Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos - Benito Pérez Galdós - E-Book

Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

En 'Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos' Benito Pérez Galdós nos sumerge en una obra de teatro que refleja las tensiones políticas y religiosas de la España del siglo XIX, con un toque de ironía y humor. La obra se destaca por su estilo satírico y su crítica social, mostrando la lucha de poder entre liberales y conservadores. Galdós utiliza diálogos ágiles y personajes bien desarrollados para representar la complejidad de la sociedad de la época. Benito Pérez Galdós, reconocido como uno de los más importantes novelistas españoles del Realismo, se inspiró en la historia y la política de su tiempo para crear esta obra teatral. Su profundo conocimiento de la sociedad y su compromiso con la crítica social se reflejan en cada página de esta obra, que ha sido considerada como una de las más representativas de su estilo literario. Recomiendo encarecidamente 'Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos' a los amantes de la literatura española del siglo XIX, así como a aquellos interesados en el análisis de las tensiones políticas y religiosas de la época. Esta obra no solo entretiene, sino que también invita a la reflexión sobre la historia y la sociedad de la España del siglo XIX.

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Benito Pérez Galdós

Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos

Publicado por Good Press, 2023
EAN 08596547828150

Índice

I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
FIN DE LA NOVELA Y DE LOS EPISODIOS NACIONALES

I

Índice

El 16 de Octubre de aquel año (y los lectores del libro precedente saben muy bien qué año era) fue un día que la historia no puede clasificar entre los desgraciados ni tampoco entre los felices, por haber ocurrido en él, juntamente con sucesos prósperos de esos que traen regocijo y bienestar a las naciones, otros muy lamentables que de seguro habrían afligido a todo el género humano si este hubiera tenido noticia de ellos.

No sabemos, pues, si batir palmas y cantar victoria o llorar a lágrima viva, porque si bien es cierto que en aquel día terminó para siempre el aborrecido poder de Calomarde, también lo es que nuestro buen amigo D. Benigno padeció un accidente que puso en gran peligro su preciosa existencia. Cómo sucedió esto es cosa que no se sabe a punto fijo. Unos dicen que fue al subir al coche para marchar a Riofrío en expedición de recreo; otros que la causa del percance fue un resbalón dado con muy mala fortuna en día lluvioso, y Pipaón, que es buen testimonio para todo lo que se refiere a la residencia del héroe de Boteros en la Granja, asegura que cuando este supo la caída de Calomarde y la elevación de D. José Cafranga a la poltrona de Gracia y Justicia, dio tan fuerte brinco y manifestó su alegría en formas tan parecidas a las del arte de los volatineros, que perdiendo el equilibrio y cayendo con pesadez y estrépito se rompió una pierna. Pero no, no admitamos esta versión que empequeñece a nuestro héroe haciéndole casquivano y pueril. El vuelco de un detestable coche que iba a Segovia cuando había personas que consentían en descalabrarse por ver un acueducto romano, una catedral gótica y un alcázar arabesco, fue lo que puso a nuestro amigo en estado de perecer. Y gracias que no hubo más percance que la pierna rota, el cual fue en tan buenas condiciones y por tan buena parte, al decir de los médicos, que el paciente debía estar muy satisfecho y alabar la misericordia de Dios.

—Como todo es relativo en el mundo—decía Cordero en su lecho, cuando se convenció de que su curación sería pronta y segura—, romperse una pierna sola es mejor que romperse las dos, y así, Sr. de Monsalud, yo estoy contentísimo, mayormente viendo que el pesado negocio que me trajo a la Granja está ya resuelto, y que gracias a mi amigo el gran D. José de Cafranga (que mil años viva) no tendré más cuestiones con el hipogrifo, de D. Pedro Abarca (a quien vea yo sin hueso sano). Dígame usted, amigo, ¿ha observado usted que en este mundo pícaro, cien veces pícaro, no hay alegría que no venga contrapesada con un dolor, ni dulzura que no traiga su acíbar? Pues bien: todo no ha de ser malo. El contento que yo he tenido ¿no vale una pierna? ¿Qué significa un hueso roto de fácil soldadura, en comparación de las más puras satisfacciones del alma? Vengan averías de este jaez y cáigame yo, aunque sea de lo alto del acueducto, con tal que en proporción de los chichones y de las fracturas sean los gustos del espíritu y los regocijos del corazón.

De esta manera un poco artificiosa y sutil se consolaba, y así, mientras duró su enfermedad, apenas perdió el buen humor ni la paz y dulzura de su condición sin igual. Deparole el cielo excelente compañía en Salvador Monsalud, que, a pesar de haber despachado también satisfactoriamente sus asuntos, no quiso salir de la Granja dejando solo y postrado en la cama a su honrado amigo. La corte se marchó, los cortesanos siguieron a la corte, el Real Sitio se quedó desierto, calladas las fuentes, desiertas las alamedas. Empezaron a despojarse de su follaje los árboles; enfriose el aire al compás del solemne y tristísimo crecimiento de las noches; soplaron céfiros asesinos, precursores de aguaceros y tormentas; los remolinos de hojas secas corrían por el suelo húmedo murmurando tristezas, y sobre todo derramaron llanto sin fin las nubes pardas, en tal manera que no parecía sino que en la superficie de la tierra había algo que debía ser para siempre borrado.

Solos en su alojamiento, mal acompañados de una mediana lumbre, D. Benigno y su amigo pasaban los días. El enfermo, aunque postrado y sin movimiento, estaba casi siempre menos triste que el sano. Este, centinela en un sillón frente al hogar, reanimaba el fuego cuando se iba extinguiendo, y D. Benigno hacía revivir la conversación moribunda cuando Salvador la dejaba apagar con sus monosílabos o con su silencio.

El tema más amado y más favorecido de Cordero era su familia, y no pasaba una hora sin que dijese: «¡qué hará en este momento el tunante de Juanillo Jacobo!» o bien: «¿habrá comprendido Sola, a pesar de mis precauciones, que me ha pasado desgracia?». Debe advertirse que nuestro buen señor había puesto singular empeño en que sus queridos hijos, su hermana y su amiga no se enterasen del triste motivo que en San Ildefonso le detenía, y por esto sus cartas todas parecían novelas, según las invenciones y mentiras de que iban llenas. Unas decían: «Esperadme ocho días más, porque si bien nuestro asunto está terminado, no quiero marcharme sin hacer una pequeña contrata de pinos, pues desde aquí oigo los gritos de la casa de los Cigarrales pidiéndome que la ensanche». Más adelante escribía: «Con estos malditos temporales no hay carricoche que se atreva con las Siete Revueltas», y una semana después se disculpaba así: «Un excelente amigo, que vive en la misma posada, ha caído en cama con tan fuerte pulmonía que no me es posible abandonarle en este solitario pueblo. Esperadme unos pocos días y rogad a Dios por el enfermo».

Así les engañaba, dando tiempo al tiempo, hasta que llegara el de la soldadura del hueso, la cual venía con la tardanza que es natural, impacientando tanto al buen hombre que a ratos no podía contener su impaciencia y daba puñadas sobre la cama diciendo: «Esto no se puede aguantar. Soldada o sin soldar, señora pierna, usted tendrá que ponerse en polvorosa para Madrid la semana que viene».

Salvador no se apartaba de su amigo ni de noche ni de día. Unas veces hablaban de política, empezando D. Benigno de este modo: «¿Cree usted que ese pobre Sr. Zea tendrá buena mano para el timón de la nave del Estado?».

La enojosa permanencia y quietud en el lecho le ocasionaba insomnios frecuentes, cuando no letargos breves y febriles, acompañados de pesadillas o alucinaciones. A veces despertaba de súbito bañado en sudor, y exclamaba pasándose la mano por los ojos:—Jesús me valga y la Santa Virgen del Sagrario, ¡qué sueño he tenido! Me parecía estar viendo a Juanillo Jacobo rodando por un precipicio negro, mientras la pobre Sola, atada por los cabellos a la cola de un brioso caballo.... No lo quiero contar porque me parece que lo veo otra vez.... ¡Cuándo volveré a vuestro lado, queridos de mi corazón, para que con el placer de veros se acabe el suplicio de soñaros!

Una noche observó Salvador que daba el enfermo un gran suspiro, y despertando acongojadísimo parecía reconocer la realidad de las cosas, medio seguro de espantar las embusteras percepciones del sueño.

—Es todo mentira, Sr. D. Benigno—le dijo Monsalud riendo—. Ánimo.

—¡Ay, Dios mío! ¡qué sueño!—exclamó el de Boteros—. Todavía me duran la angustia y el mortal frío que sentí. Figúrese usted, señor mío, que me acercaba a mi casa de los Cigarrales, y la visión era tan perfecta que todo estaba delante de mí claro, vivo, verdadero. Una soledad tristísima envolvía mi finca. Ni mis hijos, ni mis criados aparecían por ninguna parte.... Me acerco más, miro a las ventanas y las ventanas me miran con ceño. De pronto veo que aparece Sola por la puerta de la huerta; doy un paso hacia ella, me mira con semblante frío, serio como el de una estatua, mueve su cabeza como diciendo no, no. Luego, señor D. Salvador, me dice adiós con la mano derecha, y se aleja, huye, desaparece, se disipa como una sombra entre los almendros.... Me quedo yerto, miro a mi casa y mi casa... créalo usted... se echa a reír... yo no sé cómo era esto; pero lo cierto es que ella se reía, se reía....

—Y ahora nos reímos nosotros.

—¡Bendito sea Dios! ¿qué será esto del soñar? ¿Anunciarán los sueños realidades? ¿Estas horribles mentiras traerán consigo algo que con la misma verdad se relacione? Ello es que la pobre Sola no se aparta de esta cabeza a ninguna hora de la noche ni del día.... Que será feliz rasándome con ella es indudable; que ella lo será también no hay para qué decirlo.... Pienso muchas veces si el Señor habrá decidido que yo me muera antes de que pueda realizar mi deseo, al cual va unido el mayor beneficio que se puede hacer a una huérfana pobre y sin amparo. ¿Qué sería entonces de esa infeliz?...

—La pobrecita tendría una gran pena—dijo Salvador.

—¿Se moriría de pena?—preguntó Cordero con ingenuidad pueril.

—Tanto como morirse....

—No se moriría, no.... ¡pero qué desamparada, qué sola se quedaría en el mundo! ¿Quién comprendería su mérito? ¿quién le tendería una mano?

—No podría reemplazar sin duda dignamente el bien que perdía—dijo Monsalud, sentándose junto al perniquebrado Cordero—; pero parte del bien que merece lo hallaría tal vez... casándose conmigo.

Los dos se miraron asombrados y con ligero ceño.

—¡Con usted!—exclamó el de Boteros volviendo de su sorpresa...—¿Ha pensado usted en eso alguna vez?

—Muchas.

—¡Si yo no existiese!... ¿Y ella consentiría?...

—No lo aseguro. Pero pasado algún tiempo es fácil que consintiese. Sólo Dios es eterno.

—Y usted desea....

Lanzado de improviso a un mar de confusiones, D. Benigno no pudo decir más. Su amigo, quizás arrepentido de haber hecho una declaración imprudente, trató de tranquilizarle hablándole de lo bien que dirigía Cristina la dichosa nave del Estado. Entonces la alegoría del barquichuelo estaba en todo su auge, y no se mentaban las dificultades del Gobierno sin sacar a relucir la consabida embarcación, el mar borrascoso de la política, y principalmente el timón ministerial, que algunos llamaban gubernalle. Después dijo que el decreto abriendo las universidades era un golpe maestro; la amnistía, aunque muy restringida, un levantado pensamiento digno de los más grandes políticos, y la destitución de Eguía y González Moreno una obra maestra de previsión; pero añadió que muchas y muy peregrinas dotes de ingenio y energía había de desplegar la Reina para someter a la plaga de humanos monstruos que con el nombre de voluntarios realistas asolaba el Reino. A todo esto atendía poco el enfermo, porque tenía su pensamiento harto distante de los disturbios de España. No será ocioso decir que en aquel momento sintió D. Benigno renacer en su pecho la antipatía que en otras ocasiones le inspirara su amigote; pero como en tan noble alma no cabía la ingratitud, pensó en las atenciones y cuidados que al mismo debía durante la enfermedad, y con esto se le fue pasando el rencorcillo. En las conversaciones de los días siguientes tuvo el buen acuerdo de no nombrar a la familia ni los Cigarrales, ni mentar cosa alguna que pudiese relacionarse con el importuno asunto de sus futuras bodas.

Un día, no obstante, en ocasión que comía en su lecho despaciosamente y gustando bien los manjares, como era en él costumbre, quedose un buen rato a medio mascar, sin quitar los ojos de Salvador; y volviendo luego a atender al plato, habló así:

—Mis distracciones son tan chuscas como mis sueños. Hace un momento hallábame tan abstraído, tan engolfado con el pensamiento en ideas y cosas de mi familia que sin saberlo, aparté en el plato y corté con mi cuchillo los pedacitos con que suelo engolosinar a Juanillo Jacobo cuando come junto a mí. Me parecía que el pequeñuelo estaba a mi lado y que los demás distaban poco. Esto es tan frecuente en mí, Sr. D. Salvador, en el insoportable tedio de esta soldadura, que a veces, cuando siento pasos, me parece que son ellos que van a entrar, y cuando suena voz de mujer, si es bronca y regañona, me parece la de mi hermana, si es dulce y apacible como la de la misma discreción, me parece la de Sola. Cuando despierto por las mañanitas, mi alucinación es tal que con la propia evidencia se confunde, y siento que entran y salen, oigo a Cruz regañando con los chicos y haciendo mimos a los pájaros; oigo a Sola arreglando a los pequeñuelos para que vayan a la escuela, y me digo para mi sayo: «Tempranito se ha levantado mi gente. Ya, Sola ha puesto mi cuarto como el oro, y me ha preparado ese chocolate que, por lo exquisito, debe de caer en espesos chorros del mismo cielo».

Dando luego un gran suspiro se sonrió y dijo:

—Usted, solterón empedernido, no comprende estas deliciosas chocheces del alma. Diviértase usted con la política, con el conspirar, con la suerte de las monarquías, y derrítase los sesos pensando en si debe haber más o menos cantidad de Rey y tal o cual dosis de Constitución. Buen provecho, amiguito; yo me atengo a lo del poeta: denme mantequillas y pan tierno; sí señor, mantequillas, es decir amores puros y tranquilos: pan tierno, es decir, la sosegada compañía de una esposa honesta y casera, el besuqueo de los nenes, el trabajo y cien mil alegrías que cruzándose con algunas penillas van tejiendo nuestra vida.

—Bueno es el cuadro, bueno—dijo el otro, ocultando medianamente su disgusto—. Cuando sea realidad avise usted.... Me consolaré de mi tristeza viendo la alegría de los que con sus buenas acciones han merecido vivir en paz. Solamente los perversos padecen contemplando el bien ageno. Yo, que no soy malo, pido un puesto, siquiera sea el último, en ese festín de regocijos y felicidades.... Pero me ocurre preguntar: «¿Cerrará usted la puerta a los amigos después de su casamiento?».

D. Benigno no contestó nada, porque la afirmativa le pareció ridícula y la negación aventurada, bastante contraria, si se ha de decir verdad, a sus propósitos. El otro dio las buenas noches y se fue a su cuarto para acostarse. Aquella noche, que Cordero contó entre las más infaustas de su vida, no pudo este dignísimo sujeto conciliar el sueño, porque le asaltó, a causa de las últimas palabras de su amigo, un pensamiento tan mortificante que le cambiaría de buen grado por la quebradura de todos los huesos de su cuerpo; de tal modo padecía su espíritu. Incorporado en la cama, pasó largas horas en horrorosa cavilación. Allí fue el amenazador levantamiento de su conciencia, allí la reyerta encarnizada entre ciertas ilusiones suyas y ciertos temores que aparecieron de improviso como enemigos emboscados acechando la ocasión. El digno encajero no podía apartar de si el licor amarguísimo que un demonio invisible le ponía en los labios; ya suspiraba, ya se golpeaba la cabeza venerable, ya por fin elevaba los brazos y los ojos al cielo pidiendo a Dios que le librara de aquel fiero tormento. «Ni un momento más puedo vivir en esta incertidumbre, gritó.—Sr. D. Salvador, venga usted al momento; necesito hablarle».

Golpeó fuertemente el tabique inmediato a su cama. En la habitación próxima dormía Salvador; y durante los días críticos de la enfermedad de D. Benigno, siempre que este necesitaba de la asistencia de su nuevo amigo le llamaba con un par de golpes suavemente dados en la pared.

Era la media noche. Salvador, al oír aquel extraordinario ruido en el tabique, creyó, por la violencia del llamamiento, que a D. Benigno se le había roto la otra pierna cuando menos, o que había sido atacado de algún descomunal accidente. Levantose aprisa, y corriendo al lado del enfermo, hallole sentado en el lecho, pálido, con las gafas caladas, los ojos chispeantes y las manos en movimiento como quien acompaña de expresivos gestos las palabras que a sí mismo se dice:

—¿Qué hay?—preguntó—¿se ha deshecho el entablillado? ¿Qué es eso?... ¿calentura, dolores?

—No, hombre de Dios o de cien Satanases; no es nada de eso—replicó el de Boteros señalándole la silla—. Esto es muy serio, repito a usted que es muy serio. Ya en ello la tranquilidad, la vida toda, el honor de un hombre de bien que jamás ha hecho mal a nadie, porque sepa usted, Sr. D. Salvador o D. Condenador, que yo no he hecho daño a ningún ser nacido, y cuando Dios me tome cuentas, no se presentará ni un mosquito, ni un miserable mosquito, a decir: «ese hombre fue mi enemigo».

—Está bien.

—Esto es muy serio, y así yo quiero una explicación categórica, leal, terminante, para tranquilidad de mi espíritu.

—¿Y esa explicación debo darla yo?

—Usted, sí, que desde hace algún tiempo se me ha puesto delante echando sobre mí como una ligera sombra, sí, y ahora me ha dicho cosas que aumentan esa sombra y la hacen más negra. Hablemos con claridad. Yo tengo ciertos proyectos que usted conoce. Yo pienso casarme, yo debo casarme, yo he creído que Dios ha dispuesto que yo me case. La que escogí para ser mi compañera es de tal condición... en fin, excuso de hacer su elogio, porque usted la conoce... a eso voy, Sr. D. Salvador. Ella estuvo en un tiempo bajo el amparo y protección de usted; usted le escribía desde Francia. ¡Ay! Cuando estuvo mala, le nombró a usted en sus delirios. Después usted la vio en los Cigarrales, según me escribió ella misma; más tarde, ahora, se me muestra tan admirador de ella y tan afligido de mi felicidad, que no puedo menos de volverme caviloso y preguntarme si usted ha tenido o tiene proyectos iguales a los míos, y si esos proyectos se refieren a la misma persona, que es, digámoslo claro, la mitad o la principal parte de mi vida.

—Esos proyectos los tuve—replicó Salvador con firmeza—. No fui a los Cigarrales con otro objeto.

Detuvo D. Benigno su voz y sus manos, como alelado, y preguntó:

—¿Y ella?

—No quiso oírme. Mi situación al salir de los Cigarrales era bastante desairada.

—¿Y después?

—He pensado que por negligente y confiado perdí la partida.

—¿Y qué hay en usted ahora?

—Resignación.

—De modo que si yo no existiera....

—No deben fundarse cálculos sobre la muerte. En el mundo no es fácil asegurar quien ayuda o quien estorba. Es posible que sea yo el que está demás.

—¡Oh! Dios mío.... Pero usted no puede apreciar, como yo, sus infinitas cualidades, que la igualan a los ángeles—dijo D. Benigno con cierto desdén.

—Quizás las aprecie mejor; quizás yo esté en situación de ver en ella méritos de abnegación que usted no puede ver.

D. Benigno meditó breve rato. Había caído en un mar de cavilaciones que sin duda no tenía fondo.

—¡Ah!—exclamó dando un gran suspiro con el cual pudo salir de aquellas honduras tenebrosas—, usted me confunde más, pero mucho más.

Diciendo esto clavó los ojos en Salvador examinándole prolija y atentamente de pies a cabeza. Después dio otro gran suspiro y bajando los ojos murmuró para sí:

—También él se va poniendo viejo.

—¿No se necesitan más explicaciones?—preguntó Monsalud.

—No—replicó Cordero brusca y desabridamente.

—Pues yo voy a dar una que creo necesaria. No soy perverso; reconozco en usted a uno de los hombres mejores que existen en el mundo. Seré un miserable si sale de mí, por irresistible efecto de las pasiones, la más ligera oposición a la felicidad de usted.... Es evidente, evidentísimo que yo soy el que está demás. Declaro que mi deber es no volver a pisar la casa del que posee lo que yo quise para mí.

—¡Barástolis!... Usted la ofende, señor mío.

—No la ofendo. Mi resolución no indica desconfianza de ninguno de los dos, sino respeto a entrambos, y además el deseo de ponerme a salvo de la envidia, porque yo tengo más de hombre que de santo, y la contemplación del bien perdido no me hará bailar de gozo.

Dijo esto en tono entro serio y festivo, y se retiró. Después de esta breve conferencia no se disiparon las confesiones ni se calmaron las ansias del insigne Cordero, antes bien, se dio a cavilar más en el silencio de la noche, buscando entre sus recuerdos alguna sentencia del ginebrino que iluminase un poco sus tenebrosos pensamientos; pero Juan Jacobo no decía nada, y hasta de su querido filósofo y consejero se vio desamparado en tan tristes horas el hombre más bondadoso que por aquellos tiempos existía en el mundo.

II

Índice

Muy avanzado estaba el invierno cuando Cordero y su amigo, despidiéndose con no poca alegría del Real Sitio, emprendieron su penoso viaje a la Corte por entre nieves y hielos. Separáronse del modo más cordial en la posada del Dragón, y D. Benigno, desmejorado y cojo, se fue a su casa con toda la rapidez que lo permitía su detestable andadura, mientras Salvador buscaba donde alojarse. Pocos días después hallábase instalado en habitación propia que alquiló en la calle del Duque de Alba, no lejos de D. Felicísimo Carnicero, de felicísima recordación. En Madrid no encontró novedad alguna, pues no merece tal nombre el furor con que todo el mundo fraguaba levantamiento s y sediciones. Conspiraban las infantas brasileñas con sin igual descaro; conspiraban los voluntarios realistas, ayudados por la turbamulta de frailes y clérigos mal avenidos con la idea de perder su omnipotencia; conspiraban las monjas y los sacristanes, muchos militares que se habían hecho familiares de los obispos, y para que no faltase su lado cómico a esta comparsa nacional, también se agitaban en pro de D. Carlos muchos señores que habían sido rabiosos democratistas y jacobinos en los tres llamados años de la titulada segunda época constitucional. Antes habían gritado por el sistema y ahora suspiraban por los derechos de la soberanía en su inmemorial plenitud.

Oyó también Salvador los despropósitos del vulgo, a quien se había hecho creer que el Rey no vivía y que aquel buen señor que salía en coche a paseo era el cadáver embalsamado de Fernando VII. Por un sencillo mecanismo, la napolitana, que a su lado iba, le hacía mover las manos y la cabeza para saludar. ¡Y con un Rey relleno de paja se estaba engañando a esta heroica Nación!

Vio un cambio de ministros fundado en que los del 16 de Octubre parecieron un poco dañados de liberalismo, pues la Corte deseaba un gobierno absolutamente agridulce que contentase a todos y conciliara el día con la noche, cosa en verdad más difícil que asar la manteca. También pudo ver la anulación del célebre codicilo, acto solemne de que se burlaron los carlistas, y oyó contar la fuga de Calomarde vestido de fraile, y los desmanes del obispo de León, el cual, ensoberbecido como un cacique indio y no pudiendo sublevar el reino, puso en armas su diócesis, dando la comandancia de voluntarios realistas a la Purísima Concepción.

Otras muchas cosas supo y vio que no son para referidas a la ligera. Sus relaciones con gente de varias clases le informaban de todo. Pipaón, D. Felicísimo Carnicero y el marqués de Falfán no hacían misterio de los planes apostólicos, y Genara, furibunda sectaria del sistema del justo medio o de la conciliación, era el órgano más feliz que imaginarse puede de los pensamientos de aquel astuto Sr. Zea que gobernaba o aparentaba gobernar la nave (¡siempre la nave!), más cercana a los escollos que al deseado puerto.

Genara se había establecido en su antigua casa, notoria tres años antes por la tertulia a que concurrían literatos tiernos y políticos maduros; pero ya en el invierno de 1833 no se abrían las puertas de aquella feliz morada para el primer poeta que viniese de su provincia cargado de tragedias, ni para los tenores italianos, ni para los abogados oradores que empezaban a nacer en las aulas con una lozanía hasta cierto punto calamitosa. El círculo era mucho más estrecho y las amistades más escogidas, con lo que ganaba en consideración la casa. Y aquí viene bien decir que la interesante señora había perdido por completo su afición a la poesía lírica (que no hay cosa durable en el mundo), y tanto caso hacía ya del prisionero de Cuéllar como de las nubes de antaño. Él era en verdad de un carácter poco a propósito para la constancia en los afectos. No se sabe si en la temporada a que nos vamos refiriendo había dado a conocer Genara preferencia o simpatía por alguna otra de las artes liberales, o por la artillería y la náutica, como se dijo. Careciendo de noticias ciertas, nos abstenemos de afirmar cosa alguna; que en casos dudosos vale más atenerse a la opinión buena, como mandan la moral de la historia y la caridad cristiana.

D. Luis Fernández de Córdova, militar brillantísimo, pasaba, cuando vino de Berlín para encargarse de la embajada de Portugal, largas horas en casa de Genara. También iban, aunque no con mucha frecuencia, D. Francisco Javier de Burgos y Martínez de la Rosa. Era de los asiduos un joven oficial granadino llamado Narváez, muy vivo de genio, ceceoso, pendenciero y expeditivo. Pero la persona más digna de mención entre los que visitaban a la hermosa señora era un jesuita del colegio Imperial, llamado el padre Gracián, hombre de mucha piedad y oración. Decían algunos que de la amistad del buen religioso con Genara iba a salir la conversión de esta, o sea su entrada en las buenas vías católicas. Otros declaraban haber notado en ella resabios de mojigatería; pero sea lo que quiera, lo cierto es que las intenciones del padre Gracián eran altamente provechosas, porque (digámoslo de una vez) se había propuesto reconciliar a la señora con su marido.

Que Pipaón visitaba casi diariamente a su antigua amiga y paisana no hay para qué decirlo. Por añadidura, el excelentísimo D. Juan Bragas había simpatizado mucho con el jesuita Gracián. Ambos platicaban con seriedad pasmosa de los negocios de Estado y de la Iglesia, deplorando mucho la tibieza de creencias que tanto dañaba a la sociedad española en aquellos tiempos y concluían deseando que viniesen otros mejores en que marchasen las naciones por el camino de la piedad, dulcemente pastoreadas por los ministros del altar. Como Gracián se interesaba tanto por sus amigos y quería llevar todos los beneficios posibles al seno de las familias cristianas, tomó muy a pecho la realización del casamiento de Bragas con Micaelita, proyecto de que ya hay noticias en el libro anterior.

Acompañando a Pipaón iba Salvador algunas veces a casa de Genara; solían comer juntos los tres, y cuando se encontraban Monsalud y Gracián también hablaban largamente del Estado y de la Iglesia. Un día, después de hablar con él, el jesuita pidió informes a la señora de la casa sobre aquel desconocido amigo, quizás para ver si le podía reconciliar con alguien, porque el afán del buen discípulo de San Ignacio era la reconciliación. Genara respondió:

—Si quiere usted ganar la palma del buen pacificador, hágale usted amigo de mi marido.

—¿No se quieren bien?—preguntó Gracián con astucia.

—Nada bien.... Es enemistad que data desde la guerra con los franceses. Ambos son tercos, soberbios, y quizás en su juventud aconteciera alguna cosa de esas que siempre son motivo de rivalidad entre los hombres....

—Alguna mujer....

—Puede ser, puede ser que eso haya sido—dijo ella con serenidad que tiraba a indiferencia.

Algo más dijeron sobre esto; pero no nos importa todavía, y siendo más urgente seguir los pasos de la persona a quien aludían la dama y el sacerdote, vamos tras él sin pérdida de tiempo. Algunos días le vimos entrar en la casa de D. Felicísimo Carnicero, con quien aún tenía algunas cuentas pendientes. El agente le recibía como se recibe a todo aquel con quien se ha hecho un negocio muy lucrativo, y haciéndole sentar a su lado dábale palmaditas en el hombro y hasta se aventuraba a contarle cualquier sabrosa cosilla de la conspiración carlista.

Una mañana, al entrar en casa de Carnicero, encontró en la escalera a un coronel de ejército amigo suyo. Era D. Tomás Zumalacárregui. Iba acompañado del conde de Negri, y esto le hizo comprender que el valiente vizcaíno, resistente hasta entonces a los halagos de la gente mojigata, se había dejado seducir al fin. Se saludaron y siguió adelante. Abriole la puerta Tablas. Al entrar pisó al gato, que escapó mayando, y luego, a causa de la oscuridad de los destartalados pasillos, tropezó con Doña María del Sagrario, que al choque dejó caer de las manos un enormísimo plato de puches. Puso el grito en el cielo la señora, y al ruido alarmose tanto D. Felicísimo, que se aventuró a salir de su nicho preguntando si había entrado en la casa un tropel de cristinos. Salvador se deshacía en excusas, y al acercarse a la pared, manchósele la negra ropa de tal modo que parecía un molinero. Al sacudirse, no sin comentar con algunas frases aquel rudimentario blanqueo de las paredes, hubo de tropezar con una de las vigas que sostenían la casa y pareció que toda la frágil fábrica se estremecía y que del techo caían pedazos de yeso, como si por entre las maderas superiores corriesen a paso de carga belicosos ejércitos de ratones. Por fin llegó a dar la mano a Carnicero y entraron juntos en el despacho.

—Parece que entra un temporal en mi casa—dijo el anciano colocándose en su nicho—. ¿Y qué tal? ¿Ha encontrado usted en la escalera a Zumalacárregui y al señor conde? Buen militar y buen diplomático, jí, jí...

—Zumalacárregui es una buena adquisición—respondió Salvador—. Tiene valor y talento.

—Pues hay otras adquisiciones mucho mejores todavía—dijo Carnicero frotándose las manos—. ¿Con que ese desdichado Gobierno del Sr. Zea ha emprendido el desarme de los voluntarios realistas?... Sí, el fantasmón de Castroterreño en León y el mentecato de Llauder en Cataluña ponen despachos al Gobierno diciendo que han quitado las armas a los voluntarios realistas. ¿Usted lo cree? ¿Usted cree que se pueden quitar los rayos al sol? Jí, jí. ¡Y creerá el bobillo que ha puesto una pica en Flandes!... Yo llamo el bobillo a ese señor Zea, que es una especie de ministro embalsamado, como el Rey ha venido a ser un Rey de papelón.

—El Gobierno se cree fuerte, Sr. Carnicero, y parece decidido a echar una losa sobre el partido de D. Carlos. Mucho cuidado, amigo, que ahora parece que tiran a dar.

—¡Oh! por mí no temo nada—manifestó D. Felicísimo con énfasis, echándose atrás—. Pero vamos a lo que urge. Ya sé a lo que viene usted hoy.

—A lo mismo que vine ayer.

—Y anteayer y el martes y el sábado pasado. Hoy no ha venido usted en balde. Al fin, al fin....

—¿Llegó?

—Sí, sí, el Sr. D. Carlos Navarro, nuestro valiente amigo, llegó anteanoche de su excursión por el reino de Navarra y por Álava y Vizcaya. Es un guapo sujeto. Dice que en todo aquel religioso país hasta las piedras tienen corazón para palpitar por D. Carlos, hasta las calabazas echarán manos para coger fusiles. Las campanas allí, cuando tocan a misa dicen «no más masones» y el día en que haya guerra los hombres de aquella tierra serán capaces de conquistar a la Europa mientras las mujeres conquistan al resto de España.... Bueno, muy bueno.... ¿Con que usted desea ver a ese señor? Le prevengo a usted que está oculto.

—No importa: sólo pienso hablarle de asuntos de familia. En el último verano estuvo en la Granja pero no le pude ver, porque siempre se negó a recibirme. Ahora me será más fácil, porque le escribirá usted dos palabras.

—Lo haré con mucho gusto; pero prevengo a usted también que el Sr. D. Carlos está enfermo del hígado. Ya se ve ¡ha trabajado tanto! Es un incansable campeón de las buenas doctrinas. Anoche se quejaba de atroces dolores, y, cosa rara en hombre tan religioso, jí, jí, más invocaba a los demonios que a la Santísima Virgen. Si quiere usted tener segura la entrevista que desea, se lo diremos al padre Gracián, jesuita, excelente sujeto que viene aquí algunas tardes, y después solemos ir a tomar chocolate a casa de Maroto, adonde va también el Padre Carasa.... Pues bien, Gracián es amigo del Sr. D. Carlos, y ya hace tiempo que se ha propuesto reconciliarle con su señora esposa.... ¡Oh! es un neblí para las reconciliaciones ese buen padre Gracián.

—Le conozco. Es un digno sacerdote que tiene las mejores intenciones del mundo, y si no consigue hacer feliz a la humanidad toda es porque Dios no quiere.... En conclusión, entiéndanse usted y el Padre Gracián para que yo pueda ver al Sr. Navarro y hablarle de un asunto que no es político y sólo a él y a mí nos interesa. ¿Él vive...?

—No sé si debo decírselo a usted en este momento, antes de que el mismo Sr. D. Carlos, bellísima persona, jí, jí... antes de que el mismo Sr. D. Carlos Navarro de licencia para que usted le vea. Ya lo arreglaré yo. Vuélvase mañana por esta su casa.

Luego que Salvador se fue, D. Felicísimo escribió una carta en cuyo sobre, después de trazar tres cruces, puso: A la Señora Doña María de la Paz Porreño, calle de Belén.

III

Índice

Las pobres señoras casi vivían en la misma estrechez que en 1822, porque las mudanzas políticas y sociales se detenían respetuosas en la puerta de aquella casa, que era sin duda uno de los mejores museos de fósiles que por entonces existían en España. Los períodos de tiempo en que imperaba el absolutismo eran para el medro de la casa y abundancia de las despensas Porreñanas lo mismo que aquellos en que prevalecía la vil canalla de los clubs. De modo que en punto a comodidades y vituallas el agonizante marquesado habría terminado con un desastre igual al que han sufrido formidables imperios si no viniera en su auxilio una industria que, si bien es algo prosaica, tiene algo de noble por estar emparentada con la hospitalidad. Las dos ilustres cuanto desgraciadas señoras aposentaban en su casa un caballero tan respetable como rico durante las temporadas, a veces muy largas, que dicho sujeto pasaba en Madrid. El trato era excelente, la remuneración buena, y la armonía entre el huésped y las damas tan perfecta que los tres parecían hermanos. La familiaridad realzada por el respeto y una llaneza decorosa reinaban en la silenciosa mansión que parecía habitada por sombras.

Bueno es decir, para que lo sepan los historiadores, que con las módicas ventajas pecuniarias adquiridas por aquel medio honestísimo habían renovado las señoras parte del mueblaje, aunque todas las piezas de antaño se conservaban, sostenidas por los remiendos y pulidas por el tiempo y el aseo. ¡Cosa admirable! el reló 2 había vuelto a andar; mas por malicia del relojero o por un misterio mecánico imposible de penetrar, andaba para atrás, y así después de las doce daba las once, luego las diez y así sucesivamente. El cuadro de santos de la Orden Dominica había sido restaurado por la misma Doña Paz, asistida de un hábil vejete carpintero, sacristán y encuadernador, y emplasto por aquí, pegote por allá, con media docena de brochazos negros en las sombras y una buena mano de barniz de coches por toda la superficie, había quedado como el día en que vino al mundo. Por el mismo estilo se habían salvado de completa ruina las urnas de santos y las cornucopias, que por no tener ya en sus cristales sino irregulares manchas de azogue parecían una colección de mapas geográficos. Lo nuevo, que era muy humilde, consistía en sillas de paja, cortinas de percal, ruedos de estera de colores; pero alegraba la casa y su vetusto matalotaje. Por tal manera aquella imagen cadavérica de los pasados siglos se reía en su tumba.

En la época en que nuevamente la encontramos, Doña María de la Paz se acercaba velozmente a una vejez apoplética, marchando a ella con los pies gotosos, la cabeza temblona, los hombros y el cuello crasos. Sus cabellos, no obstante, se conservaban negros lo mismo que el lunar, y era que ella perseguía las canas como si fueran liberales, y no daba cuartel a ninguna, siendo tan implacable con ellas, que cuando vinieron en tropel y no pudo arrancarlas por temor a quedarse en el puro casco, las disfrazó vistiéndolas de luto para que nadie las conociera. Así cuando esta operación no estaba hecha con habilidad (porque con las fuerzas había mermado la vista) aparecían las sienes y la frente empañadas con ciertas nubes negras por encima de las cuales brillaba la nieve remedando un admirable paisaje de invierno.

Doña María Salomé estaba tan momificada que parecía haber sido remitida en aquellos días del Egipto y que la acababan de desembalar para exponerla a la curiosidad de los amantes de la etnografía. Fija en una silleta baja, que había llegado a ser parte de su persona, se ocupaba en arreglar perifollos para decorarse, y a su lado se veían, en diversas cestillas de mimbre, plumas apolilladas, cintas de matices mustios, trapos de seda arrugados y descoloridos como las hojas de otoño, todo impregnado de un cierto olor de tumba mezclado de perfume de alcanfor. Decían malas lenguas que al hacerse la ropa juntaba los pedazos y se los cosía en la misma piel; también decían que comía alcanfor para conservarse, y que estaba, forrada en cabritilla. Boberías maliciosas son estas de que los historiadores serios no debemos hacer caso.

Una mañana.... Olvidaba decir que en la casa había una gran pieza interior que daba a un patio o corralón muy espacioso, de donde recibía el sol casi todo el día. En dicha pieza tendía Doña Paz la ropa lavada en casa. De muro a muro todo era cuerdas, y cuando estaban llenas de ropa, aquello parecía un bosque de trapos húmedos. Pues bien, una mañana se paseaba Doña María de la Paz por aquellas alamedas del aseo, cuando entró Doña María Salomé, y dándole una carta que acababan de traer a la casa, le dijo:

—Otra carta para el Sr. D. Carlos. Viene con sobre a ti; pero es para él. Mira las tres cruces. La letra parece del Sr. D. Felicísimo.

—Se la daremos cuando despierte—replicó Doña Paz—. El pobre señor ha pasado muy mala noche.

—Por cierto—manifestó Doña Salomé con semblante muy serio, en el cual se revelaba una aprensión escrupulosa—por cierto que no sé si será conveniente recibir cartas de esta manera. Esto puede dar lugar a interpretaciones contrarias a nuestro honor y buen nombre. Los vecinos se enteran de todo... ven que recibimos cartas... ven que entran aquí de noche muchos hombres.... No sé, no sé...

—Calla, mujer—dijo Doña Paz asomando la cabeza por entre el ramaje blanco—. ¿Qué pueden sospechar de nosotras?

—Puede caer alguna tacha, mujer, sobre nuestra reputación—afirmó Salomé de muy mal talante—. Bien sabes tú que no basta ser honrada, sino parecerlo, y dos señoras solas, como nosotras, han de tener mucho cuidado, para no andar en lenguas de maliciosos.

—¡Siempre tonta!—murmuró Doña María de la Paz desapareciendo en lo más espeso del bosque de ropa.

—Yo estoy decidida a hablar claramente al Sr. D. Carlos—añadió la otra—. Nadie le aprecia más que yo; pero este entrar y salir de hombres a todas horas del día y de la noche no está en conformidad con lo que ha sido siempre nuestra casa. ¿Qué quieres? no me puedo acostumbrar: yo soy así. Lo digo y lo repito, hablaré al Sr. D. Carlos.

—No faltaba más sino marear al Sr. D. Carlos con semejante impertinencia—dijo Doña Paz reapareciendo en una alameda de lienzo.

—Lo digo y lo repito.... Además, los compañeros, ayudantes o lo que sean del Sr. D. Carlos, no nos guardan las consideraciones que merecemos. ¿Qué más?... Ayer no me había acabado de peinar cuando ese bárbaro de Zugarramurdi entró en mi cuarto sin pedir permiso.... ¡Y para qué! para decirme si había yo visto una de sus espuelas que no podía encontrar.

—Bobadas.... Habla más bajo.... Me parece que se ha despertado el Sr. Navarro.

Apareció en la puerta una enorme barba a la cual estaba pegado un hombre. De entre aquel enorme vellón castaño salió una voz seca y desabrida que dijo:—El chocolate.

—En seguida, Sr. Zagarramurdi. Tome usted esta carta que han traído para el Sr. D. Carlos. ¿Qué tal está hoy?

—Mal—respondió el de la barba dando media vuelta y desapareciendo por donde había venido.

—¡Qué modos!—murmuró Salomé dirigiéndose a su cuarto—. Ya no hay caballeros.

Navarro moraba en la misma habitación ocupada algunos años antes por una mujer que murió en olor de santidad. Poco o ningún cambio había tenido la pieza, que más que gabinete parecía capilla, o mejor un abreviado trasunto de la corte celestial, pues todo en ella era santicos pintados y de bulto, reliquias, estampas de santuarios y monasterios, corazones bordados, palmitos, y un altar completo con sus candeleros de estaño, sus arañas colgadas del techo, sus misales y sus tres curitas de cartón con casullas de papel, en actitud de celebrar misa cantada. Completaban la decoración una enorme espada pendiente del mismo clavo que sostenla un niño Jesús bordado en cañamazo, dos escopetas arrimadas a un rincón, dos guantes y dos mascarillas de esgrima junto a dos pares de floretes, tres maletas muy usadas y un hombre.