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Baldomero Lillo

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Beschreibung

El conjunto de relatos recopilados en Subsole forma parte de las obras maestras de la literatura chilena del siglo XX. Sus diferentes protagonistas, reflejo de los círculos más pobres y abandonados del Chile que describe Lillo, constituyen y construyen una imagen clara de los personajes populares que forman parte de nuestra geografía. Más que relatos de tintes dramáticos, estos reflejan el día a día de cada uno de los personajes, de esa pirámide social base, infeliz y olvidada. Con toques de humor y fantasía, el autor transforma la denuncia social en una metáfora fantástica que envuelve al lector en un mundo conocido, pero que pocos desean ver.

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SUBSOLEAutor: Baldomero Lillo Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño de portada: Camila Doñas Diagramación: Sergio Cruz Primera edición: diciembre de 2016. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. ISBN: Nº 978-956-338-295-2 eISBN: Nº 978-956-338-651-6

La mariscadora

Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre chupando ávido el robusto seno, Cipriana con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha abarcó de una ojeada la liquida llanura del mar.

Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo, en la línea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad augusta de las calladas ondas.

Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para llegar al sitio adonde se dirigía. A su derecha, un elevado promontorio que se internaba en el mar mostraba sus escarpadas laderas desnudas de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de fina y blanca arena se extendía hasta un oscuro cordón de cerros que se alzaba hacia el oriente. La joven, pendiente de la diestra con el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía bajo los pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillones matices escarlata y verde resaltaban intensamente en el gris monótono de las dunas, bajó con lentitud por la arenosa falda de un terreno firme, ligeramente humedecido, en el que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella. Ni un ser humano se distinguía en cuanto alcanzaba la mirada. Mientras algunas gaviotas revoloteaban en la blanca cinta de espuma, producida por la tenue resaca, enormes alcatraces con las alas abiertas e inmóviles resbalaban, unos tras otros, como cometas suspendidas por un hilo invisible, sobre las dormidas aguas. Sus siluetas fantásticas alargábanse desmesuradamente por encima de las dunas y, enseguida, doblando el promontorio, iban a perderse en alta mar.

Después de media hora de marcha, la mariscadora se encontró delante de gruesos bloques de piedra que le cerraban el paso. En ese sitio la playa se estrechaba y concluía por desaparecer bajo grandes planchones de rocas basálticas, cortadas por profundas grietas. Cipriana salvó ágilmente el obstáculo, torció hacia la izquierda y se halló, de improviso, en una diminuta caleta abierta entre los altos paredones de una profunda quebrada.

La playa reaparecía allí otra vez, pero muy corta y angosta. La arena de oro pálido se extendía como un tapiz finísimo en derredor del sombrío semicírculo que limitaba la ensenada.

La primera diligencia de la madre fue buscar un sitio al abrigo de los rayos del sol donde colocar la criatura, lo que encontró bien pronto en la sombra que proyectaba un enorme peñasco cuyos flancos, húmedos aún, conservaban la huella indeleble del zarpazo de las olas. Elegido el punto que le pareció más seco y distante de la orilla del agua, desprendió de los hombros el amplio rebozo y arregló con él un blando lecho al dormido pequeñuelo, acostándolo en aquel nido improvisado con amorosa solicitud para no despertarle.

Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con grandes ojos velados en ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes.

La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis devorando con la mirada aquel bello y gracioso semblante. Morena, de regular estatura, de negra y abundosa cabellera, la joven no tenía nada de hermoso. Sus facciones toscas, de líneas vulgares, carecían de atractivo. La boca grande, de labios gruesos, poseía una dentadura de campesina: blanca y recia; y los ojos pardos, un tanto humildes, eran pequeños, sin expresión. Pero cuando aquel rostro se volvía hacia la criatura, las líneas se suavizaban, las pupilas adquirían un brillo de intensidad apasionada y el conjunto resultaba agradable, dulce y simpático. El sol, muy alto sobre el horizonte, inundaba de luz aquel rincón de belleza incomparable. Los flancos de la cortadura desaparecían bajo la enmarañada red de arbustos y plantas trepadoras. Dominando el leve zumbido de los insectos y el blando arrullo del oleaje entre las piedras, resonaba a intervalos, en la espesura, el melancólico grito del pitío.

La calma del océano, la inmovilidad del aire y la placidez del cielo tenían algo de la dulzura que se retrataba en la faz del pequeñuelo y resplandecía en las pupilas de la madre, subyugada a pesar suyo, por la magia irresistible de aquel cuadro.

Vuelta hacia la ribera, examinaba la pequeña playa delante de la cual se extendía una vasta plataforma de piedra que se internaba una cincuentena de metros dentro del mar. La superficie de la roca era lisa y bruñida, cortada por innumerables grietas tapizadas de musgos y diversas especies de plantas marinas.

Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la falda de percal descolorido, y cogiendo la cesta, atravesó la enjuta playa y avanzó por encima de las peñas húmedas y resbaladizas, inclinándose a cada instante para examinar las hendiduras que encontraba al paso. Toda clase de mariscos llenaban esos agujeros. La joven, con ayuda de un pequeño gancho de hierro, desprendía de la piedra los moluscos y los arrojaba en su canasto. De cuando en cuando, interrumpía la tarea y echaba una rápida mirada a la criatura que continuaba durmiendo sosegadamente.

El océano se asemejaba a una vasta laguna de turquesa líquida. Aunque hacía ya tiempo que la hora de la bajamar había pasado, la marea subía con tanta lentitud que solo un ojo ejercitado podía percibir cómo la parte visible de la roca disminuía insensiblemente. Las aguas se escurrían cada vez con más fuerza y en mayor volumen a lo largo de las cortaduras.

La mariscadora continuaba su faena sin apresurarse. El sitio le era familiar, y, dada la hora, tenía tiempo de sobra para abandonar la plataforma antes que desapareciera bajo las olas.

El canasto se llenaba con rapidez. Entre las hojas transparentes del luche destacábanse los tonos grises de los caracoles, el blanco mate de las tacas y el verde viscoso de los chapes. Cipriana, con el cuerpo inclinado, la cesta en una mano y el gancho en la otra, iba y venía con absoluta seguridad en aquel suelo escurridizo. El apretado corpiño dejaba ver el nacimiento del cuello redondo y moreno de la mariscadora, cuyos ojos escudriñaban con vivacidad las rendijas, descubriendo el marisco y arrancándolo de la áspera superficie de la piedra. De vez en cuando se enderezaba para recoger sobre la nuca las negrísimas crenchas de sus cabellos. Y su talle vasto y desgarbado de campesina destacábase entonces sobre las amplias caderas con líneas vigorosas, no exentas de gallardía y esbeltez. El cálido beso del sol coloreaba sus gruesas mejillas, y el aire oxigenado que aspiraba a plenos pulmones hacía bullir en sus venas su sangre joven de moza robusta en la primavera de la vida.

El tiempo pasaba, la marea subía lentamente invadiendo poco a poco las partes bajas de la plataforma, cuando de pronto Cipriana, que iba de un lado para otro, afanosa en su tarea, se detuvo y miró con atención dentro de una hendidura. Luego se enderezó y dio un paso hacia delante; pero casi inmediatamente giró sobre sí misma y volvió a detenerse en el mismo sitio. Lo que cautivaba su atención, obligándola a volver atrás, era la concha de un caracol que yacía en el fondo de una pequeña abertura. Aunque diminuto, de forma extraña, parecía más grande visto a través del agua cristalina.

Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en el hueco, pero sin éxito, pues la rendija era demasiado estrecha y apenas tocó con la punta de los dedos el nacarado objeto. Aquel contacto no hizo sino avivar su deseo. Retiró la mano y tuvo otro segundo de vacilación, más el recuerdo de su hijo le sugirió el pensamiento de que sería aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría nada.

Y el tinte rosa pálido del caracol con sus tonos irisados tan hermosos destacábase tan suavemente en aquel estuche de verde y aterciopelado musgo que, haciendo una nueva tentativa, salvó el obstáculo y cogió la preciosa concha. Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaban inútiles: estaba cogida en una trampa. La conformación de la grieta y lo viscoso de sus bordes habían permitido con dificultad el deslizamiento del puño a través de la estrecha garganta que, ciñéndole ahora la muñeca como un brazalete, impedía salir a la mano endurecida por el trabajo.

En un principio Cipriana solo experimentó una leve contrariedad que se fue transformando en una cólera sorda, a medida que transcurría el tiempo en infructuosos esfuerzos. Luego una angustia vaga, una inquietud creciente fue apoderándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un sudor helado le humedeció las sienes. De pronto la sangre se paralizó en sus venas, las pupilas se agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros. Con ojos y rostro desencajados por el espanto, había visto delante de ella una línea blanca, movible, que avanzó un corto trecho sobre la playa y retrocedió luego con rapidez: era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo, arrastrado y envuelto en el flujo de la marea, se presentó clara y nítida a su imaginación. Lanzó un penetrante alarido, que devolvieron los ecos de la quebrada, resbaló sobre las aguas y se desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad.

Arrodillada sobre la piedra se debatió algunos minutos furiosamente. Bajo la tensión de sus músculos sus articulaciones crujían y se dislocaban, sembrando con sus gritos el espanto en la población alada que buscaba su alimento en las proximidades de la caleta: gaviotas, cuervos, golondrinas de mar, alzaron el vuelo y se alejaron presurosos bajo el radiante resplandor del sol.

El aspecto de la mujer era terrible: las ropas empapadas en sudor se habían pegado a la piel; la destrenzada cabellera le ocultaba en parte el rostro atrozmente desfigurado; las mejillas se habían hundido y los ojos despedían un fulgor extraordinario. Había cesado de gritar y miraba con fijeza el pequeño envoltorio que yacía en la playa, tratando de calcular lo que las olas tardarían en llegar hasta él. Esto no se hacía esperar mucho, pues la marea precipitaba ya su marcha ascendente y muy pronto la plataforma sobresalió algunos centímetros sobre las aguas.

El océano, hasta entonces tranquilo, empezaba a hinchar su torso, y espasmódicas sacudidas estremecían sus espaldas relucientes. Curvas ligeras, leves ondulaciones interrumpían por todas partes la azul y tersa superficie. Un oleaje suave, con acariciador y rítmico susurro, comenzó a azotar los flancos de la roca y a depositar en la arena albos copos de espuma que bajo los ardientes rayos del sol tomaban los tonos cambiantes del nácar y del arco iris.

En la escondida ensenada flotaba un ambiente de paz y serenidad absolutas. El aire tibio, impregnado de las acres1 emanaciones salinas2, dejaba percibir a través de la quietud de sus ondas el leve chasquido del agua entre las rocas, el zumbido de los insectos y el grito lejano de los halcones de mar.

La joven, quebrantada por los terribles esfuerzos hechos para levantarse, giró en torno sus miradas imploradoras y no encontró ni en la tierra ni en las aguas un ser viviente que pudiera prestarle auxilio. En vano clamó a los suyos, a la autora de sus días, al padre de su hijo, que allá detrás de las dunas aguardaba su regreso en el rancho humilde y miserable. Ninguna voz contestó a la suya, y entonces dirigió su vista hacia lo alto y el amor maternal arrancó de su alma inculta y ruda, torturada por la angustia, frases y plegarias de elocuencia desgarradora:

—¡Dios mío, apiádate de mi hijo; sálvalo, socórrelo...! ¡Perdón para mi hijito, Señor! ¡Virgen Santa, defiéndelo...! ¡Toma mi vida, no se la quites a él! ¡Madre mía, permite que saque la mano para ponerlo más allá...! ¡Un momento, un ratito no más...! ¡Te juro volver otra vez aquí...! ¡Dejaré que las aguas me traguen; que mi cuerpo se haga pedazos en estas piedras; no me moveré y moriré bendiciéndote! ¡Virgen Santa, ataja la mar; sujeta las olas; no consientas que muera desesperada...! ¡Misericordia, Señor! ¡Piedad, Dios mío! ¡Óyeme, Virgen Santísima! ¡Escúchame, madre mía!

Arriba la celeste pupila continuaba inmóvil, sin una sombra, sin una contracción, diáfana e insondable como el espacio infinito.

La primera ola que invadió la plataforma arrancó a la madre un último grito de loca desesperación. Después solo brotaron de su garganta sonidos roncos, apagados, como estertores de moribundo.

La frialdad del agua devolvió a Cipriana sus energías, y la lucha para zafarse de la grieta comenzó otra vez más furiosa y desesperada que antes. Sus violentas sacudidas y el roce de la carne contra la piedra habían hinchado los músculos, y la argolla de granito, que la aprisionaba pareció estrecharse en tomo de la muñeca.

La masa líquida, subiendo incesantemente, concluyó por cubrir la plataforma. Solo la parte superior del busto de la mujer arrodillada sobresalió por encima del agua. A partir de ese instante los progresos de la marea fueron tan rápidos que muy pronto el oleaje alcanzó muy cerca del sitio en que yacía la criatura. Transcurrieron aún algunos minutos y el momento inevitable, al fin llegó. Una ola, alargando su elástica zarpa, rebasó el punto donde dormía el pequeñuelo, quien, al sentir el frío contacto de aquel baño brusco, despertó, se retorció como un gusano y lanzó un penetrante chillido.

Para que nada faltase a su martirio, la joven no perdía un detalle de la escena. Al sentir aquel grito que desgarró las fibras más hondas de sus entrañas, una ráfaga de locura fulguró en sus extraviadas pupilas, y así como la alimaña cogida en el lazo corta con los dientes el miembro prisionero, con la hambrienta boca presta a morder se inclinó sobre la piedra; pero aun ese recurso le estaba vedado; el agua que le cubría hasta el pecho obligábala a mantener la cabeza en alto.

En la playa las olas iban y venían alegres, retozonas, envolviendo en sus pliegues juguetonamente al rapazuelo. Habíanle despojado de los burdos pañales, y el cuerpecillo regordete, sin más traje que la blanca camisilla, rodaba entre la espuma agitando desesperadamente las piernas y brazos diminutos. Su tersa y delicada piel, herida por los rayos del sol, relucía, abrillantada por el choque del agua y el roce áspero e interminable sobre la arena.

Cipriana, con el cuello estirado, los ojos fuera de las órbitas, miraba aquello estremecida por una suprema convulsión. Y en el paroxismo del dolor, su razón estalló de pronto. Todo desapareció ante su vista. La luz de su espíritu azotada por una racha formidable se extinguió, y mientras la energía y el vigor aniquilados en un instante cesaban de sostener el cuerpo en aquella postura, la cabeza se hundió en el agua, un leve remolino agitó las ondas y algunas burbujas aparecieron en la superficie tranquila de la pleamar.

Juguete de las olas, el niño lanzaba en la ribera vagidos cada vez más tardos y más débiles, que el océano, como una nodriza cariñosa, se esforzaba en acallar, redoblando sus abrazos, modulando sus más dulces canciones, poniéndolo ya boca abajo o boca arriba, y trasladándolo de un lado para otro siempre solícito e infatigable.

Por último los lloros3 cesaron: el pequeñuelo había vuelto a dormirse y aunque su carita estaba amoratada, los ojos y la boca llenos de arena, su sueño era apacible; pero tan profundo que, cuando la marejada lo arrastró mar adentro y lo depositó en el fondo, no se despertó ya más. Y mientras el cielo azul extendía su cóncavo dosel4 sobre la tierra y sobre las aguas, tálamos donde la muerte y la vida se enlazan perpetuamente, el infinito dolor de la madre que, dividido entre las almas, hubiera puesto taciturnos a todos los hombres, no empañó con la más leve sombra la divina armonía de aquel cuadro palpitante de vida, de dulzura, de paz y amor.

1 Acre: Adj. Al olfato agrio o desabrido.

2 Salino/a: Adj. Que contiene sal. Que tiene cualidades propias de la sal.

3 Lloros: Sust. Acción y efecto de llorar.

4 Dosel: Sust. Tapiz.

Inamible

Ruperto Tapia, alias el Guarén, guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña.

De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz suave y campanuda, la entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarles de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez.

Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados sobre las piedras de la calzada, en el moreno y curtido rostro de el Guarén se ve una sombra de descontento. Le ha tocado un sector en que el tránsito de vehículos y peatones es casi nulo. Las calles plantadas de árboles, al pie de los cuales se desliza el agua de las acequias, estaban solitarias y va a ser dificilísimo sorprender una infracción, por pequeña que sea. Esto lo desazona, pues está empeñado en ponerse en evidencia delante de los jefes como un funcionario celoso en el cumplimiento de sus deberes para lograr esas jinetas de cabo que hace tiempo ambiciona. De pronto, agudos chillidos y risas que estallan resonantes a su espalda lo hacen volverse con presteza. A media cuadra escasa una muchacha de 16 a 17 años corre por la acera perseguida de cerca por un mocetón que lleva en la diestra algo semejante a un latiguillo. El Guarén conoce a la pareja. Ella es sirvienta en la casa de la esquina y él es Martín, el carretelero, que regresa de las afueras de la población, donde fue en la mañana a llevar sus caballos para darles un poco de descanso en el potrero. La muchacha, dando gritos y risotadas, llega a la casa donde vive y se entra en ella corriendo. Su perseguidor se detiene un momento delante de la puerta y luego avanza hacia el guardián y le dice sonriente: