1,99 €
Tirante el Blanco es una obra que combina la caballería tradicional con un enfoque innovador que desafía las convenciones literarias de su época. Joanot Martorell presenta una narrativa rica en aventuras, intrigas y reflexiones sobre el amor y la moralidad, donde el héroe, Tirante, encarna tanto los ideales caballerescos como las imperfecciones humanas. La obra destaca por su realismo, que se entrelaza con elementos idealizados, ofreciendo una visión compleja y matizada de la sociedad medieval. A través de su relato, Martorell explora temas como la lealtad, el honor y el amor, mientras critica las estructuras de poder y las debilidades de la condición humana. Las acciones de Tirante no solo reflejan los valores de su tiempo, sino que también revelan tensiones internas y dilemas éticos que trascienden la época. La obra combina episodios heroicos con momentos de humor y sátira, ofreciendo una perspectiva única sobre la vida y los ideales caballerescos. Desde su publicación, Tirante el Blanco ha sido valorada por su innovación literaria y su capacidad para captar las complejidades de la experiencia humana. Su influencia ha sido reconocida en diversas obras posteriores, y su enfoque en la interacción entre el idealismo y el realismo sigue fascinando a lectores y estudiosos. La obra permanece como un testimonio del ingenio narrativo de Martorell y una ventana a las aspiraciones y contradicciones de la sociedad medieval.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 1359
Veröffentlichungsjahr: 2025
Joanot Martorell
TIRANTE EL BLANCO
Título original:
“Tirant lo Blanch”
PRESENTACIÓN
DEDICATORIA
PRÓLOGO
TIRANTE EL BLANCO
PRIMERA PARTE - TIRANTE EN INGLATERRA
SEGUNDA PARTE - TIRANTE EN RODAS Y SICILIA
TERCERA PARTE - TIRANTE EN CONSTANTINOPLA
CUARTA PARTE - TIRANTE EN EL NORTE DE ÁFRICA
QUINTA PARTE - TIRANTE VUELVE A CONSTANTINOPLA
Joanot Martorell
1413 - 1468
Joanot Martorellfue un escritor valenciano, reconocido como una de las figuras más destacadas de la literatura medieval en lengua catalana. Nacido en el seno de una familia noble en Valencia, Martorell es famoso por su novela Tirant lo Blanc, considerada una obra maestra de la literatura universal y precursora de la novela moderna. Su legado combina elementos de caballería, humor, y realismo, marcando una ruptura con las tradicionales narrativas épicas de su tiempo.
Vida temprana y educación
Joanot Martorell nació en una familia noble que le proporcionó acceso a la educación y los valores de la caballería. Participó en diversas contiendas y mantuvo una vida agitada debido a sus disputas con otros nobles, lo que influyó profundamente en su visión del honor y el heroísmo, temas centrales en su obra. Aunque no existen registros detallados de su formación académica, se sabe que Martorell era un hombre culto y bien versado en las tradiciones literarias y caballerescas de su época.
Carrera y contribuciones
La obra cumbre de Martorell, Tirant lo Blanc (escrita entre 1460 y 1464), se destaca por su innovadora mezcla de aventura, romance, humor, y reflexión. A diferencia de las novelas de caballería típicas, esta narrativa presenta a un protagonista más humano y realista: Tirant, un caballero cuyo ingenio y habilidades lo convierten en un héroe creíble y cercano.
La novela es también un retrato detallado de la vida medieval, incluyendo costumbres, estrategias militares, y relaciones amorosas. Aunque fue terminada por Martí Joan de Galba tras la muerte de Martorell, Tirant lo Blanc refleja el genio literario de su autor. Miguel de Cervantes elogió la obra, calificándola como "el mejor libro del mundo" en su célebre Don Quijote de la Mancha.
Impacto y legado
Martorell revolucionó el género de la novela de caballería al introducir un enfoque más realista y humorístico, desafiando los ideales heroicos tradicionales. Su obra influyó en escritores posteriores y en la transición hacia la novela renacentista. Tirant lo Blanc se considera una de las primeras novelas modernas por su estructura narrativa compleja y su exploración de la psicología de los personajes.
El legado de Joanot Martorell trasciende su tiempo, siendo una fuente de inspiración para estudiosos y autores en todo el mundo. Su capacidad para combinar tradición y modernidad en su narrativa lo convierte en una figura clave en la literatura europea.
Joanot Martorell falleció en 1468 en Valencia, probablemente en circunstancias de precariedad económica. A pesar de los desafíos que enfrentó en vida, su obra perduró como un testimonio de su genio literario. Hoy en día, Tirant lo Blanc es ampliamente estudiada y celebrada como una de las grandes contribuciones a la literatura universal, consolidando a Martorell como una figura esencial en el canon literario medieval.
Sobre la obra
Tirante el Blanco es una obra que combina la caballería tradicional con un enfoque innovador que desafía las convenciones literarias de su época. Joanot Martorell presenta una narrativa rica en aventuras, intrigas y reflexiones sobre el amor y la moralidad, donde el héroe, Tirante, encarna tanto los ideales caballerescos como las imperfecciones humanas. La obra destaca por su realismo, que se entrelaza con elementos idealizados, ofreciendo una visión compleja y matizada de la sociedad medieval.
A través de su relato, Martorell explora temas como la lealtad, el honor y el amor, mientras critica las estructuras de poder y las debilidades de la condición humana. Las acciones de Tirante no solo reflejan los valores de su tiempo, sino que también revelan tensiones internas y dilemas éticos que trascienden la época. La obra combina episodios heroicos con momentos de humor y sátira, ofreciendo una perspectiva única sobre la vida y los ideales caballerescos.
Desde su publicación, Tirante el Blanco ha sido valorada por su innovación literaria y su capacidad para captar las complejidades de la experiencia humana. Su influencia ha sido reconocida en diversas obras posteriores, y su enfoque en la interacción entre el idealismo y el realismo sigue fascinando a lectores y estudiosos. La obra permanece como un testimonio del ingenio narrativo de Martorell y una ventana a las aspiraciones y contradicciones de la sociedad medieval.
EN HONOR, LOOR Y GLORIA DE NUESTRO SEÑOR DIOS JESUCRISTO Y DE LA GLORIOSA SACRATÍSIMA VIRGEN MARÍA, MADRE SUYA Y SEÑORA NUESTRA, COMIENZA LA LETRA DEL PRESENTE LIBRO LLAMADO TIRANTE EL BLANCO, DIRIGIDA POR MOSEN JOANOT MARTORELL, CABALLERO, AL SERENÍSIMO PRÍNCIPE FERNANDO DE PORTUGAL.
Muy excelente, virtuoso y glorioso príncipe, rey expectante:
Aunque ya estaba informado, especialmente ahora he tenido noticia de vuestras virtudes, porque vuestra señoría me ha querido comunicar y desvelar vuestros deseos de conocer los hechos de los antiguos, virtuosos, famosos y muy gloriosos caballeros, de los cuales los poetas e historiadores han loado y han perpetuado, en sus obras, tanto su recuerdo como sus virtuosos actos. Y, sobre todo, me habéis comunicado el deseo de conocer los muy insignes actos de aquel tan famoso caballero, llamado Tirante el Blanco, el cual, de la misma manera que el sol resplandece entre los otros planetas, resplandecía en el arte de la caballería entre los otros caballeros del mundo; aquél que por su virtud conquistó muchos reinos y provincias y los dio a otros caballeros, porque para sí sólo quería el honor de la caballería. Se trata de aquel caballero que más adelante conquistó todo el imperio griego, arrebatándolo a los turcos, que habían subyugado a los cristianos griegos.
Como la referida historia y actos de Tirante están escritos en lengua inglesa, vuestra ilustre señoría me ha rogado que la traduzca a la lengua portuguesa porque conozco mejor aquella lengua que otras, a causa de haber estado algún tiempo en la isla de Inglaterra. Os tengo que decir que vuestras plegarias me han parecido mandamientos muy aceptables, ya que, a causa de mi condición, estoy obligado a manifestar los actos virtuosos de los antiguos caballeros, sobre todo porque en el indicado tratado se halla muy extensamente relatado todo lo que se refiere al derecho y a la orden de las armas y de la caballería. A pesar de eso, podría excusarme de hacer este trabajo, tanto por mi insuficiencia y las ocupaciones curiales y familiares que tengo, como por las adversidades de la hostil fortuna, que no dan reposo a mi pensamiento. Pero, confiando en el bien soberano, dador de todos los demás bienes, que ayuda a los buenos deseos y lleva los buenos propósitos a los fines convenientes, me atreveré, a pesar de mi ignorancia, a traducir la referida obra no solamente de la lengua inglesa a la portuguesa, sino de la portuguesa a la vulgar valenciana, para que la nación de donde soy natural se pueda llegar a alegrar por tantos y tantos insignes actos como se hallan en ella.
Suplico, por tanto, a vuestra señoría que acepte la presente obra aunque en ella haya algún error. Si esto ha ocurrido, ha sido a causa de la referida lengua inglesa, de la cual es imposible poder traducir ciertos vocablos de algunos pasajes. Atendiendo, por tanto, al deseo que tengo de serviros y sin tener en cuenta la rudeza de algunas sentencias, ruego a vuestra señoría que quiera dar a conocer esta obra entre sus servidores y otros caballeros, para que puedan sacar el fruto que corresponde y que, alentando sus corazones a no huir de los combates, los encamine a mantener el bien común que fue instaurado por el orden de la caballería.
Y para que de la presente obra no pueda ser increpado nadie más, sí error se encuentra, solamente yo, Joanot Martorell, caballero, quiero ser culpado, ya que solamente por mí ha sido acabada a instancias y servicio del muy ilustre príncipe y señor rey expectante don Fernando de Portugal.
Esta obra fue comenzada el dos de enero de mil cuatrocientos sesenta.
Como la experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria olvida fácilmente no solamente los actos ocurridos hace mucho tiempo, sino también los recientes de nuestros días. Es, pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida, según afirma el gran orador Tulio.
En la Santa Escritura leemos las historias y actos de los santos padres, del noble Josué y de los reyes, de Job y de Tobías, así como las del fortísimo Judas Macabeo. También el egregio poeta Homero ha recitado las batallas de los griegos, de los troyanos y de las amazonas; Tito Livio, las de los romanos: de Escipión, de Aníbal, de Pompeyo, de Octaviano, de Marco Antonio y de muchos otros. Igualmente hallamos escritas las batallas de Alejandro y de Darío; las aventuras de Lanzarote y de otros caballeros; las fábulas poéticas de Virgilio, de Dante y de otros poetas; los santos milagros y los actos admirables de los apóstoles, mártires y otros santos; la penitencia de san Juan Bautista, de santa Magdalena, de san Pablo ermitaño, de san Antonio, de san Onofre y de santa María Egipcíaca. Y muchas otras hazañas e innumerables historias han sido compiladas para que no fuesen olvidadas por los humanos.
Merecedores son de honor, gloria, fama y memoria los hombres virtuosos y especialmente aquéllos que no han rehusado la muerte para ascender a la gloria perpetua. Sabemos, también, que el honor no puede ser adquirido sin el ejercicio de muchos actos virtuosos y que la felicidad no puede ser conseguida sin virtudes. Es el caso de Judit, que, con ánimo viril, osó matar a Holofernes para liberar a la ciudad de la opresión de aquél. Y como éste son muchos los libros que se han escrito y compilado con hazañas e historias antiguas, ya que sin ellos no sería posible al entendimiento humano comprenderlas y retenerlas.
Antiguamente, el orden militar era tenido en tanta reverencia, que no era galardonado con el honor de caballería más que el más fuerte, el más animoso, el más prudente y el más experto en el ejercicio de las armas. La fortaleza corporal y el coraje se tienen que ejercitar con sabiduría, porque, así como algunas veces unos pocos han obtenido victoria sobre muchos a causa de la prudencia y las buenas artes de los batalladores, en otras ocasiones la sabiduría y la astucia de los caballeros han sido suficientes para vencer la fuerza de los enemigos. Y por esta razón los antiguos ordenaban justas y torneos y educaban a los infantes en el ejercicio militar, para que en las batallas fuesen fuertes y animosos y para que no sintiesen terror ante la visión de los enemigos.
La dignidad militar tiene que ser premiada, porque sin ella los reinos y las ciudades no podrían permanecer en paz, según dice el glorioso san Lucas en su evangelio. Merecedor es, pues, el virtuoso y valiente caballero, de honor y de gloria, y su fama no tiene que ser olvidada con el paso de los días. Y como entre los otros insignes caballeros de gloriosa memoria sobresale el valentísimo Tirante el Blanco, del cual hace especial conmemoración el presente libro, es necesario hacer una singular y presente mención individual, a causa de su honor y de sus grandísimas virtudes y caballerías, que se recitan en las siguientes historias.
En la fértil, rica y deleitosa isla de Inglaterra habitaba un caballero valentísimo, llamado el conde Guillén de Varoic, noble de linaje y hombre de grandes virtudes, quien por su gran sabiduría y gran inteligencia había servido durante mucho tiempo al arte de caballería con grandísimo honor, y su fama era conocida en todo el mundo. Era un caballero muy fuerte que en su juventud había practicado mucho el ejercicio de las armas, haciendo guerras tanto por mar como por tierra, y había llevado muchas batallas a buen fin. Había participado en siete batallas campales donde estaba presente rey o hijo de rey con más de diez mil combatientes y había entrado en cinco lizas de campo cerrado y en todas había obtenido gloriosa victoria.
Hallándose el virtuoso conde en edad avanzada de cincuenta y cinco años y movido por inspiración divina, se propuso abandonar las armas e ir en peregrinación a Jerusalén, donde todo cristiano tiene que ir, si le es posible, para hacer penitencia. Así pues, con dolor de contrición por las muchas muertes que en su juventud había causado, el conde se decidió a peregrinar.
Una noche manifestó a su mujer, la condesa, su partida y, aunque ésta se lo tomó con mucha impaciencia, a pesar de que era muy virtuosa y discreta y de que sentía por él un gran amor, se mostró muy contrariada a causa de su condición femenina.
Por la mañana, el conde mandó venir ante él a todos sus servidores, tanto hombres como mujeres y les habló:
— Hijos míos y fidelísimos servidores, a la divina Majestad le place que yo tenga que partir. Mi vuelta es incierta y el viaje, de grandísimo peligro. Por eso quiero satisfacer ahora a cada uno de vosotros el buen servicio que me ha dispensado.
Entonces hizo sacar una gran caja de monedas y a cada uno de ellos le dio mucho más de lo que le debía, de forma que todos quedaron muy contentos. Después, aunque tenía un hijo de muy corta edad, hizo donación a la condesa de todo el condado.
El conde había mandado hacer un anillo de oro con sus armas y las de la condesa, anillo que había sido elaborado con tal artificio que se podía partir por la mitad, de forma que cada parte resultaba un anillo completo con la mitad de las armas de cada uno y, cuando se unía, se podían ver en él ambas armas.
Habiendo resuelto todo lo que se había propuesto, se dirigió a la virtuosa condesa y, con cara muy afable, comenzó a decirle las siguientes palabras:
— Por experiencia conozco vuestro verdadero amor y vuestra afable condición, esposa y señora mía, y este hecho me hace sentir mayor dolor, ya que yo os amo a causa de vuestra gran virtud. Grandísimos son la pena y el dolor que siente mi alma cuando piensa en vuestra ausencia. Pero la gran esperanza que tengo me da consuelo, porque estoy seguro de que tomaréis mi partida con amor y paciencia. Si Dios quiere, mi viaje acabará pronto gracias a vuestras oraciones y así aumentará vuestra alegría. Os dejo, señora, todo lo que tengo y os ruego que cuidéis de nuestro hijo, de los servidores, de los vasallos y de la casa. Os doy una parte del anillo que he mandado hacer; os ruego que lo tengáis como si se tratase de mi persona y que lo guardéis hasta mi vuelta.
— ¡Oh, tristeza! — dijo la dolorida condesa — ¿Partiréis sin mí? Por lo menos permitidme que vaya con vos para que os pueda servir, ya que prefiero la muerte que vivir sin vuestra señoría; y si no lo consentís, el día que muera no sentiré mayor dolor que el que ahora siento. Decidme, señor, ¿es ésta la alegría y el consuelo que yo esperaba de vos? ¿Éste es el consuelo de amor y de fe conyugal que yo tenía en vos? ¡Ah, miserable de mí! ¿Dónde está la grandísima esperanza que yo tenía de que compartiríais conmigo el final de mi vida? ¡Oh, triste de mí, que veo perdida toda mi esperanza! ¡Que venga la muerte, pues ya nada me puede valer! ¡Que vengan truenos y relámpagos y una gran tempestad para que mi señor no pueda partir de mí!
— ¡Oh, condesa y señora! Ya veo que vuestro extremo amor os hace traspasar los límites de vuestra gran discreción — dijo el conde — Debéis considerar que Nuestro Señor Dios concede al pecador la gracia de conocer sus pecados y debilidades, de forma que, si quiere, puede hacer penitencia, y que la mujer que ama tanto el cuerpo de su caballero, mucho más tiene que amar su alma; por tanto, tiene que dar gracias a Dios que ha querido iluminar a su esposo. Y más tratándose de mí, que soy gran pecador y que en tiempos de guerras he hecho muchos males y daños a mucha gente. ¿No vale más, pues me he apartado de las grandes guerras y batallas, que me entregue al servicio de Dios y que haga penitencia de mis pecados, que vivir en los mundanos asuntos?
— Buena cosa sería ésa — dijo la condesa — pero veo que este cáliz de dolor se tiene que beber y que es muy amargo para mí, que he sido huérfana de padre y de madre y ahora seré viuda de marido y señor vivo. Yo que creía que había pasado mi infortunio y que todos los males tenían remedio, veo aumentar mis dolores, porque podré decir que no me queda más que este hijo y la tristeza de la madre se tendrá que consolar con él.
La condesa cogió al pequeño por los cabellos y se los estiró, y con la mano le pegó en la cara y le dijo:
— Hijo mío, llora la dolorosa partida de tu padre y acompaña la tristeza de tu madre.
El pequeño infante, que no tenía más de tres meses, comenzó a llorar. El conde, que vio llorar a la madre y al hijo con gran angustia, no pudo contener las lágrimas y manifestó el dolor y la compasión que les tenía, de forma que no pudo hablar durante un buen espacio de tiempo, porque los tres lloraban. Cuando las mujeres y doncellas de la condesa los vieron llorar, movidas de gran compasión cayeron todas en llantos y grandes lamentaciones, a causa del gran amor que sentían por la condesa.
Las damas honorables de la ciudad, sabiendo que el conde tenía que partir, fueron todas al castillo a despedirse. Ya dentro de la habitación, encontraron al conde consolando a la condesa y cuando ésta vio entrar a las honradas damas, esperó que se sentasen y después les dijo:
— A vosotras, mujeres casadas, dirijo mis llantos para que, haciendo vuestros mis daños, os lamentéis conmigo. Un caso semejante os puede suceder a vosotras y, ya que a mí me ocurre ahora aquello que os puede llegar, os ruego que tengáis compasión de mí. Así mismo, pido que mi dolor haga tal señal en los oídos de los lectores, que éstos lloren por los males que me esperan, porque en los hombres no se encuentra firmeza. ¡Oh, muerte cruel! ¿Por qué vienes a quien no te quiere y rehúyes a los que te desean?
Todas aquellas mujeres de honor se levantaron y suplicaron a la condesa que les permitiese compartir su dolor y, junto con el conde, la consolaban de la mejor forma que podían. Después, ella les dijo:
— Llorar no es nuevo para mí, ya que en distintas ocasiones en que mi señor estaba en guerras con Francia, no tuve día sin lágrimas. Y, según veo, tendré que pasar el resto de mi vida con nuevas lamentaciones. Mejor sería para mí pasar mi triste vida durmiendo, para no sentir las crueles penas que me atormentan y, con la pena de tal vivir, lejos de toda esperanza de consuelo, diré: los gloriosos santos fueron martirizados en nombre de Jesucristo y yo lo seré por vuestra señoría, que sois mi señor; y así, de aquí en adelante, haced todo aquello que os plazca, pues la fortuna no me consiente otra cosa, ya que vos sois mi marido y señor. Y quiero que vuestra señoría sepa que, lejos de vos, estoy en el infierno y cerca, en el paraíso.
Habiendo terminado la condesa sus dolorosas lamentaciones, habló el conde de la siguiente forma:
— Mi alma siente gran alegría de vos, condesa, por lo que habéis dicho en las últimas palabras y si a la divina majestad le place, mi vuelta será muy pronta. Y podéis estar segura de que donde sea que yo me encuentre, mi alma se hallará continuamente con vos.
— ¿Qué consuelo puedo tener yo de vuestra alma sin vuestro cuerpo? — dijo la condesa — Estoy segura de que solamente por amor a vuestro hijo os acordaréis alguna vez de mí; pero amor de lejos y casa pasajera todo es uno. ¿Queréis que os diga más, señor? Es más fuerte mi dolor que vuestro amor, porque si fuese como dice vuestra señoría, creo que por amor a mí no partiríais. A pesar de eso, ¿para qué quiero yo amor de marido si no me sirve de nada?
— Condesa y señora — contestó el conde — ¿queréis que demos fin a esta conversación? Yo necesito partir, pero el hecho de irme o no está en vuestra mano.
— Ya que más no puedo hacer — dijo la condesa — solamente me falta entrar en mi habitación y llorar mi triste desventura.
Con gran pena, el conde se despidió de ella besándola muchas veces y lanzando vivas lágrimas por sus ojos. También se despidió de todas las otras damas con un dolor inefable.
Cuando se fue, no quiso llevarse nada más que un solo escudero. Partió de su ciudad de Varoic, se embarcó en una nave y, navegando con viento propicio, con el paso del tiempo llegó a Alejandría sano y salvo. Bajó a tierra y con buena compañía hizo la vía de Jerusalén, donde confesó sus pecados y recibió con grandísima devoción el cuerpo de Jesucristo. Después entró a visitar el santo sepulcro de Jesucristo, donde hizo muy ferviente oración con lágrimas y gran contrición de sus pecados, por cuya razón mereció obtener el perdón.
Habiendo visitado todos los demás santuarios que hay en Jerusalén, y ya de vuelta a Alejandría, se embarcó en una nave y pasó a Venecia, donde dio todo el dinero que le quedaba al escudero, porque lo había servido bien, y lo casó para asegurarse de que no regresara a Inglaterra. Dijo a todo el mundo que el escudero había muerto y se las ingenió para que unos mercaderes escribiesen a Inglaterra y dijesen que el conde Guillén de Varoic había muerto cuando regresaba de la santa ciudad de Jerusalén.
Habiendo sabido tal noticia, la virtuosa condesa se aturdió mucho, le guardó un luto desmesurado y le hizo las exequias que merecía un caballero tan virtuoso.
Pasado el tiempo, el conde regresó a su propia tierra, solo, con los cabellos largos hasta la espalda, la barba toda blanca hasta la cintura y vistiendo el hábito de San Francisco. Secretamente se dirigió a una devota ermita de Nuestra Señora, que distaba muy poco de su ciudad de Varoic, y allí vivió de limosnas.
Esta ermita se hallaba en una alta montaña llena de árboles de gran espesura y al lado de una fuente. El virtuoso conde se mantenía en este desierto paraje y llevaba una vida solitaria para huir de los mundanos asuntos, con el objeto de que sus debilidades pudiesen tener penitencia. Perseverando en su virtuosa vida y viviendo de limosnas, una vez a la semana iba a su ciudad de Varoic para pedir caridad, donde no era reconocido por las gentes a causa de la gran barba y de los largos cabellos que llevaba. Incluso iba a la virtuosa condesa, mujer suya, para pedirle caridad, la cual, viéndolo pedir limosna con humildad tan profunda, le hacía mucha más caridad que a todos los demás pobres. Y de esta forma iba pasando su pobre y miserable vida.
El gran rey de Canaria, joven muy fuerte, viril e inquieto, lleno de nobles esperanzas y aspirando siempre a la honrosa victoria, reunió una gran escuadra de naves y de galeras y pasó a la noble isla de Inglaterra con mucha gente, porque algunos corsarios de aquella nación habían robado en una posesión suya. Con gran ira, porque alguien había osado enojarlo, partió de su tierra con una gran armada y, navegando con viento próspero, llegó a las fértiles y pacíficas costas de Inglaterra. Durante la oscura noche, toda la escuadra se adentró en el puerto de Antona y con gran astucia desembarcaron sin ser oídos por los de la isla. Cuando estuvieron en tierra, organizaron sus tropas y empezaron a avanzar por la isla.
El pacífico rey de Inglaterra, habiendo conocido la mala noticia de la llegada de los moros, reunió a toda la gente que pudo y les presentó batalla: allí murió mucha gente de una parte y de otra, pero los más perjudicados fueron los cristianos. El rey inglés fue vencido; por lo tanto, se tuvo que retirar y se refugió, con la gente que le quedaba, en la ciudad de santo Tomás de Conturbery, ciudad donde reposa el cuerpo del santo.
El rey volvió a reunir más gente y, cuando supo que los moros tenían que pasar cerca de una ribera de agua, a medianoche se apostó en un paso estrecho. Pero habiéndolo sabido los moros, se detuvieron hasta que fue día claro y les presentaron una cruel batalla en la que murieron muchos cristianos, mientras que los que quedaron vivos huyeron con el infortunado rey.
Grande fue la desventura del rey cristiano, que perdió nueve batallas, una detrás de otra, y se tuvo que retirar a la ciudad de Londres. Allí se hizo fuerte, pero cuando lo supieron los moros, pusieron sitio a la ciudad y les presentaron combate. Cada día se hacían muchas batallas y, por fin, el rey se vio forzado a salir de la ciudad de Londres, emprendió el camino de las montañas de Gales y pasó a la ciudad de Varoic.
Cuando la virtuosa condesa supo que el muy infortunado rey venía huyendo, hizo preparar para aquella noche viandas y todo lo que podían necesitar. Como mujer de gran prudencia, pensó qué se podría hacer para defender su gran ciudad, de manera que no se perdiese tan pronto. Al ver al rey, le dijo estas palabras:
— Virtuoso señor, vos y todos los que vivimos en la isla estamos en gran aflicción. Pero, señor, si vuestra alteza lo desea, puede permanecer en esta ciudad, vuestra y mía, donde encontraréis abundancia de víveres y de todas las cosas necesarias para la guerra, porque mi marido y señor, don Guillén de Varoic, que era conde de esta tierra, abasteció la ciudad y el castillo tanto de armas como de bombardas, ballestas, culebrinas, espingardas y otros ingenios de artillería. Además, la divina bondad, por su clemencia, nos ha dado cuatro años de gran abundancia de frutos de la tierra. Por lo tanto, vuestra señoría puede permanecer aquí con seguridad.
— Condesa — respondió el rey — me parece que el consejo que me habéis dado es bueno, pues la ciudad está bien fortificada y bien provista de las cosas necesarias para la guerra.
— Sí, señor — dijo la condesa — Además, como hay gran cantidad de moros, por fuerza han de venir andando, ya que por la otra parte no pueden hacerlo a causa del río que baja desde las montañas de Gales.
— Muy contento estoy — dijo el rey — de detenerme aquí, y os ruego, condesa, que deis la orden de que mi hueste sea bien provista de todo lo necesario.
Al instante, la virtuosa condesa dejó al rey y, con dos doncellas y los regidores de la ciudad, fue por las casas pidiendo trigo, avena y todo lo que necesitaban. Cuando el rey y todos los demás vieron tan gran abundancia, se pusieron muy contentos, especialmente por la diligencia manifestada por la virtuosa condesa.
Al enterarse los moros de que el rey había partido de la ciudad de Londres, le siguieron hasta que supieron que se había refugiado en la ciudad de Varoic. Éstos, siguiendo la misma vía, tomaron el castillo de Alimburgo, que distaba dos leguas de donde estaba el rey. Habiendo conquistado gran parte del reino, el día de San Juan, el rey moro fue con todo su poder frente a la ciudad de Varoic. El afligido rey cristiano, viendo perdida su esperanza, no sabía qué podía hacer, porque desde una torre del castillo veía cómo la gran cantidad de moros quemaba y destruía pueblos y castillos y mataba a muchos cristianos, tanto hombres como mujeres. Los que podían huir llegaban gritando y corriendo a la ciudad, de forma que desde media legua se podían oír los mortales gritos que daban.
El rey, observando el daño que hacía la gran cantidad de moros, pensó que moriría de dolor y, no pudiendo resistir la desoladora visión, bajó de la torre y entró en una pequeña habitación donde comenzó a lanzar dolorosos suspiros y, al mismo tiempo que destilaba por los ojos vivas lágrimas y hacía las mayores lamentaciones que nunca pudiese hacer nadie, dijo:
— Si a Dios le place que yo sea avergonzado, venga la muerte sobre mí, que es el último remedio para todos los males. ¡Oh de mí, infortunado rey, que tan pocos abogados hallo para mi justa causa! No quieras, Señor, por tu piedad y misericordia, que este pueblo cristiano, aunque sea gran pecador, se vea afligido por la gran cantidad de moros. Consérvalo, defiéndelo y llévalo a tu gran servicio, para que te pueda ser útil y darte loor y gloria. Por esto recurro a ti, sacratísima Madre de Dios Jesús, para que me quieras socorrer y ayudar, por tu piedad y misericordia.
Estando el afligido rey en estas lamentaciones, reclinó su cabeza sobre los muslos, y le pareció que por la puerta entraba una bellísima doncella, vestida de damasco blanco, con un pequeño infante en los brazos, acompañada de muchas otras doncellas que iban detrás cantando el Magníficat. Cuando acabó el canto, la señora se acercó al rey, le puso la mano sobre la cabeza y le dijo:
— No dudes, rey, de lo que verás y escucharás. Ten buena confianza, porque el Hijo y la Madre te ayudarán en esta gran tribulación: al primer hombre con larga barba que veas y que te pida caridad por amor de Dios, bésalo en la boca en señal de paz, ruégale que deje el hábito que lleva y hazlo capitán de tu gente.
El dolorido rey se despertó y no vio a nadie. Se admiró mucho del sueño que había tenido y recordó todo lo que había visto. Salió de la habitación y se encontró con unos caballeros, que lo avisaron de que los moros habían dispuesto sus tiendas delante de la ciudad.
A la mañana siguiente, el conde ermitaño, que había subido a la montaña a recoger hierbas para comer, cuando vio la gran cantidad de moros que había, abandonó su ermita y se refugió en la ciudad.
El pobre viejo vio la ciudad muy atribulada y se dirigió al castillo para pedir caridad a la condesa, porque hacía muchos días que no había comido nada más que hierbas. Ya en el castillo, vio al rey que salía de oír misa y, estando muy cerca de él, se arrodilló ante él y le suplicó que, por reverencia de Dios, le quisiera dar caridad. El rey, recordando el sueño, le ayudó a levantarse, lo besó en la boca, lo cogió de la mano y lo introdujo dentro de una habitación. Ya sentados, el rey comenzó a hablar de la siguiente manera:
— Las informaciones que tengo sobre tu gran virtud, reverendo padre, me dan ánimo para rogarte que me quieras ayudar y dar consejo, ya que te veo hombre de santa vida y amigo de Jesucristo. Te ruego que quieras considerar el gran daño y destrucción que estos malvados infieles han hecho y hacen a nuestro reino, porque han destruido la mayor parte de la isla, me han vencido en muchas batallas y han matado a los mejores caballeros que había en mi reino. Si no lo haces por mí, ten compasión, tanto del pueblo cristiano que se encuentra en cautiverio, como de las mujeres y doncellas deshonradas y encarceladas. Observa que, aunque esta ciudad está bien provista de víveres y de las demás cosas para la guerra, no podremos resistir mucho, ya que los moros nos ganan en número: ya tienen conquistada la mayor parte de la isla y no cesarán hasta conseguir nuestra destrucción, especialmente porque no esperamos socorro de nadie más que de la misericordia de Nuestro Señor por medio de tu reverencia. Por esto te ruego, si tienes amor a Dios y la caridad habita en ti, que tengas compasión de este afligido reino y que, por tu virtud, te quieras desvestir de esas ropas de penitencia que llevas y aceptar vestirte las de caridad, que son las de las armas. Así, y con la ayuda de Dios, conseguiremos gloriosa victoria contra nuestros enemigos.
Habiendo acabado el rey, el ermitaño respondió:
— Me admira, mi señor, que vuestra excelencia me pida consejo y ayuda a mí, que soy pobre y débil. Como vuestra señoría no ignora, mi endeble y vieja persona se encuentra en decrepitud a causa de la áspera vida que he llevado en la montaña donde vivía solamente de hierbas y pan. ¿Me pedís consejo a mí, teniendo en vuestro reino tantos barones y caballeros mucho más diestros en las armas, que os pueden aconsejar y ayudar mejor que yo? Bien os puedo decir, mi señor, que si yo fuese un virtuoso caballero, sabría alguna cosa del arte de la caballería y, si fuese hábil en las armas, de buena voluntad serviría a vuestra excelencia y pondría mi persona en peligro de muerte para liberar tanto al pueblo cristiano como a vuestra majestad. Por todo eso, os suplico que me excuséis.
Pero el afligido rey, muy enojado por la respuesta, inició el siguiente parlamento:
— No puedo admitir ninguna excusa a tan justificada petición. ¿Ignoras que los santos y los mártires, para aumentar y defender la santa fe católica, han batallado contra los infieles y han obtenido la gloriosa corona del martirio? Por eso, reverendo padre, me arrodillo a tus pies y, con dolorosas lágrimas, te vuelvo a suplicar que, si eres cristiano, tengas compasión de mí, ya que yo he puesto toda mi esperanza en la misericordia de Dios y en tu muy alta virtud. Te ruego que, por tu bondad, no me quieras denegar mi petición.
Las dolorosas lágrimas del entristecido rey conmovieron al ermitaño y, habiendo reblandecido su piadoso corazón, lanzó vivas lágrimas de gran compasión.
Poco después el ermitaño hizo ponerse de pie al rey y, aliviándose sus lágrimas, dijo:
— ¡Oh, entristecido rey que tan poca esperanza tienes de la vida! Guarda las lágrimas para situación menos afortunada que ésta. Ya que veo que tus plegarias son tan humildes y justas por amor a aquél por quien me has convocado y, teniendo en cuenta que tú eres mi señor natural, estoy dispuesto a obedecer tus mandamientos y a atender con suma diligencia tu ruego de liberaros a ti y a tu reino. Me dispondré, por lo tanto, aunque ya soy viejo, a entrar en batalla para bajar la soberbia de la secta de Mahoma, porque con la ayuda divina te daré glorioso honor y te haré vencedor de todos tus enemigos. Pero tendrás que seguir siempre mi consejo.
Entonces el rey asintió:
— Padre reverendo, ya que me concedéis tan alto favor, yo os prometo, a fe de rey, que no dejaré de cumplir vuestras órdenes.
— Ahora, señor — añadió el ermitaño — cuando salgas a la gran sala, muestra a los caballeros y a todo el pueblo tu cara alegre y contenta y habla a todos con gran afabilidad. A la hora de comer, come bien y muestra mucha más alegría de la que solías mostrar, para que recobren la esperanza los que la habían perdido. Hazme traer unas vestiduras de moro y entonces verás qué haré. Has de saber que, camino de Jerusalén, entré en Alejandría y en Beirut, donde permanecí muchos días, y aprendí la lengua morisca. También allí aprendí a hacer unas grandes granadas que tardan seis horas en encenderse, pero que, cuando se encienden, son suficientes para quemar todo el mundo y, cuanta más agua se les lanza, más se inflaman, de manera que toda el agua del mundo no consigue apagarlas, sino que solamente se pueden extinguir con aceite y resina de pino.
— Es una cosa de gran admiración — comentó el rey — que se tengan que apagar con aceite y resina de pino, porque yo creía que el agua apagaba todos los fuegos del mundo.
— No, señor — contestó el ermitaño — Si vuestra señoría me da licencia para ir hasta la puerta del castillo, yo traeré un material con el cual podréis encender una antorcha solamente con agua o vino.
— A fe mía — dijo el rey — que tendré gran placer en verlo.
Prestamente, el ermitaño fue a la puerta del castillo donde había visto cal viva cuando entró. Cogió un poco y volvió donde estaba el rey y, con un poco de agua lanzada sobre la cal, encendió una candela con una pajita.
Entonces dijo el rey:
— Nunca habría podido creerlo si no lo hubiese visto con mis propios ojos. Ahora veo que no hay nada imposible que los hombres no sepan hacer. Te ruego, reverendo padre, que me digas todo lo que se necesita para hacer las granadas.
— Yo, señor — dijo el ermitaño — iré a comprarlo, porque sé mejor que nadie cuáles son los materiales adecuados. Cuando estén hechas, señor, iré yo solo hacia el campo de los moros y las pondré cerca de la tienda del rey. Al llegar casi la hora de la medianoche, las granadas se encenderán y los moros se apresurarán a apagar el fuego. A todo esto, vuestra señoría estará armado y con toda la gente preparada. Cuando veáis el fuego, atacadles: os aseguro que diez mil de los vuestros bastarán para ganar a cien mil de los otros. Bien os puedo decir que, estando en Beirut, vi otro caso semejante y, con la ayuda de Dios y por consejo mío, la ciudad fue liberada de los enemigos, y el rey que estaba dentro de ella fue vencedor, mientras que el rey que la tenía sitiada fue vencido.
Mucho gustaron al entristecido rey las palabras del ermitaño y se lo agradeció mucho al observar que el consejo que le daba era el de un virtuoso caballero. Prestamente mandó hacer todo lo que el ermitaño había ordenado.
Entonces, el rey salió a la gran sala y mostró alegría en su cara y gran ánimo en su gesto. Todos los caballeros estaban admirados de ver al rey tan alegre, porque habían pasado muchos días sin verlo reír.
Cuando el ermitaño volvió de comprar lo que necesitaba para las granadas, dijo al rey:
— Señor, solamente nos falta un material, pero yo sé que la condesa lo tiene, porque cuando su marido Guillén de Varoic estaba vivo tenía mucho, ya que es un material que se utiliza para muchas cosas.
— Entonces — contestó el rey — quiero que vayamos los dos a pedírselo a la condesa.
El rey mandó avisar a la condesa que quería ir a hablar con ella. Y habiendo salido la condesa de su habitación, vio ante ella al rey y al ermitaño.
— Condesa — dijo el rey — por vuestra gentileza y virtud, os pido que me deis un poco de azufre vivo, de aquél que vuestro marido, el conde, ponía en las antorchas, de forma que no se podían apagar por mucho viento que hiciese.
Pero la condesa le preguntó:
— ¿Quién ha dicho a vuestra señoría que mi marido sabía hacer tales antorchas con aquella llama?
— Este ermitaño, condesa — contestó el rey.
La condesa fue a la habitación de las armas y trajo tanto azufre vivo que el rey se dio por satisfecho.
Cuando el rey volvió a la gran sala, la comida ya estaba servida en la mesa e hizo sentarse al ermitaño a su lado, dándole el honor que se merecía. Todos estaban admirados de la atención que le demostraba, pero mucho más lo estaba la condesa, porque estaba acostumbrada a hacerle caridad y sentía gran placer de hablar con él cuando venía a pedirle limosna.
Mientras comían, la condesa dijo a sus doncellas las siguientes palabras:
— ¡Oh, qué enojada estoy de mi gran ignorancia! ¿Por qué no he dado más honor a este pobre ermitaño, ya que debe tratarse de un hombre de santísima vida? Ahora veo que mi señor el rey, que es tan benigno y piadoso, le hace comer a su lado. Durante el resto de mi vida me dolerá el poco honor que le he demostrado.
Habiendo acabado de comer, el reconfortado rey de Inglaterra se levantó de la mesa y dio licencia al ermitaño para que fuese a hacer las granadas. Una vez estuvieron hechas, el ermitaño dijo al rey:
— Señor, si vuestra señoría me da licencia, iré a llevar a cabo lo que dijimos. Vos, por vuestra parte, pedid que se prepare toda la hueste.
En la oscuridad de la noche, el virtuoso ermitaño se puso las vestiduras de moro que tenía preparadas, salió con mucho sigilo por la puerta falsa del castillo y penetró en el campo de los infieles. Cuando le pareció el momento apropiado, lanzó las granadas cerca de la tienda de un gran capitán pariente del rey moro.
A medianoche, el fuego era tan grande y tan espantoso que todos estaban admirados de lo altas que eran las llamas. El rey y los otros moros, desarmados como estaban, fueron a aquella parte a apagar el fuego, pero no lo pudieron conseguir por más agua que le echaban; sino que, por el contrario, cuanta más agua, más se prendía.
El virtuoso rey de Inglaterra, que ya estaba armado, cuando vio el gran fuego, salió de la ciudad con la poca gente que le quedaba y, con gran ánimo, atacó a los moros y causó una destrucción tan grande que era cosa de espanto.
El rey moro, al ver tan gran fuego y tanta gente suya muerta, montó sobre un caballo, huyó, se refugió en el castillo de Alimburgo, que había tomado, y allí se hizo fuerte.
El rey y el resto de los moros quedaron admirados de cómo habían sido vencidos, ya que ellos eran cincuenta veces más que los cristianos. Cuando la morisma huyó, los cristianos tomaron el botín de los moros y, ya amanecido el día, entraron en la ciudad.
Pasados cuatro días, el rey moro envió a sus embajadores al rey de Inglaterra con una carta de batalla en los términos siguientes:
A ti, rey cristiano, que eres señor de la isla de Inglaterra, yo Abrahím, rey y señor de la Gran Canaria, te digo que yo soy más poderoso en esta isla que tú, aunque el gran Dios te ha dado la victoria en esta ocasión. Y si quieres que acabe esta guerra, que cese la mortandad entre tu pueblo y que no haya más derramamiento de sangre, te requiero para que luchemos en campo cerrado, rey contra rey, según los siguientes pactos: si yo te venzo, pondrás toda Inglaterra bajo mi potestad y señoría y me harás un tributo cada año de doscientos mil doblones. En la fiesta de San Juan tendrás que vestir las ropas moras que yo te enviaré y, en tal fecha, habrás de encontrarte en alguna de estas ciudades: Londres, Conturbery, Salasbery o en esta ciudad de Varoic. Y aquí quiero que se haga la primera fiesta en recuerdo de la victoria que yo habré tenido sobre ti. Si la fortuna quisiera que tú fueses vencedor, yo regresaré a mi tierra y tú permanecerás en paz en la tuya, con gran sosiego y tranquilidad. Además, te devolveré todos los pueblos y castillos que, con mi propia mano victoriosa, he ganado y conquistado.
El rey de Canaria envió al rey de Inglaterra dos grandes caballeros moros desde el castillo de Alimburgo, como embajadores suyos, con la referida carta de batalla.
Anteriormente había enviado un trompeta a la puerta de la ciudad de Varoic para pedir salvoconducto, el cual le fue concedido por el conde de Salasbery, de parte de su Majestad.
Cuando el trompeta regresó, y antes de que los embajadores viniesen, el ermitaño dijo al rey las siguientes palabras:
— Señor, asustemos a estos moros: ordene vuestra alteza que dos grandes señores, acompañados de mucha gente, todos bien armados y vestidos de blanco, pero sin bacinetes en la cabeza, salgan a recibir a los embajadores al portal, donde habrá trescientos hombres armados como los dos señores. Haced engalanar todas las calles por donde tienen que pasar, de manera que mujeres y doncellas, tanto viejas como jóvenes, pongan piezas de tela en las ventanas y en las azoteas que les lleguen hasta los pechos, y que cada una tenga una armadura en la cabeza. Cuando los embajadores pasen verán brillar las armaduras y pensarán que se trata de gente de armas. Los trescientos que guarden el portal tendrán que salir por detrás de los moros y, por otras calles, llegarán a las plazas y esquinas previstas en el recorrido y cuando pasen los embajadores tendrán que repetir este hecho hasta que lleguen delante de vuestra alteza. Ciertamente que los embajadores, después de la batalla perdida, sentirán un gran espanto cuando vean a tanta gente de armas, y pensarán que hemos recibido socorro de España, de Francia o de Alemania.
El rey y su consejo tuvieron por muy conveniente todo lo que el ermitaño les había dicho, y así se hizo. Eligieron que el duque de Lencastre y el conde de Salasbery recibiesen a los embajadores, y que les acompañasen cuatro mil hombres con una guirnalda de flores en la cabeza. Antes de que saliesen, dijo el duque de Betafort:
— Decid, padre ermitaño, ¿cómo deben encontrar al rey, vestido o desnudo? ¿Armado o desarmado?
— Veo que vuestras palabras llevan más inclinación al mal que al bien. Porque soy viejo queréis vituperar mi sugerencia delante del consejo y de mi señor el rey. Por tanto, guardad vuestras palabras. En esto, el duque se levantó, cogió la espada y dijo: — Si no fuese porque sois tan viejo y lleváis el hábito de San Francisco, con esta espada, que es vengadora de palabras injuriosas, os cortaría las faldas hasta la cintura.
Entonces el rey, muy airado, se abalanzó contra el duque, le quitó la espada de la mano y lo hizo encarcelar en una torre.
Estando en esto, notificaron al rey que los embajadores moros venían, y rápidamente salieron a recibirlos.
Cuando los embajadores llegaron, le dieron la carta de batalla y el rey, en presencia de todos, la hizo leer. Inmediatamente se le acercó el ermitaño y le dijo:
— Señor, aceptad la batalla.
Entonces el rey dijo que aceptaba la batalla según las condiciones establecidas por el rey moro. Rogó a los embajadores que se quedasen hasta la mañana siguiente y convocó consejo general. Antes de comenzar, el ermitaño y otros señores suplicaron al rey que les quisiera dar las llaves de la torre para poder sacar al duque de Betafort, y el monarca se vio forzado a dárselas a causa de las grandes peticiones que le hicieron. El ermitaño, con los otros caballeros, se dirigió a la torre donde el duque pensaba que iban a acabar sus días y le abrieron las puertas. Cuando lo hubieron libertado, volvieron todos al consejo y leyeron de nuevo la carta del rey moro. Como se había sabido que el ermitaño era hombre de santa vida y que demostraba saber mucho del arte de la caballería, le pidieron que hablase el primero. Lo hizo de la siguiente forma:
— Aunque yo soy hombre que sé muy poco del ejercicio de armas, tengo que obedecer los mandamientos de vuestra excelencia y, con la venia y perdón de mi señor el rey, hablaré según me parezca. Pero os pido que, si digo algo incorrecto, os plazca corregirme. Quiero decir, señor, a vuestra alteza, que tenéis que satisfacer la carta del gran moro, especialmente donde dice que quiere combatir con vuestra señoría cuerpo a cuerpo, ya que habéis aceptado la batalla. Pero conviene considerar que el rey moro es un hombre muy fuerte y de gran ánimo y que mi señor el rey, aunque sea un virtuoso caballero, es muy joven, de débil complexión y enfermizo; y, por tanto, no sería procedente ni justo que entrase en campo cerrado de batalla. Por contra, el duque de Lencastre, que es tío de mi señor el rey, podría hacer esta batalla: pero es necesario que el rey se desvista del cetro y de la corona real para que el gran moro piense que está combatiendo con un rey.
El duque de Clócestre, el duque de Betafort y el duque de Atzétera no querían aceptar que fuese el duque de Lencastre quien entrase en batalla y quien fuese tenido como rey, porque cada uno de ellos era pariente más cercano al rey y pensaban que les era más lícito a ellos presentar la batalla que al de Lencastre.
Pero el rey no permitió que hablasen más, sino que dijo:
— No me place ni quiero que nadie de vosotros entre en batalla en mi lugar; puesto que yo la he aceptado, yo solo la quiero llevar a fin.
En aquel momento, se levantó un gran barón y dijo:
— Señor, perdonadme lo que diré, pues lo que vuestra alteza decida será aceptado por todos nosotros; porque, aunque Nuestro Señor os ha dado voluntad, os ha quitado la fuerza, y bien sabemos que vuestra alteza no es hábil para tan fuerte y dura batalla como será ésta.
Todos los demás barones y caballeros loaron lo que este barón había dicho.
— Fidelísimos vasallos — dijo el rey — os agradezco el amor que me mostráis al no querer que entre en batalla con el rey moro. Pero quiero y mando que, bajo pena de muerte, nadie tenga el atrevimiento de decir que hará la batalla por mí, excepto quien yo elegiré.
Todos respondieron que estaban de acuerdo. Después, el rey continuó diciendo:
— Duques, condes, marqueses y todos los demás fidelísimos súbditos míos, quiero manifestar, puesto que la divina providencia me ha privado de la fuerza y todos vosotros afirmáis que no soy el adecuado para entrar en batalla, yo cedo mi lugar, el cetro y la corona real, a mi amado padre ermitaño, aquí presente, y en honor a él me desvisto de toda señoría, no forzado, sino de buena gana.
Se despojó de sus ropas y continuó diciendo:
— Tal como yo me desvisto de estas vestiduras reales y las pongo sobre el padre ermitaño, también me desprendo de todo mi reino y señoría y lo doy y revisto sobre él. Ruego que le plazca aceptarlo y que sea él quien haga la batalla con el rey moro por mí.
Cuando el ermitaño oyó semejantes palabras quiso hablar enseguida; pero los señores no lo consintieron, sino que le quitaron el hábito y le hicieron vestir las ropas reales. Entonces, el rey cedió toda la señoría al ermitaño, por acta de notario y en presencia de todo el consejo. Éste aceptó el reino y la batalla, e inmediatamente pidió que le trajesen armas. Le allegaron muchas, pero ninguna de ellas fue de su gusto.
— Por mí — dijo el rey ermitaño — no se dejará de hacer la batalla, aunque tuviese que entrar en ella en camisa. Pero os ruego, señores, que vayáis a la condesa y le pidáis que me quiera prestar las armas de su marido, Guillén de Varoic, aquéllas con las que él acostumbraba a entrar en batalla.
Cuando vio ver venir la condesa a todo el consejo del rey y supo la causa, dijo que aceptaba la petición y les dio unas armas que no valían mucho. El rey ermitaño, cuando las vio, dijo:
— No son éstas las armas que pido: hay otras que son mejores.
Los barones fueron otra vez donde estaba la condesa y le pidieron otras armas. Pero la condesa les dijo que no tenía más armas. Habiendo sabido la respuesta, volvieron todos con la condesa, a la cual el rey ermitaño dijo:
— Señora condesa, por vuestra gran bondad y gentileza, os ruego que queráis prestarme las armas de vuestro marido, Guillén de Varoic.
— Señor — respondió la condesa — Dios me arrebate este hijo, el único bien que tengo en el mundo, si no os las he enviado.
— Verdad es — dijo el rey — pero no son aquéllas las que yo pido, sino las que están en vuestra habitación, cubiertas con una tela de damasco verde y blanca.
Entonces la condesa, arrodillada, dijo:
— Señor, encarecidamente pido a vuestra señoría que me digáis vuestro nombre y cómo conocisteis a mi señor, el conde de Varoic.
— Condesa — contestó el rey ermitaño — no es ahora el momento de poder manifestaros mi nombre, porque tengo que atender otras cosas más necesarias y útiles. Por eso os ruego que me queráis prestar las armas que os he pedido.
— Señor — dijo la condesa — con mucho gusto quiero prestarlas a vuestra alteza; pero, por lo menos, os pido que me diga vuestra señoría qué conocimiento y amistad habéis tenido con mi marido.
El rey respondió:
— Señora, ya que me forzáis tanto, os lo diré. Seguro que recordáis aquella gran batalla en la que vuestro marido venció al rey de Francia, en la ciudad de Roam. Vuestro marido era capitán mayor de la ciudad y presentó batalla sobre el puente al rey de Francia, el cual iba con sesenta mil combatientes, mientras que vuestro marido salió con poca gente de la ciudad, pero dejó los portales bien provistos. Acabada la lucha, donde murieron más de cinco mil hombres, el conde entró en la ciudad y todos los franceses pensaron que podían tomarla, pero Guillén de Varoic se hizo fuerte en la puerta. Después de batallar, entraron en la ciudad algunos franceses, momento en el cual los guardias dejaron caer la puerta levadiza, de manera que el rey de Francia quedó fuera. Como el rey pretendía ganar la ciudad para tomarla, vuestro marido salió por otra puerta y combatió contra el rey y su hueste por los dos flancos, hasta que el rey fue herido y se vio obligado a irse, dando la batalla por perdida. Condesa, también debéis recordar que pocos días después el conde volvió a este reino y cómo, por mandato de nuestro rey, se derribó parte de la muralla porque, como vencedor, no consintieron que entrase por ninguna puerta. Pues yo, continuamente, iba a su lado porque éramos hermanos de armas.
No tardó mucho tiempo en hablar la condesa:
— Recuerdo, señor, con gran alegría, todo lo que vuestra señoría me ha dicho, y quedo muy satisfecha de oír los singulares actos de mi venturoso marido y señor que tanto amaba. Debéis saber que desde que él partió no sé qué son los buenos días, ni menos las plácidas noches. Solamente os pido que me queráis perdonar por no haberos tratado como correspondía durante la época de vuestra estancia en la ermita. Si yo hubiese sabido la hermandad que teníais con mi señor Guillén de Varoic, os habría dado todavía más bienes y os habría tratado con más honor.
Satisfecho el rey ermitaño de oír estas palabras, dijo:
— Donde no hay error, no es necesario pedir perdón. Vuestras virtudes son tantas que no se podrían contar. Solamente os ruego, señora, que, por vuestra gran virtud y gentileza, me queráis prestar las armas que os he pedido.
La condesa le hizo sacar otras armas, que se encontraban cubiertas con tejido de brocado azul. Pero cuando el rey las vio, dijo:
— Señora condesa, ¡cuán bien guardadas tenéis las armas de vuestro marido! Por mucho que os lo hayamos rogado, no nos las habéis querido prestar. Éstas son las que Guillén de Varoic utilizaba en los torneos, pero las que yo os pido están cubiertas con un damasco blanco y verde, llevan un león coronado de oro y eran las que él empleaba en las batallas. Si me permitís, señora condesa, yo mismo entraría y me parece que podría encontrarlas.
— ¡Triste de mí! — dijo la condesa — Parece que toda vuestra vida hayáis vivido en esta casa. Entre vuestra señoría y coja todo lo que le plazca.
Habiendo visto el rey su buena voluntad, se lo agradeció, y ambos entraron y cogieron las armas.
La batalla fue concertada para la mañana siguiente. Durante la noche, el rey ermitaño permaneció de rodillas en la iglesia delante del altar de la sacratísima Virgen María. Cuando se hizo de día, oyó misa. Después se hizo armar dentro de la iglesia y, más tarde, se comió una perdiz para sentirse más fuerte. A continuación salió al campo y con él iban en procesión todas las mujeres y las doncellas de la ciudad, descalzas y con la cabeza descubierta, suplicando a la divina majestad y a la Madre de Dios Jesús que diese victoria a su rey, y no al moro.
Ya el rey ermitaño dentro del campo, llegó el rey moro con su comitiva. Los moros subieron a una loma para mirar la batalla, mientras que los cristianos se quedaron cerca de la ciudad. El rey ermitaño llevaba una lanza con el hierro bien afilado, una pavesina en el brazo, la espada y un puñal. El rey moro llevaba un arco, espada y, en la cabeza, un capacete envuelto con muchas toallas. Ya dentro del campo, el uno fue contra el otro.
El rey moro tiró una flecha, dio en medio de la pavesina y la atravesó en el brazo del cristiano. Inmediatamente le volvió a tirar otra y le hirió en el muslo, de manera que la flecha le quedó colgando y le molestaba cuando avanzaba. El rey ermitaño estaba herido antes de poder atacar a su enemigo, pero cuando éste se le acercó, le tiró la lanza. El rey moro la rebatió cuando la vio venir, pero el ermitaño se acercó tanto que ya no le dejó usar el arco. Así, cuando el rey moro vio al otro tan cerca, se tuvo por perdido.
Después de haber tirado la lanza, el rey ermitaño tomó la espada, se le acercó tanto como pudo y le dio un gran golpe en la cabeza, pero no le hizo demasiado daño: ¡tantas eran las toallas que llevaba! El rey moro se defendía con el arco de los golpes del ermitaño, pero éste le asestó uno tan grande que le cortó el brazo y le clavó la espada en el pecho. El rey moro cayó al suelo y el otro, tan pronto como pudo, le cortó la cabeza y la enganchó en la punta de la lanza. Victorioso, el rey ermitaño regresó a la ciudad, con gran alegría de los cristianos, de las mujeres y de las doncellas.
Ya dentro de la ciudad, hicieron venir a los médicos y curaron las heridas del rey. A la mañana siguiente, el rey reunió el consejo, el cual deliberó que mandasen dos caballeros como embajadores a los moros y que les dijeran que tenían que cumplir las condiciones prometidas y juradas; o sea, que podían irse sanos y salvos con sus naves, ropas y joyas a su tierra, sin temor a que nadie les hiciese ningún daño.
Los embajadores partieron y cuando llegaron a los moros les explicaron la deliberación del consejo. Éstos les pidieron que esperasen la respuesta, pero los infieles les hicieron víctimas de su maldad.
Los moros tenían que elegir un nuevo rey: unos querían que fuese Cale ben Cale, mientras que otros pretendían que fuese Aduqueperec, primo hermano del rey muerto. Resultó elegido el primero, porque era buen caballero y muy valiente. En cuanto fue elevado a la categoría real, mandó que tomasen a los embajadores y los hizo matar. Les cortaron las cabezas, las pusieron dentro de un serón y las enviaron con un asno hacia la ciudad. Los guardias de las torres vieron a dos jinetes que acompañaban al asno, los cuales, ya cerca de la ciudad, dejaron el animal y se volvieron a todo correr. El capitán de la guardia mandó diez hombres a caballo para ver qué había ocurrido. De inmediato comunicaron la noticia al rey y al consejo. Al saberlo el rey, se dolió mucho y exclamó:
— ¡Oh, infieles crudelísimos y de poca fe, que no podéis dar lo que no tenéis! Herido como estoy, hago solemne juramento de que nunca más entraré dentro de casa cubierta, si no es iglesia para oír misa, hasta que no haya lanzado a toda esta morisma fuera del reino.
Así pues, se hizo traer la ropa, se levantó de la cama e hizo sonar las trompetas. El primero en salir de la ciudad fue el rey, pero antes hizo saber que le tenían que seguir todos los varones mayores de once años y menores de setenta. También hizo preparar toda la artillería necesaria para la guerra.
Cuando la virtuosa condesa conoció la llamada hecha por el rey, se mostró muy afligida, ya que su hijo también debía ir. De rodillas delante del rey, con voz piadosa, comenzó a decir estas palabras:
— A vos, rey prudentísimo, corresponde tener piedad y compasión de las personas doloridas. Por esto vengo a suplicar a vuestra excelencia que tengáis piedad de mí, ya que no tengo en este mundo otro bien sino este hijo, de tan corta edad, que en nada os puede ayudar. En recuerdo de la gran amistad y amor que os unían a mi venturoso marido y de las limosnas y caridades que en el tiempo de vuestra reclusión en la ermita os he hecho, os pido que os plazca obedecer mis deseos y súplicas: que me permitáis mantener a mi hijo, que es huérfano de padre y mi único consuelo.
Pero el rey no tardó en responderle:
— Mucho me gustaría obedeceros, señora condesa, si vuestra petición fuese honrosa y justa. Pero es sabido que los hombres se tienen que ejercitar en las armas y tienen que conocer no sólo la práctica de la guerra, sino también el gentil estilo de la bienaventurada orden de caballería. De jóvenes, pues, es necesario que se inicien en el uso de las armas, porque en aquella edad aprenden mejor este arte, tanto en campo cerrado, como en guerras de guerrillas. Ésta es la mejor edad del mundo para sentir los grandísimos honores que consiguen los caballeros ejerciendo tan virtuosos actos. Por eso quiero llevarlo conmigo y tenerlo en tanta estima como si se tratase de un hijo. ¡Oh, qué gloria más alta es para una madre tener un hijo joven dispuesto a adquirir fama en las batallas! Por todo esto, es necesario que venga conmigo, ya que mañana quiero hacerlo caballero para que pueda imitar los virtuosos actos de su padre Guillén de Varoic.
Por lo tanto, os ruego y os aconsejo, virtuosa condesa, que volváis a la ciudad y que me dejéis aquí a vuestro hijo.