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Juan Valera

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Beschreibung

...“Hace años, cuando yo no había compuesto más que poesía lírica, me aseguraba cierto ilustre amigo mío, que ya murió, que mis versos eran de tal calidad, que jamás gustarían a las mujeres, ni habría una siquiera que se aprendiese de memoria media docena de ellos. Esto me afligió de suerte, que dejé de escribir versos y me dediqué a la vil prosa.”

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Teatro

Juan Valera

Índice

•Teatro

oDedicatoria

oLa venganza de Atahualpa

oAsclepigenia

oLo mejor del tesoro

oGopa

oLos telefonemas de Manolita

oEstragos de amor y celos

oAmor puesto a prueba

Dedicatoria

A la Excma. Señora Marquesa de Heredia

     Hace años, cuando yo no había compuesto más que poesía lírica, me aseguraba cierto ilustre amigo mío, que ya murió, que mis versos eran de tal calidad, que jamás gustarían a las mujeres, ni habría una siquiera que se aprendiese de memoria media docena de ellos. Esto me afligió de suerte, que dejé de escribir versos y me dediqué a la vil prosa.

     Por desgracia, según opinión de algunos críticos discretos, con la prosa me sucede exactamente lo mismo. Los mencionados críticos declaran que han dado a leer mis novelas a sus novias respectivas, y que todas las han devuelto sin leerlas, a pesar de la buena voluntad y de los esfuerzos que por leerlas han hecho.

     Esto me ha desconsolado más aún. Si las mujeres no leen ni mis versos ni mi prosa, ¿quién los leerá? Yo disto mucho de ser un sabio. Yo no aspiro a enseñar nada. Yo no he descubierto ninguna útil o encumbrada verdad. Yo no trato de abrir nuevos senderos al errante género humano. ¿Para qué escribo entonces? Por este pícaro prurito de escribir, de que no puedo libertarme.

     Así cavilaba yo, y seguía escribiendo sin poder remediarlo; porque, si yo hubiera podido remediarlo, no hubiera escrito. Yo seguía escribiendo sin fe y sin esperanza.

     Imagine usted, pues, señora, qué Consolación tan inesperada y grande fue la mía cuando averigüé que usted y su hermana se sabían de memoria no pocos versos míos. Vamos, estuve para perder el juicio de gusto y de satisfacción. Aquello fue como ver el cielo abierto.

     Verdad es que la memoria de usted es un tesoro de poesía castellana, y que, si se perdiesen todos los libros en que dicha poesía se conserva, usted podría dictar una colección selecta de lo mejor; pero esto, en vez de atenuar mi alegría y mi vanidad, las acrecentaba. El buen gusto de usted era evidente. No era extravagancia gustar también de lo que yo había escrito.

     A fin de no ensoberbecerme demasiado, atribuí entonces la rara estimación de usted por mis obras a algo como efecto hereditario. Yo viví tres años en Nápoles en compañía del Duque, su padre de usted. El Duque me quería, y miraba mis obrillas con singular benevolencia. Usted, sin duda, hace lo mismo, por imitar al Duque; impulsada y engañada quizá por el favorable concepto que la generosidad y el cariño como de padre, que el Duque me tuvo, le habían hecho formar de mi.

     Sea como sea, yo estoy a usted agradecido con toda el alma. Mientras más viejo me voy poniendo, más ganas de escribir me van entrando. Yo no bailo. Yo apenas juego, porque casi siempre pierdo. Otras diversiones cuestan caras. Como soy corto de vista y algo torpe, no pesco ni cazo. ¿En qué me he de entretener como no sea en escribir? Al fin, aunque lo escrito valga poco y produzca menos, es entretenimiento barato, porque el papel de costeras de que saco mis cuartillas vale poquísimo; y no es cara aquella substancia que encomió el poeta cordobés, mi paisano, diciendo que la eternidad tenía ilustre asiento en ella y más firme que los mármoles y los bronces.

     Así, animado en gran parte por usted, y persuadido ya de que hay alguna mujer que me lee, he trabajado en estos últimos tiempos, y he logrado más de lo que en mis sueños de gloria pude imaginar nunca. No me atrevo a creer que tengo un público, pero creo tener ya cierto número de lectores y aun de lectoras, si bien entre todos acaso no pasen de tres mil, esparcidos por la extensa superficie del globo que habitamos.

     La facilidad de comunicaciones, de que se goza en el día, hace que hasta la producción más baladí recorra los países, atraviese las fronteras y traspase los mares, por donde yo, sin acertar en la vida a hacerme popular, me lisonjeo de haber acumulado dicho número de lectores.

     Esto me basta para seguir escribiendo, sin aspirar a más. Ya creo contar con alguien que me lea y que pague, a la larga al menos, el coste de la impresión de mis librillos.

     La codicia, no obstante, rompe el saco, como dice muy bien el refrán.

     Alentado yo por mi buen éxito relativo, me propuse, no hace mucho, convertirme en escritor popular y buscar aplauso y ganancia en el teatro. Escribí, pues, una zarzuela, tomando asunto de un cuento de las Mil y una noches; adornándole y bordándole con todos aquellos perfiles que más a propósito me parecieron, e imitando, a mi manera, los dramas fantásticos de Carlos Gozzi, que él llamó fiabe, como La dama serpiente, El Rey de los espíritus y Turandot, princesa de la China, que obtuvo la honra de que Schiller la tradujese en lengua alemana.

     Hablando con franqueza, cuando mi zarzuela estuvo terminada, yo me las prometí felices. ¡Qué ironía jocosa se me antojaba notar en toda ella! ¡Qué bien concertados disparates! ¡Qué versos tan lindos! ¡Qué novedad en todo! ¡Cuánto chiste ático y claro sin chocarrería! Lleno, pues, de confianza se la leí a varios peritos y a dos o tres empresarios de los más famosos, atinados y previsores. Ninguno vio los chistes ni las lindezas que yo había creído ver. Poner en escena mi obra costaba, además, unos cuantos miles de duros. Era casi evidente que las gracias que los empresarios no veían ni descubrían, estaban muy hondas, dado que existieron, y el público no había de ser bastante zahorí para desentrañarlas. Cruel golpe hubiera sido, pues, para mí el que por mi culpa se arruinase un empresario, gastando su dinero en decoraciones y trajes, y el que, en la noche del estreno, se anegase la máquina de mis ilusiones en un diluvio de silbidos.

     Me llené de terror. Al maestro que me había prometido poner en música mi obra, le relevé de la promesa, y yo desistí para siempre de mi fugitiva pretensión de ser poeta dramático.

     No resolví esto ni por excesiva soberbia, ni por modestia y humildad tampoco. No lo resolví por modestia, porque mi zarzuela no me parece mala. Si me pareciese mala, no la publicaría. Y no lo resolví tampoco por desdén y orgullo, aplicándome el precepto evangélico que dice: no eches tus margaritas a los cerdos, porque sé muy bien que el público tiene un instinto infalible para adivinar lo bueno, y nada, por elevado que sea, deja de estar a su alcance. Noble testimonio de ello dan, por ejemplo, Los Amantes de Teruel, de Hartzenbusch, y el inmortal y glorioso hermano de usted, Don Álvaro.

     Mi resolución nació del pleno convencimiento de que, con toda independencia del valor literario de un drama, se requiere para ser aplaudido una condición de que yo carezco sin duda; se requiere cierta virtud magnética, por la cual el poeta comprende el sentir y el pensar del público, en un momento dado, y se pone en consonancia simpática con dicho pensar y dicho sentir. Repito que carezco de esta virtud como de otras muchas, y esta virtud es el más esencial requisito para ser autor dramático.

     Harto siento yo no serlo, porque siempre he creído que la flor más bella de toda literatura, el último y más espléndido brote del árbol del arte, es el teatro. En él la poesía vuelve a ser objetiva por reflexión, como en la epopeya lo fue por instinto. En él caben todos los géneros, el lírico, el didáctico, el satírico y el narrativo, concurriendo a hacerle cifra de la poesía. La acción prevalece y da ser a todo. El poeta oculta su personalidad y hace hablar a sus héroes. El pueblo escucha y aplaude. Y no sólo aparece en el teatro la poesía en todos sus géneros y formas, produciendo una hechicera, ideal y fantástica representación de la vida humana, sitio que, a fin de rodear y formar séquito pomposo a la poesía, acuden solícitas las demás artes, como siervas ágiles que se esmeran en engalanarla. La pintura, la escultura y la arquitectura levantan para ella palacios aéreos, erigen estatuas o monumentos o fingen jardines amenos y bosques frondosos; la arqueología y la indumentaria le prodigan trajes, alhajas y muebles antiguos o peregrinos; la música le da ricas melodías, y la danza le presta sus rítmicos movimientos, y aquella singular belleza, por quien la docta antigüedad la tuvo en tanta estimación, haciéndola como centro entre los ejercicios del cuerpo y las tareas y disciplinas del alma; poniéndola como mediadora y participante de cuanto crea la mente, que es la música, en su acepción más lata, y de cuanto el cuerpo bien educado y robusto es capaz de hacer para mostrar su enérgica gallardía, que es la gimnástica. Y como todo esto se somete a la poesía, resulta que en el teatro es donde da y debe dar un pueblo adulto, fecundo y brioso, amplia muestra de su ingenio, y donde hace y debe hacer alarde brillantísimo de toda su cultura.

     Siempre me ha repugnado la idea de que el teatro sea una escuela de moral. Y no por tenerle en menos, sino porque me parece poco. ¿Cómo subordinar la poesía, que en ella misma tiene su fin, a un fin extraño, por sublime que sea? Además que, mirado el teatro como la más cumplida manifestación de toda la cultura de un pueblo, la moral entra, como lo restante, en la manifestación; y ésta no es sólo a manera de espejo clarísimo, donde dicha cultura se refleja, sino espejo de aumento y de mágico poder, en el cual no se refleja ella tal como es, aunque magnificada, sino limpia asimismo de manchas e impurezas, y hermoseada y radiante de luz divina, en donde ya se columbra algo de los futuros ideales, si es que los hay.

     Siendo tal mi concepto del teatro, imagine usted, lo que me pesará de no poder escribir para el teatro; pero, ¿qué le hemos de hacer? Dios no me llama por ese camino.

     Esto no obsta para que yo, sin pensar ya en el teatro, haya querido escribir y haya escrito, además de la zarzuela, otros dos como cuentos dialogados, que doy, juntos a la zarzuela, en un tomito, bajo el título común, y no me negará usted que modesto, de Tentativas dramáticas.

     Una de estas tentativas se titula La venganza de Atahualpa, la otra, Asclepigenia. Ninguna de las dos, cada una por su estilo, es representable; pero ambas, y principalmente la segunda, son de lo menos malo que he escrito yo en mi vida. La necesidad de encerrarlo todo en breve cuadro, y de callarme y dejar hablar a los personajes, me ha obligado a ser sobrio, a no divagar y a ir al grano siempre, como vulgarmente se dice.

     A no pocos comentarios se prestan ambas composiciones; algunas notas también debieran ponerse al fin para la mejor inteligencia del texto; pero la desidia se ha apoderado de mí, y todo va sin comentarios y sin notas. Que cada cual lo entienda como se le antoje. Sólo me atreveré a indicar aquí que en Asclepigenia hay mucho de alusivo que le da un interés de actualidad. El panteísmo místico de los alemanes, como Schelling, Hegel y Krause, se asemeja no poco al de los alejandrinos, cuyo último representante de valía fue Proclo; y la caída entonces de la filosofía también se puede comparar algo a la caída de la filosofía en estos últimos tiempos, en que los adelantamientos de las ciencias físicas y experimentales y la afición y el entusiasmo por el bienestar material han convertido la ciencia en positivismo. Sólo falta ahora una religión nueva que se levante sobre tanta ruina y traiga en germen en su seno una nueva y más poderosa civilización. El pesimismo ateo de Hartmann y de Schopenhauer, y las melancolías de Renán, y los temores de Strauss, no prometen darnos la religión del porvenir ni nada que se le parezca. Estos señores son unos Budhas cómicos y sin caridad, que por único consuelo a nuestros males nos ofrecen la muerte, y por único freno de crímenes y pecados el progreso futuro, que ya entrevén, el cual ha de llegar a tanta perfección, que habilite a los sabios para destruir el universo y acabar así con nuestras maldades y miserias. Dios quiera que tarden en conseguirlo, pues lo que es a mí no me parece todo tan pésimo.

     Ya que estoy con la pluma en la mano, diré también, por si alguien no lo sabe, que en Asclepigenia todos los personajes son históricos, salvo Eumorfo y Crematurgo, y que a todos he procurado conservarles el carácter que en la historia tienen. Si a Asclepigenia la hago un si es no es desaforada, sin que conste, como ya no queda nadie de su familia, no perjudico a nadie. Y si a Atenais la llevo a vivir con Asclepigenia, no la ofendo, pites eran paisanas e hijas ambas de filósofos, por lo cual es natural que viviesen juntas en Constantinopla, habiéndose antes conocido en Atenas.

     Sólo me queda un escrúpulo; pero el escrúpulo ha acudido tarde, estando ya impresa la obra, y no se puede corregir el pasaje que le suscita: la desvergüenza con que Asclepigenia y Atenais murmuran de la santa emperatriz Pulqueria. Yo creo, sin embargo, que bien entenderá quien me leyere que Asclepigenia era una bribona, que el ladrón piensa que todos son de su condición, y que no es extraño que ella se hiciese eco de las hablillas calumniosas de los nestorianos y de otros herejes, a quienes la santa Emperatriz había perseguido.

     Ningún autor es responsable de cuanta tunantería diga o haga cada uno de los personajes que saca a la escena, y yo no debo responder de las murmuraciones de aquellas mozas insolentes. No es menester acudir a la vida que el Padre jesuita Contucci escribió de la Emperatriz para respetar su limpia fama. Gibbon, con ser impío, la respeta, y en este punto no he de ser yo menos que Gibbon.

     En cuanto a la bella Atenais, todos convienen en que fue algo ligera de cascos: hasta el P. Contucci, a pesar de su circunspección. Lo que le hago decir del bello Paulino está, pues, en su lugar, tanto más que por culpa de la manzana, que ella le regaló, vino a sospecharlo todo, el emperador Teodosio II, y al bello Paulino le costó la vida, según refieren las historias.

     En suma, lo que importa más es que estas tres, que he puesto yo en diálogo, diviertan a quien las lea, ya que para el teatro no sirven.

     Yo se las dedico a usted por mil razones, largas de poner aquí. Se las dedico a usted, por ejemplo, porque usted tiene mucho entendimiento, y como le tiene, trata con indulgencia mis obras, y porque deseo dar una prueba de mi gratitud al favor que usted me hizo, dejando por falso profeta a mi ilustre amigo difunto; aprendiéndose de memoria bastante más de media docena de versos míos, y desautorizando también a los críticos discretos, cuyas novias no pueden sufrir mis novelas.

     Acepte usted mi presente, estimándole y tasándole, no por el valor que tiene en sí, el cual es mezquino, sino por la respetuosa y sana intención con que lo hago, y con la cual estoy y estaré siempre deseoso de servir y complacer a usted como su amigo constante y agradecido Q. B. S. P.

Juan Valera

     Madrid 1879.

La venganza de Atahualpa

No hay que reprender a los que lemataron, pues el tiempo y sus pecadoslos castigaron después, ca todosellos acabaron mal.(GÓMARA, Historia de las Indias.)

La escena pasa en un lugar de Extremadura, por los años de 1542.

Jornada primera

Sala en casa de Doña Brianda.

ESCENA I

LAURA, JUANILLA.

     JUANILLA.-Ya que tan poco cuidas del adorno de tu persona, deja que te coloque bien el manto. (Procura arreglársele bien.) ¡Qué flojera! ¡Si se te cae! ¿Por qué quieres ir tan desgarbada? Es un contra Dios que, siendo tan linda, no hagas valer la belleza que Dios te ha dado. ¡En toda Extremadura no hay más gallarda moza que tú! ¡Pertinaz melancolía es la tuya! Pues no... ahora no tienes motivo. Nos faltaba dinero. Hoy nadamos en oro. Tu hermano ha traído de Indias el rescate de Atahualpa y el botín de Caxamalca, Jauja y el Cuzco. ¿Qué, más quieres?

     LAURA.-Si yo no quiero nada.

     JUANILLA.-Y luego, para que la ventura sea cumplida, no contento tu hermano con traerte tantas riquezas, te trae la fama de su nombre, el brillo de sus hazañas, y te trae, por último, lo que más anhelan las niñas de nuestra edad... un marido que ni mandado hacer de encargo... con treinta años apenas, recio, brioso, bello como Adonis, y con mucha hacienda, ganada también en ese imperio que acaba de conquistar Pizarro. No comprendo tus penas; debieras estar alegre como unas sonajas.

     LAURA.-Y lo estoy: ¿Por qué supones que no estoy alegre?

     JUANILLA.-No lo supongo; lo veo. Tu hermano lo ve también. Y lo ve y lo lamenta el Sr. Francisco de Cuéllar, a cuyo amor no correspondes.

     LAURA.-¡Ay, Juana! Yo no puedo mandar en mi corazón. Cuéllar es digno, por mil razones, de ser amado. Su gentil apostura, su valor, la misma vehemencia del afecto que me muestra, y sobre todo, el imperio y la osadía con que su ánimo se impone y señorea a los otros, son prendas que deben avasallar y rendir el corazón de una mujer; pero el mío está muerto para los amores del mundo. Apenas ha latido y ya está fatigado. Sólo ansío el reposo. La inesperada vuelta de mi hermano, y este repentino cambio de nuestra fortuna, de adversa en próspera, no bastan a hacerme variar de resolución. Sigo en mi propósito de cuando estaba pobre y desvalida. Quiero retirarme a un convento.

     JUANILLA.-¿Qué motivos hay para tomar esa resolución, cuando todo debiera sonreírte? Tú me ocultas algo. Secreto dolor contrista tu espíritu. ¿Por qué no amas a Cuéllar? ¿Amas quizá a otro hombre?

     LAURA.-No es menester acudir a la suposición de otro amor, ni es menester imaginar pena muy honda y misteriosa para explicar mi inclinación al claustro y mi despego de las cosas mundanales. Aunque sea yo indigna, ¿no puedo sentir la vocación?

     JUANILLA.-Puedes... pero ya te apartará de ella tu hermano. Tu hermano ama a Cuéllar y le debe mucho; Cuéllar te idolatra; su dicha pende de que le des un sí; y tu hermano, que anhela hacer la dicha de su amigo, te persuadirá al fin a que no le dejes desairado.

     LAURA.-No me hables más en eso, Juana. Me aflige y cansa el oírte. ¿Lo ves? Hasta es material mi cansancio. Casi no puedo tenerme en pie.

(Laura se deja caer como desfallecida en un sillón de brazos.)

     JUANILLA.-Descansa un momento, y prepárate a recibir al Sr. Francisco de Cuéllar. (Mirando por un balcón que hay en el fondo.) Asómate con disimulo. Ahora aparece por el extremo de la calle. Aunque no sea más que por curiosidad, asómate. Verás qué galán viene a visitarte. Fulgura sobre su frente, cual penacho de fuego, la esmeralda que trae en la gorra, y que, según dice el indio Cipriano, adornaba la cabeza de la principal o superiora de las vírgenes consagradas a ese mismo sol que en este instante ilumina la joya con sus rayos. La cadena de oro que pende de su cuello, debe de pesar unas cuantas libras. Y el vestido ¡qué pulcro y qué lujoso! de raso, y velludo todo él... ¡Si parece tu novio un emperador! El jubón y los gregüescos son morados, con pespuntes de oro; los puños y la gorguera de primorosas randas; las calzas ceñidas, de punto, dejan lucir la bien formada pierna; y el lindo gabán, con mangas perdidas, está aforrado de marta. Vamos, señora, no seas de cal y canto. Mírale... qué airoso viene! ¡Qué barba negra tan bien peinada y lustrosa! ¡Qué bonitos rizos! Pero... ya entra en el zaguán... Ya entró. Voy a abrirle.

(Sale Juanilla. Laura, al verse sola, exhala un hondo suspiro y exclama):

     LAURA.-¡Madre Santísima de los Dolores! ¡Jesús mío de mi alma! ¡Tened piedad de mí!

 

ESCENA II

Entra JUANILLA acompañando a FRANCISCO DE CUÉLLAR. JUANILLA se va, y deja al hidalgo con su señora.

     CUÉLLAR.-Vengo, hermosa Laura, a despedirme de vos para una ausencia, que espero sea corta. Vuestro hermano y yo tenemos negocios en Sevilla, y hemos convenido en que yo sea quien vaya a ponerlos en orden. Mucho me cuesta separarme de vuestro lado: os amo más cada día; pero conozco que esta separación es conveniente. Libre así del asiduo ahínco con que os visito, sirvo y pretendo, podréis meditar mejor en lo que os está bien hacer; y luego no seréis acaso tan dura conmigo.

     LAURA.-Creedme, Sr. Francisco de Cuéllar, yo no puedo ser dura con vos, porque no soy ingrata. Grande es la honra que me hacéis en ofrecerme vuestra mano: yo os la agradezco...

     CUÉLLAR.-Pero no lo aceptáis. ¿Amáis a otro, Laura?

     LAURA.-No, Cuéllar. Si mi alma fuese capaz de amar, os amaría.

     CUÉLLAR.-Las mujeres tenéis mil melindres y os forjáis mil dificultades fantásticas que los hombres no entendemos. ¿Por qué no ha de ser capaz de amar vuestra alma? Yo he oído decir que el ángel de las tinieblas es el único ser incapaz de amar. Vos, que sois lo contrario, vos, que sois un ángel de luz, antes que al desamor, debéis sentiros propensa a enamoraros. Y la gratitud, Laura, que confesáis deberme, es excelente preparación de amor. Poco os falta ya para amarme, si es que me estáis agradecida. Poned buen talante y me amaréis al cabo. ¿Calláis? ¿Nada me respondéis?

     LAURA.-¿Qué he de responderos que os plazca? Sois discreto y valiente, estáis rico, volvéis de Indias cubierto de laureles; mi hermano quiere que yo sea vuestra; si yo me sintiera inclinada a amar, a nadie amaría mejor que a vos; pero ¿qué queréis? Me duele decíroslo. Os pediré perdón de rodillas si os agravio diciéndooslo. No os amo.

     CUÉLLAR.-Repito que amáis a otro hombre. Tenéis miedo por él, y por eso no me lo confesáis. Yo sabré quién es mi rival. Yo me vengaré de quien me roba vuestro afecto.

     LAURA.-Sosegaos, Cuéllar. No dudéis de mi sinceridad. No amo a criatura alguna con ese amor exclusivo. No tenéis rival de quien vengaros.

     CUÉLLAR.-¿Cómo, por qué destruir entonces todas mis esperanzas, por tantos años y en medio de tantos peligros alimentadas y acariciadas? Erais muy niña, apenas erais mujer, cuando os vi por vez primera y os amé ciegamente. ¿No me recordáis de entonces? ¿Ni siquiera me recordáis?

     LAURA.-Sí, Cuéllar; recuerdo cuando vinisteis con mi hermano desde Salamanca. Estuvisteis aquí cuatro días y os fuisteis a Sanlúcar a embarcaros para las Indias. ¿Cómo no recordar aquellos tan amargos instantes en que mi hermano me abandonaba, quizá para siempre, yendo a través de los mares a tierras desconocidas y remotas, entre gentiles, a buscar fortuna y a hallar acaso la muerte.

     CUÉLLAR.-Pues bien, Laura: ya que recordáis aquellos instantes, sabed que desde entonces os amo. Mi vida había sido hasta allí, como la de vuestro hermano, un delirio sin tregua, una bacanal espantosa. Estudiantes ambos en Salamanca, nos hicimos amigos, no para estudiar juntos, sino para ser juntos más que traviesos y bulliciosos. Fuimos el escándalo de la ciudad. La poca hacienda que ambos teníamos se consumió en deportes. No tuvieron número nuestras pendencias. La suerte siempre nos fue propicia en las armas, pero en el juego nos fue contraria. Perseguidos entonces por usureros, sin recursos y sin ganas de estudiar, nos llenamos de codicia y de férvido deseo de gloria al oír contar los descubrimientos y conquistas que andaban haciendo los españoles en las Indias de Occidente, y determinamos irnos por allá en busca de los bienes que por acá nos negaba el destino. Yo no quise despedirme de nadie. Estaba mal con mi padre, que vivía aún, y no fui a verle por mil motivos: entre ellos, a fin de que no estorbase mi atrevida determinación. Vuestro hermano, huérfano de padre y madre, quiso venir por aquí y veros antes de partir, a despedirse de su tía, Doña Brianda, a quien os dejó confiada, y a allegar algunos mezquinos recursos. Tal fue la ocasión de que nos viéramos. Vuestra vista fue una revelación para mí. El amor brotó de repente en mi alma y echó en ella profundas raíces. Yo no había tratado sino con aventureras infames, y en vos vi a la mujer que imaginan, si no logran verla, los corazones enamorados: inocente, pura, hermosa, discreta aunque tan niña...

     LAURA.-¡Ah! ¡Callad por piedad, y no me atormentéis! No merezco tanta estimación de vuestra parte...

     CUÉLLAR.-Desde entonces, sin declarároslo, porque no me atreví ni era aquella ocasión de declarároslo, me consideré como vuestro Amadís y fuisteis mi Oriana. Para vos ambicionaba la nombradía; para vos codiciaba las riquezas. En las tempestades de la mar os veía cual estrella solitaria que me guiaba desde la bóveda celeste entre las rotas nubes. En la isla infernal me alimentaba vuestro recuerdo, y me daba fuerza para resistir la sed, el hambre y la inclemencia de los elementos. Por los desfiladeros horribles de la sierra, por las sendas escabrosas donde sólo la hendida pezuña del llama y el pie desnudo del indio se diría que podían sostenerse sin resbalar, iba yo tranquilo, a caballo, abrumado con el peso de mis armas, porque vos erais el ángel que me sostenía para no hundirme en el hondo precipicio. En las crestas nevadas, donde hace su nido el cóndor, donde no había árboles con que encender una hoguera, donde muchos infelices compañeros y hasta los indios que nos guiaban morían de frío, la sangre se agitaba en mis venas, porque el fuego de vuestro amor ardía en mi corazón, y por ellas se difundía. En los trances de mayor peligro, en las fatigas más rudas, después de encomendarme a Dios, a vos me encomendaba, como si fueseis mi ángel custodio o el santo de mi devoción, abogado mío en el cielo.

     LAURA.- (Aparte.) ¡Dios mío! ¿Por qué no arrancáis este amor del corazón de Cuéllar? Harto sabéis que no debo pagar este amor.

     CUÉLLAR.-Ya veis, Laura, cuanto os he amado. Pues ahora os amo más aún. Vuestro desvío irrita, enciende mi pasión. No hay obstáculo que me arredre. O he de conquistar vuestro corazón o he de morir en la demanda.

     LAURA.-No sé qué contestaros, señor. Vuestras palabras me lisonjean y me asustan.

     CUÉLLAR.-Aquí viene vuestro hermano.

 

ESCENA III

Dichos, RIVERA.

     RIVERA.-Veo que siguen los melindres de Laura. Merecería que la olvidases y despreciases.

     CUÉLLAR.-No ofendas a tu, hermana, Rivera. El amor no se impone. Me basta con la certidumbre que ya tengo de que ella no ama a otro. Sin más rival que Dios, el mismo Dios me ayudará con el tiempo, a conseguir su amor. Aguardaré con resignación y firmeza. Adiós, Laura. Dentro de media hora saldré para Sevilla. Pensad en mi amor, y, si por mí no me amáis, amadme por el amor que os tengo.

     LAURA.-Estimo tanto, noble Cuéllar, vuestra persona como vuestro amor. Mi mayor infortunio es no poder deciros, con el corazón, que os amo y que soy vuestra.

     CUÉLLAR.-Adiós, Laura. Adiós, Bartolomé. (Cuéllar va a salir.)

     RIVERA.-Voy a despedirte.

     CUÉLLAR.-No te molestes. Todo está preparado y parto en seguida. No tengo más que ponerme en traje de camino. Adiós. Te ruego que no vengas.

     RIVERA.-Adiós, pues. (Vase Cuéllar.)

 

ESCENA IV

LAURA, RIVERA.

     RIVERA.-Tu desdén, hermana, me tiene más disgustado cada día. Hay en la causa de que nace un misterio que quiero y temo descubrir. Pero no hablemos de esto ahora; tienes puesto el manto para salir con Juanilla. Tus ropas están en casa de Doña Irene: vete al punto allí. Como ya te dije, no quiero que permanezcas más en esta casa. Doña Irene, que es persona de toda mi confianza y de mucha autoridad, te dará albergue y te hará compañía hasta que te cases, si es que te casas. ¡Hola! ¿Juanilla! (Aparece Juanilla.)

     JUANILLA.-¡Señor! ¿Qué mandas?

     RIVERA.-Vete con Laura. Doña Irene os espera. (A Laura.) ¿Y tu tía?

     LAURA.-Fue a sus devociones. En casa de Dona Irene me aguardará ya también.

     RIVERA.-Pues anda con Dios.

     LAURA.-Adiós, hermano.

(Vanse Laura y Juanilla.)

 

ESCENA V

RIVERA, solo.

     RIVERA.-Me devoraba la impaciencia de quedar solo para recibir y hablar al Padre Antonio, que debe llegar al punto. (Pasea agitado por la estancia.) Cipriano está a la mira; le abrirá y le hará entrar. El Padre Antonio, si quiere, puede revelármelo todo. Si no quiere, le obligaré a ello. Ni el Padre ni nadie se ha de burlar de mí. Un compañero del marqués Pizarro debe inspirar respeto, debe infundir terror. Me sobra derecho: tengo motivo justo... Ya llega el fraile... Siento sus pasos en el corredor. Calma. Serenémonos.

 

ESCENA VI

RIVERA, EL PADRE ANTONIO.

     EL PADRE.-¡Ave María Purísima! La santa paz de Dios sea en esta casa. ¿Qué me quieres, hijo?

     RIVERA.-Antes de todo, besar la mano de vuestra reverencia, por quien es y por la merced y la honra que me hace en venir a verme, cediendo a mi súplica.

(Rivera besa la mano al fraile y ambos se sientan en sendos sillones.)

     EL PADRE.-Di lo que gustes.

     RIVERA.-Sé que mi hermana es vuestra hija de confesión.

     EL PADRE.-Desde hace tres años.

     RIVERA.-¿Queréisla bien?

     EL PADRE.-¿Cómo no quererla? Sus excelentes prendas le granjean estimación y cariño.

     RIVERA.-Conoceréis sus pensamientos y su vida.

     EL PADRE.-Su alma es un libro abierto para mí. Los ojos de mi espíritu penetran en el fondo de su corazón, como si fuera su pecho de cristal limpio y claro.

     RIVERA.-Ya que tan bien la conocéis, ¿podréis declararme por qué repugna casarse con el hombre que he elegido para ella?

     EL PADRE.-¿Qué necesidad tienes de que yo lo declare? Sabido es que tu hermana desea tornar el velo.

     RIVERA.-Y vos ¿cómo no le aconsejáis que me obedezca?

     EL PADRE.-Porque no debo contrariar su vocación; porque no puedo apartarla del camino por donde Dios la lleva.

     RIVERA.-Bien está, Padre. Pero yo tengo una duda. ¿La vocación es espontánea o motivada por algún suceso infausto? Sacadme de esta duda.

     EL PADRE.-No puedo.

     RIVERA.-Voto a una legión de demonios. ¿Pretendéis probar mi paciencia? Sacadme de esta duda.

     EL PADRE.-Bartolomé de Rivera, tú no estás en tu juicio.

     RIVERA.-¿Qué pretendéis significar?

     EL PADRE.-Nada pretendo significar; afirmo que te olvidas de quien soy, y que me faltas al respeto. Si hubiese alguna razón oculta, algo de misterioso en el motivo de la vocación de tu hermana, y si yo conociese esa razón y ese motivo, sería bajo el sigilo del Santo Sacramento. ¿Cómo había yo de romper el sigilo para satisfacer tu sacrílega curiosidad? ¿Por quién me tomas?

     RIVERA.-¿Y por quién me tomáis vos a mí? No me conocéis. No lo extraño. Me fui de aquí muy mozo. Si me conocierais, sabríais que soy tenaz. Estábamos en una peña estéril, rodeada de mar desconocido, sin esperanza apenas de que llegasen gentes de refresco con barcos, víveres y armas para proseguir una empresa que parecía locura; estábamos ya postrados de fatiga, sed y hambre, cuando vino Tafur el cordobés a llevarnos a Panamá por orden del gobernador. Los más cedían y se iban con Tafur. Pizarro, entonces, con notable aliento, desenvainó su puñal e hizo con él en la arena una raya que iba de Poniente a Levante: «Quien quiera volver a Panamá a ser pobre, dijo, que no pase esta raya; y quien quiera ir al Perú a ser rico, que la pase y me siga. Escoja el que fuere buen castellano lo que mejor le estuviere.» Así habló y pasó la raya. Le seguimos trece, y yo fui uno de ellos. Desde entonces nos apellidan los trece de la fama. ¿Y sabéis por qué? Porque viéndonos cercados de los mayores trabajos que pudo el mundo ofrecer a hombres, y más para esperar la muerte que las riquezas que se nos prometían, todo lo pospusimos a la honra. Considerad, pues, si yo cejaré en casos de honra, cuando hice allí lo que hice. Siete meses aguardarnos en aquel infierno con la vaga esperanza de que viniese un barco que nos llevara a descubrir un imperio tal vez soñado. ¡Qué no haré yo ahora por descubrir algo que me importa no menos que el imperio!

     EL PADRE.-No veo, hijo, los trabajos que ahora tienes que pasar, ni mucho menos los peligros que tienes que arrostrar. Permite que no vea tampoco ni amenazas ni desacato impío en tu razonamiento.

     RIVERA.-Dejémonos de rodeos y de equívocos, Padre. No es mi intención ofenderos; pero hay una causa oculta de la resistencia de mi hermana a casarse con Cuéllar. Tengo indicios de que la hay. Decídmela, pues. El ser yo cabeza de familia me da derecho a ello.

     EL PADRE.-Me asombra tu ignorancia. Ni el Rey puede obligar al sacerdote a que revele un secreto de confesión, aunque de él penda la salud de la República. Cabeza de familia y Emperador era Wenceslao, y el santo mártir Juan Nepomuceno sufrió la muerte antes que declarar lo que le había confiado la Emperatriz. Su lengua, que supo callarse, se conserva aún en Praga, incorrupta y esparciendo suave fragancia.

     RIVERA.-No temáis...

     EL PADRE.-Nada temo.

     RIVERA.-No temáis, digo, que imite yo al Emperador, y haga experimento cruel de la no corrupción de vuestra lengua. No cedáis por miedo ruin; pero ceded a la prudente consideración de evitar males mayores. Sin acudir a vos, tengo medios de averiguarlo todo, exponiéndome a ser tremendo y hasta feroz con alguna persona. Evitad que lo sea.

     EL PADRE.-Dios lo evitará, si conviene. Yo no debo faltar a mi obligación para evitar que tú faltes a la tuya: yo no debo pecar, para que tú no peques. Deber mío, no obstante, es darte sanos consejos y apartarte de toda airada determinación, y más aún si no tienes fundamento para tomarla. Tu hermana quiere retirarse del siglo. ¿Qué mal hay en esto? ¿Por qué no ha de ser espontánea su vocación? Y cuando no lo sea, cuando haya algún oculto motivo, ¿ha de ser malo el motivo que a tan buen fin conduce?

     RIVERA.-Padre Antonio, inútil es ya el disimulo. Yo sospecho algo de la condición infame de ese motivo, y tengo que poner en claro una sospecha. Juanilla, que se ha criado con mi hermana, es tan picotera como simple. En los cinco días que hace que llegué a este lugar, he hablado con ella varias veces y he procurado averiguar la vida que Laura y mi tía Doña Brianda han hecho durante mi larga ausencia.

     EL PADRE.-¿Y qué has averiguado por Juanilla?

     RIVERA.-Poco para lo que me importa; demasiado para que mis recelos se confirmen. En estos tres últimos años sé que esta casa ha sido como un monasterio. Mi tía y mi hermana no han salido sino para ir a la iglesia. Aquí sólo vos habéis entrado.

     EL PADRE.-¿Y antes de los tres últimos años?

     RIVERA.-Antes ha pasado siempre o casi siempre lo mismo. Oid, no obstante, cómo mis sospechas han ido confirmándose. Mi hermana acaba de cumplir diez y nueve años. Tenía catorce cuando yo la dejé y me fui a las Indias. Hace tres, poco antes de que empezase a confesarse con vos, estaba mi hermana entre los quince y los diez y seis. Hasta entonces gozó de buena salud y de excelente y muy alegre humor. Sus mejillas parecían rosas; sus labios claveles. Laura brincaba como un cervatillo y cantaba como un jilguero. Hoy ni brinca, ni canta, ni da señal de regocijo. Hoy gime, suspira y desfallece. Está hermosa, pero la encendida color de sus mejillas ha desaparecido. Su palidez, sus ojeras y su melancolía la hacen acaso más interesante: ponen algo de extraño y misterioso en su hermosura; pero me dan mucho en qué pensar. De los mil pormenores que inocentemente me ha descubierto Juanilla, resulta que esta mudanza de Laura empezó poco antes de que ella fuese vuestra hija de confesión. ¿Qué sucedió, pues, poco antes? Claro está que yo, como quien une pedacillos de papel para leer un escrito que se ha roto, he ido enlazando y uniendo lo que me ha dicho Juanilla en varias ocasiones. Por ella sé también que, hace más de tres años, entró varias veces en esta casa un hombre que no erais vos. Entró con tanto recato, que nadie de fuera logró verle. Juanilla misma no le vio jamás la cara. ¿Quién era este hombre? ¿A qué venía? ¿Por qué no ha vuelto? Doña Brianda no es vieja ni fea. Ahora apenas tiene cuarenta años. El hombre pudo venir por ella; pero tengo mis razones para dudar de que por ella viniese.

     EL PADRE.-¿Por quién crees que vino?

     RIVERA.-Por mi hermana. Doña Brianda habrá de confesármelo todo.

     EL PADRE.-No bastan esas apariencias engañosas. No te precipites a algún acto violento.

     RIVERA.-No me precipito. Voy con pies de plomo. He continuado en mis pesquisas, y algo más he descubierto. He forzado la cerradura del arca de mi tía; he registrado toda el arca, y en el fondo, en otra arquilla pequeña que he abierto asimismo con violencia, si bien no he hallado escrito alguno, he hallado una bolsa llena de monedas de oro y varios dijes de valor. ¿De dónde proviene esto? Mi tía estaba en la mayor pobreza. ¿Cómo lo ha ganado? Vos lo sabéis todo. Decídmelo y evitaréis acaso una explicación penosísima. A fin de quedarme solo y libre; a fin de que nadie más que yo se entere de lo que deseo enterarme, y sea testigo, quien sabe si de mi deshonra, he excitado a Cuéllar a que vaya a Sevilla a terminar nuestros negocios, y he enviado a Laura con Juanilla en casa de Doña Irene. Aquí sólo quedamos el indio Cipriano y yo. Mi tía volverá pronto, y entonces yo me entenderé con ella en esta soledad.

     EL PADRE.-¿Pretendes acaso atormentar a tu tía?

     RIVERA.-¿Por qué no, si lo merece?

     EL PADRE.-No lo consentiré jamás.

     RIVERA.-¿Qué medio tenéis para oponeros? ¿Con qué razón os opondréis? En casos de honra no hay tribunal que valga. Es necesario que el mismo agraviado descubra el delito y le castigue. Vos, que sois tan sigiloso para lo que en confesión os dicen, no seréis mi delator, infamándome y descubriendo mi propósito. En esta confianza, aunque pudiera deteneros y aun encerraros, os dejaré ir libre. (Suenan dos aldabonazos a la puerta.) Ahí está ya Doña Brianda. (Prestando oído a los pasos, que se supone que oye en el corredor.) Mi tía se va derecha a su cuarto. Padre, podéis iros. Cuenta con lo que hacéis. Si me delatáis, si enviáis a alguien en socorro de Doña Brianda, estoy determinado a todo; no temo ni a la horca; mato a Doña Brianda a puñaladas. ¡Cipriano! (Aparece el indio.)

     CIPRIANO.-¡Señor!

     RIVERA.-Acompaña al Padre Antonio hasta la puerta de la calle, Adiós, Padre Antonio. (Vase Rivera.)

 

ESCENA VII

EL PADRE ANTONIO, CIPRIANO.

     EL PADRE.- (Aparte.) No debo irme. Sólo quedándome puedo evitar una gran desgracia, aunque sea exponiéndome a morir a manos de este energúmeno. (Al indio con firmeza.) Me quedo aquí.

     CIPRIANO.-El amo manda que se vaya vuestra reverencia. Fuerza es obedecerle.

     EL PADRE.-¿Y por qué le obedeces?

     CIPRIANO.-Por temor y por cariño.

     EL PADRE.-Temor... no le tengas. Aquí no estamos en el Perú, donde era omnipotente tu amo. Cariño... la mayor prueba que de tu cariño puedes darle, es dejarme aquí y callar. Quedándome, salvaré a tu amo.

     CIPRIANO.-Padre, yo no puedo entrar en estas honduras. Sólo me toca obedecer. Venid, salid de casa.

     EL PADRE.-Te digo que no saldré, ¿Eres cristiano?

     CIPRIANO.-Sí, Padre, a Dios gracias.

     EL PADRE.-Respeta, pues, en mí a un ministro del Altísimo. Dios me manda que aquí me quede. Concurre a que se cumplan sus designios inescrutables. Cállate y déjame tranquilo. Si por obedecer a tu amo me desobedeces y desobedeces a Dios, caerá sobre tu cabeza la maldición del cielo.

     CIPRIANO.-¿Qué decís? ¡Jesús mío!

     EL PADRE.-Lo que oyes: la maldición del cielo.

     CIPRIANO.-¡Qué horror!... (Volviendo de su asombro.) Vete, señor. Tiemblo por ti y por mí. Mi amo va a volver.

     EL PADRE.-Sal tú. Yo me ocultaré en aquella estancia. Desde allí estaré a la mira. (Se oye dentro ruido.)

     DOÑA BRIANDA.- (Desde dentro y lejos aún.) ¡Déjame en paz! ¿Te has vuelto loco? (El Padre se oculta.)

     CIPRIANO.-¡Qué apuro! Si callo soy infiel a mi amo. Si delato al Padre, ¿qué hará de él este terrible amo mío? Además, Dios me castigaría. El Padre parece un santo. Sin duda se esconde por nuestro bien. (Vase Cipriano.)