Un corazón al descubierto - Juliet Burns - E-Book

Un corazón al descubierto E-Book

Juliet Burns

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Beschreibung

¿Podría la pasión hacer que ella creyera en sí misma y él se diera cuenta de que quizá mereciera la pena amar? La periodista Audrey Tyson iba en busca de Mark "Cowboy Solitario" Malone, el guapísimo héroe con el que llevaba soñando diez años. Pero el hombre de la sexy sonrisa que en otro tiempo había hecho que le temblaran las rodillas, había desaparecido. En su lugar había un ranchero derrotado y desconfiado, con algunos oscuros secretos... Audrey también tenía sus secretos... y unos sentimientos tan salvajes que no podía compartirlos con nadie, ni siquiera con Mark... aunque hubiera vuelto a despertar aquella pasión reprimida durante tantos años.

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Seitenzahl: 155

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Juliet L. Burns. Todos los derechos reservados.

UN CORAZÓN AL DESCUBIERTO, Nº 1394 - junio 2012

Título original: High-Stakes Passion

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0164-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversion ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

–Te he echado de menos, cariño –un duro cuerpo masculino se apretó contra la espalda de Audrey que, sobresaltada, intentó apartarse. Pero él la sujetaba con fuerza por la cintura, besándola torpemente en el cuello–. Te necesito esta noche –su aliento apestaba a cerveza y, cuando deslizó la mano para apretar su trasero, Audrey salió de su estupor y le dio una brutal patada en la espinilla. Luego, de un salto, tomó un cuchillo de la encimera y lo amenazó con él. El hombre se apartó.

Estaba sola en una casa extraña. La única persona que sabía de su presencia allí era su editor...

–¡Maldita sea! –exclamó el hombre, haciendo un gesto de dolor. El pelo casi le tapaba la cara y tenía barba de varios días–. No tenías por qué hacer eso.

Quizá lo de hacerse pasar por cocinera no había sido tan buena idea. Tenía que haber una forma más fácil de que la tomaran en serio en la revista.

–Me ha... tocado –replicó ella, temblando. Aquél no podía ser el campeón de rodeo al que había ido a entrevistar.

–Aparta eso. No voy a hacerte daño.

Incrédula, Audrey reconoció los preciosos ojos azules. No podía ser...

Mark Malone. El vaquero solitario.

Se había caído de un toro en Cheyenne cinco meses antes. La última vez que vio a Mark Malone se lo llevaban en camilla y, a partir de entonces, su agente de prensa se negó a que diera entrevistas. Audrey lo había imaginado en una silla de ruedas... o algo peor.

–¡Es usted!

–¿Soy quién? –Mark se frotaba la pierna dolorida mientras ella dejaba el cuchillo en la encimera. Aunque, con esas patadas letales, no le hacía falta usar un arma. Se había equivocado, no era Jo Beth. Debería haber sabido que ella no aparecería por su casa. Después del accidente, Jo Beth se lió con otra estrella del rodeo.

–El vaquero solitario.

–Ya no –dijo él, con una sonrisa irónica, mirando a la chica, despeinada y en chándal. ¿Cómo había entrado allí? ¿Sería una fan, una reportera? ¿Por qué había entrado en su rancho sin pedir permiso?

–¿Quién es usted?

–Soy la nueva cocinera.

–¿Qué? Mi capataz no me ha dicho nada de una nueva cocinera –contestó él, mirándola de arriba abajo. Demasiado joven, demasiado...

–A lo mejor estaba borracho cuando se lo contó –replicó ella. Nada más decirlo pareció arrepentirse porque se tapó la boca con la mano.

Demasiado bocazas, pensó Mark.

¿Le estaba llamando borracho? Después de la noticia que le había dado el médico, tenía buenas razones para tomar un par de copas.

–Está despedida. No la quiero aquí.

Si iba a tener que vivir con dolores toda su vida, al menos quería vivir en paz.

–John me contrató, puede preguntárselo. Siento haberle hecho daño, pero...

–Señorita, ha estado a punto... –Mark iba a decir «de dejarme tullido», pero ya estaba tullido–. Vuelva a su casa, no necesito una cocinera.

–Usted necesita algo más que una cocinera –replicó ella, en jarras–. ¡Lo que necesita es un milagro!

Y después, salió de la cocina como una tromba.

Mejor, pensó Mark. No quería tener a nadie espiando en su casa. Suspirando, tomó una botella de whisky y se la llevó al cuarto de estar. Mejor terminar lo que había empezado, se dijo. La pierna lo estaba matando.

Media hora después, el whisky había hecho su trabajo. Medio dormido, Mark estaba viendo un programa de televisión cuando alguien le quitó el mando de la mano.

–La nueva cocinera acaba de decirme que la has despedido –suspiró John, apagando la tele.

–No la quiero aquí. Es demasiado... enérgica.

John era algo más que su capataz. Era lo más parecido a un padre para él.

–¿Cuándo fue la ultima vez que tomaste una comida decente?

Mark le quitó el mando y volvió a encender la televisión.

–Estoy perfectamente.

–¡Pero yo no! ¡No puedo verte así! –exclamó John, colocándose frente a la pantalla–. Mira, hijo, he sido muy paciente contigo. Sé que has tenido mala suerte, pero nunca antes te habías dejado abatir así. Tienes que seguir adelante...

–Déjalo, John –lo interrumpió Mark, apretando los dientes. Le habían arrebatado lo único que sabía hacer, lo único que le hacía olvidar quién era en realidad. Y sólo quería que lo dejasen en paz.

Sacudiendo la cabeza, John masculló una palabrota, algo que nunca había hecho antes.

–Como quieras. Escóndete del mundo. Pero si quieres que me quede, la chica se queda también. Además de cocinar, se ha comprometido a limpiar la casa...

–No necesito...

–Ya se han marchado dos empleadas y hay que adecentar esta casa si quieres venderla –lo interrumpió el capataz–. Hemos tenido suerte de que haya querido quedarse después de ver este desastre.

Mark no dijo nada y, desesperado, John se dio la vuelta.

–John –lo llamó Mark entonces. El hombre se volvió, con expresión desolada–. Muy bien. Puede quedarse.

Después de hablar con John por teléfono, Audrey se metió en la cama, pero no podía dormir. Había estado toda la tarde limpiando la cocina y estaba agotada. Pero no era eso lo que le quitaba el sueño.

Todas las fantasías sobre su héroe habían quedado reducidas a nada. Si no hubiera estado tan desesperada por conseguir esa entrevista, habría vuelto a Dallas sin mirar atrás.

Había llegado al rancho aquella misma mañana, llena de ilusiones, pero lo que se encontró fue una casa prácticamente sin muebles, desordenada y sucia. El olor a comida podrida, cerveza y tabaco apestaba todas las habitaciones. La mesa de la cocina estaba cubierta de platos, ceniceros y botellas vacías de cerveza...

Respirando profundamente, Audrey golpeó la almohada con el puño. No podía creer que ese borracho fuera el héroe que la había rescatado nueve años atrás. Cerrando los ojos, recordó la noche que se conocieron...

Ella estaba en el establo, frente al cajón de Lone Star, escribiendo un artículo para el periódico del instituto.

–¡Oye, gorda! ¿No te has equivocado de edificio? Los cerdos están en el otro.

El comentario fue seguido de varias risotadas.

A Audrey se le rompió la punta del lápiz. Oh, no, otra vez no. Era la pandilla de matones que se metía con ella todos los días. Pero no se amedrentó. Se volvió hacia ellos, apretando el cuaderno contra su pecho.

–¡Dejadme en paz!

El jefe de la pandilla se dirigió hacia ella, con expresión amenazadora.

–¿Qué estáis haciendo aquí? –oyó una voz masculina desde la puerta.

Era un hombre muy alto, de hombros anchos.

Ella contuvo el aliento. Era él. Mark Malone, el Vaquero Solitario.

La camisa blanca se pegaba a sus hombros anchísimos y los zahones de cuero llamaban la atención hacia la zona cubierta sólo por los vaqueros.

Audrey estaba como hipnotizada.

–No es asunto suyo –replicó el chico.

Mark Malone tomó al chico de la pechera de la camisa y lo levantó del suelo.

–Me gano la vida montando toros. ¿Sabes lo que significa eso?

El chico sacudió la cabeza frenéticamente.

–No.

–Significa que me da igual vivir o morir. Si no os vais de aquí ahora mismo, os daré una paliza a los cinco –Mark soltó al chico, que dio un paso atrás, asustado, antes de salir corriendo con los demás.

El Vaquero Solitario se acercó a Audrey. Olía a jabón, a cuero y a colonia masculina.

–¿Te han hecho daño? –le preguntó, echándose el sombrero hacia atrás.

–No –contestó ella, tragando saliva mientras miraba los fantásticos ojos azules que había visto tantas veces en las revistas.

–No pasa nada, ya se han ido.

Audrey se había acostumbrado a la idea de que era una chica gordita y sin ningún atractivo, pero en aquel momento habría deseado ser tan guapa como sus hermanas.

–Venga, te acompaño –dijo Mark. El cielo estrellado de Fort Worth brilló sobre sus cabezas cuando salieron del establo–. ¿Cuántos años tienes?

–Voy a cumplir dieciséis –contestó Audrey. Demasiado joven para una estrella del rodeo de veinte años–. Gracias por ayudarme.

Mark sonrió, con expresión cansada.

–Para eso estamos los héroes, ¿no?

Ella se detuvo, sorprendida, al notar el tono sarcástico.

–¡Mark! –gritó una mujer entonces–. Tenemos que irnos, cariño. Has prometido llevarme a casa de Billy Bob.

Mark Malone miró a la guapísima morena. Luego se volvió hacia Audrey y apretó su mano.

–¿Crees que volverán a meterse contigo?

Ella negó con la cabeza y Mark, sonriendo, le dio una palmadita en el brazo antes de alejarse.

Pero, como era un sueño, el Vaquero Solitario no se iba sino que la tomaba en sus brazos y le daba un apasionado beso...

Un molesto ruidito interrumpió el precioso sueño y Audrey, desolada, levantó el brazo para apagar el despertador.

Las cuatro de la mañana. Hora de levantarse para hacer el desayuno.

Mark despertó al amanecer, con el cuello dolorido por la postura. Se había quedado dormido en el sillón otra vez. Cuando intentó levantarse, sintió un terrible dolor en la pantorrilla y tuvo que ir cojeando al cuarto de baño para tomar una aspirina. Tenía los ojos tan rojos que parecían mapas de carretera en miniatura.

Era comprensible que aquella chica no hubiera reconocido al Vaquero Solitario. Se había dejado ir en las últimas semanas... Y era comprensible que John estuviera disgustado. También él estaba asqueado consigo mismo.

Después de tomar la aspirina, entró en su cuarto y se tumbó en la cama. El vago recuerdo de unos labios jugosos y unos pechos grandes invadió sus sentidos. No podía volver a dormirse. Estaba demasiado inquieto.

¿De verdad le había metido mano a esa chica? Menudo imbécil estaba hecho. Tenía que pedirle perdón, decidió. Pero cuando intentó levantarse, el dolor de la pierna se hizo insoportable.

La disculpa podría esperar hasta que hiciera efecto la aspirina, se dijo.

Audrey bajó la escalera, agotada. Al entrar en la cocina, el recuerdo de la noche anterior la asaltó. Incluso borracho, Mark Malone la había dejado sin aliento...

Irritada consigo misma, sacudió la cabeza y se dispuso a trabajar. ¿Por qué bebía?, se preguntó, mientras hacía café. Mark Malone nunca había sido un borracho. Incluso cuando empezaba en el circuito del rodeo, tenía fama de chico formal. Decían de él que usaba su avión privado para llevar a niños huérfanos a las finales de los campeonatos más importantes y que acogía en su rancho a los caballos viejos que ya no servían para el espectáculo.

¿Qué habría pasado después del accidente?

Tenía que investigar, se dijo. Y podía empezar preguntando a los peones durante el desayuno.

–Hola –la saludó un hombre alto desde la puerta, mientras se quitaba el sombrero–. Bienvenida al Doble M. Soy John Walsh, el capataz. Hablamos anoche por teléfono.

–Buenos días –sonrió Audrey, mirando al grupo de peones que esperaba en el porche–. Pasen, por favor. El desayuno está casi listo.

John se aclaró la garganta, recordándoles que se limpiaran las botas en el felpudo.

–Voy a presentarle a los chicos –dijo luego, señalando a una docena de hombres–. La señorita Audrey Tyson, éste es Jim. Tenga cuidado con él o echará chiles picantes en la masa del pan.

–Buenos días, señorita.

Luego le presentó a Dalt, rubio, ojos color chocolate y hoyitos en las mejillas.

–Encantado de conocerla –sonrió el joven, con un fuerte acento del sur.

Además de los chicos, había una chica, Ruth, de casi metro ochenta, que parecía poder medirse con cualquier hombre.

Audrey estaba poniendo huevos revueltos con beicon, panecillos y café sobre la mesa cuando un precioso collie entró en la cocina, moviendo la cola.

–¡Curley! –lo regañó John–. Sal de aquí ahora mismo.

El perro, blanco y negro, se apoyó en las piernas de Audrey, como si supiera quién iba a darle de comer.

–No te preocupes, guapo. Yo te guardaré algo de desayuno –sonrió ella, acariciando su cabezota.

Cuando todos estaban sentados a la mesa, Audrey decidió empezar con su investigación.

–Bueno, ¿os gusta trabajar para el Vaquero Solitario?

Un silencio muy poco natural descendió sobre la cocina.

«Tienen la boca llena. Dales un minuto».

Pasó un minuto. Dos. Nadie levantó la mirada.

Muy bien. Quizá un buen reportero tenía que ponerlo más fácil.

–Ha tenido una carrera muy brillante, ¿no? La asociación de profesionales del rodeo quiere hacerle un homenaje.

Jim levantó la mirada.

–¿Le gusta a usted el rodeo?

–Mi padre fue campeón en 1973.

–¿Ah, sí? ¿Cómo se llamaba? –preguntó Dalt.

–¿Has oído hablar de Glenn Tyson?

–No, sólo quería saber si Tyson era tu apellido de soltera. Como no llevas alianza... ¿Tienes novio?

¿Estaba intentando ligar con ella?, se preguntó Audrey, atónita. Pues debía estar desesperado porque ella nunca había sido una mujer guapa.

¿Cómo volver al tema de Mark?, se preguntó entonces.

–En realidad, me estaba reservando para el Vaquero Solitario. No está casado, ¿verdad?

Jim se atragantó con el café y los demás empezaron a soltar risotadas.

Ruth la miraba como si hubiera dicho que quería casarse con Hannibal Lecter.

–Audrey, cariño. No pierdas el tiempo.

–¿Por qué? ¿Tiene novia?

Ruth negó con la cabeza.

–Llevo mucho tiempo trabajando aquí y Mark nunca ha tenido una novia que le durase más de un par de meses. No confía en las mujeres.

–Pero tú eres una mujer.

–Sí, pero no estoy interesada en él. Sólo en sus vacas –sonrió Ruth, levantándose–. Y hablando de vacas, es hora de ir a atenderlas.

La sonrisa de Audrey desapareció. «Yo tampoco estoy interesada en él. Sólo en la historia de su vida», pensó.

Los peones tomaron los bocadillos que les había preparado para el almuerzo y se despidieron, mirándola con una expresión un poco rara.

¿Por qué había creído que sería capaz de escribir un artículo sobre el Vaquero Solitario?, se preguntó.

Por desesperación.

Tenía veinticinco años y llevaba dos en la revista Dallas Today esperando que llegara su oportunidad. Pero ya estaba harta de esperar. La nueva Audrey peleaba por lo que quería, pensó, recordando su determinación de darle un giro de ciento ochenta grados a su vida.

Aquella noche, durante la cena, sería más discreta. Si se ganaba su confianza, los peones acabarían por contarle cosas. Tenía la impresión de que Mark Malone era un hombre complicado. Pero si quería escribir su historia, debía averiguar por qué se comportaba como lo hacía. Quizá tenía un pasado violento o era aficionado a las orgías...

Aunque así conseguiría un artículo estupendo, esperaba que no fuera nada de eso. Le dolería tener que bajar a su héroe del pedestal.

Después de fregar una interminable cantidad de platos y tazas, Audrey decidió descansar un momento antes de empezar con el resto de la casa. Salió al porche con un vaso de té helado y disfrutó del fresco olor a pino, del canto de los ruiseñores y del sonido del viento moviéndose entre las ramas de los árboles.

Aquél era un sitio tan tranquilo, sin humo, sin tráfico. Quizá vivir fuera de la ciudad no sería tan insoportable. Y sólo estaba a quince kilómetros de Tyler, si le apetecía ir de compras o al cine.

«Pero si sólo vas a estar aquí dos semanas», se dijo a sí misma.

Entonces oyó un ruido en la cocina y, cuando se volvió, tuvo que contener una exclamación.

Mark estaba en la puerta con gesto impaciente. E impresionante.

Tenía el pelo mojado de la ducha y los vaqueros y la camisa estaban limpios. No se había afeitado, pero seguía siendo igual de guapo. Emanaba una abrumadora masculinidad, pero sus ojos... era horrible verlos tan rojos, tan llenos de dolor.

–Buenos días –dijo, armándose de valor.

Mark hizo una mueca. ¿Aquella rubia era la chica de la noche anterior? Y estaba sonriendo... Incluso después de lo que había pasado.

–Quería pedirle disculpas por lo de anoche –empezó a decir, aclarándose la garganta–. Pensé que era otra persona.

–Y yo siento haberle dado una patada...

–Olvídelo. Me la merecía.

Ella se cruzó de brazos y Mark se fijó en sus pechos. Eran grandes, altos... ¿se daba cuenta de lo atractiva que era?

Su nueva cocinera no era una belleza, pero tenía unos labios jugosos y unos bonitos ojos verdes. Era bajita, voluptuosa. La camiseta ancha no podía esconder sus curvas.

A él siempre le habían gustado las mujeres rellenitas y aquella era una mujer sobre la que un hombre podría tumbarse sin temor a aplastarla. De repente, vio una imagen de sí mismo acariciando esos pechos, metiendo la cabeza entre ellos...

Y tuvo que cambiar de postura. Se había puesto tan duro como la chapa de titanio que tenía en la pierna. Estaba claro que llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer.

–¿Por qué me mira así? –preguntó ella entonces, poniéndose colorada.

–¿Eh? No, no, por nada.

«Cálmate, Malone. Respira profundamente».

–¿Ha quedado algo de desayuno?

–Sí –contestó ella, apartándose el pelo de la cara–. Voy a...

–Déjelo, lo haré yo.

Sin hacerle caso, Audrey entró en la cocina y sacó un plato del horno.

–Le he guardado unos huevos revueltos con beicon. Y si quiere más panecillos... no tardo nada en hacerlos.

Mark respiró profundamente. Olía bien. Hacía tiempo que no tomaba una comida decente, pensó, mientras se sentaba a la mesa.

–¿Se lesionó la pierna en el accidente? –preguntó ella entonces, mirándolo con expresión preocupada.

Él la escondió bajo la mesa. No quería compasión de nadie.

–¿No tiene que limpiar alguna habitación? –le espetó, enfadado.

Audrey dio un paso atrás, cortada. Y luego salió de la cocina con la cabeza bien alta.

Genial, había vuelto a meter la pata, pensó Mark.

No debería haberle hablado así, pero tampoco quería sentirse culpable. Keith lo había mirado con esa misma expresión acusadora cuando Mark se fue de casa. Ésa fue la última vez que vio a su hermano...

Irritado, apartó aquel recuerdo de su mente. Y tampoco iba a pensar en la cocinera, se dijo. Que tuviese una bonita sonrisa no significaba que no fuera como todas las demás.

Seguramente ponía esa cara de pena para manipularlo, como solía hacer su madre. Su madre, que había tenido una aventura detrás de otra... eso le enseñó cómo eran las mujeres. ¿Por qué aquella chica iba a ser diferente?

Cuando miró el plato de beicon, Mark tuvo que contener el deseo de tirarlo contra la pared.

Necesitaba una cerveza.