2,99 €
Él era indomable... y ella era toda una fuente de problemas Grant Wilcox estaba acostumbrado a conseguir todo lo que deseaba y lo que ahora deseaba era a Kelly Baker, la bella desconocida recién llegada a la ciudad. Y tuvo la suerte de que la recién llegada fuera, además de preciosa, una excelente abogada capaz de sacar de una situación complicada a un buen empresario como él. Aquella relación que debía de ser exclusivamente profesional no tardó en convertirse en una apasionada aventura. Y Grant comenzó a preguntarse si la llegada de Kelly a su vida no iría a causarle excesivos problemas...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 182
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2006 Mary Lynn Baxter
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un auténtico texano, n.º 1459 - agosto 2024
Título original: The Soon-to-be Disinherited Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, ycualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741706
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Si te ha gustado este libro…
Grant Wilcox acababa de bajarse de su camioneta cuando Harvey Tipton, el jefe de correos, salió de la cafetería Sip'n Snack.
–¿Qué?, a echar un vistazo, ¿no? –Harvey ofreció a Grant una sonrisa que medio escondían su barba y bigote–. O quizá debería decir a echar otro.
–¿De qué hablas? –preguntó Grant, perplejo.
–De la nueva pieza del pueblo.
–Supongo que te refieres a la mujer recién llegada, ¿no? –Grant hizo una mueca.
–Correcto –contestó Harvey, moviendo la cabeza de arriba abajo y sin dejar de sonreír. Obviamente, no veía razón para avergonzarse o pedir disculpas por su forma de expresarse–. Está llevando la tienda de Ruth.
Grant gimió para sí, Harvey era el mayor cotilla de pueblo. Y el que fuera hombre lo empeoraba aún más.
–No lo sabía –Grant encogió los hombros–, pero hace tiempo que no voy a tomar café.
–Cuando la veas te arrepentirás de eso.
–Lo dudo –ironizó Grant.
–No te daba por muerto, Wilcox.
–Dame un respiro, ¿quieres? –Grant estaba irritado y no se molestó en ocultarlo.
–Pues es despampanante –declaró Harvey–. Está a años luz de cualquiera de aquí.
–¿Y por qué me lo cuentas? –preguntó Grant con tono de aburrimiento, esperando que Harvey captara la indirecta.
–Pensé que podría interesarte, dado que eres el único de por aquí que no tiene esposa ni compromiso –esbozó una sonrisa de complicidad y le dio un golpe en el hombro–. Tú ya me entiendes.
Durante un segundo, Grant deseó aplastarle la cara al cartero pero, por supuesto, no lo hizo. Harvey no era el único que había intentado ser su casamentero.
Era indudable que le gustaría que una mujer batalladora y de sangre ardiente ocupara su cama de vez en cuando, pero la idea de algo permanente le daba escalofríos. Por primera vez, la vida le iba bien, sobre todo en Lane, ese pequeño pueblecito de Texas. Grant, como guarda forestal, estaba haciendo lo que adoraba: jugar en el bosque y cortar árboles con los que ganaría montañas de dinero.
Además, no estaba listo para asentarse. Con su pasado de vagabundeo, nunca sabía cuándo volvería a entrarle la comezón de moverse. Y si no podía hacerlo se sentiría atrapado. Eso no era para él, al menos aún.
–¿Quieres que vuelva a entrar y os presente? –preguntó Harvey, soltando una risa profunda.
–Gracias, Harv –Grant apretó los dientes–, pero en cuestión de mujeres, sé apañármelas solo –miró su reloj–. Estoy seguro de que tienes clientes esperando.
–Captado –Harvey le guiñó un ojo.
Sin embargo, cuando el jefe de correos desapareció de la vista, Grant aceleró el paso hacia la puerta de entrada Sip'n Snack.
Kelly Baker se frotó las manos en el agua calienta y jabonosa, mordiéndose el labio inferior. Había estado colocando bollos en el mostrador y estaba convencida de que estaba pegajosa hasta los codos.
Desde que estaba en el pequeño pueblecito campestre, Lane, hacía tres semanas, se había preguntado una y otra vez si había perdido la cabeza. Pero conocía la respuesta y era un «no». Su prima, Ruth Perry, necesitaba ayuda y Kelly había acudido al rescate, igual que Ruth la rescató a ella después del trágico acontecimiento que había cambiado su vida para siempre.
–Ay –gimió Kelly, sintiendo escozor en las manos. Las sacó del agua, agarró una toalla y frunció el ceño al ver sus dedos. Las largas y perfectas uñas pintadas y la suave piel de la que tanto se había enorgullecido habían desaparecido. Sus manos tenían aspecto seco y arrugado, como si las tuviera en remojo todo el día. Así era, a pesar de que tenía dos ayudantes, Albert y Doris.
Echó un vistazo a la cafetería vacía y soltó un suspiro, imaginando cómo estaría minutos después: abarrotada de gente. Sonrió para sí por la palabra «abarrotada». El término no encajaba con ese diminuto pueblo.
Sin embargo, no tenía por qué reírse. La nueva adición de Ruth a esa localidad maderera de dos mil habitantes había sido un gran éxito. Con muy poca inversión, su prima ya tenía beneficios, aunque escasos, vendiendo café, pastas, sopas y bocadillos de alta gastronomía.
Según los lugareños, Sip'n Snack era el local de moda, y eso era bueno. Si Kelly tenía que estar allí, al menos estaba donde estaba la acción, hasta que cerraba.
Kelly odiaba las veladas. Eran demasiado largas y tenía demasiado tiempo para pensar. Aunque entraba en la pequeña y acogedora casa de Ruth tan agotada que apenas era capaz de llegar a la bañera, y menos a la cama, no podía dormir.
Las noches habían sido un problema mucho antes de que llegara a Lane. Y teniendo las tardes libres, el pasado tenía muchas oportunidades de alzar su traumática cabeza. Pero pronto cumpliría con su obligación para con su prima y regresaría a Houston, a donde pertenecía.
Se recordó, con ironía, que su vida personal no había sido mejor allí, de haberlo sido no estaría en Lane. Por dentro, en lo más profundo de su ser, tenía el corazón recubierto de una capa de cemento que nada podía romper.
–Teléfono para ti, Kelly.
–Hola, tesoro, ¿cómo va todo? –canturreó la alegre voz de Ruth al otro lado del auricular.
–Va.
–No quiero estar encima de ti, pero no soporto no saber qué ocurre. Estar lejos de la tienda me provoca síndrome de abstinencia.
–Lo imagino.
–¿Lo has conocido ya?
–¿Conocer a quién? –Kelly hizo una mueca.
–Al guaperas del pueblo –rió Ruth–, el único soltero que merece la pena por aquí.
–Si lo he conocido, no lo sé –dijo Kelly, intentando ocultar su agitación.
–Oh, créeme, lo sabrías muy bien.
–Estás perdiendo el tiempo, Ruth, intentando hacer de Celestina.
–Hace tiempo que deberías estar mirando a otros hombres –su prima suspiró–. Hace mucho tiempo.
–¿Quién dice que no miro?
–Bah, sabes lo que quiero decir.
–Eh, no te preocupes por mí. Si está escrito que encuentre a otro, lo encontraré –dijo Kelly, aunque no creía que fuese a ocurrir en esa vida.
–Seguro –la voz de Ruth se tiñó de cinismo–. Sólo lo dices porque es lo que quiero oír.
–Tengo que irme –rió Kelly–. Ha sonado el timbre. Antes de que Ruth pudiera contestar, colgó. Esbozó una sonrisa y salió de detrás del mostrador. Se quedó inmóvil y con la vista fija. Después no sabía por qué había reaccionado así; quizá porque era alto y guapo.
O, mejor aún, por cómo la miraba él.
Se preguntó si ése era el «guaperas» que acababa de mencionarle Ruth.
La disgustó que los ojos azul oscuro del desconocido miraran la punta de sus pies y subieran lentamente, sin perderse detalle de su esbelta figura. Miró con intención su pecho y su cabello, y ella se alegró de haberse puesto reflejos en los cortos mechones recientemente.
Cuando los increíbles ojos se clavaron en los suyos, el aire estaba cargado de electricidad. Atónita, Kelly se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración.
–¿Le gusta lo que ve? –preguntó sin pensarlo. Era una consecuencia de su auténtica profesión. Ser atrevida y directa era lo que la había llevado al éxito.
–Lo cierto es que sí –el tipo esbozó una lenta y sensual sonrisa.
Por primera vez desde la muerte de su esposo, cuatro años antes, Kelly se sintió desconcertada por la mirada de un hombre. Y por su voz. Sin embargo, percibía que ese desconocido no era un hombre cualquiera. Tenía algo especial que llamaba la atención. La palabra que se le pasó por la cabeza fue «rudo».
No estaba acostumbrada a ver a hombres con vaqueros desgastados, lavados tanto que apenas tenían color, camisa de franela, botas con puntera de aluminio arañado y un casco en la mano. Incluso en Lane, los hombres de ese calibre escaseaban.
Él seguía mirándola. Kelly movió los pies e intentó desviar la vista, sin éxito. Esa rudeza suya parecía encajar con su metro ochenta y cinco de altura, cuerpo musculoso y revuelto cabello castaño, dorado por el sol.
–Se sorprendió al pensarlo. Por atractivo o encantador que fuera, no estaba interesada. Si fuera así habría aceptado el afecto de otros hombres, en Houston. Además, incluso en Lane, él debía de estar rodeado de mujeres.
Ningún hombre podría estar nunca a la altura de su esposo fallecido, Eddie. Tras haber llegado a esa conclusión, Kelly se había concentrado en su carrera y la había convertido en su razón de vivir.
–¿Qué puedo ofrecerle? –preguntó con seriedad.
–¿Cuál es el especial del día? –repuso él con una voz profunda y brusca que encajaba con su aspecto. Kelly se aclaró la garganta, contenta de volver a la normalidad.
–¿Café?
–Eso para empezar –contestó él, adentrándose en el local, apartando una silla y sentándose.
–Los especiales del día están en la pizarra –muy a su pesar, Kelly estaba clavada en el sitio. Se sonrojó y consiguió mirar la pizarra que había detrás del mostrador, que listaba los cafés y comidas especiales.
–Hoy no –farfulló él–, a no ser que se me haya escapado un día –hizo una pausa–. Es miércoles, no martes. ¿Correcto?
Convencida de que estaba como un tomate, Kelly asintió. No había cambiado el cartel. En circunstancias ordinarias, le habría dado igual, pero por alguna razón el comentario del hombre hizo que se sintiera inadecuada; una sensación que despreciaba.
–El café es con leche y aroma de vainilla francesa –le dijo, esbozando una sonrisa empalagosa.
–Es una pena que un tipo no pueda tomarse un café solo sin más –comentó él, frotándose la barbilla.
–Lo siento, no es esa clase de local –se disculpó, consciente de que él intentaba tomarle el pelo–. Pero eso ya lo sabe. Si quiere café de supermercado, tendrá que preparárselo usted mismo.
–Ya lo sé –rió él–. Tomaré el café solo que más se parezca al normal, el de toda la vida.
Cuando regresó con la taza y se la puso delante, Kelly no lo miró, para evitar más conversación. A pesar de su atractivo, ese hombre hacía que se sintiera incómoda, y no quería saber más. Le entregó la carta.
Él le echó un vistazo y la dejó a un lado de la mesa.
–¿Así que tú eres la nueva Ruth?
–En absoluto.
–¿Y dónde está ella?
–Fuera del estado, cuidando de su madre enferma. Estoy sustituyéndola durante un tiempo.
–Por cierto, soy Grant Wilcox –se presentó él.
–Kelly Baker.
–Un placer –dijo él, sin ofrecerle la mano.
Cada vez que hablaba, ella sentía una reacción física. Era como sentir el golpe de algo que podría hacer daño y que rehuía internamente. Sin embargo, no era así en absoluto. De hecho, era agradable.
–¿Eres de por aquí? –inquirió él, tras tomar un largo sorbo de café.
–No –repuso Kelly–. Soy de Houston. ¿Y tú?
–No originariamente. Pero ahora sí. Vivo a quince kilómetros al oeste del pueblo. Soy maderero y he comprado la leña de un terreno enorme. Así que estoy atrapado en Lane; al menos por ahora –sonrió y la piel de alrededor de sus ojos formó arruguitas–. Acabamos de empezar a cortar, y estoy tan contento como un cerdito al sol.
Ella se preguntó si intentaba sonar como un paleto o pretendía decirle algo con esa comparación tan burda.
–Me alegro –dijo, por decir algo. A pesar de su reacción a Grant, le importaba poco quién fuera y qué hiciera. Le preguntó si quería comer algo.
–Tomaré un bol de sopa y más café –dijo él con una mueca irónica en los labios.
Sólo le habría faltado añadir «damita». Kelly se preguntó si resultaba tan obvio que se sentía incómoda o si él era intuitivo. Pero daba igual. Lo importante era que su condescendencia la irritaba tanto que exacerbaba su empeño en servirlo a la perfección.
Kelly fue a por la cafetera y regresó con una sonrisa en los labios. Alzó la taza y se le resbaló. El café que quedaba cayó en el regazo de Grant Wilcox, que gritó.
Muda de horror, Kelly lo observó echar la silla hacia atrás y ponerse en pie.
–Yo diría que ése ha sido un buen disparo, señora.
Aunque se llevó la mano a la boca, los ojos de Kelly miraron hacia abajo y se quedaron clavados en la mancha húmeda que rodeaba la compañera.
Ambos levantaron la vista y sus ojos se encontraron.
–Por suerte, no ha causado daños graves –farfulló él. Sus labios se curvaron lentamente.
–Oh, Dios mío, lo siento –tartamudeó Kelly con horror y vergüenza–. Espera, iré a por una toalla.
Giró en redondo y corrió al mostrador. Cuando regresó, sus ojos y los de Grant volvieron a encontrarse.
–A ver, déjame –dijo, estirando el brazo. Se detuvo bruscamente al ver su descarada sonrisa. La sangre se le subió al rostro y alejó la mano de un tirón.
–Es igual. Creo que me cambiaré de vaqueros.
–Ejem, de acuerdo –musitó ella.
–¿Cuánto te debo?
–Dadas la circunstancias, nada en absoluto.
Él se dio la vuelta y fue hacia la salida. Kelly se quedó mirándolo, paralizada.
–Nos vemos –Grant le guiñó un ojo desde la puerta.
Ella deseó que no fuera así, aunque admitió para sí que tenía el trasero y los andares más sexys que había visto nunca; incluso recién escaldado por el café.
Por desgracia, usarlos con ella era un desperdicio.
Aunque odiaba el papeleo, no por eso podía ignorarlo. Grant miró la mesa que había en la esquina de la habitación y gruñó. No sólo había montones de facturas que pagar, también tenía que archivar documentos.
Había pasado un rato fuera. Manejar un hacha había sido un alivio físico que necesitaba. Tras pasar gran parte de la mañana encerrado, revisando sus finanzas con el director del banco, le había hecho falta el respiro. Las sesiones de banco siempre lo enloquecían.
Muchas cosas lo habían vuelto medio loco esa mañana. Al ducharse, hacía un rato, había comprobado que sus «joyas» no habían sufrido daños con el café caliente; estaban intactas y listas para ponerse en marcha.
Grant resopló. Lo único malo de eso era que no tenían adónde ir. Apenas recordaba la última vez que había compartido la cama con una mujer y disfrutado de verdad. A lo largo de los años, pocas mujeres habían tenido el poder de afectar a su libido o retener su interés.
Sin embargo, tenía que admitir, con brutal honestidad, que la sustituta de Ruth Perry, quien quiera que fuese, había conseguido ambas cosas.
Kelly Baker era una mujer bella. No había podido evitar fijarse en su frágil piel de porcelana salpicada por delicadas pecas. Tenía una estructura ósea fantástica, con las curvas correctas, y la ropa envolvía su esbelta figura a la perfección.
Era una pena que su cerebro no pareciese estar a la altura de su físico. Su conciencia le dijo que seguramente ésa no era una evaluación justa. Sólo habían hablado dos minutos y no sabía de ella más que su nombre. Pero sin duda estaba fuera de su elemento y no entendía qué hacía en el negocio de la restauración. En otras condiciones y circunstancias, tal vez habría disfrutado pasando algo de tiempo con ella.
–Ah, diablos, Wilcox –masculló, estirando la mano hacia la cerveza y tomando un trago–, déjalo estar.
Ella ni muerta permitiría que la viesen con alguien como él. Había tardado pocos segundos en catalogarla: una mujer de ciudad de actitud cosmopolita. Desde su punto de vista, ambas cosas apestaban. De ninguna manera llegarían a estar juntos.
Una lástima; era guapa. Le gustaban las mujeres con agallas, y ella parecía disponer de una buena dosis. Habría disfrutado jugando con una mujer como ella. Al menos durante unos días. No había nada de malo en soñar, siempre y cuando no hiciera alguna tontería para intentar convertir sus sueños en realidad.
Casi soltó una carcajada al pensarlo.
De ningún modo iba a liarse con esa mujer. Eso en sí mismo, lo provocaba. Tal vez el que pareciese tan intocable, tan condescendiente, lo llevaba a querer explorar qué había bajo esa capa de hielo y probar que era lo bastante hombre para derretirla. Primero estrechándola contra su pecho… Casi podía imaginar el sabor de su piel mientras la acariciaba y mordisqueaba, besando su boca, su cuello, sus hombros y espalda.
Se preguntó qué sentiría ella. Si conseguiría provocarle un cosquilleo, excitarla.
Pero ella no lo dejaría acercarse tanto. Disgustado por pensar en esa reina de hielo, fue a la cocina a por otra cerveza. Cuando la acababa, tuvo una idea. Se puso en pie, sintiendo una oleada de calor.
–Diablos, Wilcox. Olvídalo. Es una locura. ¡Estás loco!
Loco o no, iba a hacerlo. Agarró una chaqueta y salió de la casa, sabiendo que había probablemente había perdido el poco sentido común que le quedaba.
Seguía ardiéndole el rostro.
Y no por el agua caliente en la que llevaba remojándose al menos treinta minutos. No entendía cómo podía haber sido tan patosa. Nunca se había sentido tan perdida. En la empresa todos la consideraban impasible, serena y compuesta, y así era como funcionaba a diario.
Al menos solía hacerlo, antes de…
Kelly movió la cabeza, para no pensar en eso. Hacerlo no sólo era perjudicial para su psique, sino también estúpido. Lo que había ocurrido cuatro años antes no podía cambiarse. Nada le devolvería a su familia.
Lo ocurrido esa mañana, en cambio, era otro tema.
–Santo cielo –murmuró, frotándose la piel con el guante de crin hasta irritarla. Después, pensando que no podía cambiar la vergonzosa escena de esa mañana, por más que quisiera, salió de la bañera y se secó.
Después, envuelta en un albornoz, se sentó en el sofá, cerca del fuego. Aunque era pronto, debería intentar dormir, pero sabía que sería un intento vano. Tenía la mente demasiado inquieta. Además, en su casa casi nunca se acostaba antes de media noche, solía llevarse montañas de trabajo de la oficina.
Pensar en su trabajo le oprimió el corazón. Echaba de menos su oficina, su piso y a sus clientes. Muchísimo. En la Galería Houston oía el sonido del tráfico, no de los búhos. Se estremeció y apretó más el albornoz. Beber algo caliente solía calmarla, pero es noche no había funcionado. Aunque se había hecho una taza de su café favorito, seguía intranquila.
Se recostó y cerró los ojos, pero sólo vio la imagen de Grant Wilcox. Dio rienda libre a su mente y pensó en la camisa de franela y los vaqueros ajustados y desvaídos que cubrían un cuerpo que cualquier hombre se moriría por tener, preguntándose cómo era él.
Ya había aceptado que era más atractivo de lo habitual, con su aire rudo y sexy. Tenía los rasgos muy marcados, pero una sonrisa y unos hoyuelos devastadores. Y su cuerpo era musculoso pero con una agilidad y soltura inhabitual en hombres tan grandes. Podía imaginarlo trabajando al aire libre, sin camisa, arreglando una valla, talando árboles o lo que quiera que hiciese.
De pronto, su mente dio un salto y lo vio sin vaqueros. Y sin ropa interior.
La imagen no se detuvo ahí. La siguió una visión de ellos dos juntos, desnudos…
Se ordenó parar. No sabía qué bicho la había picado. Esos pensamientos la traumatizaban tanto que ni siquiera podía abrir los ojos. Pero nadie iba a saber lo que le pasaba por la cabeza. Esas eróticas imágenes eran suyas y sólo suyas, y no harían daño a nadie.
Mentira.
Estaba practicando un peligroso juego mental: examinar su vida, su soledad y su necesidad de ser aceptada y amada. Sin embargo, las imágenes de bocas, lenguas y besos que robaban el alma no la abandonaban.
El teléfono fue piadoso con ella y empezó a sonar. Kelly se incorporó, con el corazón acelerado, y dejó escapar el aire de golpe.
–¡Dios! –susurró, avergonzada y confusa. Estiró la mano hacia el auricular.
–Hola, chica, ¿cómo te va?
Ruth otra vez. Aunque Kelly no quería hablar con ella, no tenía elección. Tal vez la risa de su prima fuera el antídoto que necesitaba para recuperar la cordura.
–¿Qué tal el resto del día?
–¿Seguro que quieres saberlo? –preguntó Kelly con voz temblorosa.
–Oh, oh, ¿ha ocurrido algo?
–Podrías decirlo así.
–Eh, no me gusta cómo suena eso –Ruth hizo una pausa–. ¿Te han abandonado los empleados?
–Nada de eso. Me adoran.