Un mundo peor - Claudio Cerdán - E-Book

Un mundo peor E-Book

Claudio Cerdán

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Beschreibung

LA DESAPARICIÓN DE SU HIJO DESTROZÓ SU VIDA. AHORA, EL EXPOLICIA ROBERTO CUSAC, TIENE UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD. Roberto Cusac, expolicia reciclado a detective, alcoholizado y solitario, vive obsesionado por un caso que destrozó su carrera, su matrimonio y su alma: la desparición de su hijo de 6 años, Jaime, al que nunca encontró. Ha repasado mil veces las pistas y siempre le llevan a ninguna parte. Cuando le encargan que busque a una chica desaparecida, sus heridas parecen reabrirse, pero un halo de esperanza y la sensación difusa de que el destino le brinda una segunda oportunidad avivan de nuevo su instinto para jugar una última partida a doble o nada… Con ese lenguaje directo que acaricia la soledad de sus protagonistas y desnuda sus almas, Claudio Cerdán nos ofrece una historia reflexiva sobre el abandono y la pérdida, una novela policiaca que ahonda sin miedo en el dolor y la imposibilidad del olvido."

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Un mundo peor

Claudio Cerdán

Título original: Un mundo peor

Publicada por mediación de Oh!Books Agencia Literaria

© 2014 Claudio Cerdán

Diseño cubierta/Fotomontaje: Eva Olaya

Fotografías cubierta @Shutterstock

1ª edición: abril 2014

Derechos exclusivos de edición en español reservados para España:

© 2014: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601, planta 8

08028 Barcelona

www.ed-versatil.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

A mi madre, Soledad Reina.

La lucha mereció la pena.

PRÓLOGO: Carne de tu carne

Suelo fijarme mucho, tal vez demasiado, en los pequeños detalles. La última vez que vi a Claudio Cerdán a su paso por Madrid, hará unos meses, en el curso de una larga conversación dijo algo que si bien en el momento no me llamó la atención, cobró pleno sentido cuando leía la novela que ahora tú estás a punto de descubrir. Dijo Claudio que cada vez se planteaba más en serio que quería ser padre. La conversación venía de antes y no tardaría en tomar otros derroteros —los libros, como no podía ser de otra manera—, y ese detalle puntual quedó sepultado entre otras anécdotas e historias, pero archivado en mi memoria hasta que empecé a hojear lo que entonces no era más que un manuscrito.

Lo primero que leemos es que en Alicante llueve a mares, y Roberto Cusac, policía que pronto dejará de serlo, se dirige a acabar por las buenas o por las malas con el sórdido pederasta Gaspar Barrachina. Una tarde cualquiera, Roberto pasea con su hijo por el parque, y en el momento menos pensado, este desaparece. Luego llegan las noches en vela, la desesperación que crece hasta sepultarlo, que el padre y policía se refugie en la bebida… Así hasta que su mujer también acaba desapareciendo porque la vida en pareja, en esa pareja, se vuelve insoportable.

Leyendo esta historia de un padre que ha sido dos veces abandonado, y que peleará duro por recuperar lo que tenía, aun sabiendo que quizá no todo volverá a ser como era, no pude evitar pensar en ese comentario aislado de Claudio. Tuve la impresión de que este joven escritor —cada vez, por cierto, un poco menos joven— estaba retratando sus propios miedos. Puede que no los miedos de su vida cotidiana, pero sí, posiblemente, los que están por venir. Perdido todo rastro de pudor, este autor enamorado del hard boiled, de las novelas de Jim Thompson, el spaghetti western y las películas de Johnnie To, empieza a distanciarse de los modelos que le han inspirado para hablar de sus propias inquietudes. A calzón quitado, como se decía en las antiguas peleas, cuando no había nada que ocultar.

Si lo hace así, no puede dejar que el humor socarrón o la violencia desatada le desvíen de su objetivo. Ahora cada golpe tendrá consecuencias y será más doloroso que el anterior. Si Claudio lo hubiera planteado de otra manera, posiblemente se estaría traicionando a sí mismo. Quien haya leído sus otras novelas se sorprenderá ante la infinidad de registros y matices que ahora aparecen: de lo cómico a lo trágico, de lo tierno a lo cruel, tipos que naufragan a diario en un bar, gente que se esfuerza por no perder la cordura...

Esta novela habla en profundidad, de manera intensa y extensa, de padres abandonados. Padres y madres que pierden a su hijo para no verlo más, por azares o crueldades del destino. También habla de segundas oportunidades, acaso una quimera que les ayuda a seguir adelante en su empeño, tenga o no sentido; una zanahoria sin la cual no podrían continuar. No dejes de leer, porque quizá los miedos de Claudio sean también tus propios miedos, o puede que en algún momento lleguen a serlo. Imagina lo lejos que se puede llegar cuando buscas contra viento y marea a quien es sangre de tu sangre.

David G. Panadero,

director de la colección OffVersátil.

Introducción

Nunca llueve en Alicante. La última vez murió gente. Y aquella noche cayó un diluvio.

El agua resbalaba por mi chaqueta y empapaba hasta mis errores. Tenía el pelo chorreando, yo mismo convertido en una esponja de odio y desesperación. No recordaba cómo había llegado hasta allí, pero sabía por qué tenía un cromo de Ronaldo en el bolsillo y por qué sostenía mi pistola reglamentaria con la mano derecha.

La calle era un río frío y oscuro que arrastraba barro y desechos. Frente a mí se alzaba una casa vieja y semiderruida. Apestaba a madera quemada incluso bajo el aguacero. Una farola titilante le daba un aspecto aún más tétrico. La puerta estaba desvencijada, arrancada de los goznes y vuelta a colocar sobre las bisagras en complicado equilibrio. Hacía tiempo que la cerradura había desaparecido y se había sustituido por un candado de bicicleta oxidado.

Me detuve un segundo ante el umbral y pensé en lo que estaba a punto de hacer. Iba a cruzar la línea, me iba a poner al otro lado de la ley. Eran siete años como policía tirados a la basura. Matar a un hombre no tiene marcha atrás.

Pero yo quería matarlo. Porque era él. Debía de serlo.

Con tres empujones bastó para tirar abajo la endeble puerta de cartón. El interior estaba lleno de cascotes, con las paredes negras de hollín. Gaspar Barrachina tuvo que prenderle fuego en algún mal viaje de droga. A la derecha se abría una cochera con el techo derrumbado. Unas escaleras medio rotas llevaban a la parte superior. Encendí la linterna y ascendí con cuidado pese a la urgencia que atenazaba mis nervios.

El primer piso tenía aún más porquería, si aquello era posible. Las goteras formaban pequeños charcos por todas partes. Junto a una ventana había un cenicero rebosante de colillas. Acaricié el cromo de Ronaldo y avancé unos metros más. Mis zapatos rechinaban sobre el suelo. En ese momento escuché las pisadas. Provenían de una estancia a la derecha. No pensé si mi vida podía estar en peligro. Solo quería pillar a Barrachina y colocarle el hierro en la garganta.

Entré a toda velocidad en la habitación contigua y algo me golpeó la cabeza. Trastabillé un par de pasos y me recuperé al momento. La adrenalina estaba disparada desde hacía varias horas y no iba a detenerme en ese momento, no tan cerca de saber la verdad. Retrocedí y esta vez esquivé un segundo impacto. Vi un bulto frente a mí y me lancé sobre él. Reconocí a Gaspar Barrachina por su aliento.

El forcejeo duró poco. Lo golpeé con la culata en la cara hasta que se rindió. Después lo esposé a la barra de metal de la cama. Encontré en el suelo la pata de silla con la que me había agredido. Tenía una mancha de sangre, pero en ese momento no se me ocurrió pensar que fuese mía. La lluvia azotaba la casa y el viento se introducía por los cristales rotos de una ventana minúscula.

Enfoqué a Gaspar Barrachina con la linterna. Estaba igual de flaco que en la ficha. Cincuenta y un años, pelo rubio corto, adicto a las anfetas, pederasta desde que tenía uso de razón. Mientras quemaba la ciudad buscando su paradero me habían dicho que llevaba barba, pero solo tenía un bigotillo que apenas le tapaba el labio.

—¿Dónde está? —pregunté—. ¿Qué has hecho con él?

—No sé de qué hablas.

Me arrodillé a su lado y le machaqué el rostro. Barrachina escupió esquirlas de dientes y tosió sangre.

—¡No juegues conmigo! —dije—. Lo tienes tú, pedazo de mierda. Juro que te volaré los sesos como le hayas hecho algo.

Yo no lo sabía, pero en ese momento empecé a llorar.

—¿Quién eres? —Se cubrió el rostro con la mano—. ¡No te conozco!

Me incorporé y volví a patear su cuerpo huesudo. Noté como varias costillas cedían a mis golpes. Y mientras él gemía y se retorcía, yo no dejaba de preguntar dónde está, maldito cabrón, dónde lo has metido, te mataré, desgraciado, dime que está bien.

La desesperación me llevó a buscar paredes falsas, pasadizos secretos, escondrijos donde pudiera tenerlo recluido. Pero la habitación apenas tenía dos metros de ancho por cuatro de largo. Un zulo apestoso lleno de roña. Revolví la ropa amontonada, buscando cualquier pista, algo que me devolviese a la realidad, que confirmase que mi vida no sería una pesadilla el resto de mis días.

Bajo el colchón asomaba un bulto. Era una caja de puros cogida con una goma. La abrí con prisas y su contenido cayó al suelo encharcado. Lo que vi casi me hizo vomitar.

La cajita estaba repleta de fotografías de menores. Niños pequeños de ambos sexos, desde los tres a los doce años de edad, todos desnudos en posiciones sexuales. En algunas Polaroid se veían agresiones explícitas, monstruos desnudos abusando de chiquillos asustados e indefensos. Dejé de mirar cuando vi una foto de un bebé de pocos meses.

—¿Qué es esta basura? —pregunté.

—Policía… —Suplicó sin resuello—. Llama a… la policía…

Me llevé las manos a la cabeza y caminé por toda la estancia. Pateé un montón de periódicos mojados. La lógica escapaba de mí. El ansia homicida se convertía en una obsesión. Sentía los latidos en los tímpanos, la lengua seca y amarga.

Y no había ni rastro de él.

Busqué en la cartera y le enseñé una foto de Jaime.

—Mira esto. ¿Lo estás mirando? —Le agarré de los pelos para que no girara la cabeza—. ¿Lo has visto? ¿Sabes quién es? —Sin respuesta—. ¿Qué has hecho con él? La gente te vio paseando por el parque donde desapareció.

—Yo no… he hecho nada…

—Te soltaron de la trena hace dos meses. —Lo agarré con más fuerza—. Pero los pervertidos como tú no se recuperan. Te lo llevaste tú. Estoy seguro.

—No…

—Joder… —Las manos me temblaban, apenas podía articular palabra—. Solo dime dónde está. No te haré daño. Por favor, Gaspar. Dime dónde está.

El pedófilo se estremeció, luego miró de nuevo la foto, lanzó un largo suspiro y dijo:

—No lo sé.

Llega un momento en que la presión puede con la olla y esta explota dejando a su alrededor destrucción y llanto. Y en ese momento supe que jamás lo encontraría, y que si lo hacía estaría muerto, y que el único consuelo que me quedaba para no volverme loco era meterle cuatro tiros a aquel desgraciado.

Fue al sacar el arma cuando escuché ruido en las escaleras. Me asomé entre asustado y expectante.

—¿Jaime? —pregunté con la voz rota—. ¿Eres tú?

Por la puerta vi entrar a Ramos, mi compañero en comisaría. Tras él venían varios uniformados más. Reaccioné regresando a la habitación con Gaspar. Me temblaba tanto el pulso que no pude ni quitarle el seguro a la pistola. Ramos se abalanzó sobre mi cuerpo y me inmovilizó.

—¡No! —Me resistí—. ¡Déjame hacerlo! Tengo que hacerlo…

—Roberto, cálmate, por Dios. —Ramos me sujetaba mientras la pequeña estancia se llenaba de policías.

—Lo tiene él, estoy seguro…

—Lo encontraremos, pero esta no es la manera. Así no.

Varios compañeros me esposaron y me sacaron de allí a rastras.

—¡Aún no! —Grité, desesperado—. ¡Él lo sabe! ¡Tiene que confesar!

—Vamos, Roberto. Hablaremos en la central.

—¿Dónde lo tienes? —Balbuceé mientras me arrastraban escaleras abajo—. ¿Qué has hecho con Jaime? ¿Qué le has hecho a mi hijo?

Pero nadie contestó.

·PARTE I·

SÍNDROME DE ABSTINENCIA

·1·

Decían que se iba a acabar el mundo. Que el año 2000 terminaría con los ordenadores, que las centrales nucleares explotarían, las televisiones se estropearían con las campanadas y hasta los cajeros automáticos escupirían dinero. Sin embargo, aquella Nochevieja nada ocurrió. Todo el mundo rio y abrazó a sus seres queridos. Escenas repetidas desde el día de ayer en Australia.

Todo seguía igual, y aquello me quemaba.

Apagué la radio del Ford y me serví otro vodka para entrar en calor. El Año Nuevo me había pillado trabajando en un caso, en plena zona rural, vigilando con atención enfermiza el chalet privado que se extendía como una fortaleza. No sabía el tiempo que llevaba haciendo guardia, y tampoco me importó. El reloj de mi coche estaba atrasado dos minutos respecto al del Ayuntamiento. Los fuegos artificiales iluminaron el firmamento nocturno.

Me había contratado una esposa celosa que sospechaba de los cuernos que le ponía su adinerado marido. Tras comprobar la coartada falsa de este, y descubrir que no había tomado ningún vuelo a Los Ángeles por negocios urgentes, me atrincheré ante la casa a medio restaurar de su propiedad. En eso consistía mi trabajo: en seguir corazonadas y mear en una botella.

No me quejaba. Prefería tener la mente entretenida a regresar a mi asqueroso piso de soltero. No me apetecía escuchar al presentador idiota del día hipnotizando a la población con sus instrucciones archiconocidas para tragar uvas. Aquello pertenecía a otra época, cuando aún era un policía y no un perro que se vendía al mejor postor por casos ridículos.

La Navidad, junto a la fecha de su cumpleaños, era la peor época. Los anuncios de juguetes me recordaban a Jaime. Tuve que abandonar mi casa por miedo a encontrar otro cromo de fútbol perdido entre los cojines del sofá. Lo vendí todo y me marché. Inés aguantó a mi lado cinco meses más, pero al final también se fue. Yo no podía perdonarme haber perdido a Jaime, y ella tampoco pudo. Me dejó una nota y regresó con su madre. Llevábamos tiempo sin ser un matrimonio.

Jaime nunca apareció. Lo busqué hasta la extenuación, pero me obsesioné con Gaspar Barrachina. Fue una pista que no llevaba a ninguna parte. Perdí el tiempo y Jaime seguía en paradero desconocido.

Desapareció bajo mi tutela. Lo saqué al parque un domingo que Inés estaba fuera por trabajo. Había cientos de críos, padres vigilantes por todas partes. Y en un descuido lo perdí de vista. Nunca se pudo confirmar ninguna pista. Solo sé que se evaporó ante mis narices.

Dejé la policía a las pocas semanas. Tenía un expediente abierto por el caso Barrachina. Sin embargo, algo dentro de mí me decía que no podría ser investigador si no era capaz ni de encontrar a mi propio hijo de seis años. Después empezó mi transformación, con vodka de desayuno, comida y cena. Trabajé como portero de discoteca, albañil y repartidor de pizzas. Más tarde me animé a hacer uso de aquella polvorienta licencia que me saqué años atrás y que me permitía abrir una agencia de investigación. Cuando decidí estudiar para detective siendo ya policía, nunca pensé que ejercería por mi cuenta, pero había que pagar el alcohol de alguna manera.

Los casos eran fáciles: infidelidades, bajas médicas falsas, insolventes, acoso sexual, espionaje industrial o fraude a compañías de seguros. Casi siempre me contrataban mujeres acomodadas que buscaban la máxima rentabilidad para su divorcio, abogados con perfil de buitre, aseguradoras y mutuas sanitarias que preferían contratar a un detective que pagar a algún desgraciado por cualquier minusvalía. Lo único para lo que no me sentía preparado era para la búsqueda de personas desaparecidas. No quería volver a pasar por ese trago. Los fantasmas aún seguían presentes en mis pesadillas.

Un coche giró por la curva que daba acceso a la vivienda. Conecté la cámara de video y la puse en modo noche. El enorme BMW paró junto al garaje. Mientras se enrollaba la puerta automática pude enfocar la matrícula y al conductor. Se trataba del marido que debía estar en Los Ángeles, acompañado de una voluptuosa de piel morena que podría ser su nieta.

Entraron a la casa y encendieron las luces. Estaba claro que no sospechaban nada, ya que dejaron las cortinas sin correr mientras se servían un par de copas. Al cabo de un rato subieron al dormitorio de la segunda planta y esta vez sí bajaron las persianas.

No tenía ganas de esperar más en un coche congelado mientras aquel tipo retozaba con la morena. Arranqué y me dirigí al centro. La gente salía de fiesta a esas horas, cubiertos de serpentinas y confeti del cotillón. Aparqué donde pude y llamé desde una cabina telefónica. Al segundo tono lo cogieron.

—¿Diga?

—¿Isabel? Soy Roberto Cusac. Tengo noticias sobre su marido.

Le conté dónde podía ir a buscarlo con sus abogados y colgué. Al día siguiente, ella recibiría mi informe y yo, la minuta. Busqué el cajero de un banco. No escupía billetes.

·2·

Lo llamaban botellón. Consistía en beber en la calle para así evitar los abusivos precios de los locales de copas. A los medios de comunicación se les llenaba la boca cuando hablaban del tema. Les gustaba mezclar los conceptos juventud, desorden social, alcoholismo y delincuencia. Los vecinos alegaban que no podían dormir, los conservadores, que faltaba mano dura, los chavales, que no tenían ningún local público habilitado para sus necesidades, aunque estas consistiesen en emborracharse hasta bien entrada la madrugada.

La gente se solía reunir en la playa, en las escaleras de Jorge Juan o en descampados cercanos a las discotecas, donde la policía no se atrevía a asomar el hocico por miedo al alto número de jóvenes ebrios y hormonados. En las festividades locales no había problema. Durante las Hogueras de San Juan, la ciudad se convertía en un inmenso meadero donde se agolpaban individuos de todas las calañas para beber a piñón fijo. Las calles se masificaban y la diversión consistía en aplastarse contra el vecino, ya fuera una rubia explosiva o un anciano con dentadura postiza.

Año Nuevo era diferente. Tal vez fuera por las bajas temperaturas, que sin llegar al frío polar, conseguían que fuera preferible quedarse en casa brindando con champán que agarrar la bufanda y salir a la calle de botellón. Por eso el parque estaba desierto y limpio aquel uno de enero del 2000.

En ocasiones pasaba por allí y me quedaba un rato mirando al infinito, pero a los pocos meses fue tomado por cientos de adolescentes armados con ron y whisky. Entonces me dedicaba a recoger botellas medio vacías que dejaban abandonadas y las llevaba a casa. Mi pesadilla alimentaba mi adicción.

Había vuelto cientos de veces a aquel parque. Me había acercado al tobogán infantil donde vi por última vez a Jaime. Yo estaba sentado en un banco de madera, a diecisiete metros con cuarenta centímetros de allí. Lo sé, lo había medido. Lo tenía todo apuntado en una libreta que siempre llevaba encima, aunque no hacía falta, me conocía su contenido de memoria.

Me senté de nuevo en el banco, igual que tres años atrás. El sol brillaba en todo lo alto y nada hacía presagiar la tormenta de verano que caería horas después. Había más niños, perros sueltos, gente haciendo deporte, madres vigilantes y abnegadas. Y yo, Roberto Cusac, de profesión policía, ejerciendo de padre responsable, con el bolsillo lleno de cromos repetidos de La Liga para intercambiar con otros padres. Aquel día conseguí el de Ronaldo, uno de los más buscados. Me hacía feliz pensar en lo contento que se pondría Jaime. Aquella estampilla era un tesoro.

Todo sucedió de la forma más inocente. Lolo, el crío que ejercía de cacique sobre los demás, decidió jugar a algo tan inofensivo como el escondite. La miríada de niños se entremezcló como un banco de sardinas, corriendo en todas direcciones.

No vi dónde se escondió Jaime. Nadie lo vio. Nunca más.

Mi aliento formó una voluta de humo blanco. Levanté el culo del banco y me acerqué a los columpios. Habían cambiado el balancín. El suelo ahora era de un material mullido. Ya no se crearían charcos al final de la rampa del tobogán. Observé la escena con los ojos de mi hijo. Si tuviera seis años, ¿dónde me ocultaría?

A veces soñaba que seguía escondido, como esos veteranos de la guerra civil que se echaron al monte y no sabían que había llegado la paz. Jaime, agazapado en un minúsculo refugio intemporal, donde aguardaba a que Lolo lo encontrara aunque ya nadie lo buscase. Un campeón, ese era mi hijo.

El encargado de un supermercado cercano dijo que, en la pausa para fumar el cigarrillo, vio a un chico que podía ser Jaime caminando de la mano de un hombre alto y moreno. Un repartidor de comida china aseguró haber visto a mi hijo en el asiento trasero de un todoterreno gris, tal vez un Nissan. Las cámaras de tráfico siguieron a un coche parecido hasta que se perdió dirección Mutxamel. La matrícula estaba borrosa.

El resto de pistas eran endebles, contradictorias o directamente fantasiosas. El parque estaba lleno de huellas, papeles de chicles y Bollicao a medio comer. Nada firme, nada útil.

Varias madres me comentaron que Gaspar Barrachina había pasado por allí alguna vez, y que sabían que era un pederasta. Tras el incidente que tuve con él, dijo que vigilaba un par de parques y se masturbaba a escondidas viendo jugar a los niños, pero jamás confesó haber secuestrado a Jaime.

Los días pasaron y la pista se evaporó. Me suspendieron de empleo y sueldo; pero ya sabía que me cesarían definitivamente, por lo que me adelanté a sus movimientos y presenté la renuncia. Inés, mi mujer, se dedicó a ir a todos los programas de televisión que pudo, pero fue inútil. Solo conseguimos más pistas absurdas, además de ser el centro de atención del mundo.

Al cabo de unas semanas, era como si Jaime nunca hubiera existido. Los medios tenían mejores cosas en las que perder el tiempo. Poco a poco todos dejaron de buscar, la vida continuó, y una tarde cualquiera sorprendí a Inés guardando sus fotos en una caja. No se lo impedí. Lloraba mientras lo hacía.

Una patrulla de policías locales pasó a mi lado y se detuvo.

—Buenas noches.. —Saludó el copiloto sin bajarse—. ¿Qué hace aquí?

—Ya me iba.

—Es peligroso que esté a solas en un parque a estas horas de la noche. Hay ladrones por esta zona.

—Yo no he hecho nada —contesté—. No soy un ladrón.

—¿Puede identificarse?

Le mostré mi documentación con docilidad. Comprobaron por radio que no tenía cuentas pendientes con nadie y me la devolvieron.

—¿Ha bebido? —preguntó el otro guindilla, un chico que aparentaba ser demasiado joven incluso para tener carnet de conducir.

—Bastante.

—Coja un taxi.

—Eso haré.

Cogí mi coche y conduje hasta casa. Las calles rebosaban de gente con traje y guirnaldas. Las mujeres desafiaban al frío con vestidos de noche y medias negras. Había hasta perros con sombrerito de papel.

Casi no atiné a introducir las llaves en la cerradura de mi apartamento. La botella de vodka no aguantó el trayecto y terminó vacía en un contenedor de reciclaje. Después de Reyes tenía reunión de Alcohólicos Anónimos, y de nuevo tendría que decir que no había aguantado ni dos días seguidos sin beber. Me consolaba al pensar que, en estas fechas, la mayoría recaía. Tal vez me lo tomase más en serio el siguiente año. Igual hasta me apuntaba a un gimnasio.

Saludé a Notario, mi periquito. Le soplé el alpiste y le cambié el agua. Solía dejarlo suelto para que ejercitase las alas, pero tras pasar tanto tiempo en la calle, el bicho se había cagado por toda la casa. Pasé un trapo por encima de lo que vi y lo encerré de nuevo en su jaula. Me recibió con un par de picotazos. Así somos los hombres.

Nunca había utilizado el servicio de contestador de Telefónica hasta que me lo monté por libre. Cuando trabajaba pasaba mucho tiempo fuera de casa y no era cuestión de perder clientes por eso. Pulsé la combinación de teclas para comprobar mis mensajes. La centralita me confirmó que tenía uno. Cuando escuché la voz se me pasó la borrachera completa.

—Roberto, soy Inés. Tenemos que quedar. Hay algo que debo decirte.

·3·

Inés me hizo esperar. El bar de siempre estaba cerrado, así que quedamos en un restaurante chino. Era el único cliente en el inmenso comedor y el camarero oriental no me quitaba ojo. Me acechaba para lanzarse hacia mí en el momento en que tuviera claro qué iba a tomar. Debía tener la cocina llena de platos del día anterior que me podría servir recalentados en el plazo de dos minutos.

Pedí una cerveza sin alcohol para aplacar un poco la sed. No quería que Inés me viera borracho, ni siquiera que pensase que era un borracho. No se trataba de demostrarle nada, porque esa etapa ya la habíamos superado hacía eones. Era otra cosa, más sutil, relacionado con las promesas incumplidas, los amores que juran ser eternos, la vida junto a la persona idónea. Si me estaba tomando una insípida cerveza 0,0 era por respeto a ella. Por lo que fuimos, por el futuro que nos robaron.

Al verla entrar por la puerta pensé que había ganado peso. Cuando nos sobrevino la pesadilla perdió kilos a gran velocidad. Me preocupé por su salud menos de lo que debería, pero apenas podía siquiera centrarme en mi propia vida. Aquella noche no pude acostar a Jaime. No había muerto, sino que no estaba conmigo. Es una sensación difícil de sobrellevar, y ella lo hizo como mejor pudo. Ni siquiera se dio cuenta de que dejó de comer, estoy seguro.

—Hola. —Saludé sin levantarme.

—Hola —contestó.

Deseaba darle un beso, aunque fuera de cortesía en la mejilla como hacen las personas que se conocen o los famosos que te encuentras por la calle. Un beso sin importancia, sin valor, pero un beso al fin y al cabo. Pero no lo hice y ella tampoco me dio pie.

—Te veo mejor —dije.

—Estoy como siempre.

«Siempre» era un concepto neutro que no significaba nada. Preferí no hablar del pasado. Había aprendido que el dolor es traicionero y puede aparecer cuando menos te lo esperas. A veces un recuerdo te traía de vuelta otro, y ese otro iba engarzado al sufrimiento y al llanto. El pasado era un buen depósito de lágrimas, sin importar cuándo. El pasado provocaba daño y «siempre» era una palabra vacía.

—¿Cómo te va, Inés?

—Te lo puedes imaginar.

—¿En qué trabajas ahora? Lo último que supe es que estabas en una tienda de zapatos.

—No es una tienda, sino una fábrica. Es una subcontrata de una marca de Elche. Hacemos suelas de goma para botas de montaña.

—¿Ya no pintas?

—Hace tiempo que los cuadros no me salen con los colores que me gustaría.

—Se te daba bien.

—Y tú eras un buen policía y ahora te dedicas a seguir a morosos.

El camarero se acercó a nuestro lado. Inés pidió un café. Se colocó un mechón de su pelo rubio mechado tras la oreja. Sus ojos castaños eran opacos, sin rastro de la candidez y la alegría de otras épocas.

—¿Aún vas al psicólogo?

—Sé que no crees en esas cosas, Roberto, pero a mí me ha ayudado mucho. La vida consiste en quemar etapas, y el psicólogo acelera el proceso. —Se humedeció los labios—. Esto no es fácil, ¿sabes? Es ver cómo tu vida se dinamita desde abajo y no puedes hacer nada por evitarlo.

—Lo sé. Estaba allí.

—Pues a veces no lo parecía.

El chino trajo el cortado en ese momento. Había tensión, como siempre, y no sabía cómo quitarla.

—No me refería a eso —dije.

—Ya lo sé.

Sopló con delicadeza su café. Su aliento creó un agujerito en la espuma. Cuando nos conocimos me llamó la atención aquella manía. Inés ponía los labios en O y soplaba como si fuera a silbar. Se quedaba así un rato, creando dibujos en el líquido con su aire. Siempre pensaba en maneras nuevas de pintar, de crear arte, y aquella era una forma de expresión que surgía de su propio subconsciente. Era amiga de una novia de juventud. Semanas más tarde corté con mi chica y empecé a salir con Inés. Ella aún tardó un par de meses en finalizar la relación con su novio, que en aquellos momentos estudiaba una ingeniería en Suiza. El nuestro fue un comienzo como cualquier otro, y cuajó hasta el punto de formar un matrimonio que aún no se había disuelto. Luego vino Jaime, y cuando se perdió ese eslabón, nuestra familia se derrumbó.

—Dime, ¿por qué me has llamado después de tanto tiempo? En tu mensaje no dabas muchas explicaciones.

—No daba ninguna —dijo—. Si lo hubiera hecho no habrías venido.

Se equivocaba. Aunque hubiese dicho que quedaba conmigo para clavarme un puñal en la nuca, habría ido sin pensarlo dos veces.

—Tú dirás.

—¿Conoces los supermercados Hipertotal?

Vendían un vodka de trigo horroroso y muy barato, pero no se lo dije.

—Todo el mundo los conoce.

—Los creó Diego Rojas allá en los setenta. Vendió la franquicia hace un par de años por una millonada, y ahora se dedica a la construcción. Dice que será el negocio de moda en unos años.

—¿Por qué me cuentas esto?

—Conozco a la mujer de Diego. Se llama Clara Orozco. Vamos juntas al mismo club de lectura, y muchas tardes quedamos para tomar algo.

Inés bebió de su taza agarrándola con las dos manos. Me intrigaba qué tenía que ver con la adinerada esposa de un visionario de los negocios, pero no hizo falta preguntarlo.

—Clara tuvo cuatro abortos antes de quedarse embarazada de su única hija, África. Los médicos le dijeron que no podría tener más niños.

Inés también abortó dos veces antes de tener a Jaime. El primero a las diez semanas de embarazo, y el segundo al mes y medio. Fueron momentos duros, de dudas incesantes, preguntas que surgían de las tripas y respuestas sin alma basadas en análisis médicos y porcentajes de error. Varias amigas suyas tenían bebés y ella se sentía triste. Son cosas que un hombre puede intuir, pero que nunca comprenderá del todo. Una vida naciendo y muriendo en tu interior, un corazón que late a las seis semanas y se para al poco, una flor que surge y se pudre al mismo tiempo. Cuando quedó embarazada por tercera vez, nos lo tomamos con calma. Reposo absoluto, pensamiento optimista, sonrisas y caricias. Y de dos cadáveres prematuros nació un niño, Jaime, que fue la alegría de su vida. Sin embargo, como los dos retoños no nacidos, sin nombre ni rostro, también terminó por irse al limbo.

—Sigo sin saber qué tiene eso que ver…

—Escucha. —Me interrumpió—. Estás hecho un asco. ¿Sigues viviendo en esa ratonera del Altozano?

—Es una buena ratonera.

—Clara quiere un detective, y te he recomendado. Pagarán bien, tienen mucho dinero. No creo que te regateen en ese aspecto.

—¿Un trabajo? ¿Para eso hemos quedado? Le podías haber dado mi número y ya está.

—Primero quería hablar contigo.

—¿Por qué? ¿Qué le ocurre? El bueno de Diego Rojas, después de veinticinco años casados, se ha ido con una dominicana, ¿es eso?

—No es tan sencillo.

—Siempre son cuernos.

—En este caso no.

—¿Entonces?

Inés me clavó las pupilas. Su mandíbula temblaba ligeramente.

—Se trata de su hija, África.

—¿Qué le ocurre?

—Ha desaparecido —dijo—. Y quieren que tú la encuentres.

En ese momento, el que tembló fui yo.

—No puedes hablar en serio.

—Nunca te lo habría planteado de no ser una oportunidad para que ganases mucho dinero.

—Sabes de sobra que no me dedico a las personas desaparecidas.

—Sí que lo haces, no seas hipócrita. Localizas a morosos, a maridos puteros.

—Joder, no es lo mismo.

—Es mucho dinero.

—Pues diles que no lo quiero.

Quise levantarme, pero Inés me cogió de la mano.

—Si no es por ellos, hazlo por mí.

Me fijé en que estaba llorando. Las lágrimas resbalaron por su rostro, arrastrando consigo parte del maquillaje. La cara de Inés quedó surcada por dos líneas negras que desembocaban en la comisura de los labios.

—¿Por qué me pides esto? —Acerqué mi silla a la suya—. Que llamen a la policía.

—No pueden. —Se sonó la nariz con una servilleta de papel—. Temen que la hayan secuestrado.

—Hay más detectives en la ciudad. Algunos están especializados en estos asuntos.

—No quieren hacerlo público. Clara confía en mí, y yo doy mi palabra por ti. Debes encontrar a esa chica, Roberto.

Comprendí el significado oculto de sus palabras. No se trataba de un trabajo exclusivamente por dinero. Inés quería que lo hiciera como redención. Ella sentía como propio el dolor de la familia Rojas. Y sabía que yo también llegaría a sentirlo y me involucraría en el caso de forma personal, que esa niña, África, se convertiría en mi niña. Era una especie de segunda oportunidad, de volver a hacer las cosas bien. Tras varios años de silencio y caras largas, por fin había algo que nos unía a Inés y a mí además del dolor: la esperanza.

—Solo ve a hablar con ellos —dijo entre sollozos—. Conócelos, y luego decide.

Acaricié su cabello y noté una sacudida eléctrica.

—Me lo pensaré. —Susurré a su oído—. Es todo lo que puedo prometerte.

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