coche. Es macabro. No sé cómo ha llegado ahí porque cerré el coche esta mañana. Sé que lo hice, porque tuve que desbloquearlo de nuevo para entrar con la llave automática.

–Llamaremos a la policía ahora mismo.

Celia sacudió la cabeza y le hizo apartar la mano.

–El jefe de policía tomará nota y me dirá que estoy paranoica, que ha sido una broma de los estudiantes.

El jefe de policía siempre hacía referencias veladas a su pasado inestable, a todo lo que su padre había tratado de esconder. Muy pocos lo sabían, pero el estigma no se borraba con el tiempo.

Malcolm la agarró de los hombros y la hizo caminar hacia los guardaespaldas. Pasó por su lado y se dirigió hacia el sedán. Miró la rosa y luego se agachó para inspeccionar los bajos del coche.

Celia tragó en seco. Dio un paso atrás.

–Malcolm, vamos a llamar a la policía. Por favor, aléjate del coche.

Él se volvió hacia ella, cubriéndola con su enorme sombra.

–En eso estamos de acuerdo –la agarró del brazo. Las durezas de las yemas de sus dedos le arañaban la piel–. Vamos.

–¿Has visto algo debajo del coche?

–No, pero no he mirado debajo del capó. Voy a sacarte de aquí y mis hombres examinaran bien el coche para asegurarnos de que todo está en orden antes de que salgan los niños del colegio.

Los rostros de alumnos y compañeros desfilaron ante los ojos de Celia de repente. ¿Estaba poniendo en peligro a todo el colegio?

Malcolm la hizo alejarse más del vehículo.

–¿Adónde vamos? –miró por encima del hombro hacia el edificio de ladrillo rojo–. Tengo que avisar.

–Mis guardaespaldas se ocuparán de todo. Vamos hacia la limusina. Tiene refuerzo en las ventanas y está blindada. Podemos hablar allí y ver qué hacemos.

 

 

Malcolm pudo respirar tranquilo una vez metió a Celia en la limusina blindada. Le dijo al chófer que se dirigiera a su casa.

Dos de sus guardaespaldas se habían quedado junto al coche, esperando a la policía. Miró los mensajes que tenía en el teléfono por si había alguna novedad. En cuanto pudiera garantizar la seguridad de Celia, movilizaría a unos cuantos contactos para encontrar pruebas y encarcelar a ese mafioso llamado Martin de una vez y por todas. Ya había sido el chivo expiatorio de un narcotraficante para proteger a su madre. Por aquel entonces no sabía a quién acudir.

Pero ya no era un adolescente sin dinero. Tenía los recursos y el poder necesarios para ayudar a Celia como nunca antes lo había hecho.

Mientras avanzaban por Main Street, flanqueada por hileras de azaleas, sentía el peso de su mirada furiosa. Se guardó el teléfono y la miró por fin.

–¿Qué pasa?

–Se me acaba de ocurrir algo. ¿Me has metido esa flor en el coche para asustarme y conseguir que me vaya contigo? –le miró con ojos de sospecha.

–No me puedo creer que pienses eso.

–Ahora mismo no sé qué creer. Llevo casi veinte años sin verte. Hoy apareces de repente, me ofreces protección y pasa esto. La idea de que estén por aquí, en el colegio, cerca de mis alumnos… –Celia trató de tomar el aliento, se agarró las rodillas y se echó hacia delante–. Creo que voy a vomitar.

Él le puso las manos entre los hombros, reprimiendo las ganas que tenía de atraerla hacia sí y tocarla de nuevo.

–Me conoces. Ya sabes lo mucho que he deseado poder cuidar de ti. Tú eres la persona que mejor sabe lo mucho que he querido cuidar de ti. Sabes lo mucho que me dolía saber que mi padre no estaba ahí para proteger a mi madre. Bueno, ahora pregúntame de nuevo si te he metido la rosa en el coche.

Celia se echó el pelo a un lado y le miró. Todavía no podía respirar bien.

–Muy bien. Te creo. Y lo siento. Aunque una parte de mí desearía que lo hubieras hecho porque así no tendría que preocuparme.

–Todo va a salir bien. Cualquier persona que venga a por ti tendrá que vérselas conmigo. La policía va a revisar tu coche y acordonarán el aparcamiento si hay algún problema.

–Hace diez minutos dijiste que la policía no puede protegerme.

Unos rizos castaños y suaves se deslizaron sobre su brazo, igual que en el pasado. Malcolm apartó la mano rápidamente. Ya no creía en el poder del amor, pero el poder del deseo se merecía todo su respeto.

–Tenemos que decírselo a la policía de todos modos. ¿Dónde está tu padre? ¿Está en los juzgados?

–Está en el médico, haciéndose su revisión anual. Ha tenido problemas de corazón. Dice que quiere retirarse después del caso Martin. No me puedo creer que esto esté pasando.

Malcolm abrió el mini–bar y sacó una botella de agua.

–Nadie podrá hacerte daño ahora. Este coche está blindado y tiene cristales anti–balas.

–Los paparazzi pueden llegar a ser muy persistentes –Celia tomó la botella con sumo cuidado. No quería rozarle los dedos–. ¿Merece la pena vivir en una burbuja?

–Estoy haciendo lo que quiero hacer.

–Entonces me alegro por ti –Celia bebió un sorbo de agua.

–El año escolar termina mañana. Estarás libre todo el verano. Vente conmigo a Europa. Hazlo por tus padres o por tus alumnos, pero no dejes que el orgullo te impida aceptar mi propuesta.

Celia giró la botella de agua en las manos. Le observaba por debajo de una tupida cortina de pestañas.

–¿No sería un tanto egoísta por mi parte si aceptara tu oferta? ¿Y si te pongo en peligro?

Malcolm resistió las ganas de reír. No había dicho que no. Estaba considerando la propuesta.

–La Celia a la que conocía no se hubiera preocupado por eso. Hubieras seguido adelante y hubiéramos resuelto el problema juntos.

Pasaron por encima de un bache y Celia terminó precipitándose hacia su lado. Malcolm la rodeó con el brazo de forma instintiva y sus sentidos se saturaron de inmediato. Su aroma, el roce de sus pechos, el tacto de la palma de su mano…

Mordiéndose el labio, ella se apartó. Se alejó todo lo que pudo hasta llegar al otro extremo del asiento.

–Ya somos adultos y hace falta tomar medidas más sensatas –dijo de repente, dejando la botella de agua en el soporte–. No puedo irme a Europa contigo. Es algo… impensable. Y en cuanto a mis alumnos, ya te habrás dado cuenta de que ha terminado el año escolar, y si la amenaza proviene del caso de mi padre, seguro que todo se resolverá antes de que empiece el próximo curso. ¿Lo ves? Todo es muy lógico. Gracias por la oferta, de todos modos.

–Deja de darme las gracias.

La limusina pasaba por todas esas calles de Azalea que tan familiares le resultaban. Pocas cosas habían cambiado. Algunos restaurantes de toda la vida se habían convertido en franquicias de grandes cadenas y había un pequeño centro comercial, pero todo lo demás seguía igual.

Bien podrían haber sido dos adolescentes en ese momento, dos adolescentes que buscaban un sitio oscuro donde aparcar… Ambos habían perdido la virginidad en el asiento de atrás del BMW que su padre le había regalado por su dieciséis cumpleaños. Los recuerdos… Eran abrumadores.

–¿Malcolm? ¿Por qué me has buscado ahora? No me creo que lleves dieciocho años siguiéndome la pista.

–Has estado en mi mente durante toda la semana. Es esta época del año.

Celia cerró los ojos un momento.

–Su cumpleaños.

Malcolm asintió.

–Lo siento –dijo ella.

Por primera vez veía dolor en su rostro.

–Yo también firmé los papeles –le dijo. Él también había renunciado a todo derecho sobre su hija. Sabía que no tenía elección y que no tenía nada que ofrecerles.

Había tenido suerte al no terminar en la cárcel, pero la escuela militar del norte de Carolina no había sido un paseo por las nubes precisamente.

–Pero tú no querías firmar –Celia le tocó en el brazo–. Lo entiendo.

Malcolm deseaba tanto besarla…

–Hubiera sido muy egoísta si hubiera seguido insistiendo cuando sabía que no tenía forma de darte un futuro, a ti y a la niña. ¿Piensas en ella?

–Todos los días.

–¿Y en nosotros? ¿Te arrepientes cuando miras atrás?

–Me arrepiento del daño que sufriste.

Él puso su mano sobre la de ella y se la apretó con fuerza.

–Ven conmigo a Europa, para que estés segura, para que tu padre no sienta el peso de una responsabilidad tan grande sobre los hombros, para dejar atrás el pasado. Ya es hora. Déjame ayudarte como no pude hacerlo antes.

Celia se mordió el labio inferior. La limusina acababa de detenerse delante de su casa. Parpadeó rápidamente y apartó la mano. Recogió el bolso del ordenador del suelo.

–Tengo que irme a casa, a pensar. Es demasiado. Todo está pasando demasiado rápido.

Malcolm bajó del vehículo y fue a abrirle la puerta. No esperaba que le invitara a pasar la noche, pero tenía que asegurarse de que estaba segura. La condujo hacia la pequeña casa cochera que estaba detrás de la mansión.

Ella miró por encima del hombro.

–¿Ya sabes dónde vivo?

–No es un secreto –le dijo, aunque no podía evitar sorprenderse un poco.

La mansión grande, de ladrillo, no era de su padre. Se la había comprado ella misma con sus ahorros.

De todos modos, la casa pequeña, de color blanco, era una pesadilla en cuanto a seguridad. Las escaleras exteriores, muy poco iluminadas, llevaban a la entrada principal, situada justo encima del garaje. Subió tras ella. No podía dejar de mirar el movimiento de sus caderas.

–Gracias por acompañarme a casa y por llamar a la policía. Te agradezco mucho la ayuda –dijo ella, deteniéndose junto al pequeño balcón que estaba al lado de la puerta. Se volvió hacia él.

Malcolm extendió la mano para que le diera las llaves.

–Voy a revisar la casa y me voy.

Ya no era el chico idealista de antes. Había pasado mucho tiempo en esa academia militar, pensando cómo iba a presentarse en la casa de su padre para demostrar que no había hecho nada malo. Era un hombre bueno al que le habían robado una familia, y se había aferrado a esa meta durante los años que había pasado en la universidad. Gracias a los conciertos en garitos de mala muerte había logrado pagarse lo que las becas no cubrían.

Pero jamás hubiera podido imaginar la vuelta de tuerca que iba a darle el destino. Un buen día el viejo director de la academia se había presentado en su camerino después de un concierto, con una oferta absurda… Nunca hubiera imaginado que llegaría a convertirse en una estrella del rock y que su rostro acabaría estampado en millones de posters.

Su estilo de vida, con viajes constantes y presencia mediática, le proporcionaba la tapadera perfecta para trabajar como agente en la Interpol.

–Las llaves, por favor.

Celia vaciló un momento, pero finalmente se las entregó. Malcolm la introdujo en la cerradura y abrió con facilidad. Al otro lado había un espacio diáfano, con adornos discretos. Un antiguo piano vertical dominaba la estancia. Entró y se aseguró de que no hubiera más rosas. Celia desactivó la alarma y avanzó por el estrecho pasillo, rumbo al área del salón. Golpeó con las uñas una zampoña que colgaba de la pared.

Malcolm sintió que su sexto sentido se ponía en alerta. Algo iba mal, pero el instinto se le entumecía cuando estaba junto a ella.

De repente se dio cuenta.

–¿Dejaste la luz del salón encendida?

Celia contuvo el aliento.

–No. Nunca lo hago.

Malcolm la hizo ponerse detrás y fue justo en ese momento cuando reparó en el hombre que estaba sentado en el sofá. Era su padre.

El juez George Patel se había hecho mayor. Los años habían dejado huella en él.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Celia casi podía oír cómo reían las Parcas.

Miró a su padre y luego a Malcolm. Nunca se habían llevado bien. Sus padres la habían mimado mucho, pero también habían intentado sobreprotegerla. Su relación con Malcolm siempre les había parecido peligrosa, y de alguna manera tenían razón. Cuando se trataba de él, siempre perdía el control.

–Buenas noches, señor –dijo Malcolm.

–Douglas.

El juez Patel se puso en pie y le ofreció la mano.

–Bienvenido.

Se estrecharon la mano, algo que jamás hubiera sido posible dieciocho años antes. La última vez que se habían visto, el padre de Celia le había asestado un puñetazo en la mandíbula al enterarse del embarazo de su hija.

Nerviosa, Celia se volvió hacia Malcolm y le agarró del brazo.

–Estoy bien. Puedes irte, pero gracias de nuevo. De verdad.

–Hablamos mañana. Pero no digas que no porque soy yo quien te lo ofrece –agarró el picaporte y se despidió de George Patel con un gesto–. Buenas noches, señor.

Celia se quedó inmóvil unos segundos, sorprendida de ver lo bien que había ido el encuentro.

–¿Por qué estás aquí, papá? Pensaba que tenías cita con el médico.

–Las noticias llegan rápido –el juez Patel parecía cansado–. Cuando me enteré de la visita sorpresa de Malcolm, le dije al médico que tenía que agilizar las cosas.

Su pelo, cada vez más canoso, no dejaba de sorprenderla. La muerte de su madre había hecho mella en él y cada día se parecía más a su abuelo. Sus padres la habían tenido siendo ya mayores. Había nacido poco después de la muerte de su hermana.

¿Qué raro era tener una hermana a la que nunca había conocido? ¿La hubieran tenido si su hermana no hubiera muerto? Nunca había dudado del cariño de sus padres, pero la pérdida de un hijo les había hecho sobre–protectores y la habían consentido demasiado. Mirando atrás, Celia era consciente de que había sido una niña malcriada. Había hecho daño a mucha gente y a Malcolm también.

Miró el reloj.

–Se presentó en el colegio hace menos de una hora. Debes de haber venido directamente.

–Como ya te he dicho, este pueblo es muy pequeño.

Celia se tragó el nudo que tenía en la garganta y se sentó en el brazo del sofá.

–¿Qué te ha dicho el médico de la falta de aire?

–Estoy aquí, ¿no? La doctora Graham no me hubiera dejado ir si no pensara que estoy bien, así que todo está en orden.

Se recolocó las gafas. Tenía manchas de tinta en las manos, de tomar notas.

–Estoy más preocupado por ti.

–¿Qué tal va el caso Martin?

–Ya sabes que no puedo hablar de ello.

–Pero es un caso importante.

–El sueño de todo juez es tener un caso como ese, sobre todo justo antes de retirarse –le dio un golpecito en la mano–. Bueno, deja de distraerme. ¿Por qué ha venido Malcolm Douglas?

–Se enteró de lo del caso Martin, y de alguna forma supo lo de las amenazas que he denunciado a la policía, pero me parece muy raro porque nadie por aquí se las toma en serio.

–¿Y Malcolm Douglas, estrella de rock, se presenta aquí después de dieciocho años?

–Parece una locura. Lo sé. Sinceramente creo que más bien tiene que ver con el momento del año en el que estamos.

–¿Qué momento?

–Papá, es su diecisiete cumpleaños.

–¿Todavía piensas en ella?

–Claro.

–Pero no hablas de ella.

–¿Qué sentido tiene? Escucha, papá. Estoy bien. En serio. Tengo muchas notas que poner.

–Deberías venirte a casa.

–Esta es mi casa ahora. Te permití que me pusieras un sistema de alarma mejor. Es la misma que tienes en tu casa, como bien sabes, ya que tú escogiste el código. Por favor, vete a casa y descansa… Papá, estoy pensando en tomarme unas vacaciones. Quiero escaparme un tiempo cuando termine el colegio.

–Si vienes a casa, todo el mundo te tendrá entre algodones.

Celia guardó silencio un momento.

–Tengo algo que decirte. Y no quiero que lo malinterpretes o que te enfades.

–Bueno, será mejor que lo sueltes, porque la tensión acaba de subirme bastante.

–Malcolm quiere que me vaya con él de gira a Europa.

George Patel levantó las cejas. Se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo.

–¿Te lo ha ofrecido por lo de las amenazas?

Celia decidió decirle lo de la rosa. Si no lo hacía, tampoco iba a tardar mucho en enterarse.

–He recibido otra amenaza hoy.

George dejó de limpiar las gafas de golpe.

–¿Qué ha pasado?

–Dejaron una rosa negra en mi coche. A lo mejor pronto me dejan un caballo muerto en algún sitio, como en El Padrino.

–No tiene gracia. Tienes que venirte a casa conmigo.

–Malcolm me ha ofrecido la protección de su gente. Supongo que las fans acosadoras y enajenadas pueden llegar a hacerles la competencia a los sicarios más curtidos.

–Eso tampoco tiene gracia.

–Lo sé. Me preocupa que tenga razón. Mi presencia te hace vulnerable y pongo a mis alumnos en peligro. Si me voy con él, nos ahorraremos muchos problemas.

–¿Ese es el único motivo por el que has tomado esta decisión?

–¿Me estás preguntando si aún siento algo por él?

–¿Lo sientes?

–Llevo años sin hablar con él. ¿No me vas a volver a decir que me vaya a casa contigo?

–En realidad, no. Vete a Europa –la miró con sus ojos de juez–. Cierra ese capítulo de tu vida para que dejes de vivir en el limbo de una vez. Me gustaría verte sentar la cabeza antes de morir.

–Ya la he sentado. Y estoy muy feliz.

Su padre se puso en pie y suspiró. Le dio un beso en la cabeza.

–Tomarás la decisión adecuada.

–Papá…

–Buenas noches, Celia –le dio una palmadita en el brazo y agarró su chaqueta–. Pon la alarma antes de que me vaya.

Celia fue tras él, asombrada. ¿Le había entendido bien? ¿Quería que se fuera con Malcolm a Europa?

Tras despedirse de él, cerró la puerta y tecleó el código de seguridad.

De repente oyó un ruido proveniente del pasillo. El estómago le dio un vuelco. Se giró rápidamente y agarró una guitarra que estaba apoyada contra una silla. La levantó como si fuera un bate de béisbol. Estiró el brazo y alcanzó la alarma en el momento en que una sombra emergía de su dormitorio.

Un hombre.

Malcolm.

–Tu sistema de seguridad no vale para nada –le dijo, sonriendo.

 

 

Malcolm la vio ruborizarse.

–Me has dado un susto de muerte –dijo ella, quitando la mano del teclado de la alarma y dejando la guitarra sobre un butacón.

–Lo siento –Malcolm entró del todo en el salón.

El sitio estaba decorado con instrumentos musicales antiguos que se moría por tocar.

–Pensé que te había dejado claro que me preocupa que estés aquí sola.

–¿Así que entraste en mi casa?

–Solo para demostrarte lo mala que es tu alarma.

Había escalado un árbol y se había colado por una ventana en menos de diez minutos.

–Piénsalo. Si alguien como yo, un simple músico, puede entrar en tu casa, ¿qué me dices de alguien que quiera encontrarte a propósito?

–Bueno, ya me lo has dejado bien claro –señaló la puerta–. Ahora vete, por favor.

–Pero sigues aquí, sola en un apartamento. Mi código de honor no me deja irme sin más –deambuló sin rumbo por el salón.

Miró el lienzo que estaba sobre el hogar. Era un dibujo de los instrumentos de una banda. Encima de la repisa había un flautín antiguo sobre un soporte.

–A juzgar por tu conversación con tu padre, no quieres volverte a casa.

–¿Has escuchado la conversación?

–Sí –levantó el flautín y sopló.

No sonaba mal para ser un instrumento que parecía tener dos cientos años.

–No tienes vergüenza –Celia le arrebató el instrumento de las manos y volvió a ponerlo en la pared.

–Me da igual, y estoy preocupado –echó a un lado un atril lleno de partituras escritas a mano. Debían de ser para los alumnos. Tenían notas y comentarios al principio.

Se sentó en el banco del piano.

–Como estamos siendo sinceros, sí. Lo he oído todo. E incluso tu padre te ha dado su consentimiento para que vengas conmigo.

–No necesito el consentimiento de mi padre.

–Tienes toda la razón.

Celia le observó con ojos desconfiados y se sentó en una mecedora que estaba junto al piano.

–Tratas de manipularme.

–Solo trato de asegurarme de que estás bien. Y sí… –le tomó la mano–. A lo mejor de esta manera logramos dejar atrás unas cuantas cosas.

–Esto es demasiado.

Malcolm estaba de acuerdo.

–Entonces no lo decidas esta noche.

–Hablamos por la mañana, ¿de acuerdo?

–Durante el desayuno –le apretó la mano una vez más antes de soltarla–. ¿Dónde están las sábanas para el sofá?

Celia se le quedó mirando con la boca abierta. Se alisó las arrugas de la falda.

–¿Te estás auto–invitando a pasar la noche?

Malcolm no lo tenía planeado, pero de alguna manera las palabras se le habían escapado de la boca. Sentir el roce de su mano había sido demasiado.

–¿Quieres que duerma en el porche?

En realidad había pensado dormir en la limusina.

–Te ofrecería la posibilidad de buscar un par de habitaciones en un hotel, pero tendríamos que conducir durante horas. Podría vernos gente. A mi mánager le encanta verme en la prensa. Pero yo… No me gusta ser el centro de tanta atención.

–Que me vean en un hotel contigo sería una complicación añadida.

–Sí –Malcolm se arrodilló delante de ella.

No quería tocarla, pero su corazón clamaba por besarla. Quería estrecharla entre sus brazos y llevarla a la habitación. Quería hacerle el amor hasta saciarla, hasta hacerla olvidar el pasado.

–Déjame quedarme a cenar. Me quedaré en tu sofá. No hablaremos de Europa esta noche a menos que saques el tema.

–¿Pero qué piensa tu novia de que estés aquí?

–Esos malditos tabloides de nuevo. No tengo novia. Mi mánager se inventó esa historia para que parezca que estoy sentando la cabeza.

Las mujeres con las que salía eran artistas, y los eventos mediáticos en los que se dejaba ver con ellas eran preparados por los representantes. Y en cuanto al sexo, siempre había mujeres que no querían complicaciones y que valoraban el anonimato tanto como él. Eran mujeres que estaban cansadas de la falacia del amor.

–¿Es ese el verdadero motivo por el que estás aquí?

Celia no dejaba de juguetear con el dobladillo de la falda y no hacía más que levantársela, revelando cada vez más centímetros de piel.

–¿Estás sin chica?

–¿Por qué te cuesta tanto creer que estoy preocupado por ti?

–Es que me gusta conservar mi espacio. Disfruto de la paz que tengo viviendo sola.

–¿Entonces no hay nadie en tu vida? –le preguntó Malcolm.

¿De dónde había salido esa pregunta?

Ella titubeó un momento antes de responder.

–¿Quién?… He salido un par de veces con el director del colegio.

Malcolm se preguntó por qué los informes de inteligencia no incluían ese pequeño detalle.

–¿Es algo serio?

–No.

–¿Lo va a ser? –Malcolm levantó una mano–. Te lo pregunto como amigo, un viejo amigo.

Volvió a mirarle las piernas y la curva de las rodillas. No podía evitarlo.

–Bueno, entonces mejor me lo preguntas sin ese tono celoso en la voz.

–Claro… –le guiñó un ojo–. ¿Y bien?

Ella se encogió de hombros y volvió a alisarse el vestido.

–No lo sé.

Malcolm soltó el aliento con fuerza y dio media vuelta.

–He trabajado duro para obtener esa respuesta y… ¿Eso es todo lo que obtengo?

–Sí –Celia apoyó las manos en los brazos de la silla y se puso en pie–. Muy bien. Tú ganas.

–¿Qué gano?

–Puedes quedarte esta noche. En el sofá.

–Me alegro de que hayamos alcanzado un acuerdo.

–No te alegrarás tanto cuando oigas lo que hay de menú. Solo tengo ese pedazo de pizza y apenas es suficiente para mí. Tenía pensado hacer la compra en cuanto acabara el colegio.

–La cena está de camino.

Malcolm se acordaba de lo que le había dicho cuando estaban en el despacho y le había pedido a su chófer que les buscara algo de cenar antes de subir al árbol. La idea de una cena romántica con Celia era tentadora. ¿Cuántos nuevos secretos sobre ella podría descubrir?

–Mi chófer nos la va a traer.

–¿Y ya diste por hecho que yo iba a estar de acuerdo? Eres más arrogante de lo que recordaba.

–Gracias.

–No era un cumplido.

–Muy bien. Es mejor que no nos dediquemos muchos halagos y piropos.

Celia se quitó lo que le quedaba del brillo de labios con la punta de la lengua.

–¿Y por qué no?

–Porque, si te soy sincero, tengo tantas ganas de besarte que no puedo hacer otra cosa para tener las manos quietas.

Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

Cada una de las palabras que salía de la boca de Malcolm reverberaba en su cuerpo. No era solo su voz, sino también su rostro hermoso, su cuerpo masculino y musculoso… Ya no era aquel jovencito que había conocido dieciocho años antes.

–Ya usaste esa frase hace dieciocho años. Pensaba que tu estrategia había mejorado un poco. ¿O es que ser una estrella del rock te ha hecho perezoso en lo que a la conquista amorosa se refiere?

Malcolm hecho la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.

–Si no recuerdo mal, mi estrategia funcionó muy bien por aquel entonces.

–Bueno, digamos que he subido el listón. Mis expectativas han cambiado.

–Quieres que me esfuerce un poco más.

–No es eso lo que quería decir.

–¿Qué querías decir entonces?

Las manos de Malcolm acariciaron las teclas del piano sin producir ni una nota musical.

Ella se estremeció. Recordaba muy bien todas esas notas que había tocado sobre su piel tantos años antes.

–Tenía dieciséis años –tocó una melodía rápida al otro lado del teclado–. ¿Crees que me hago la dura?… En absoluto.

–Mi pobre ego –Malcolm tocó una escala.

–Siento haberte hecho daño –dijo Celia, tocando las mismas notas.

¿Cuántas veces habían hecho eso?

–No. Lo digo en serio. Eres buena –dijo sin nada de sarcasmo–. Me gusta tener a alguien que es sincero a mi alrededor, alguien en quien puedo confiar.

–¿Se supone que tengo que llorar por una pobre estrella del rock?

–En absoluto –Malcolm volvió a sentarse en el banco del piano –la escala que estaba tocando se convirtió en una melodía.

Incapaz de resistirse más, Celia se sentó a su lado y siguió tocando sus notas en sincronía con las de él. Era tan fácil como respirar.

–Ya sabes… Una de las cosas que me hizo sentirme atraída por ti es que nunca te dejaste impresionar por el dinero de mi padre o por sus influencias.

–Respeto a tu padre, aunque me haya hecho alejarme de ti. Bueno, si yo tuviera una hija y… Ah, maldita sea. Muy bien. Déjame reformular esa afirmación.

–Sé lo que querías decir –Celia bajó las manos y las apoyó sobre su regazo.

La melodía cesó.

–Ningún padre estaría contento sabiendo que su hija de dieciséis años se acuesta con chicos, y que lo hace de forma temeraria.

El rostro de Malcolm se llenó de culpa de repente.

–Debería haberte protegido mejor –le dijo, tocándole la mejilla.

–Los dos deberíamos haber sido más responsables –Celia puso su mano sobre la de él sin pensar en lo que hacía.

Él aún tenía la mano sobre su mejilla. Los callos que tenía en las yemas de los dedos le recordaban todas las horas que había pasado tocando la guitarra. La música la atravesaba por dentro. El sonido de ambos ocupaba el mismo espacio.

Celia entreabrió los labios.

El timbre de la puerta sonó en ese momento y la hizo retroceder rápidamente. Otro timbre sonaba también.

Malcolm se puso en pie. Retiró la mano de su rostro y entonces volvió a acariciarla un instante.

–Es la comida. Y mi teléfono.

Se sacó el móvil del bolsillo.

–¿La cena? –le preguntó ella, sorprendida de poder hablar.

Recordaba haberle oído decir que había mandado a su chófer a por comida. Tenía a un equipo de personas a su disposición las veinticuatro horas del día. Sus vidas eran tan distintas…

–Mi chófer lo preparará todo mientras atiendo esta llamada –le dijo él por encima del hombro, yendo hacia la puerta–. Solo necesito una manta y una almohada para el sofá.

Antes de que Celia pudiera decirle nada, abrió la puerta, le hizo señas al chófer para que entrara y salió con el teléfono en la mano.

Era evidente que no quería dejarla oír la conversación. ¿Quién le llamaba? ¿Y qué tenía que decir?

 

 

¿Cómo había podido besarla?

Malcolm asió con fuerza el pasa–manos de madera del pequeño balcón de Celia. Los guardaespaldas estaban apostados en el patio y también junto al muro exterior de ladrillo.

El teléfono seguía sonando, y sabía que tenía que contestar, pero devolvería la llamada en cuanto se le calmara un poco el corazón.

Apretó el botón de llamada tras buscar el número y esperó a que el coronel John Salvatore contestara. Era el antiguo director de su colegio y su superior en la Interpol. El hombre había cambiado el uniforme por un armario lleno de trajes grises que llevaba con corbata roja.

–Salvatore al habla.

Su mentor contestó en un tono seco y cortante. Llevaba muchos años dando órdenes militares a diestro y siniestro.