Sombras de culpa - Sharon Kendrick - E-Book

Sombras de culpa E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Bianca 2970 ¡Reclamada por el jeque! El jeque Saladin Al-Mektala no estaba acostumbrado a que le negaran nada. Por eso, cuando Olivia Miller, la mejor sanadora de caballos del mundo, rechazó una y otra vez la generosa suma que le ofrecía a cambio de sus servicios, para que intentara curar a su caballo favorito, decidió acudir a hablar con ella en persona. Cuando llamaron al timbre de su hotelito rural en medio de la intensa nevada que estaba cayendo, Olivia, que estaba muy ocupada preparándolo todo para la llegada de sus próximos huéspedes, se quedó anonadada al abrir la puerta y encontrarse con el apuesto jeque de Jazratán ante ella. Saladin Al-Mektala había ido allí para hacerla cambiar de opinión y esa vez no aceptaría un no por respuesta.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2015 Sharon Kendrick

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sombras de culpa, n.º 2970 - 30.11.22

Título original: The Sheikh’s Christmas Conquest

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-210-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Livvy estaba subida a una escalera, colgando un ramillete de muérdago, cuando sonó el timbre de la entrada. El muérdago era de plástico, pero del caro, y quedaba muy bonito con la cinta roja que lo ataba. El ruido del timbre le hizo dar un respingo, porque no esperaba ningún huésped hasta Nochebuena.

Deseó que quien quiera que fuera se marchase. Aún tenía muchísimo por hacer antes de que los primeros huéspedes llegasen y, por culpa de la nevada que estaba cayendo, Stella, su empleada a media jornada, no había podido ir.

Pero el timbre volvió a sonar y, aunque solo faltaban cuatro días para Navidad y no le quedaban habitaciones libres, una no podía mostrarse descortés cuando dirigía un negocio, así que se bajó de la escalera y se dirigió a la entrada.

Sin embargo, nada podría haberla preparado para lo que se encontró al abrir la puerta. El hombre que tenía frente a ella, aunque no había llegado a conocerlo en persona, era famoso en el mundo de las carreras de caballos, un mundo al que ella había pertenecido hacía tiempo.

Desde luego era difícil de olvidar, con esos ojos negros, esa tez aceitunada, esos rasgos perfectos y ese físico atlético. Pero no fue su apariencia ni su innegable carisma lo que hizo parpadear a Livvy con incredulidad, sino su estatus. Porque aquel no era un hombre cualquiera; era Saladin Al-Mektala, el monarca de Jazratán. Un auténtico jeque del desierto en el umbral de su puerta…

Tiempo atrás se habría sentido intimidada por un hombre tan rico e importante, pero en los últimos años había pasado por una serie de experiencias que la habían hecho más fuerte, y ahora llevaba una vida independiente de la que estaba orgullosa.

–¿No le ha dicho nadie –murmuró, ladeando la cabeza– que cuando se llama a la puerta de una casa, se debe esperar un poco antes de volver a insistir?

Saladin enarcó las cejas, incapaz de disimular el desconcierto que le produjeron sus palabras. Sabía que allí, en Inglaterra, las normas de cortesía eran mucho menos rígidas que en su país, pero aun así… ser recibido de ese modo… Además, a pesar de que a menudo se quejaba a sus asesores de que la gente nunca se comportaba de forma «normal» con él, de que el protocolo era demasiado estricto, estaba acostumbrado a que lo trataran con cierta deferencia.

–¿Sabe quién soy? –inquirió, estudiándola con los ojos entornados.

Ella se rio –¡se rio!–, y la coleta en que llevaba recogido su brillante cabello, se movió de lado a lado, como la cola de un caballo.

–Pensaba que eso solo lo decían los famosillos de segunda cuando les niegan la entrada a un club nocturno –comentó.

Saladin sintió una punzada de irritación… y algo más. Algo que no sabría muy bien cómo definir. Ya le habían advertido de que Olivia Miller podía ser difícil, puntillosa y cabezota. Y aunque le habría gustado ponerla en su sitio con una respuesta cortante, necesitaba su ayuda desesperadamente, así que hizo un esfuerzo y se mordió la lengua.

–Mi nombre es Saladin Al-Mektala –se presentó.

–Sé quién es.

–Mis representantes han intentado ponerse en contacto con usted –añadió él–. En repetidas ocasiones.

Ella esbozó una sonrisa forzada.

–Eso también lo sé –dijo–. De hecho, me han bombardeado con e-mails y llamadas toda la semana pasada. Apenas entraba en mi correo, me encontraba con media docena de mensajes de la Casa Real de Jazratán.

–Pero los ignoró.

–Porque estaba en mi derecho, creo yo –replicó ella, apoyándose en la jamba de la puerta–. Insistieron a pesar de que les había dicho que no estaba interesada. Y no he cambiado de opinión.

Saladin apenas pudo reprimir su creciente irritación.

–Pero si ni siquiera ha dejado que le expliquen de qué se trata.

–Algo relacionado con un caballo; no necesito saber nada más –repuso ella cruzándose de brazos e irguiéndose, como para parecer más alta.

Sin embargo, él aún le sacaba más de una cabeza. Cuando le habían hablado de su don para calmar a caballos temperamentales, la imagen mental que se había hecho de ella no había sido desde luego la de una mujer tan menuda.

–Ya no trabajo con caballos –añadió Livvy muy seria.

Saladin alzó la vista a sus ojos color miel y le preguntó:

–¿Por qué no?

Ella chasqueó la lengua, como molesta.

–No es asunto suyo –contestó, levantando la barbilla–. No tengo por qué darle explicaciones.

Saladin no estaba acostumbrado a que le negasen nada, ni a que la gente se mostrase desafiante con él, y la respuesta de Livvy no hizo sino reforzar su determinación de conseguir su propósito.

También se notó repentinamente excitado, y eso lo sorprendió porque el aspecto de Olivia Miller dejaba bastante que desear.

Su cabello era de un color castaño claro con tintes cobrizos, como el de las mujeres que pintaba Tiziano en sus cuadros, pero lo tenía recogido en una coleta y los vaqueros y la sudadera que llevaba le quedaban grandes. Y todo eso hacía difícil de entender que pudiera sentirse atraído por ella.

–¿Se da cuenta de que su actitud podría considerarse insolente? –inquirió, observándola con los ojos entornados.

Ella volvió a levantar la barbilla.

–No pretendía ser insolente –respondió, aunque su mirada le decía lo contrario–. Solo he dicho que no le conciernen las decisiones que haya tomado sobre mi vida, y que no le debo ninguna explicación.

–No, pero al menos podría tener la cortesía de escuchar lo que tengo que decirle –replicó él–. ¿O es que la palabra «hospitalidad» no significa nada para usted? No sé si es consciente de que he viajado miles de kilómetros con un tiempo de lo más inclemente para verla.

Livvy miró por el rabillo del ojo los ramilletes de muérdago que aún le quedaban por colgar, y pensó en todas las demás cosas que tenía todavía por hacer antes de que llegaran sus huéspedes.

–No podría haber escogido un momento más inconveniente, justo antes de Navidad –le espetó.

–¿Y cuándo le habría resultado más conveniente? –inquirió él–. Porque cada vez que mis representantes han intentado ponerse en contacto con usted, ha sido imposible.

–La mayoría de la gente habría captado la indirecta y no habría insistido más.

–Soy el monarca de Jazratán; no estoy acostumbrado a indirectas –fue la fría respuesta de Saladin.

Livvy vaciló. Su comportamiento confirmaba todo lo que había oído acerca de él. Era famoso por su arrogancia y se sentía tan tentada de decirle que se largara… Sin embargo, ahora dirigía un negocio, y si enfadaba a Saladin Al-Mektala más de lo que ya había conseguido enfadarlo, él podría difundir comentarios desfavorables sobre su hotelito de bed&breakfast, y una mala publicidad podía llevarte a la ruina cuando trabajabas en la industria hotelera.

Veía la nieve caer detrás de él. Había estado nevando con fuerza desde primera hora de la mañana, y si seguía así pronto las carreteras quedarían intransitables y no podría librarse de él. Y necesitaba librarse de él. No le gustaba nada la testosterona que rezumaba aquel hombre. No le gustaba cómo la hacía sentir, ni que hiciera que pensase en cosas en las que no había pensado desde hacía mucho tiempo.

Vio a unos metros un todoterreno de color negro y se preguntó si no habría alguien tiritando allí dentro.

–¿Y sus guardaespaldas?, ¿están sentados en el coche? –le preguntó, señalando el vehículo con la cabeza.

–No he traído guardaespaldas conmigo –repuso él.

De modo que estaban a solas. Aquello inquietó aún más a Livvy, que se encontró deseando tener un perro que le ladrase en vez de una gata boba de pelo largo, a la que llamaba Peppa y que estaba en ese momento tumbada en el salón, junto a la chimenea.

Sin embargo, no iba a dejar que aquel hombre la intimidara. No se sentía intimidada, se dijo, y quizá debería dejar de evitarlo y hablar con él. Tal vez fuera la única manera de convencerlo de que no iba a cambiar de opinión. Si le repetía una y otra vez que no estaba interesada en lo que quisiera ofrecerle, tendría que creerla y dejarla en paz.

–Será mejor que entre –le dijo, mientras una ráfaga helada arrastraba copos de nieve al interior del vestíbulo–. Le concederé treinta minutos, pero ni uno más. Tengo varias reservas para Navidad y me queda un montón por hacer antes de que lleguen esos huéspedes.

No se le escapó la sonrisilla triunfal que asomó a los labios de Saladin cuando entró y ella cerró la puerta. Había algo tan viril en él…, pensó irritada, algo que resultaba a la vez excitante y peligroso, y se obligó a inspirar profundamente para tratar de calmar los latidos de su corazón, que de repente se habían desbocado. «Trátalo como si fuera un huésped», se dijo. «Sonríe y compórtate de un modo profesional».

–¿Por qué no pasamos al salón? –le sugirió cortésmente–. Tengo encendida la chimenea.

Él asintió, y Livvy vio cómo escrutaba todo con los ojos entornados mientras lo conducía allí.

–Es una casa antigua muy bonita –comentó.

–Gracias. Parte de la construcción data del siglo xii –le explicó ella–. Que sea un edificio histórico es uno de sus atractivos para los turistas, a pesar de estar en un lugar tan remoto.

O al menos lo había sido hasta que habían abierto varios hotelitos con encanto en los alrededores; la competencia estaba afectando seriamente a sus ingresos.

Había encendido el fuego con leños de manzano, que daban muy buen olor, y el enorme árbol de Navidad, aunque aún estaba sin adornar, aportaba un toque hogareño.

Cuando alzó la vista descubrió que Saladin estaba estudiándola atentamente. No iba vestido como un jeque; no llevaba un turbante, ni una larga túnica, ni había nada en su indumentaria que indicase que pertenecía a la realeza.

Llevaba un abrigo oscuro de cachemir, que estaba quitándose en ese momento, un suéter gris y unos pantalones negros. Lo observó mientras colgaba el abrigo sobre el respaldo de una silla antes de acercarse al fuego.

–Bueno, sea lo que sea lo que quiere, debe estar muy desesperado para haber venido hasta Derbyshire –apuntó Livvy.

–La quiero a usted –respondió él.

Algo en su sensual tono de voz despertó en Livvy sentimientos que llevaba años reprimiendo, y por un segundo se encontró imaginándose cómo sería ser el objeto de deseo de un hombre como Saladin Al-Mektala. ¿Se suavizaría esa mirada de acero antes de besarla? ¿Se sentiría ella incapaz de resistirse a él entre sus fuertes brazos?

Tragó saliva, sorprendida por los inesperados vericuetos por los que la había llevado su pensamiento. No solía fantasear de ese modo con un completo desconocido. La culpa era de él, se dijo, que había dicho esas palabras de doble sentido como si quisiera provocarla o escandalizarla.

–Tendrá que ser un poco más específico –le dijo con aspereza–. ¿Qué es lo que quiere de mí?

Una sombra cruzó las facciones de Saladin.

–Uno de mis caballos está enfermo –le explicó muy serio–. Un semental que ha sufrido una lesión. Es mi favorito.

Su evidente preocupación produjo compasión en Livvy, pero bastante tenía ya con sus problemas como para ocuparse de los de otros.

–Siento oír eso, pero con su posición y su fortuna, imagino que tendrá a su disposición a los mejores cirujanos veterinarios.

–Dicen que no pueden hacer nada.

–¿En serio? ¿Por qué?, ¿de qué clase de lesión se trata?

–Un desgarro del ligamento suspensor.

Ella contrajo el rostro.

–Eso es grave.

–Lo sé –masculló él–. Si no lo supiera, ¿por qué diablos iba a acudir a usted?

Livvy optó por ignorar aquella salida de tono.

–Hoy en día hay tratamientos nuevos y revolucionarios –dijo en un tono apaciguador–. Se pueden inyectar células madre, o podría probar la terapia por ondas de choque. He oído que ambos tratamientos dan buenos resultados.

–¿Piensa que no lo he intentado ya todo? ¿Que no he hecho venir a expertos de los lugares más remotos para que lo examinen? –le espetó él–. Todos han fracasado –tragó saliva y añadió en un tono sombrío–: Todos me han dicho que no hay esperanza.

Livvy, que sabía lo fuerte que podía ser el vínculo entre un jinete y su caballo, sintió una profunda lástima por él. Sin embargo, también sabía que a veces uno tenía que aceptar las cosas tal y como eran, que había situaciones que no se podían cambiar por mucho que lo intentaras. Ni con todo el dinero del mundo. Suspiró y le dijo:

–Como le he dicho, lo siento mucho, pero si los mejores expertos le han asegurado que no hay esperanza, no sé cómo espera que lo ayude.

–Sí que lo sabe, Livvy –replicó él enérgicamente–. Sí que lo sabe.

Su tono la sorprendió casi tanto como que la hubiera llamado por su nombre de pila.

–No, no lo sé –respondió sacudiendo la cabeza–. Ya no trabajo con caballos. Hace años que no lo hago. Es un capítulo cerrado de mi vida, y si alguien le ha dicho algo distinto, se equivocaba. Lo siento.

Saladin se quedó callado un momento.

–¿Puedo sentarme? –le pidió, señalando uno de los descoloridos sillones de brocado junto a la chimenea.

Por un momento Livvy se preguntó si le permitiría poner en su web una foto suya ahí sentado, a modo de publicidad, acompañada de una frase como: «Al jeque de Jazratán le encanta relajarse frente al fuego de la antigua chimenea». Pero por la fría mirada en sus ojos dedujo que probablemente no.

–Si quiere –respondió, y encendió una lámpara para compensar la falta de luz natural, ahora que estaba atardeciendo.

Sin embargo, los latidos de su corazón se dispararon cuando Saladin se sentó y estiró las piernas frente a sí. Era como toparse con un leopardo echado a la sombra de un árbol en la sabana. Aunque pareciera relajado, sus elegantes zarpas ocultaban letales garras. Y ella cayó en la cuenta, ya tarde, de que debería haberle dicho que no.

–Como le he dicho tengo muchas cosas que hacer –murmuró, echándole un vistazo a su reloj–, así que… ¿podríamos ir al grano?

–Dudo que mi caballo pueda volver a competir –dijo él–; de hecho, sufre tanto dolor que los veterinarios me han dicho que sería cruel dejar que continuara así y que… –la voz se le quebró–. Me han contado que tiene un don especial con los caballos, Livvy –añadió con suavidad–. Que puede curarlos.

–¿Quién le ha dicho eso?

–Mi entrenador. Me dijo que era la mejor amazona que había conocido, que era ligera como una pluma, pero fuerte como un buey, y que tenía una habilidad extraordinaria para tratar con los caballos. Decía que hasta el caballo más temperamental se calmaba cuando usted se acercaba. Y que la ha visto hacer cosas que desafían toda lógica y que asombraba a los veterinarios.

–Todo eso no son más que cuentos y la gente cree lo que quiere creer. No es más que suerte. Probablemente los caballos a los que he «sanado» se habrían puesto mejor con el tiempo aunque yo no hubiera intervenido. Mire, me halaga que haya acudido a mí y siento no poder ayudarlo, pero no tengo una varita mágica.

Saladin resopló con frustración. No parecía halagada en absoluto. ¿Pero qué le pasaba a aquella mujer? ¿No se daba cuenta de que podía ganar un montón de dinero si accedía a ayudarlo? Por no mencionar el prestigio que le proporcionaría poder decir que sus servicios habían sido requeridos por la Casa Real de Al-Mektala.

Había recabado información sobre ella antes de ir allí. Sabía que había heredado aquel antiguo caserón de su padre y lo había convertido en un hotel bed&breakfast. Sin embargo, saltaba a la vista que la casa necesitaba un buen remozado y unas cuantas reparaciones. Las construcciones antiguas como aquella eran un pozo sin fondo por lo que costaba mantenerlas. Y estaba claro que Olivia Miller no nadaba en la abundancia. Por eso no entendía que rechazara su oferta. Con lo que le pagaría podría arreglar todos los desperfectos.

Y en cuanto a ella, con esa ropa grande y ese aspecto descuidado… Le había dado la espalda al mundo ecuestre, que antaño había sido su vida, y ahora dirigía un pequeño hotel en medio de ninguna parte.

¿Qué clase de vida era aquella para una mujer que estaba a punto de cumplir los treinta años? En su país a los veinticinco una mujer ya estaba casada y tenía al menos dos hijos, porque la costumbre era casarse joven.

Recordó a Alya y sintió una punzada de dolor en el pecho. Pensó en cómo se habían destrozado sus sueños, en la horrible sensación de culpa y, maldiciendo para sus adentros, apartó esos pensamientos y miró a la obstinada señorita Miller.

–Puede que no tenga una varita mágica, pero me gustaría que intentase ayudar a mi caballo –le insistió–. Si no lo intenta, nunca sabrá si podría haberlo logrado. Además, estoy dispuesto a pagarle generosamente. Y, como se suele decir –añadió con una media sonrisa–, a caballo regalado…

Ella no respondió a ese intento suyo de poner un poco de humor, sino que se quedó mirándolo con una expresión irritada en sus ojos ambarinos. Las mujeres no solían lanzarle esa clase de miradas furibundas, y a Saladin volvió a sorprenderle cómo lo excitaba su actitud.

–¿De cuántas maneras tengo que decirle que no para que se dé por vencido? –inquirió.

–¿Y cuánto tardará usted en darse cuenta de que soy un hombre muy persistente, que está acostumbrado a conseguir lo que quiere?

–Por mucho que insista no me hará cambiar de opinión –le espetó ella.

Y entonces Saladin jugó su última carta, la carta a la que se había dicho que solo recurriría cuando no le quedara otro remedio.

–¿Es así como piensa pasar el resto de su vida, Livvy? –le preguntó con suavidad–. ¿Aquí escondida, en medio de ninguna parte, desperdiciando un talento que pocos poseen… y todo porque un hombre la dejó tirada frente al altar?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

En un primer momento Livvy no reaccionó a la cruel pulla de Saladin porque ocultar sus emociones era algo que se le daba bien. Era una de las cosas que había aprendido cuando el hombre con el que había estado prometida había decidido no ir a la iglesia el día de la boda. Había aprendido a no dejar entrever a nadie lo que pensaba ni lo que sentía.

Y, sin embargo, las palabras del jeque le habían dolido. Incluso después de tanto tiempo. Le dolía recordarse a sí misma frente al altar, con aquel estúpido vestido de novia y una sonrisa impaciente en los labios. Una sonrisa que se había desvanecido al ver que pasaban los minutos y los invitados habían empezado a murmurar, al darse cuenta de que el novio no se iba a presentar.

¿Cómo podía haber sacado a colación algo tan doloroso para conseguir lo que quería? ¿No era capaz de imaginar cómo había afectado a su autoestima aquella humillación pública? No tenía ni idea de cuánto le había costado superar ese golpe.

Ni siquiera estaba segura de haberse recuperado del todo, teniendo en cuenta que aquello la había empujado a dejar atrás su antigua vida para empezar una nueva. Había abandonado a los caballos, a los que adoraba, y había pasado a mirar con suspicacia a cualquier hombre que intentase acercarse a ella.

Querría agarrar a Saladin por los brazos y zarandearlo, golpearle el pecho con los puños y gritarle que era un monstruo, que no tenía corazón. Sin embargo, sospechaba que ese arranque de ira no le afectaría en lo más mínimo y que vería como una pequeña victoria haberla sacado así de sus casillas.

–Eso no tiene nada que ver con las razones por las que no quiero trabajar para usted –le respondió con frialdad.