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Con una mirada fría y penetrante, Veblen hace un comentario vasto e intemporal de la conducta de quienes poseen riqueza o andan en pos de ella. Su libro es un tratado comprensivo sobre esnobismo y presunción social que se aplica tanto a la sociedad norteamericana que le dio origen como a la moderna búsqueda de la opulencia. Esta edición conmemorativa que celebra los 70 años del FCE, recuerda también los 60 años de la primera publicación, en 1944, de este clásico de la sociología.
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Seitenzahl: 612
Primera edición en inglés, 1899
La primera edición del FCE fue publicada en 1944
Primera edición electrónica, 2010
Traducción de Vicente Herrero
Título original:
The Theory of the Leisure Class. An Economic Study of Institutions
© 1899, Macmillan, Londres
D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-0272-5
Hecho en México - Made in Mexico
Thorstein Veblen y la Teoría de la clase ociosa
John Kenneth Galbraith
Siempre hay un halo de picardía en su actitud hacia su propia obra, en marcado contraste con la fúnebre seriedad de la mayoría de los economistas.
Wesley C. Mitchell
I
Lo más cercano que hay en los estados unidos a una leyenda académica —equivalente a la de Scott Fitzgerald en literatura o a la de los Barrymore en el teatro— es la leyenda de Thorstein Veblen. La naturaleza de una leyenda semejante, puede suponerse, se basa en que la realidad es aumentada por la imaginación y que, a la postre, la imagen tiene una existencia propia. Esto puede decirse de Veblen. Fue un hombre de grande y fértil inteligencia, y un maravilloso presentador de sus productos. Su vida, comenzada en la frontera del alto Medio Oeste en 1857 y desarrollada en su mayor parte en una u otra universidad hasta su muerte, en 1927, no careció de aventuras. Ciertamente, según las normas de la vida académica de su época, fue un anticonformista. En su obra y en su vida hay vasto material sobre el cual edificar la leyenda, y no ha faltado quien lo haya hecho.
En el pensamiento social norteamericano hay, en realidad, una tradición que atribuye a Veblen todo comentario y crítica de las instituciones norteamericanas. Como en Marx para un marxista devoto, todo está allí. Sin embargo, es probable que el marxista conozca mejor su tema. En realidad, es posible que en nuestro tiempo nada delate más claramente a un impostor intelectual que una tendencia a citar desenvueltamente a Veblen; particularmente a afirmar con toda seguridad, cuando se dice algo de aparente interés, que Veblen lo dijo antes y mejor.
La leyenda derivada de la vida de Veblen debe más aún a la imaginación. A decir verdad, pocos fundamentos tiene lo que se dice acerca de su sombría niñez en una pobre familia de inmigrantes noruegos, pasada en Minnesota; de su reacción a ese medio opresivo; de su acosada vida en el medio académico norteamericano de las últimas décadas del siglo pasado y las tres primeras de éste; del modo fatal en que atraía a las mujeres y viceversa, y de las consecuencias de esto en su rígido ambiente; y de la indiferencia de todas las personas “rectas” a su obra.
Quizás un prologuista debería perpetuar cualquier mito que encuentre. La economía es una materia bastante aburrida, y la sociología a veces es peor y así son, también, a veces, quienes enseñan estas materias. Cuando —como en el caso de Veblen— un hombre se ve rodeado por un aura, ésta debe ser ensanchada, no disuelta. Una razón de que la economía y la sociología sean aburridas es la creencia en que todo lo asociado con la personalidad humana debe ser tan fastidioso como sea posible. Eso es la ciencia. Sin embargo, hay en ello algo de verdad; pero, en el caso de Veblen, está lejos de ser tedioso. Su vida fue interesantísima; su niñez, aunque mucho menos sombría de lo que suele creerse, dejó una influencia profunda y duradera sobre sus escritos posteriores. Veblen no es una universal fuente de luz sobre la sociedad norteamericana. No vio lo que aún no había ocurrido. Y también, en algunos aspectos, se equivocó y, en la disyuntiva entre exactitud y alguna fórmula que él sintiera que escandalizaría a su público, rara vez vaciló. Optó por el escándalo. Pero ningún hombre de su tiempo, ni posterior, vio con ojo tan frío y penetrante, no tanto el lucro pecuniario, sino el modo en que su búsqueda hace comportarse a hombres y mujeres.
Esta mirada fría y penetrante es la sustancia que hay tras la leyenda de Veblen. Es una mirada que aún asombra al lector con lo que le revela. Aunque puede haber otros candidatos respetables, sólo se leen aún dos libros de economistas norteamericanos del siglo XIX. Uno es Progress and poverty, de Henry George;[*] el otro es la Teoría de la clase ociosa. Ninguno de estos libros, interesa observarlo, vino del mundo complejo y derivativo de la costa del este. Ambos fueron productos de zonas limítrofes: reacciones del colonizador, en un caso a la enajenación especulativa de tierras, en el otro a las pomposas ordenanzas sociales de los ricos. Pero no debe llevarse demasiado lejos la comparación. Henry George fue el expositor de una idea de notable arrastre; su libro sigue siendo importante para tal idea: el concepto del terrible precio que la sociedad paga por la sociedad privada y por el afán de lucro con tierras. La gran obra de Veblen es un comentario vasto e intemporal en la conducta de quienes poseen riqueza, andan en pos de ella y que, aparte de su dinero, carecen de la eminencia que —según suponían— iban a adquirir con él. Nadie ha leído realmente mucho si no ha leído al menos una vez la Teoría de la clase ociosa . No muchos que tengan una educación superior a la ínfima pasan por la vida sin advertir, en una u otra ocasión, el “consumo ostensible”, la “emulación pecuniaria” o el “derroche ostensible” aunque no sepan muy bien de dónde salieron estas frases.
En un prólogo bien planeado debe hablarse, juiciosamente, de lo que el lector —con raras excepciones— aprendiera por sí mismo al leer el libro. O, como la percepción de cada quien es distinta, se dice lo que el lector nunca descubrirá y que, en realidad, quizá no se halle presente. Y luego se dice algo acerca del autor. En el caso de Veblen esto no puede hacerse. Su vida y su educación son muy importantes para apreciar su obra. Debemos empezar por ellas. Y como —según dijo él mismo, y hay buenas razones para creerlo— la Teoría de la clase ociosa está especialmente marcada por las circunstancias de la niñez de Veblen, yo me propongo hacer una pausa después de decir esto, para hablar acerca del libro. Así, después me será posible comentar más brevemente los años posteriores y la obra de Veblen.
II
A primera vista, los orígenes de Veblen son el típico cliché norteamericano. Sus padres, Thomas Anderson y Kari Bunde Veblen, emigraron de Noruega a una granja de Wisconsin en 1847, diez años antes del nacimiento de Thorstein. Tuvieron las dificultades habituales para conseguir el dinero del pasaje, las inevitables —en su caso terribles— molestias de la travesía. Los Veblen tuvieron en total doce hijos, el sexto de los cuales fue Thorstein. La primera granja de Wisconsin era improductiva o, más probablemente, inferior a lo que, mejor informados, supieron que había más al oeste. Se mudaron, y en 1865 volvieron a mudarse. El hogar nuevo y final estuvo en la pradera, hoy a cerca de una hora de Minneapolis, al sur. Es esta granja la que aparece en la leyenda de la oscura y miserable niñez de Veblen. Nadie que visite la comarca podrá creerla. No puede haber, en ninguna parte, un paisaje rural más generoso y opulento. El suelo es negro y profundo, los graneros son enormes, los silos numerosos, así como las secciones para vender el grano excedente; las casas son grandes, cuadradas, cómodas, aunque sin pretensiones arquitectónicas. Se ha conservado un retrato de la casa de Veblen: una estructura blanca, amplia, agradable, que no sólo delata desahogo, sino riqueza. Como esta comarca fue originalmente una pradera abierta, con buena vegetación, debió de parecer prometedora hace cien años. Thomas Veblen adquirió 117 hectáreas de ella; es difícil imaginar que él, su mujer o, por enseñanzas suyas, alguno de sus hijos haya podido considerarse miserable. No había mil, quizá ni aun cien propietarios de granjas —familias que trabajaban su propia tierra— tan bien dotadas en la Noruega que habían dejado atrás. Y, de hecho, los Veblen no se consideraban pobres. Hermanos y hermanas de Thorstein comentarían después, a veces divertidos, a veces airados, el mito de su anterior pobreza.
Si esta parte de la historia de Veblen es poco notable —desarraigo, partida, penalidades, error de cálculo, recompensa final—, es común, pero hubo otras cosas que separaron a la familia de la parvada de emigrantes escandinavos, haciendo de Thorstein algo menos fortuito. Thomas Veblen, que había sido un hábil carpintero y ebanista, pronto demostró ser un granjero mucho más inteligente y progresista de lo normal. Y parece seguro que, considerase como considerase la granja para sí mismo, sólo la veía como un puente para sus hijos. Acaso más excepcional aún fuese su mujer, Kari. Era una persona notablemente despierta, imaginativa, inteligente, confiada en sí misma; desde temprana edad ella identificó, protegió y alentó al genio de la familia. En años posteriores, en una familia y una comunidad en que siempre se necesitaba más mano de obra y en que, en consecuencia, la virtud se asociaba con la labor eficiente —su eficiencia como trabajador era lo que distinguía a un buen chico o chica de los demás— tal parece que Thorstein Veblen fue tratado con cierta tolerancia. So pretexto de falta de robustez, se le daba tiempo libre para leer. Esto sólo pudieron hacerlo unos padres notablemente perspicaces. Uno de los hermanos de Veblen escribiría después que fue de su madre de quien “Thorstein sacó su personalidad y su cerebro”, aunque otros los considerasen decididamente su propiedad privada.
Como sus hermanos y hermanas, Thorstein fue a escuelas locales y, al terminar, fue enviado al Carleton College (entonces llamado Carleton College Academy), en la cercana población de Northfield. Su hermana Emily asistía también allí; otros miembros de la familia fueron, asimismo, a Carleton. En un interesante y característico ejercicio de imaginación, su padre entró en acción para reducir los gastos escolares. Compró una parcela de terreno en los límites del poblado, por el valor nominal cargado entonces por tales bienes raíces, y levantó una casa para albergar a su prole mientras estaba educándose. La leyenda también ha sostenido o implicado siempre que obtener una educación requirió de Thorstein Veblen esfuerzos casi heroicos. Esto debe ser desechado para siempre. Una carta conservada en los archivos de la Sociedad Histórica de Minnesota, escrita por Andrew Veblen, hermano de Thorstein, hace notar que “nuestro padre le prestó la ayuda estrictamente necesaria durante sus años de escuela. Como el resto de la familia, Thorstein mantuvo sus gastos en el mínimo... de acuerdo con la economía que practicaba toda la familia”. Una cuñada suya, Florence (Mrs. Orson) Veblen, escribió, más indignada, “No hay la menor razón para negarle a mi suegro el crédito de haber pagado por la educación de sus hijos, de todos ellos; bien podía hacerlo: tenía dos buenas granjas en el distrito agrícola más rico del país”.[1]
A pesar de todo, fue una excepción a la práctica general de la comunidad el que los jóvenes Veblen fuesen enviados a la escuela en lugar de dedicarlos al trabajo útil —como lo llamaban los granjeros noruegos— en el campo. También fueron enviados, como cosa natural, a una escuela confesional anglosajona —Carleton era congregacionalista— y no a una de las instituciones luteranas que respondían al idioma, la cultura y la religión de los escandinavos. El mito de Veblen (también insiste en ello su familia) ha exagerado el alejamiento de los noruegos en general y de los Veblen en particular. Es parte de la leyenda que el padre de Veblen no hablaba inglés y que su hijo tuvo dificultades con el idioma. Esto es disparatado. No obstante, en la estructura de clases local, los anglosajones formaban la clase dominante, en el gobierno y en el comercio; los escandinavos eran el campesinado laborioso. Los jóvenes Veblen fueron destinados a salir de su clase.
Carleton fue uno de los colegios confesionales que se establecieron cuando los límites de las tierras cultivadas se desplazaron hacia el oeste, y por los que se demostró que con los logros económicos y cívicos iba también otra índole de cultura. Como los otros de su época, indiscutiblemente era bastante malo. Como tantas pequeñas escuelas de artes liberales de su tiempo, era el paradero de unos cuantos hombres cultos y maestros devotos, el elemento salvador que al parecer siempre surgía al establecerse uno de tales colegios. En la época de Veblen uno de estos hombres fue John Bates Clark, que después, en la Universidad de Columbia, sería reconocido como el decano de los economistas estadunidenses de su época. (Fue uno de los originadores del concepto de marginalidad, la idea de que las decisiones concernientes al consumo no se toman como consecuencia del total de los bienes poseídos, sino como consecuencia de las satisfacciones que pueden obtenerse de la posesión o del uso de una unidad adicional.) Veblen fue estudiante de Clark; Clark tuvo un buen concepto de Veblen.
Esto pudo requerir imaginación y tolerancia, pues en varios de sus ejercicios de clase ya estaba Veblen ofreciendo buenas indicaciones de su posterior estilo y método. Preparó una clasificación, solemne y ostentosamente sincera, de los hombres por la forma de sus narices; en uno de sus ejercicios de retórica defendió la opinión de un ebrio de su propio probable fin; en otro, defendió el canibalismo. Clark, que presidía el jurado cuando Veblen pareció favorecer la embriaguez, se vio obligado a objetar. En un colegio confesional del Medio Oeste de aquella época, tal parece que el canibalismo resultaba más aceptable canónicamente. Veblen recurrió a la defensa que había de emplear tan consecuentemente el resto de sus días: no estaba haciendo ningún juicio de valor; él no estaba a favor de la bebida; su argumento era puramente científico.
Veblen terminó sus dos últimos años de college en uno solo, y se graduó con brillantez. Su tesis de graduación fue sobre “El examen hecho por Mills de la filosofía hamiltoniana de lo condicionado”. Sus contemporáneos lo describieron como un triunfo, mas no ha sobrevivido. En Carleton, Veblen había trabado una íntima amistad con Ellen Rolfe; hija de una destacada y próspera familia del Medio Oeste era, como Veblen, independiente e introvertida —muy aparte de la masa— y, asimismo, muy inteligente. Tardaron ocho años más en casarse, aunque esta falta de prisa no significa que alguno de los dos tuviera menos razones de lamentarlo en años posteriores. La leyenda siempre ha sostenido que Veblen fue un marido indiferente e infiel, singularmente incapaz de resistir los requerimientos de las mujeres que, por raro que parezca, seguían enamorándose de él. Al parecer, la familia Veblen consideró que la culpa, al menos en parte, fue de Ellen. Ésta sufrió un colapso nervioso después de un exceso de trabajo enseñando; en una carta nada reticente, y no necesariamente precisa, conservada en los archivos de St. Paul, una cuñada suya[2] afirma: “No hay la menor duda de que está loca”. Lo que es seguro es que fue un matrimonio fracasado e infeliz, y así fue también el segundo de Veblen.
Después de enseñar durante un año en una academia local, una vez graduado en Carleton, Veblen partió rumbo a la Universidad Johns Hopkins, de Baltimore, para estudiar filosofía. Por entonces —1881— Johns Hopkins se anunciaba como la primera universidad norteamericana con una escuela especializada para graduados, según el modelo europeo. La propaganda, como Veblen diría después, estaba en considerable adelanto sobre los hechos. El dinero escaseaba, y también, por lo tanto, los maestros. El ambiente era el de un conservador poblado sureño. Veblen se sintió infeliz, no completó su curso y comenzó lo que —con una importante interrupción— había de ser toda una vida de peregrinar por el paisaje académico norteamericano. Su siguiente parada fue Yale. Era allí una época de considerables controversias, de lo que los eruditos con afición a las metáforas tomadas de la industria cervecera llaman un fermento intelectual. El principal foco de los debates se centraba entre cierto Noah Porter, presuntuoso teólogo, a la sazón considerado como gran filósofo y metafísico, y William Graham Sumner, el expositor norteamericano de Herbert Spencer. El afán práctico de Porter fue impedir que Sumner asignara a sus clases los Principios de sociología de Spencer, y lo logró. Spencer fue virtuosamente suprimido. Podemos suponer que el triunfo de Porter se debió menos a la fuerza de sus argumentos contra la aceptación spenceriana de la evolución como axioma social así como biológico, que al hecho de que el propio Porter era el presidente de la universidad. Los escritos posteriores de Veblen sugieren poderosamente a Spencer. La selección natural no es para Veblen la base de un sistema, pero sí le sirve como utilísima explicación de cómo algunos subsisten y prosperan y otros no. Huelga decir que la avidez es la base de tal selección, más a menudo que el valor moral.
Se han efectuado solemnes discusiones respecto al efecto de la disputa filosófica de Yale, y de su propia tesis acerca de Kant, sobre los escritos ulteriores de Veblen. Mi instinto me dice que tal efecto fue insignificante. Los otros Veblen afirman esto, de modo general. En años posteriores su hermano Andrew, físico y matemático, respondió repetida y tercamente a los esfuerzos por identificar las fuentes del pensamiento de Thorstein Veblen, afirmando que no era posible precisarlas. “No creo que nadie en particular influyera mucho sobre la formación de sus opiniones.” Baste añadir que después de dos años y medio en Yale —subvencionado por un hermano y por la granja y la familia de Minnesota— Veblen salió con un doctorado en filosofía. Deseaba dar clases y tenía recomendaciones bastante favorables. Mas no pudo encontrar empleo, y así volvió a su hogar de Minnesota. Allí, leyendo incesantemente y escribiendo de vez en cuando, permaneció siete años. Durante una parte de ese tiempo afirmó hallarse enfermo; Andrew Veblen, como lo demuestran sus cartas, consideró auténtica la enfermedad; otros miembros de su familia diagnosticaron alergia a los trabajos manuales. Veblen se casó, y Ellen llevó consigo un poco de dinero. De vez en cuando, se le pedía solicitar un puesto de maestro; algunas ofertas tentadoras fueron rápidamente retiradas al descubrirse que Veblen no era cristiano. En 1891 reanudó su vagabundeo académico, inscribiéndose como estudiante graduado de economía en Cornell.
El principal profesor de economía en Cornell era, a la sazón, J. Laurence Laughlin, inveterado exponente de la escuela clásica inglesa, quien hasta entonces se había negado a ser miembro de la Asociación Económica Norteamericana, en la creencia de que ésta era de inclinaciones socialistas. Joseph Dorfman, de la Universidad de Columbia, el eminente estudioso del pensamiento económico norteamericano y máxima autoridad acerca de Veblen, en su voluminosa e importante obra Thorstein Veblen and his America (Nueva York, Viking Press, 1934), libro al que deben algo todos los que hablan o escriben acerca de Veblen, narra el encuentro de Laughlin con Veblen.[3] Laughlin “se hallaba sentado en su estudio de Ithaca cuando una persona de aspecto anémico, tocada con un gorro de piel de mapache, con un pantalón de pana, entró y, en el tono más moderado dijo: ‘Soy Thorstein Veblen’. Contó a Laughlin su historia académica, le habló de su ociosidad forzada y de su deseo de proseguir sus estudios. Todas las becas estaban dadas, pero Laughlin quedó tan impresionado por aquel hombre, que se dirigió al rector y a otras autoridades de la universidad, y le consiguió una beca especial”.
El relato, aparte de la impresión que nos transmite acerca del carácter y el atuendo de Veblen, es importante por otra razón. En la vida de Veblen siempre hubo individuos —pocos, pero vitales— que sintieron su genio y fueron fascinados por él. A menudo eran conservadores, como en el caso de Laughlin, hombres que, en ideas y modo de vida, estaban separados de él por un mundo. Y repetidas veces estos hombres rescataron o protegieron a su prodigioso y muy inconveniente amigo.
Veblen permaneció en Cornell menos de dos años, tiempo suficiente para empezar a avanzar en su carrera, de un modo poco característicamente ortodoxo: publicando artículos en revistas especializadas. Luego Laughlin fue invitado a encabezar el departamento de economía de la nueva Universidad de Chicago, y se llevó consigo a Veblen. Éste recibió una beca de 520 dólares anuales, a cambio de preparar un curso de historia del socialismo y ayudar a editar el recién fundado Journal of Political Economy. Aún no cumplía 35 años. En los siguientes años avanzó hasta ocupar el puesto de profesor e instructor, siguió escribiendo y editando el Journal, escribió muchas críticas e incontables artículos —entre otros, sobre la teoría de los vestidos femeninos, sobre el bárbaro estatus de la mujer y sobre el instinto del trabajo eficaz y sobre lo fastidioso del trabajo—, todo ello anunciador de sus libros posteriores. En aquellos años desarrolló también su estilo pedagógico, si puede hablarse de tal. Se sentaba ante el escritorio, a hablar en voz baja y monótona al puñado de estudiantes interesados que lograban acercarse bastante. También descubrió Veblen —si no lo sabía de antemano— que algo en él (inteligencia, modales, vestimenta, su sardónica y desafiante indiferencia a toda aprobación o desaprobación) lo hacía extremadamente atractivo para las mujeres. Su esposa, como ya dijimos, se encontró cada vez con mayor competencia. Esta competencia fue algo con lo que no pudieron reconciliarse ni ella ni las comunidades académicas en que residió Veblen. En 1899, aún en Chicago, mientras Laughlin seguía esforzándose por conseguirle pequeños aumentos de salario, o por obtener renovaciones de su contrato, Veblen publicó el primero y más grande de sus libros: Teoría de la clase ociosa.
III
Poco hay que pueda decirse acerca de la Teoría de la clase ociosa que el lector no aprenda mejor en el propio libro. Es una obra maravillosa; es asimismo, a su modo especial, una obra maestra de la prosa inglesa. El estilo de Veblen no puede leerse como el de cualquier otro autor. Wesley C. Mitchell —considerado, aunque no muy justificadamente, como su principal albacea intelectual— dijo una vez: “Hay que ser sumamente avanzado para apreciar sus libros”. Todos los que aman a Veblen quisieran creer eso. La verdad es más sencilla. Sólo hay que tomar en cuenta que, si se desea apreciar a Veblen, se le debe leer muy cuidadosa y lentamente. Veblen ilustra, divierte y deleita, pero sólo si se le dedica bastante tiempo.
Resulta difícil separar el idioma de Veblen de las ideas que transmite. Las ideas son agudas, incisivas y desafiantes. Pero también su escritura es un arma. Mitchell observó que Veblen normalmente escribía “con un ojo en los méritos científicos de su análisis y el otro en el intrigado lector”. Asimismo, Veblen sobresalta a su lector con unos significados perversamente escogidos. Estos significados rara vez se apartan de lo sancionado por el uso más preciso y exigente. Pero en el contexto son, al menos, inesperados. Esto lo atribuye Veblen a la necesidad científica. Así, en su inmortal análisis del consumo ostensible, observa que el gasto, si ha de contribuir eficientemente a la “buena fama” del individuo, generalmente debe hacerse en “cosas superfluas”. “Para producir buena reputación, ese consumo tiene que ser derrochador.” Todo esto es perfectamente exacto. Los ricos adoran la fama; el gasto productor de buena reputación es lo que aumenta su fama; los vestidos, casas, séquitos que sirven a este propósito y no son esenciales para la existencia, son superfluos. El gasto no esencial es derrochador. Pero sólo Veblen pudo usar esas palabras de esta manera. En el caso del derroche considera necesarias unas palabras de explicación, característicamente desenvuelta y objetiva. En el lenguaje de la vida cotidiana, dice, “la palabra lleva consigo una resonancia condenatoria. La utilizamos aquí a falta de una expresión mejor [...] pero no se la debe tomar en mal sentido”.
Y así continúa. Las esposas de los ricos evitan todo empleo útil porque “la abstención del trabajo no es sólo un acto honorífico o meritorio, sino que llega a ser un requisito impuesto por el decoro”. Honor, mérito y decoro son empleados con exactitud, pero no son asociados a menudo con la ociosidad. El ladrón o estafador, dice Veblen, que ha ganado una gran riqueza, tiene mayores posibilidades que el raterillo de eludir el castigo de la ley porque “un gasto bien considerado de su botín agrada extraordinariamente a personas que tienen un sentido cultivado de las conveniencias y contribuye mucho a mitigar el sentido de depravación moral con que se consideran las infracciones cometidas”. Ordinariamente no asociamos el disponer de una riqueza mal habida con una buena crianza.
Es así como debe leerse la Teoría de la clase ociosa, o cualquier escrito de Veblen. Si el lector avanza rápidamente, las palabras tendrán su significado contextual ordinario, no el sentido preciso y perverso dado por Veblen. El derroche será malo, no fuente de estima; la asociación de ocio con mérito, honor y decoro será pasada por alto, así como la que existe entre el pillo y sus gastos. Al planear esta edición pensé en explicar los puntos oscuros de Veblen. Me senté a hacerlo y a preparar unas notas de pie de página. Mas concluí, al final, que casi nada requería explicación. El estilo es claro y lúcido. Son sólo las palabras las que hay que pensar. El libro entrega su mensaje, y con él todo su encanto, sólo a quienes, también, tienen sus ratos de ocio.
Cuando Veblen hubo terminado el manuscrito de Teoría de la clase ociosa lo envió al editor, pero la obra volvió a sus manos varias veces para revisión y, según se cree, requirió una garantía de su autor. Resulta tentador especular acerca de las razones de esta renuencia. El libro no pudo estar mal escrito en ningún aspecto técnico o gramatical. Y tampoco era Veblen un escritor bisoño. Podemos imaginar que el perverso y sorprendente uso de las palabras, aunado sin duda a la ironía y al ataque a los iconos, fueron más de lo que ningún editor podía publicar. Pero alguien más debió de ver qué había allí.
IV
La tesis de la Teoría de la clase ociosa puede exponerse rápidamente. Es un tratado, el más comprensivo jamás escrito, sobre esnobismo y presunción social. Parte de él es aplicable a la sociedad norteamericana de fines del siglo pasado —en plena “edad dorada” del capitalismo norteamericano— pero es más maravillosamente pertinente en el caso de la opulencia moderna.
A menudo los ricos han sido atacados por los menos ricos, por disfrutar una posición social superior, basada en su dinero y no en valores morales intelectuales, por usar su riqueza y su posición para sostener un disoluto consumo de las riquezas que otros necesitan urgentemente, y por defender la estructura social que les ha acordado su privilegiada posición. Y han sido atacados por el comportamiento pérfido y bajo que su riqueza puede pagar y que sanciona su posición social. Sus críticos reconocen en todo esto a los ricos su superior poder y posición, y les niegan el derecho a tal posición o a comportarse como lo hacen. Habitualmente, su negativa muestra mucha escandalizada cólera o indignación. Se ha considerado a los ricos dignos de tal cólera o indignación.
Es éste el supremo logro literario y polémico de Veblen: no concede nada a los ricos y acaudalados; y no soñaría siquiera con sugerir que sus propias actitudes o pasiones personales están en juego. Los ricos son meros especímenes antropológicos, cuya conducta resulta más interesante y más visiblemente ridícula por la posesión de dinero y propiedades. El esfuerzo por establecer precedencia para sí mismo y el afán por el resultante reconocimiento y aplauso son casi las tendencias humanas más universales. A este respecto, nada diferencia a Whitney, Vanderbilt o Astor de un cacique papú o de lo que “ofrecen las tribus de los andamanes”. Los atuendos, festivales o ritos y artefactos de los Vanderbilt y los Whitney son más complejos, pero eso no significa que su móvil sea distinto, en modo alguno, del de sus equivalentes bárbaros.
Conviene recordar que Veblen escribió en los últimos años del siglo XIX, antes de que el orden establecido sufriera el pulverizador embate de la primera Guerra Mundial, de Lenin y de la oratoria igualitaria de la moderna política democrática. Era un tiempo en que los caballeros aún se creían caballeros y —al menos en Estados Unidos—que era la riqueza la que establecía la diferencia. Y, en general, el resto de la población convenía en ello. Veblen calmadamente identificó los modales y el comportamiento de estos presuntos caballeros con los modales y el comportamiento de los pueblos de la selva. Al hablar de la utilidad de las distintas observancias con el propósito de afirmar o aumentar la reputación del individuo, Veblen señala que “los regalos y las fiestas tuvieron probablemente un origen distinto de la ostentación ingenua, pero adquirieron muy pronto utilidad para este propósito y han conservado este carácter hasta el presente [...] Las diversiones costosas, tales como el potlach y el baile, están especialmente adaptadas para servir a este fin”. Las cursivas que equiparan el potlach y el baile son mías; Veblen nunca habría soñado con hacer resaltar un punto tan obvio.
El libro es verdaderamente devastador. Pero es, también, muchas cosas más. La Teoría de la clase ociosa ilumina de modo brillante y revelador el efecto de la riqueza sobre el comportamiento. Nadie que haya leído este libro volverá a ver bajo la misma luz el consumo de bienes. Por encima de cierto nivel de riqueza, el disfrute de bienes —vestidos, casas, automóviles, diversiones— nunca puede volver a considerarse intrínseco como, ingenuamente, aún lo considera el economista establecido o neoclásico. Posesión y consumo son el estandarte que anuncia el triunfo, que proclama, según las normas aceptadas por la comunidad, que su poseedor es un hombre de éxito. En este sentido, al revelar lo que antes no se había visto, la Teoría de la clase ociosa es un gran logro científico.
También es cierto, ¡ay!, que buena parte del proceso por el cual se revela esta verdad —por el cual se logran las percepciones de Veblen—es, científicamente, algo así como una estratagema. No hay duda de que antes de escribir Teoría de la clase ociosa había leído extensamente sobre antropología. Tenía a su disposición incontables comunidades y costumbres primitivas, y se remite a ellas con un desenfado que sugiere —y que probablemente se proponía sugerir— que tenía en reserva mucho más de tales conocimientos. Pero en el libro no hay referencia a sus fuentes; no hay nota que nos diga de qué dependió Veblen para informarse. En una de las primeras páginas nos explica que el libro está basado en la observación cotidiana, y no pedantemente en la erudición de otros. Esto es cierto por lo que concierne a la Quinta Avenida y a Newport. Se puede suponer un conocimiento adecuado, aunque sea de oídas. Pero Veblen no tuvo oportunidad similar de saber acerca de los papúes.
En rigor, la antropología y la sociología de Veblen son arma y armadura antes que ciencia. Se vale de ellas para iluminar (y ridiculizar) el comportamiento de la clase más poderosa de su época. Y como lo hace en nombre de la ciencia y con las armas de la ciencia —sin permitir manifestarse ningún indicio de resentimiento o de ira—, lo hace con casi perfecta seguridad. La mariposa no ataca al zoólogo porque dice que es más decorativa que útil. Que Marx era un enemigo cuyo veneno había que devolver en la misma especie es algo que los capitalistas no dudaban. Pero Veblen no. El rico norteamericano nunca comprendió bien qué trataba de hacer Veblen, o qué estaba haciendo con él. La pretensión científica, la ironía y las explicaciones minuciosas de que las palabras más peyorativas estaban siendo utilizadas en un sentido estrictamente no peyorativo lo pusieron más allá de la comprensión de aquél.
Por entonces la protección era necesaria. Y hay no pocas pruebas de que Veblen estaba consciente de esta necesidad. Durante los años que dedicó a trabajar en la Teoría de la clase ociosa, los profesores liberales de la Universidad de Chicago eran frecuentemente atacados por la plutocracia vecina. Ésta esperaba que la economía y otras ciencias sociales aportaran la doctrina que sancionara sus privilegios. A mitad de la última década del siglo, Chauncey Depew, el notable demagogo, dijo a los estudiantes de Chicago (en un discurso citado por Joseph Dorfman) que “Esta institución, que debe su existencia a la generosidad de Rockefeller, es ella misma un monumento al uso adecuado de la riqueza acumulada por un hombre de genio. Y así es Cornell, y así es Vanderbilt y así son los colegios más antiguos, que han recibido los beneficios de la riqueza generosa, consciente y patriótica”. En 1895, Edward W. Bemis, un profesor de economía política en la extensión de la universidad, atacó al monopolio del transporte de Chicago que, mediante sobornos en gran escala, se había instalado en los tranvías de la ciudad. Su contrato no fue renovado. Las autoridades de la universidad, como muchos hombres piadosos, especialmente en las universidades, creían que contaban con una licencia especial para mentir. Así, disimularon el crimen de despedir a Bemis negando que su acto tuviese alguna relación con el monopolio de los transportes, o que reflejara la menor cortapisa a la libertad académica. La prensa local no se dejó engañar; vio el acto como una concesión a los intereses de los negocios, y lo aplaudió. En una bonita frase acerca de la responsabilidad magisterial, el Journal de Chicago dijo: “El deber de un profesor que acepta el dinero de una universidad por su trabajo es enseñar la verdad establecida, no meterse en la búsqueda de la verdad”. Un sentimiento sincero.[4]
El último capítulo de Teoría de la clase ociosa es sobre “El saber superior como expresión de la cultura pecuniaria”. Se anticipa a otra disquisición de Veblen, mucho más larga y más mordaz, acerca de la influencia de la civilización pecuniaria sobre la universidad ( The higher learning in America: A memorandum on the conduct of universities by businessmen, publicado en 1918). En ese capítulo Veblen —aunque interesado en otras cuestiones— subraya el papel conservador y protector de las universidades en relación con la cultura pecuniaria. “Las nuevas concepciones y nuevos descubrimientos en materia de teoría científica, y en especial los que afectan en cualquier punto a la teoría de las relaciones humanas, no han encontrado espacio en el esquema universitario, sino tardíamente y por una tolerancia otorgada a regañadientes más que por una bienvenida cordial.” Nadie dudará de a quién tenía en mente Veblen en esta última frase. En otra parte observa que “Como ulterior evidencia de la íntima relación existente entre el sistema educativo y las pautas culturales de la comunidad puede notarse que en los últimos tiempos hay una cierta tendencia en la dirección de los seminarios del saber superior a sustituir al sacerdote por el capitán de industria”.
En tal medida, y con tal tema, es evidente que Veblen necesitaba la protección de su arte. En general, éste le sirvió bien. En el curso de su carrera académica a menudo tuvo Veblen dificultades con los administradores académicos, pero por motivos más personales o idiosincrásicos que políticos o ideológicos. No fue comprendido ni apreciado por sus colegas académicos más materialistas, aunque a menudo más en boga. Un hombre como Veblen crea dificultades a tal gente, que acepta la opinión establecida y se regocija en nombre del establishment. Cualquiera que no comparta sus valores es una amenaza a su posición y a su amor propio, pues les hace parecer aduladores y pedestres, como de hecho lo son. A lo largo de toda su vida Veblen representó tal amenaza. Pero los ricos, a quienes en fin de cuentas se dirigió, nunca lograron penetrar en sus defensas.
V
En un mundo hostil, Veblen también disfrutó de cierta medida de inmunidad política, porque no fue un reformador. Su corazón no latía por el proletariado ni por los oprimidos y pobres. Era un hombre de designios, no de revolución.
La fuente de los designios de Veblen ha sido tradicionalmente relacionada con sus orígenes. Hijo de inmigrantes, experimentó la dura vida de las regiones limítrofes, en un tiempo en que los escandinavos, de acuerdo con las normas sociales, eran ciudadanos de segunda clase. Se salvaron —lo cual no es muy seguro— porque no era fácil distinguirlos por su color. ¿Qué hay de más natural que alguien con tales antecedentes se volviera contra sus opresores? La Teoría de la clase ociosa es la venganza de Veblen por los abusos a los que estuvieron sometidos él y sus padres.
Estoy convencido de que esto es no comprender a Veblen. Su motivo no fue la ira ni el resentimiento, sino el sentido del ridículo. Debo citar aquí una experiencia mía. Hace unos diez años, para ocupar los ocios de una de las ocupaciones más ociosas —la de un embajador moderno—, escribí un librito acerca de los clanes escoceses, como aquel en que crecí en la ribera septentrional del lago Erie en Canadá. Los escoceses (como con rara corrección etimológica nos llamamos), tal como los escandinavos, vivían en granjas; los habitantes de las ciudades eran ingleses. Desde Toronto, en el siglo XIX, otros ingleses, en conjunción con la Iglesia de Inglaterra como una especie de compañía tenedora de acciones en pro de los intereses políticos y económicos, dominaban la vida económica, política, religiosa y social del alto Canadá, para su indiscutible ventaja.
Al escribir el libro me fue agradable volver al ambiente de mi juventud, de mis padres y vecinos, de los miembros más prestigiosos de los otros clanes. Nos sentíamos superiores a los tenderos, a los vendedores de aperos, a los empleados de los billares, a los tratantes en granos y a otros comerciantes de los poblados vecinos. Trabajábamos más arduamente y gastábamos menos, pero habitualmente teníamos más. Los más prestigiosos clanes y sus miembros tomaban en serio la educación y, como cosa natural, monopolizaban la vida política de la comunidad. Y sin embargo la gente de los poblados estaba invariablemente bajo la impresión de que el prestigio social le pertenecía. Eran ingleses, no escoceses, eran anglicanos, no presbiterianos, y se identificaban, por vicariamente que fuese, con la vieja clase gobernante. Su trabajo —si podía llamársele tal— no les ensuciaba las manos. A nosotros se nos enseñaba que las pretensiones de categoría social basadas en normas tan vacías eran algo absurdo. Y contemplábamos a la gente de las ciudades no con envidia, sino con benévolo desprecio. En general, nos gustaba dejar que lo sintieran.
Cuando publiqué el libro, con mucho, el mayor número de las cartas que recibí fue de personas que habían crecido en comunidades alemanas y escandinavas del Medio Oeste, quienes me dijeron que aquélla era, realmente, la atmósfera de su infancia, tal como yo la había descrito. “Así es como nos sentíamos. Podía usted haber estado hablando de nuestra propia comunidad.” Estoy seguro de que también fue ése el medio de Veblen. Los Veblen se consideraban, no sin razón, como representantes de una cultura superior. La presunción de la élite anglosajona local sólo les inspiraba desprecio. La Teoría de la clase ociosa es el desprecio extendido a un estructura clasista con distinciones de clase que eran una prolongación de aquellas pretensiones que Veblen observó en su juventud.
VI
La recepción de la Teoría de la clase ociosa , al aparecer, dividió a los hombres de buena reputación y posición ortodoxa de los que eran capaces de pensar. Sin embargo, en términos generales no debió de disgustar a Veblen. Un crítico, miembro del establishment, dijo que eran tales libros escritos por diletantes los que habían puesto en descrédito la sociología entre los “pensadores minuciosos y científicos”; la palabra “ciencia” era utilizada en el sentido aún habitual, como cubierta y defensa de la ortodoxia. Con prodigiosa solemnidad sostuvo que era ilegítimo clasificar dentro de la clase ociosa grupos tan poco relacionados como los bárbaros y los ricos modernos. Otro erudito igualmente predecible afirmó que los ricos lo eran porque ganaban su dinero: las colosales recompensas del capitán de industria y las míseras del jornalero era la evaluación de su aportación a la sociedad, medidas por su eficiencia económica. Pero el libro deleitó a otros hombres más imaginativos. Lester Ward, el primer sociólogo norteamericano de reputación internacional, dijo que “el libro abunda en expresiones tensas, antítesis agudas y frases enigmáticas, pero felices. Algunas de éstas han sido interpretadas como ironía y sátira, pero [...] el lenguaje es claro e inequívoco [...] el estilo [como estilo] está lo más lejos posible de la apología o el vituperio”. Ward se mostró admirado, quizá demasiado incondicional. William Dean Howells, por entonces también en el pináculo de su reputación, asimismo se entusiasmó, se sintió arrebatado por Veblen. “En la calma desapasionada con que el autor lleva a cabo su investigación, aparentemente no hay partidarismo en pro ni en contra de la clase ociosa. Su objeto es descubrir cómo es, qué es y por qué es así.” (Por estas dos reacciones, estoy en deuda una vez más con Dorfman.) Las ventas de Teoría de la clase ociosa fueron modestas, aunque pocos habrán previsto cuán durables serían. En 1900 Veblen fue ascendido a profesor asistente. Su salario siguió siendo insignificante.
VII
En los años que siguieron a la publicación de Teoría de la clase ociosa, Veblen se dedicó a examinar las empresas industriales en su marco social; este interés ya puede barruntarse en la distinción, hecha al principio de este volumen, entre hazaña, que es la de la empresa dedicada, como tal, a hacer dinero, e industria, que hace cosas. (En una afirmación característicamente impersonal de algo que había de escandalizar, Veblen observa que “aquellas ocupaciones clasificadas como proezas son dignas, honorables y nobles”, en tanto que aquellas que implican una aportación útil a la productividad son “indignas, degradantes e innobles”.) En 1904 Veblen desarrolló este punto (y otros) en The theory of business enterprise. El que los libros de Veblen aún tenían que ganarse su público nos lo indica el hecho de que, de sus míseros ingresos, se le pidió que pagara una buena parte del costo de encuadernación.
En la introducción de una reciente edición francesa (de gran éxito) de la Teoría de la clase ociosa, Raymond Aron opina que Veblen era mejor en percepción social que en percepción económica. Convengo en ello. La idea básica de The theory of business enterprise es plausible (aún puedo recordar mi interés cuando leí el libro por vez primera siendo estudiante de Berkeley, allá por la década de los treinta, cuando más poderosa era la influencia de Veblen). Hay un conflicto entre la racionalidad ordenada del proceso maquinal como lo conciben los ingenieros y técnicos, y el marco pecuniario en el que funciona. Este último, en su competencia y agresión entre empresas, y la resolución de éstas en consolidación y monopolio, sabotea las posibilidades inherentes al proceso maquinal. Pero —aunque algunos objetarán— la idea ha resultado un callejón sin salida. Organización y administración son una tarea mayor de lo que implica Veblen; lo mismo ocurre con el problema de acomodar la producción a la necesidad social, y al del móvil y el incentivo. Esto se ha hecho evidente en las economías socialistas, donde ha habido muchas más dificultades, al traducir la racionalidad del proceso maquinal en un rendimiento económico efectivo, de lo que hubiese supuesto Veblen. En los treinta, después de la muerte de Veblen, Howard Scott fundó sobre estas ideas el movimiento (quizá sea mejor decir el culto) político “tecnocracia”. De haber tenido oportunidad, los tecnócratas se habrían encontrado ante el mismo problema de los socialistas. Aunque muy leída en la primera mitad del siglo, The theory of business enterprise no ha resistido el paso del tiempo, a diferencia de la Teoría de la clase ociosa.
Los escritos de Veblen continuaron, y también, en 1906, su peregrinar académico. Aunque siempre mal pagado y en puestos inferiores, puede decirse que en cierto modo era famoso. Su vida matrimonial se había vuelto precaria; él no hacía mucho por resistir los embates de otras mujeres. Pocos asistían a sus clases; los eruditos ortodoxos y aquellas de sus víctimas que podían entender sus argumentos eran adversos o se escandalizaban. Pero Veblen se había vuelto un posible lujo académico. Harvard, a instancias de Frank W. Taussig, consideró invitarlo a unirse a su departamento de economía, pero pronto lo pensó mejor. David Starr Jordan, que a la sazón estaba creando una universidad al sur de San Francisco (como Harper había estado creando una en Chicago quince o veinte años antes), no pudo permitirse ser tan cauteloso, e invitó a Veblen a Leland Stanford como profesor asociado. Veblen pasó tres años allí. Pero su situación doméstica —a veces con Ellen, a veces con otras— era para entonces, dados el tiempo y la comunidad, un manifiesto escándalo. Una vez respondió cansadamente a una queja diciendo: “¿Qué debe hacer uno si las mujeres lo asaltan?” ¿Qué hacer, en realidad? Jordan concluyó que había lujos que Stanford no podía permitirse. Veblen fue invitado a marcharse. Los estudiantes no lo echaron de menos. Docenas acudían a sus clases, atraídos por su reputación; sólo un puñado —en una ocasión sólo tres— llegaban al fin del curso.
Habiendo salido de Stanford, Veblen tuvo dificultades para encontrar otro puesto, pero, una vez más, llegó a rescatarlo un erudito establecido, que tenía buen olfato para los disidentes. H. J. Davenport, por entonces una de las mayores figuras en el mundo de la economía norteamericana, se lo llevó a la Universidad de Missouri. Encontró allí algunos de los estudiantes sobre los que más duradera fue su influencia, incluyendo uno, Isador Lubin, que después sería íntimo colaborador de Franklin D. Roosevelt y de Harry Hopkins, y protector de Veblen en sus muchos momentos de necesidad. Veblen se divorció de Ellen y en 1914 se casó con Anne Fessenden Bradley, mujer dulce y sumisa a la que, sin embargo, quedaban pocos años de vida. (En 1918 padeció una grave enfermedad mental, y falleció en 1920.) Partiendo de Missouri, Veblen reanudó su peregrinar. Durante la primera Guerra Mundial fue a Washington, como uno de los más inesperados miembros de la administración de tiempos bélicos. De Washington fue a Nueva York, para experimentar como editor y luego para enseñar en la New School of Social Research. Sus escritos continuaron; como los anteriores, son mordaces, lacónicos y llenos de brillantes atisbos.[5] Como la Theory of business enterprise, casi todos desarrollan argumentos de los que ya se habían encontrado indicaciones —o, en el caso de The higher learning in America , todo un capítulo— en Teoría de la clase ociosa, aunque ninguno de esos libros logró la eminencia de éste . La gente de reputación establecida siguió escandalizándose. En una crítica de The higher learning in America , aparecida en la New York Times Review of Books en 1919, Brander Matthews dijo de Veblen: “Su vocabulario es limitado, y cae en fatigosas repeticiones de una docena o veintena de adjetivos. Su gramática es lamentablemente defectuosa”. El libro es, en realidad, uno de los tratados más efectivos y convincentes de Veblen. Otros críticos fueron más agudos. Gradualmente, paso a paso, llegó a verse que Veblen era un genio, el más penetrante, original y desenvuelto —de hecho el más grande— de quienes modelaron el pensamiento social de su época.
Esto no significa que recibiera muchos honores o recompensas. Como lo requiere el buen hábito, honores y recompensas se reservan al respetable, en contraste con el inteligente. Los estudiantes de Veblen frecuentemente tuvieron que acudir en su auxilio. Cada vez le resultaba más difícil encontrar trabajo. A mediados de los años veinte, envejecido, silencioso, pobre y cansado, volvió de mala gana a California, y allí murió en 1929.
The Nation, después de la muerte de Veblen, habló de su “mordaz ingenio, de su extraordinario talento para descubrir significados enteramente nuevos en hechos viejos”, diciendo en una frase lo que aquí he dicho en muchas. Wesley C. Mitchell escribió una nota necrológica en el Economic Journal (inglés), por entonces la más destacada publicación de economía del mundo. Diciendo tristemente que “No tendremos ya más de aquellas investigaciones con su curiosa erudición, su ironía, sus frases deslumbrantes, sus asombrosas inversiones de problemas y valores”, observó asimismo que el E. J., como los economistas lo han llamado desde hace tiempo, sólo había comentado uno de los libros de Veblen. En 1925 tomó nota de la novena reedición de la Teoría de la clase ociosa, 26 años después de su publicación original.
Teoría de la clase ociosa
Prefacio
El propósito de este trabajo es estudiar el lugar y valor de la clase ociosa como factor económico en la vida moderna; pero ha resultado imposible confinar de modo preciso la investigación dentro de los límites del enunciado. Ha habido forzosamente que dedicar alguna atención al origen y genealogía de la institución, así como a ciertas características de la vida social a las que no se clasifica por lo general como económicas.
La investigación discurre por terrenos de teoría económica o generalización etnológica que son, en cierto grado, poco conocidos. El capítulo de introducción indica la naturaleza de esas premisas teóricas; espero que baste con él para evitar oscuridad en los posteriores. En unos artículos aparecidos en el volumen IV del American Journal of Sociology sobre “El instinto del trabajo eficaz[*] y la tediosidad del trabajo”, “Los comienzos de la propiedad” y “El estatus de la mujer en las comunidades bárbaras”, se hace una exposición más explícita de la posición teórica implicada en este trabajo. Pero los argumentos no se basan en esas generalizaciones —en parte nuevas— de modo tan absoluto que hayan de perder completamente su posible valor de detalle para la teoría económica caso de que esas nuevas generalizaciones debieran, a juicio del lector, ser desechadas por no tener el respaldo de suficientes autoridades o datos que las apoyen.
Los datos empleados como ejemplo o para corroborar la argumentación se han tomado de preferencia de la vida cotidiana, por observación directa o notoriedad general, y no de fuentes más recónditas y alejadas; se ha hecho así, en parte, por motivos de conveniencia y, en parte también, porque hay menos probabilidades de interpretar mal el sentido de fenómenos que son familiares a todos. Es de esperar que nadie sienta ofendido su sentido literario o su dignidad científica por haber recurrido a hechos corrientes de la vida cotidiana o por lo que puede aparecer a veces como excesiva libertad en el manejo de fenómenos vulgares o cuyo lugar íntimo en la vida del hombre les ha escudado a veces contra el estudio económico.
Las premisas y datos corroboradores tomados de fuentes más remotas, así como los elementos teóricos o inferencias sacadas de la etnología, son también los más familiares y accesibles que ha sido posible encontrar, y cualquier persona medianamente informada puede hallar sus fuentes con facilidad. Por ello no se mencionan fuentes ni autoridades. De modo análogo, las pocas referencias incluidas en el texto —por lo general a modo de ejemplo— pueden ser reconocidas con suficiente facilidad sin que sea necesario citarlas.
I. Introducción
La institución de una clase ociosa se encuentra en su máximo desarrollo en los estadios superiores de la cultura bárbara; por ejemplo, en la Europa feudal o el Japón feudal. En tales comunidades se observa con todo rigor la distinción entre las clases; y la característica de significación económica más saliente que hay en esas diferencias de clases es la distinción mantenida entre las tareas propias de cada una de las clases. Las clases altas están consuetudinariamente exentas o excluidas de las ocupaciones industriales y se reservan para determinadas tareas a las que se adscribe un cierto grado de honor. La más importante de las tareas honorables en una comunidad feudal es la guerra; el sacerdocio ocupa, por lo general, el segundo lugar. Si la comunidad bárbara no es demasiado belicosa, el oficio sacerdotal puede tener la preferencia, pasando entonces el de guerrero a ocupar el segundo lugar. En cualquier caso, con pocas excepciones, la regla es que los miembros de las clases superiores —tanto guerreros como sacerdotes— estén exentos de tareas industriales y que esa exención sea expresión económica de su superioridad de rango. La India brahmánica ofrece un buen ejemplo de la exención de tareas industriales que disfrutan ambas clases sociales. En las comunidades que pertenecen a la cultura bárbara superior hay una considerable diferenciación de subclases dentro de lo que puede denominarse —en términos amplios— la clase ociosa; hay entre esas subclases una diferenciación paralela de ocupaciones. La clase ociosa comprende a las clases guerrera y sacerdotal, junto con gran parte de sus séquitos. Las ocupaciones de esa clase están diversificadas con arreglo a las subdivisiones en que se fracciona, pero todas tienen la característica común de no ser industriales. Esas ocupaciones no industriales de las clases altas pueden ser comprendidas, en términos generales, bajo los epígrafes de gobierno, guerra, prácticas religiosas y deportes.
En una etapa anterior, pero no la primera, de la barbarie, encontramos la clase ociosa menos diferenciada. Ni las distinciones de clase, ni las que existen entre las diversas ocupaciones de la clase ociosa, son tan minuciosas ni tan intrincadas como en los estadios posteriores. Los isleños de la Polinesia ofrecen en términos generales un buen ejemplo de esta etapa, con la salvedad de que —debido a la ausencia de caza mayor— la profesión de cazador no ocupa en el esquema de su vida el lugar de honor habitual. La comunidad islandesa de la época de las sagas ofrece también un buen ejemplo de este tipo. En tales comunidades hay una distinción rigurosa entre las clases y entre las ocupaciones peculiares a cada una de ellas. El trabajo manual, la industria, todo lo que tenga relación con la tarea cotidiana de conseguir medios de vida, es ocupación exclusiva de la clase inferior. Esta clase inferior incluye a los esclavos y a otros seres subordinados, y generalmente comprende también a todas las mujeres. Si hay varios grados de aristocracia, las mujeres de rango más elevado están por lo general exentas de la realización de tareas industriales o por lo menos de las formas más vulgares de trabajo manual. Por lo que hace a los hombres de las clases superiores, no sólo están exentos de toda ocupación industrial, sino que una costumbre prescriptiva los descalifica para desempeñarlas. La serie de tareas que tienen abiertas ante sí está rígidamente definida. Como en el estadio superior de que ya se ha hablado, esas tareas son el gobierno, la guerra, las prácticas religiosas y los deportes. Esas cuatro especies de actividad rigen el esquema de la vida de las clases elevadas y para los miembros de rango superior —los reyes o caudillos— son las únicas especies de actividad permitidas por el sentido común o la costumbre de la comunidad. Cuando el esquema está plenamente desarrollado, hasta los deportes son considerados como de dudosa legitimidad para los miembros de rango superior. Los grados inferiores de la clase ociosa pueden desempeñar otras tareas, pero son tareas subsidiarias de algunas de las ocupaciones típicas de la clase ociosa. Tales son, por ejemplo, la manufactura y cuidado de las armas y equipos bélicos y las canoas de guerra, la doma, amaestramiento y manejo de caballos, perros, halcones, la preparación de instrumentos sagrados, etc. Las clases inferiores están excluidas de estas tareas honorables secundarias, excepto de aquellas que son de carácter netamente industrial y sólo de modo remoto se relacionan con las ocupaciones típicas de la clase ociosa.
Si retrocedemos un paso más desde esta cultura bárbara ejemplar a etapas inferiores de barbarie, ya no encontramos la clase ociosa en forma plenamente desarrollada. Pero esta barbarie inferior muestra los usos, motivos y circunstancias de las que ha surgido la institución de una clase ociosa, e indican los primeros pasos de su desarrollo. Son ejemplos de estas fases más primitivas de la diferenciación varias tribus nómadas cazadoras de diversas partes del mundo. Puede tomarse como ejemplo adecuado cualquiera de las tribus cazadoras norteamericanas. No es posible afirmar que haya en esas tribus una clase ociosa definida. Hay una diferenciación de funciones y una distinción de clases basada en ella, pero la exención del trabajo de la clase superior no ha avanzado aún lo suficiente para que pueda serle plenamente aplicable la denominación de “clase ociosa”. Las tribus que se encuentran en este nivel económico han llevado la diferenciación económica a un punto en que se hace una distinción marcada entre las ocupaciones de los hombres y la de las mujeres, y esta distinción tiene carácter valorativo (invidious).[*] En casi todas estas tribus las mujeres están adscritas, por una costumbre prescriptiva, a aquellos trabajos de los que surgen, en el estadio siguiente, las ocupaciones industriales propiamente dichas. Los hombres están exentos de estas tareas vulgares y se reservan para la guerra, la caza, los deportes y las prácticas devotas. En esta materia se hace con frecuencia una discriminación rigurosa.
Esta división del trabajo coincide con la distinción entre la clase trabajadora y la clase ociosa, tal como aparece en la cultura bárbara superior. Al avanzar la diversificación y especialización de ocupaciones, la línea divisoria así marcada viene a separar las ocupaciones industriales de las no industriales. El modelo de donde ha derivado la industria posterior no está constituido por las ocupaciones propias del hombre en el anterior estadio bárbaro. En el desarrollo posterior ese tipo sobrevive solamente en ocupaciones no clasificadas como industriales: guerra, política, deportes, ciencia y el oficio sacerdotal.
Las únicas excepciones notables son una parte de la industria pesquera y ciertas ocupaciones ligeras que es dudoso puedan ser calificadas como industria, tales como la manufactura de armas, juguetes e instrumentos para los deportes. Virtualmente todas las tareas industriales son una excrecencia de lo que en la comunidad primitiva bárbara se clasifica como trabajo de las mujeres.
En la cultura bárbara inferior el trabajo de los hombres no es menos indispensable para la vida del grupo que el realizado por las mujeres. Es incluso posible que el trabajo del hombre contribuya tanto como el de la mujer al abastecimiento de alimentos y de las demás cosas que necesita consumir el grupo. Tan evidente es este carácter “productivo” del trabajo de los hombres, que en las obras corrientes de economía se considera el trabajo del cazador como tipo de la industria primitiva. Pero no es así como opina el bárbaro. A sus propios ojos no es un trabajador y no ha de clasificársele a este respecto junto con las mujeres; ni debe clasificarse tampoco su esfuerzo juntamente con el tráfago (drudgery) de las mujeres, como trabajo o industria, de modo que sea posible confundirlo con aquél. En todas las comunidades bárbaras hay un profundo sentido de la disparidad entre el trabajo del hombre y el de la mujer. El trabajo del hombre puede estar encaminado al sostenimiento del grupo, pero se estima que lo realiza con una excelencia y eficacia de un tipo tal que no puede compararse sin desdoro con la diligencia monótona de las mujeres.