Te regalo un caballo blanco - Amalia De Tena - E-Book

Te regalo un caballo blanco E-Book

Amalia De Tena

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Beschreibung

En la oscura España de principios de los sesenta, la infancia de Ana de Sotomayor, hija de una familia de terratenientes extremeños, transcurre feliz hasta que la ruina de la familia empieza a planear sobre ellos. A las grandes fiestas y largos veraneos les seguirán la nevera vacía, la desaparición de cuadros, los llantos y los silencios. Con su particular manera de interpretar la realidad, Ana intenta comprender lo que sucede en casa y justificar el comportamiento excéntrico que muestra Luis, su padre, desde la trágica muerte de su único hermano José. ¿Qué es lo que le impulsa a tachar los rostros de algunas personas en los álbumes de fotos familiares? ¿Por qué hay un hueco vacío en el armario de las escopetas del despacho? ¿Cuál es el motivo del repentino despido de la niñera a la que Ana adora? ¿Por qué su padre no habla del abuelo Pepe y le prohíbe visitar a su bisabuelo Fanega? A pesar de todo, incluso en los momentos más dramáticos, Ana es capaz de arrancarnos una sonrisa con sus ocurrencias y su lengua afilada. Para Ana y su hermana mayor, María del Mar, comenzará una época llena de cambios y zozobra. Ni los meses que Ana pasa en Plasencia con sus tíos sumida en la añoranza, ni el traslado de toda la familia a Sevilla logran estabilizar la turbulenta vida familiar, una situación que acabará desembocando en una grave crisis. De vuelta en Mérida, Ana intentará huir de todo ello refugiándose en la excéntrica familia de su mejor amiga, Carlota García de Montenegro. Convertida en una adolescente concienciada políticamente, Ana se enamorará de un revolucionario y descubrirá que los secretos familiares enterrados durante años tienen consecuencias mucho más graves de las que ella nunca se hubiera atrevido a imaginar. Retrato agridulce de una infancia en lo más profundo de la España franquista y crónica del desmoronamiento de una familia, Te regalo un caballo blanco constituye ante todo una novela de iniciación tierna y divertida, con una narradora inolvidable. Un luminoso debut que pone voz a la nostalgia de la generación de principios de los 60. Y que habla de nuestra conexión con el mundo rural, de las relaciones de familia, especialmente entre padres e hijas, de salud mental… Una novela tragicómica, llena de escenas y personajes que nos remiten a Almodóvar y Berlanga, con condes venidos a menos, ricos herederos desheredados, abuelos viudos que se casan con mujeres rudas e insensibles para que les cuiden sus hijos y señores de pueblo que tienen a marquesas de Madrid como amantes. «La original perspectiva elegida por Amalia de Tena le da a esta trágica historia familiar una deliciosa ligereza. Ana de Sotomayor y los otros pintorescos personajes que pueblan esta novela te robarán el corazón». Het Parool «Un libro conmovedor (...). Una historia familiar terrible escrita con un gran sentido del humor». Jellie Brouwer, NPO Radio 1

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Te regalo un caballo blanco

© 2022 by Amalia de Tena

Publicado por primera vez en holandés con el título Jij krijgt van mij een wit paard cadeau por la editorial | Anthos Uitgevers, Amsterdam

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: archivo familiar de la autora con intervención del artista Antonio Fuertes.

 

I.S.B.N.: 9788418976537

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Parte II

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Parte III

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Parte IV

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

 

 

 

 

 

 

Para mi querido hijo Pablo

I

1

 

 

 

 

 

No voy a llorar aunque se haga oscuro y nadie venga a buscarme. Papá dice que las niñas listas no lloran. Las niñas listas explican lo que les pasa y así los mayores las pueden ayudar. Si te pones a llorar y a gritar, te da hipo y se te caen los mocos. Y claro, así te tiras una hora para decir algo y encima no se te entiende ni jota.

Mi hermana María del Mar y yo sabemos que, si nos perdemos, tenemos que parar a alguien por la calle y enseñar la medalla del bautizo. Es de oro. La mía tiene la Virgen por un lado y, si le das la vuelta, pone Ana de Sotomayor y justo debajo: 17-11-1957, que es el día de mi nacimiento. Después de mirarla bien, la gente te lleva a la policía y pueden encontrar a tus padres y llamarlos para que vengan a por ti, pero aquí en medio del mar no hay nadie que me pueda llevar a la policía, y yo tengo mucho miedo. Ahora veo a gente que está muy lejos y que cada vez se hace más pequeñita. Igual luego viene un tiburón, me arranca las piernas de un mordisco y me desangro. Mejor no me muevo, así el tiburón no me ataca y se va. La gente pequeñita se parece a los liliputienses del cuento de Gulliver, que es mi libro favorito. Si estuviera en ese país, me atarían con cuerdas y me arrastrarían hasta la playa.

El pato inflable me lo compraron ayer, bueno, mamá dice que es un cisne. En la tienda había flotadores de muchos colores y formas. A mí me gustó el cisne y a mi hermana María del Mar también. Es una «culo veo, culo quiero». Siempre me copia. Esta mañana mamá nos ha ayudado a inflarlos y hemos venido a la playa con los flotadores puestos. Mis primos nos estaban esperando delante de la caseta. Como el cuello del cisne es muy gordo, no veía nada y me he pegado un porrazo tremendo. Todos han empezado a reírse de mí. Estaba tan enfadada que me he metido en el agua sin permiso de la tata Angelita. Y con este calorcito tan rico que hace, me he quedado dormida en mi cisne.

Ahora estoy lejos de la playa y mamá estará llorando y buscándome y riñendo a la tata Angelita. Papá estará también asustado. Igual se tira al agua y viene a salvarme. Siempre tiene miedo de que nos pase algo malo, como al tío Pobre José. Por eso no nos deja subirnos a las sillas altas, bañarnos donde cubre, atravesar la calle sin darle la mano a un mayor, comer cacahuetes por si nos asfixiamos ni cortar con tijeras de verdad.

Las tijeras están guardadas en un cajón de la cocina cerrado con llave. El otro día lo vi abierto y las cogí. Era para cortar una rosa del jardín. Papá me pilló y me las quitó. Luego, por la tarde, me dio un paquetito envuelto en un papel con globos de colorines. Eran unas tijeras de plástico como las de los parvulitos. Le dije gracias porque mamá nos ha explicado que es de buena educación. Siempre que te hacen un regalo tienes que poner cara de contenta, aunque no te guste. Las tijeras nuevas se me rompieron por la mitad cuando cortaba una rosa y un trozo de plástico azul salió volando y le dio en el ojo a nuestro gato Dostoievski. El pobre por poco se queda tuerto. Imagina, con ese nombre tan raro que le puso papá y un ojo a la virulé. Del susto se me cayó la rosa al suelo, la pisé y se quedó medio chuchurría. Mamá la colocó toda espachurrada en un jarrón, me dio un beso muy gordo y me dijo que la rosa era preciosa. Mamá es muy educada.

Me escuece la nariz. Seguro que ya la tengo como un tomate y se me va a pelar. ¿Y si me achicharro entera y me muero? Entonces, seguro que me ponen en una caja abierta en la iglesia con mi vestido nuevo azul de cuadritos. Papá y mamá llevarán ropa negra. María del Mar se arrepentirá de haber escogido el mismo flotador que yo y, a lo mejor, si está de buenas, me pide perdón. La madre Francisca vendrá también y seguro que se pondrá a llorar por haberme castigado cuando me inventé todas las soluciones de las sumas. Mis amigas suspirarán de pena y mi espíritu transparente verá desde el techo todo lo que me quieren y lo tristes que están. Cuando pase una hora, mi espíritu transparente bajará a la caja donde está mi cuerpo y entrará otra vez en él. Me despertaré y volveré a estar viva. Todos aplaudirán y se pondrán contentísimos. Mi amiga Merceditas me contó que eso le pasó a una niña que era muy buena y la hicieron santa cuando se despertó después de muerta.

 

 

Después de un rato muy largo, papá ha venido nadando para salvarme. Me hacía señas con una mano abierta que parecía una estrella de mar. Gritaba «¡Ana!» sin parar. Al llegar a mi lado, me ha dicho que les he dado un buen susto y que toda la gente me estaba buscando y que cómo se me había ocurrido dormirme en un flotador en medio del mar. Ahora se hace el enfadado, pero yo sé que está contento porque no me he ahogado.

Papá es rubio, guapo y altísimo. Sabe nadar bien porque tiene unos brazos muy fuertes, todos llenos de pelitos que en verano se le ponen como de oro y a mí me recuerdan la lluvia de chispas que deja Campanilla, de Peter Pan, cuando vuela.

Me ha agarrado tan fuerte que me ha hecho daño. Solo decía:

—Ana, mi niña, Ana, mi niña. —Y así todo el rato.

Yo lo he abrazado y ya no tenía miedo. A él se le han saltado algunas lágrimas, aunque igual eran gotas de agua. No lo sé seguro.

—Los padres listos no lloran —le he dicho.

—Vamos allá, marisabidilla —me ha contestado él, y, empujando mi cisne, que parecía una lancha motora, hemos llegado a la orilla en un santiamén.

2

 

 

 

 

 

Las dos cosas que más me gustan en el mundo son saltar a la comba en la calle con mis amigas y pasar los veranos aquí en Chipiona.

Este año hemos venido en el coche nuevo de papá. Es blanco y tiene un techo que se abre. Cuando mis amigas lo vieron, se quedaron todas con la boca abierta. En nuestra calle no hay nadie que tenga un coche tan bonito. Papá es muy simpático con mis amigas y las dejó montarse y dar una vuelta con nosotros. Ellas gritaban cuando les daba el aire en la cara y se agarraban fuerte porque tenían miedo de salir volando hasta el mar de tanto viento que hacía.

A mamá no le gusta el coche nuevo. Se enfadó mucho cuando papá lo compró y le dijo que parecía un niño mimado y caprichoso. Mamá siempre lo llama «niño mimado y caprichoso», aunque papá tiene treinta por lo menos. Cada vez que se lo dice, papá da un portazo muy fuerte y se va. Entonces, mamá grita:

—¡Al final, viviremos debajo de un puente!

Se encierra en el dormitorio y llora. No sé la manía que tiene mamá con vivir debajo de un puente. A veces, dice cosas raras cuando se enfada.

El tío Miguel también tiene un coche, pero con un techo que no se abre. El tío Miguel, la tía Maruchi y los primos Miguelito y Javi vienen cada verano a la playa con nosotros. Este año también ha venido la prima Maribel. Papá y mamá la traen a veces con nosotros porque sus padres no pueden ir de veraneo. Su madre se llama tía Isabel. Yo la quiero mucho, aunque es muy miedosa y, cuando hace tormenta, quita todos los enchufes, y Maribel y yo nos tenemos que meter en la cama con ella y rezar el rosario debajo de las sábanas hasta que paran los truenos y los relámpagos. Cada vez que suena un trueno da un gritito y se le ponen los ojos como platos y a nosotras nos entra la risa y ella se enfada mucho. Dice mamá que la tía Isabel tiene tanto miedo por la guerra. Cuando había guerra, los malos tiraban bombas encima de las casas. Sonaban como los truenos, y mamá y sus hermanos corrían a esconderse en el sótano de su vecina Paquita. La tía Isabel tenía siete cuando la guerra. Un día que empezaron a caer muchas bombas, el abuelo se olvidó de coger a mi tía para ir al sótano. La pobre se quedó temblando debajo de la mesa y se hizo pipí encima de una caja de patatas que estaba allí guardada. Mamá dice que la gente, cuando tiene miedo, se hace pipí encima.

La tata Angelita quiere mucho a la prima Maribel porque nunca se chiva de «los secretos». Un secreto es que la tata Angelita se ha hecho novia del hombre esqueleto del tren de los escobazos de la feria. Por eso él nos deja montarnos sin pagar y nos regala un montón de escobas. Son escobas de juguete pequeñitas y ahora tenemos por lo menos cincuenta en el patio. Todos los amigos nos tienen envidia porque esas escobas no se pueden comprar en la tienda; se las tienes que quitar al hombre esqueleto cuando el tren pasa por el túnel y él te va pegando porrazos con ellas. A nosotras nos da flojito y nos deja que se las quitemos cada vez que nos subimos. Claro, como es novio de la tata Angelita, nos tiene enchufadas.

A mí me entra la risa cuando la tata Angelita y el novio esqueleto se dan un beso. Se piensan que no los vemos, pero siempre los espiamos. Se dan besos en la boca. Por eso es un secreto tan grande. Y es que Maribel dice que no se puede dar besos en la boca a dos novios diferentes.

La tata Angelita tiene otro novio en Mérida que es soldado. Esto del soldado no se lo podemos contar al novio esqueleto de Chipiona. Y lo del novio esqueleto tampoco se lo podemos contar al novio soldado. ¡Vaya lío! A mí me da miedo confundirme y meter la pata porque hemos prometido que nunca, pero nunca, nos chivaríamos a nadie.

La promesa de los secretos la hicimos las cuatro en el patio. Juramos no chivarnos con las manos fuera de los bolsillos. Nos obligó la tata Angelita para estar segura de que no cruzábamos los dedos a escondidas. Si los cruzas, no vale jurar.

El último secreto es que mi hermana María del Mar se tiró el otro día de un avión de la feria. Por poco se mata. Menos mal que el novio esqueleto de la tata Angelita la salvó. Y es que María del Mar empezó a gritar:

—¡Me quiero subir, me quiero subir!

Claro, la tata Angelita la tuvo que dejar para no oírla, porque si María del Mar grita te pueden explotar los tímpanos. Entonces, cuando estaba en el avión arriba del todo, empezó a gritar:

—¡Me quiero bajar, me quiero bajar!

Y se tiró. Se quedó enganchada de un barrote. Entonces, pararon los aviones y el hombre esqueleto se puso a trepar por todos los hierros, la cogió muy fuerte y la bajó. Había mucha gente mirando cómo el novio esqueleto salvaba a María del Mar. Todos tenían la boca abierta y decían «¡Oh!». Yo me tapé los ojos del miedo que me daba.

—Este secreto no lo podemos contar de ninguna de las maneras —dijo la tata Angelita.

Si se lo explicamos a mamá, cometeremos un pecado mortal, y, además, el novio de la tata Angelita nos quitará todas las escobas que tenemos guardadas en el patio.

 

 

Mamá ha entrado de puntillas en nuestra habitación. Debían de ser las tres de la mañana o las seis por lo menos. Me ha cogido en brazos, me ha metido en el coche y me ha tapado con una manta. La tata Angelita ha traído después a María del Mar y la ha acostado a mi lado. Entonces, Manoli ha venido corriendo y le ha dicho a papá:

—Don Luis, tampoco hacía falta marcharse a estas horas de la madrugada.

Yo me he hecho la dormida, aunque lo que me hubiera gustado era abrazar a mamá y darle muchos besos para que dejase de llorar. Manoli es la dueña del chalé donde pasamos el verano y vive en el piso de abajo. Mamá le decía muy bajito:

—Lo entiendo, lo entiendo. No se preocupe.

Manoli también lloraba, y se secaba los ojos con un pañuelo blanco y repetía todo el rato:

—Es que si no cobramos, no comemos.

Papá no decía ni pío. Estaba sentado delante y nos esperaba para salir. Como estaba de espaldas y era de noche, yo solo podía ver una lucecita redonda y muy roja que era la punta de su cigarrillo. La tata Angelita ha acabado de meter las maletas en el coche, se ha sentado detrás, entre mi hermana y yo, y nos ha abrazado muy fuerte.

—¿Y Maribel? —le he preguntado yo.

—Se queda unos días más con los tíos.

Después, ha empezado a cantar muy flojito:

 

Tres hojitas, madre, tiene el arbolé.

La una en la rama, las dos en el pie, las dos en el pie, las dos en el pie.

Dábales el aire, meneábanse, meneábanse, meneábanse.

Inés, Inés, Inesita, Inés…

 

Cuando llegamos a Mérida, era de día.

—¿Y nuestras escobas? —le he preguntado a la tata Angelita.

—Bueno, Ana, como habéis ganado tantas no nos cabían en el coche. El verano que viene podréis jugar con ellas.

Yo he hecho como que me lo creía, pero me parece a mí que no vamos a poder volver a Chipiona hasta que tengamos dinero para pagarle a Manoli.

3

 

 

 

 

 

Cada vez que mamá va a misa de ocho, el fantasma de los ojos verdes viene a visitarnos. Nosotras, cuando lo oímos, nos escondemos en el despacho, al lado del armario de las escopetas. Es una idea de María del Mar, que no sabe que un fantasma se queda tan fresco cuando ve una escopeta. A los fantasmas solo los pueden destruir los cazadores de espíritus con unas máquinas especiales. María del Mar dice que qué sabré yo, que soy más pequeña que un microbio y que el truco está en asustarlos. No entiende que, si el fantasma se pone tonto, no le vamos a poder meter miedo con la escopeta. Además, el armario está cerrado con llave y papá la tiene escondida.

Siempre empieza igual, con el ruido de unas cadenas arrastrándose. La puerta se abre y lo vemos revolotear por toda la habitación gritando «¡Uuuuuh…!». Y suelta unas carcajadas que se te ponen los pelos de punta. Después, desaparece. Nosotras nos quedamos allí quietecitas hasta que la tata Angelita viene a rescatarnos. La llamamos muchas veces, pero tarda mucho. Claro, se ve que el fantasma la encierra en la alacena y aunque ella intenta pegarle, porque es muy fuerte y muy valiente, no sirve de nada. Los fantasmas no tienen cuerpo y por eso no les duelen los golpes. Cuando la tata Angelita por fin se escapa y viene a buscarnos, está despeinada y lleva los botones de la camisa desabrochados de la lucha con el fantasma. Respira a toda velocidad y hace unos ruidos raros. Luego nos mete en la cama. Yo siempre le pido que se quede un rato con nosotras, pero ya sabemos que no puede porque tiene que atender a papá.

El otro día, oímos ruidos en el dormitorio grande. Pensamos que era el fantasma, que estaba atacando a papá. No sabíamos qué hacer, así que cogimos el crucifijo grande y una cabeza de ajos por si las moscas. Eso lo hacen en las películas de Drácula y los vampiros salen escopeteados del miedo que les da. No sé si sirve también para los fantasmas. Cuando entramos en el dormitorio, la tata Angelita estaba allí con papá buscando al dichoso fantasma debajo de las sábanas. Sudaban mucho y parecían muy cansados. Al final, se echaron a reír. Yo creo que les hizo gracia vernos con un montón de ajos en la mano. No sé… Se lo queríamos explicar a mamá, pero la tata Angelita nos ha dicho que es otro secreto entre nosotras y que si decimos algo, el fantasma se enfadará, vendrá cada noche y a lo mejor nos mata.

 

 

Mamá ha despedido a la tata Angelita. Le ha dicho que una persona tan sucia no puede cuidar a sus hijas. Le ha sacado la maleta a la acera y le ha cerrado la puerta en las narices. Después, se ha metido en su dormitorio y papá se ha marchado dando un portazo.

No me ha gustado nada que mamá le diga a la tata Angelita que es sucia. Igual es porque el otro día vomitó y se le manchó todo el uniforme. A mí no me dio asco porque la quiero mucho. La gente a la que quieres no te da asco nunca. Como la pobre lloraba tanto y no dejaba de mirar el charco de vómito en medio del pasillo, la abracé muy fuerte. Tenía la barriga muy inflada. Para mí que estaba empachada. Le pregunté si iba a buscar el cubo y la ayudaba a fregar el suelo. Entonces, apareció mamá con el cubo y la bayeta y dijo:

—Que lo recoja ella.

Yo me quedé callada porque nunca había visto a mamá tan enfadada. Angelita metió el trapo en el cubo despacito y se puso a limpiar sin rechistar. De pronto, empezó a vomitar otra vez y, cuando quise ayudarla, mamá me dijo:

—Tú vete a la habitación, Ana.

Por la rendija de la puerta vi que miraba a la tata Angelita de una manera rara mientras esta le decía en voz muy bajita:

—Señora, la mancha no se va.

Y entonces mamá le contestó algo muy raro:

—Hay manchas que no se quitan nunca, Angelita.

Me he despertado de madrugada con los gritos de papá. Me he acercado de puntillas a la puerta de su habitación y he escuchado con atención.

—Estarás contenta, Eugenia. La has puesto de patitas en la calle.

Y entonces mamá le ha dicho:

—No me esperaba que Angelita se comportara como una p…

No me atrevo a repetir lo último. Me ha extrañado mucho que mamá soltara una palabrota. Ella nunca dice tacos. Papá, sí. Siempre se le escapan y luego a nosotras no nos pasa ni una. No podemos decir «cagar», sino «hacer popó». Una vez me llegó una peste que por poco me asfixio y cuando le dije a mi amiga Feli que se le había «escapado una ventosidad» casi se ahoga de la risa. Ella dice «tirarse un pedo» y se queda tan fresca. Ahora siempre repite «pedo» un montón de veces para hacerme de rabiar. Yo hago como que me enfado. No sabe que cuando estoy triste me la imagino diciendo «pedo» y me desternillo de la risa.

Después, cuando he vuelto a la cama, me la he imaginado así por lo menos ochenta veces.

4

 

 

 

 

 

Está lloviendo a cántaros y papá nos ha prohibido ir al colegio. Siempre lo hace cuando llueve. Como no tiene trabajo, se aburre y prefiere que nos quedemos para hacerle compañía. A mi hermana María del Mar y a mí no nos gusta, pero no decimos nada. Luego en el cole nos riñen y es muy difícil explicarle a la madre Francisca que papá no nos deja ir al cole cuando llueve. La verdad es que ya no se extrañan mucho, hace tiempo que tiene fama de raro y de loco; a mí me da vergüenza. A él no le dicen nada porque le tienen miedo. Papá tiene mal genio y cuando se enfada, a veces, rompe cosas.

La primera vez que armó un escándalo en el cole fue cuando a mi hermana se le rompió la hucha para pedir por los niños que pasan hambre en el mundo. Era como de cerámica y tenía la forma de la cabeza de un chino, aunque yo creo que no se parecía mucho a los chinos de verdad. La cara era rara y la piel demasiado amarilla. El que le había pintado los ojos no tenía ni idea, eran una especie de rejillas por las que sería imposible que pasara la luz. Si los chinos tuvieran unos ojos así, se estarían pegando batacazos a todas horas. Y las chinas ni te cuento: con los pies vendados y esos zapatitos tan raros que llevan, deben de tener la nariz tan chata de las veces que se han dado de cara contra el suelo. Yo, por lo menos, había elegido la cabeza del niño africano, que se parecía más a los de verdad. Pero volviendo al accidente de mi hermana, parece ser que iba saltando por la acera o corriendo, no lo sé seguro, se tropezó, se cayó y la cabeza amarilla de ojos rajados se le rompió en pedazos. Llegó a casa con las rodillas sangrando y en las manos los trozos del chino. Mamá se pegó un buen susto. Mi hermana lloraba y no dejaba que le curase la herida. Solo quería que la ayudáramos a arreglar la hucha. Me di cuenta enseguida de que el chino no tenía cura y se lo dije a María del Mar con mucho cuidado. No fue una buena idea, porque empezó a gritar:

—¡La madre Francisca, la madre Francisca!

Pensaba que, si se presentaba sin el chino en el cole, la monja la encerraría en el cuarto de las ratas. La madre Francisca es tremenda…, a ver quién es la guapa que le busca las cosquillas. Con solo oír su nombre yo también empiezo a temblar como una hoja.

Papá llegó tarde y nos encontró a las tres tiradas por el suelo intentando pegar los pedazos de cerámica amarilla y a mi hermana llorando y gritando: «¡La madre Francisca!», «¡El cuarto de las ratas!». Mamá la acariciaba y nos animaba a seguir intentándolo. Mamá es muy buena, nunca se enfada y es la más guapa de todas las madres del colegio. Al final, el chino quedó hecho unas zarrias y, por mucho que mamá intentara convencer a mi hermana para que lo entregase así al día siguiente, María del Mar no lo tenía nada claro. No quería ir más a las Josefinas. Quería cambiarse al colegio de las Escolapias. Papá empezó a gritar:

—¡Pero, bueno, yo pensaba que llevaba a mis hijas a un colegio y no a un campo de concentración!

Y nos habló de la guerra y de los campos de concentración donde los judíos pasaban más hambre que los niños de África y de nuestro rey, que vivía en Portugal porque Franco no lo dejaba volver a España, y que a él le caía mucho mejor el rey que Franco, que era un palurdo. Cuando acabó toda esa explicación tan complicada, miró a mi madre y gritó:

—¡Mañana llevo yo a las niñas y esa fascista me va a oír! ¡Y guardad ya el puto chino de los cojones, no quiero verlo ni en pintura!

A la mañana siguiente, papá nos acompañó al colegio. María del Mar no dejaba de llorar y a mí mamá me convenció para que yo llevara el chino, que había quedado fatal, lleno de pegamento y esparadrapo, y a mi hermana, que está muy mimada porque es sietemesina, le dio la cabeza de mi niño africano, que estaba enterita. Claro, como yo nací con tres kilos setecientos, siempre tengo que cargar con todas las culpas. Yo no las tenía todas conmigo, igual la monja pensaba que lo había roto yo.

Papá entró con un billete en la mano. La clase ya había empezado. La madre Francisca se quedó de una pieza al verlo tan enfadado y gritándole que, si tanto le gustaban esas cabezas de niños chinos y africanos, con ese dinero podría comprarse unas cuantas más, pero «de plástico», porque mi hermana casi se había matado intentando salvar la hucha. Y que si los campos de concentración por aquí, que si Franco por allá… La madre Francisca estaba blanca como el papel y no sabía qué hacer. Igual pensaba que coger el billete era un pecado mortal. Como no se decidía, papá le tiró el dinero y se fue hecho una furia, dando un portazo. Siempre hace lo mismo, se pone como un basilisco. Grita, dice palabrotas y después se marcha pegando porrazos. Claro, como a él no lo castigan…

La monja nos miró. Estábamos seguras de que nadie nos iba a librar de una bronca de las gordas ni del cuarto de las ratas, pero no dijo nada. Mi hermana se sentó en su pupitre. La madre Francisca me acompañó a mi clase y las dos nos portamos muy bien ese día.

No sé la manía que tiene papá de enseñar billetes. Le gusta presumir de que es muy rico, aunque eso era antes, porque ya no tenemos dinero y mamá ha empezado a trabajar de secretaria en el despacho del tío Miguel. Yo lo entiendo, porque alguien ha de ganar el dinero, pero lo que no me gusta es que ahora casi nunca está en casa y no le da tiempo a ayudarnos a hacer los deberes. Mamá es la que mejor nos explica las sumas y las restas y nunca nos grita si nos equivocamos.

Cuando llueve y papá no nos deja ir al cole, jugamos al póquer. Apostamos con garbanzos porque papá tiene miedo a que nos enganchemos al juego y que de mayores acabemos en la cárcel o pidiendo limosna. Yo estoy preocupada, porque igual él lo ha perdido todo jugando a las cartas y por eso ya no sale, ni enseña un fajo de billetes para invitar a todos sus amigos en el bar Anselmo. A mí me encanta ir allí porque es el único bar en donde venden caramelos Sugus. Antes, los domingos después de la misa de las doce, papá nos llevaba y nos compraba un paquete. Estaban buenísimos. Son unos caramelos masticables de diferentes colores. En cada paquete vienen diez y cada color se corresponde con un sabor diferente: los rojos son de fresa, los naranjas de naranja… Lo que me resulta raro es que los de piña sean azules. Mi hermana dice que no pueden ser amarillos porque se confundirían con los de limón; en eso tiene toda la razón. Nos zampábamos todos los caramelos en un santiamén, el paquete enterito. No podíamos parar de lo ricos que estaban. Mientras, papá se tomaba unos vinos con sus amigos. Don Gregorio, el párroco de la iglesia de Santa Eulalia, también iba mucho. Don Gregorio está muy gordo, debe de pesar cien kilos por lo menos. Tiene una barriga tan inflada que casi no le cabe en la sotana. Y es que come muchísimo, bebe vino y, a veces, también whisky. Yo me enfadaba cuando lo veía ponerse hasta las orejas de tapas y beber tantos vinos. No me atrevía a decírselo a papá porque era su amigo, pero es que en el sermón de misa siempre hablaba de los pobres niños de África y del hambre que pasan. La parroquia está llena de fotos de niños desnudos con los ojos muy grandes y tristes. Lo peor de todo son sus barrigas hinchadas, no de comer mucho, me contó mamá, sino de una enfermedad con un nombre muy raro que te sale cuando pasas mucha hambre. Don Gregorio dice que somos unos egoístas porque lo tenemos todo y no lo compartimos con los niños africanos. Nos pide que demos una limosna cuando pasan el platillo en misa. Dice que con ese dinero se compran cosas para los niños del Tercer Mundo y yo pienso en los calamares y el jamón del bar Anselmo. ¿Por qué no los mandan a África? No le vendría mal perder veinte kilos a don Gregorio, está hecho una foca.

Papá nos ha enseñado un montón de trucos de póquer. Dice que lo más importante no son las cartas que te tocan, sino la cara que pones cuando las miras. Nunca se te tiene que notar el disgusto cuando te tocan muy malas, pero tampoco has de sonreír cuando tienes una buena jugada. Por eso los grandes jugadores llevan siempre gafas de sol, para que no los calen. Papá dice que disimular la pena o la felicidad es lo más difícil del mundo. De momento, nos deja jugar con la cara descubierta y cuando nos brillan los ojos de alegría o se nos apagan de disgusto, nos lanza unas miradas… Lo hace para que aprendamos a disimular. Es muy buen profesor de póquer.

5

 

 

 

 

 

Siempre me castigan a mí. Bueno, a veces también a Merceditas. Lo que pasa es que a ella la castigan por llevar la falda corta y a mí por reírme o hablar en clase. Pero lo de la madre Tomasa ha sido por su culpa. Y claro, como ella ha puesto cara de santa, me la he cargado yo.

Desde que ha empezado el cole me han castigado veinte veces, por lo menos. Me entra la risa y no puedo parar. Cuanto más lo intento, peor. Pero ahora tengo un truco muy bueno: pienso en que papá y mamá se mueren y me quedo huérfana y tengo que pedir en la puerta de la iglesia y llueve y no tengo casa ni cama donde dormir y solo puedo comer trozos de pan reseco. Con este truco, se me corta el ataque de risa en un santiamén.

Tampoco mastico ya chicle en clase. Y es que, si te pilla la madre Francisca, te lleva a la clase de los niños con el chicle pegado en la nariz. Tienes que quedarte allí de pie como un pasmarote, mientras todos se burlan de ti. A mí me cogió la semana pasada haciendo un globo y no veas cómo se puso. En el cole donde va mi prima Maribel están juntos los niños y las niñas. En las Josefinas, no. Menos mal. Todos los niños son unos idiotas que se creen muy fuertes y muy valientes. Son unos brutos que solo juegan a pelear y a pegar tiros. Estuvieron una hora riéndose de mí. Y venga a señalarme la nariz. Como si ver a alguien con un chicle enganchado en la nariz fuera tan gracioso…

El otro día, en el recreo, Merceditas nos contó lo de la madre Tomasa. Se pensaba que yo me lo iba a creer, ¡ja! Ni que fuera tonta. Una historia así no se la traga nadie. Por eso he hecho lo que he hecho, para que todas las compañeras vean que es una lianta. Bueno, y para ganar la peseta que nos habíamos apostado.

—La madre Tomasa tiene el pelo verde —nos dijo Merceditas, y se quedó tan campante.

Después me explicó que había más monjas que lo tenían así. Según ella, es porque llevan siempre la cabeza tapada con la toca. Y, claro, no les da el sol y de la humedad les salen unos hongos verdes como los que tienen encima las piedras del bosque que siempre están a la sombra.

La idea del velo la he tenido hoy en la clase de catecismo. La madre Tomasa siempre se pasea entre las filas de pupitres. Nos vigila para que no hablemos y nos lo aprendamos todo muy bien. Este año hacemos la comunión y nos tenemos que saber el catecismo de pe a pa. Así que, si la madre Tomasa ve que, después de dar ella dos vueltas por el pasillo, estás en la misma página…, ¡zas!, te da un buen cachete.

—Para que espabiles —te dice—, que estás en la inopia.

No sé qué significa la inopia. Mamá me ha explicado que es la nada, pero si es la nada, allí no puede estar nadie, digo yo.

Le he enganchado el velo a un clavo que sobresalía del pupitre y se ha quedado enredado allí mientras la madre Tomasa seguía andando por el pasillo con toda la cabeza al aire. Y de pelo verde, nada de nada. La madre Tomasa tiene el pelo gris como el de una rata. Bueno, de una rata además medio calva. Después de colocarse la toca aprisa y corriendo, me ha cogido de la oreja y me ha llevado al despacho de la madre superiora.

Me han encerrado en el cuarto de las ratas. Es un sótano muy oscuro lleno de sacos y latas y escobas y paquetes de arroz. Se pensaban que iba a empezar a llorar y a patalear pidiendo perdón como hacen las otras de mi clase. Pues no. Me he quedado más fresca que una lechuga.

Estoy castigada hasta que sea humilde. La madre Tomasa me ha dicho que Dios solo perdona a los humildes, pero yo no le he hecho nada a Dios, se lo he hecho a la madre Tomasa. Ser humilde significa decir perdón, me ha explicado. Después, te puedes ir a casa.

No pienso pedir perdón. A mí me da igual quedarme aquí ocho días. Si voy a casa, seguro que papá está gritándole a mamá. Desde que nos hemos quedado sin un duro, siempre se están peleando. Papá no trabaja y mamá quiere que vaya a una oficina o algo así, como hacen los otros maridos. Papá dice que él es un propietario. Lali Gómez, que es la más lista de la clase, dice que eso no es trabajo ni nada. Y mamá no hace más que llorar y llorar. Y no sé…, a mí se me pone una bola en el estómago. Y parece que me asfixio. Es como una bola llena de agua que va trepando hacia arriba y sube hasta los ojos. Entonces se rompe un poquito y se me empiezan a saltar las lágrimas. Primero, despacito. Después, se me caen a montones. Es como si la bola estallara sin ton ni son y toda el agua que hay dentro se me escapara por los ojos. Yo me imagino que la puedo volver a cerrar. Aprieto muy fuerte los ojos, pero no soy capaz. Las lágrimas siguen saliendo sin parar. Y se me moja toda la blusa del uniforme. Después no digo nada porque, cuando se vacía, se me pone otra bola en la garganta y no puedo hablar hasta que pasa un rato. Entonces me acuerdo de que papá dice que las niñas listas no lloran, que tienes que explicar lo que te pasa, pero yo no se lo puedo contar porque, cuando papá se enfada, me da miedo. Empieza a gritar y a gritar. Luego, se va.

De pronto, he empezado a oír ruidos. Las ratas hacen ñiii, ñiii cuando te miran y cras, cras cuando roen comida. Me he puesto a cantar muy alto, así tapo los ruidos que no me gustan. La canción me la enseñó la tata Angelita, que conocía muchas. Me sé toda la letra de memoria.

 

A la riberana, el jardín de flores, a mí me gustan, y olé, los labradores.

Los labradores en el verano

tiran la paja, y olé, y cogen el grano.

Arriba, abajo, a mi novia le he visto el refajo.

Abajo, arriba, a mi novia le he visto las ligas…

 

Entonces, he escuchado voces. Se ha abierto la puerta y he visto a papá. Estaba tan enfadado que se ha tropezado con un saco de garbanzos y casi se la pega. Y yo, muerta de miedo por la bronca que me iba a meter, pero la que se la ha cargado ha sido la madre Tomasa. A mí me ha dado un beso, me ha cogido de la mano y me ha sacado del cuarto de las ratas. Luego le ha dicho a la monja:

—Así que en este colegio encierran a las niñas en las mazmorras como si fueran esclavas. Muy interesante.

En el camino a casa me ha explicado que las mazmorras eran como unas cárceles pero peor, porque allí ataban a los presos con cadenas. ¡De la que me he librado! Lo de los esclavos yo ya lo sabía.

6

 

 

 

 

 

Las clases de catequesis son un tostón. Tienes que aprenderte los diez mandamientos, que son cosas que mandó Dios y las escribió en un libro de piedra. Si no cumples los mandamientos, cometes pecados. Como es difícil ser siempre buena, Dios te da una oportunidad. Entonces vas a confesarte. Le dices al cura los pecados y él te pone un castigo que se llama penitencia. Según el pecado, tienes que rezar diez o veinte avemarías o padrenuestros. Es un poco como cuando te castigan en el cole y tienes que escribir No hablaré en clase cien veces. Yo tengo ochocientas de reserva porque, como siempre me castigan por hablar, cuando estoy aburrida, escribo la frase muchas veces y las voy guardando. Así no se me cansa tanto la mano cuando me ponen, por ejemplo, doscientas de golpe. Con los pecados muy gordos, te ponen el credo. Ese sí que es difícil. Yo todavía no me lo sé. Nos toca decirlo de carrerilla la semana que viene.

De lo que yo no me había enterado es de que había tres dioses diferentes. Uno es el Padre y no tiene cuerpo. Es un ojo gigante que está en el cielo. Lo ve todo, todo. Después se lo chiva al cura. Así que, si mientes, no sirve de nada. Lo que no sé es si el ojo te ve también los días que está nublado o te puedes escabullir. Otro Dios es el Espíritu Santo, que es una paloma. Pero si es una paloma, no puede ser un espíritu. Los espíritus son invisibles, ¿o no? El Dios Hijo se llama Jesucristo y era un hombre muy bueno que nació en un establo y vino a la Tierra a salvarnos de todo. Su madre era la Virgen y san José, su padrastro, porque su verdadero padre era la paloma.

A mí el que mejor me cae de los tres dioses es Jesucristo, porque puede hacer milagros, por ejemplo, multiplicar panes y peces o separar el agua de un mar para que pasen sus amigos y no se mojen ni se ahoguen.

Lo de que una paloma sea el padre del Dios hijo no lo entiendo muy bien. ¿Una paloma, el padre de Jesucristo? Pero si las aves ponen huevos. Se lo dije a la madre Tomasa y se enfadó. Siempre se enfada cuando levanto el dedo porque no entiendo algo. Me contestó que yo no tenía fe.

Nada más llegar a casa le pregunté a mamá qué era tener fe. Ella me explicó que tener fe es creer en cosas aunque no se vean, por ejemplo creer en los Reyes Magos, y que, si tienes fe, se pueden cumplir tus deseos.

Yo tengo fe en que papá y mamá vuelvan a quererse y seamos felices otra vez.

 

 

Mamá sí que me ha reñido por lo de la clase de catecismo. Me ha dicho que, si no estudio, de mayor voy a tener que trabajar de barrendera y que no voy a saber hacer ni la o con un canuto. Después, cuando papá se ha ido a tomar unos chatos de vino al bar Anselmo, me ha explicado que el domingo le haremos una visita sin falta al viejo Fanega.

—Vamos a invitarlo a tu comunión. Y que papá no se entere.

Siempre la misma historia. Y es que, si papá se entera, se pone raro y empieza a tachar fotos de los álbumes.

—Pero…, mamá, a mí no me gusta el viejo Fanega.

Se lo he dicho con cuidadito porque sé que no está bien que no te guste tu bisabuelo. Entonces, mamá se me ha acercado y me ha gritado:

—¡Ya está bien, Ana! No vuelvas a llamarlo así. Es tu bisabuelo Agustín.

No es justo. Los mayores pueden llamar a los bisabuelos como les da la gana y yo tengo que hacer como que ese viejo gruñón me cae muy bien.

—Es que… papá lo llama viejo Fanega.

Huy, huy, huy, cómo se ha puesto mamá, echaba fuego por los ojos.

—¡Y tú lo vas a llamar abuelo Agustín cuando lo veas y punto! —Ha puesto una voz muy rara y, con los dientes apretados, me ha dicho—: Tu padre, a veces, dice tonterías.

Cuando mamá dice «tu padre» es que no está el horno para bollos. Me he callado y me he ido a jugar a la habitación de la mesa de mármol.