Un oasis de pasión - Susan Stephens - E-Book

Un oasis de pasión E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

Una noche de pasión... ¡con inesperadas consecuencias! La madre de Millie había muerto en extrañas circunstancias una noche a bordo del yate del jeque Saif cuando ella era solo una adolescente. Ocho años después, aquello seguía atormentándola y, aunque el jeque ya había fallecido y lo había sucedido su hermano Khalid, Millie estaba decidida a esclarecer los hechos. Lo que no podía imaginar era que se vería atrapada por la irresistible atracción que despertaba en ella el apuesto y enigmático Khalid.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Susan Stephens

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un oasis de pasión, n.º 2730 - septiembre 2019

Título original: The Sheikh’s Shock Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-690-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

UN PUÑADO de brillantes zafiros cayeron en cascada de la mano del jeque ante la asombrada mirada de Millie Dillinger, una chica de quince años. El ver a su madre abrazada a aquel hombre, baboso y repelente como un sapo, la repugnaba.

Estaban a bordo del enorme yate del jeque, atracado en el puerto. Una limusina con matrícula diplomática la había recogido a la salida del instituto y la había llevado allí. El Zafiro, el yate del jeque Saif al Busra bin Khalifa, era muy lujoso, pero, igual que el jeque, su interior era más bien siniestro, y no podía dejar de mirar hacia atrás, buscando la manera de escapar de allí, aunque sabía que no le sería fácil. Dos guardias armados la flanqueaban, y había varios más distribuidos por el salón en el que se encontraban.

No podía decirse que hubiera mucha estabilidad en su vida, pero aquella situación la asustaba. Su madre era impredecible, y siempre le tocaba a ella mantener el barco a flote. Tenía que sacar a su madre de allí… si es que podía.

A diferencia del interior luminoso y elegante de otros yates que había visto en las revistas, el salón en el que estaban era lúgubre y el ambiente sofocante. Unas pesadas cortinas no dejaban pasar la luz del exterior, y olía como a cerrado, como a armario viejo, pensó arrugando la nariz.

El jeque y sus invitados estaban mirándola fijamente, haciéndola sentirse como si fuera parte de un espectáculo en el que no quería participar.

Ver a su madre en los brazos de aquel hombre hacía que se le revolviese el estómago. Aunque perteneciese a la realeza y estuviese acomodado en el lugar de honor, sobre una tarima alfombrada con grandes cojines de seda bajo un dosel dorado, era repulsivo. Había contratado a su madre, Roxy Dillinger, para que cantara en su fiesta, y había expresado su deseo de que ella asistiese también, aunque Millie no entendía qué pintaba allí.

–Hola, jovencita –la saludó el jeque en un tono lisonjero que la hizo estremecer–. Me alegra que hayas venido –añadió, haciéndole señas para que se acercara.

Ella no se movió, pero su madre, que tenía una copa de champán en la mano y parecía que ya estaba ebria, le siseó al jeque entre dientes:

–Se llama Millie.

Él la ignoró, como si le diera igual cómo se llamase, y volvió a hacerle señas para que se acercara, esa vez con impaciencia. Millie miró a su madre implorante, rogando para que se excusara y le dijera que tenían que irse, pero no captó la indirecta.

Aún era muy hermosa, pero casi siempre estaba triste, como si supiera que sus días de gloria habían tocado a su fin. Ella sentía la necesidad de protegerla, y tembló de indignación al ver que algunos de los invitados disimulaban risitas maliciosas. A veces se sentía como si ella fuera la adulta y su madre fuera una chiquilla.

–¿Lo ves, Millie? Esta es la clase de vida que podrías tener si te hicieras artista, como yo –dijo su madre levantando la copa y echándose encima parte del champán.

Millie contrajo el rostro, horrorizada ante esa idea. Su sueño era estudiar Ingeniería Marítima. Los invitados del jeque la miraban expectantes. ¿Pero qué era lo que estaban esperando que pasara?, se preguntó. No debería estar allí, ni su madre tampoco, y si su madre empezase a cantar sería aún peor. Se había embutido en un vestido de noche barato y sugerente, y solo podría interpretar un puñado de canciones con esa voz estropeada por el tabaco, para unas personas a las que seguramente les daba igual que antaño se la hubiera llegado a conocer como el Ruiseñor de Londres.

Pero a ella sí le importaba. Quería profundamente a su madre, y se apoderó de ella el mismo instinto protector que mostraría una leona para defender a sus cachorros. Hizo caso omiso de la impaciencia del jeque y le dijo a su madre tendiéndole las manos:

–Es hora de irnos a casa. Por favor, mamá…

–No seas ridícula. Si aún no he cantado… –la increpó su madre, recorriendo con la mirada a su público, que no parecía precisamente embelesado–. Oye, ¿y si cantas tú para estas personas, Millie? –le preguntó en un tono diferente–. Tiene una voz preciosa –le dijo al jeque–. Aunque su voz no tiene tanta fuerza como la mía, ni es tan pura, claro –añadió, abrazándose de nuevo a él.

El modo en que el jeque estaba mirándola hizo a Millie sentir escalofríos, pero no bajó la vista.

–Si vuelves a casa conmigo, te compraré unos pasteles por el camino –le prometió a su madre para intentar convencerla.

Algunos invitados del jeque se rieron de un modo desagradable, pero él les impuso silencio con un gesto.

–Jovencita, tengo a bordo a un repostero de fama mundial. Tu madre y tú podréis tomar todos los pasteles que queráis… pero tienes que ganártelo cantando para nosotros.

Millie sospechaba que lo que el jeque quería no era oírla cantar. Con sus trenzas y sus serios modales, seguramente era una novedad para sus sofisticados huéspedes, que habían empezado a corear su nombre. Pero al contrario que su madre, que parecía verlo como un halago, Millie sabía que estaban burlándose de ella y de la forma más cruel. Con las mejillas ardiendo por la vergüenza que sentía, le suplicó a su madre:

–Por favor, mamá, o necesitas el dinero del jeque. Haré un turno extra en la lavandería…

Nuevas risas chillonas ahogaron su voz.

–Canta, Millie –insistió su madre.

A Millie le encantaba cantar, y hasta se había apuntado al coro de su instituto, pero lo que de verdad la apasionaba era descubrir cómo funcionaban las cosas. Había conseguido un trabajo a tiempo parcial en una lavandería, y con lo que ganaba confiaba en poder pagarse la carrera que quería estudiar.

Los invitados seguían coreando su nombre: «Millie… Millie… Millie…». Miró a su madre. Se le había corrido el rímel y parecía agotada.

–Mamá, por favor, vámonos…

–No os vais a ningún sitio –murmuró el «sapo» desde la tarima. A su señal, los guardias la rodearon, cortándole cualquier vía de escape–. Acércate, jovencita… –le dijo con una voz melosa que la hizo estremecer–. Hunde tus manos en mi cuenco de zafiros; te ayudarán a inspirarte para cantar, como a tu madre.

Millie dio un paso atrás.

–Toca mis zafiros… –le insistió el jeque en ese mismo tono hipnótico–. Siente su fría magnificencia…

–¡No te acerques a él!

Aquella orden, que gritó una voz gélida, sobresaltó a todos los presentes, como si se hubiera oído un disparo. Millie se volvió y vio a un hombre alto y fuerte acercándose a grandes zancadas. Los guardias se hicieron a un lado y el jeque apretó los labios.

Era un hombre joven, alto, fuerte, e increíblemente atractivo, la idea de Millie del prototipo de héroe romántico.

–Vaya, hermano, tan puritano como siempre… –murmuró el jeque.

Un gemido ahogado escapó de la garganta de Millie. «¿Hermano?» ¿Aquel joven era hermano del sapo baboso? Si no se parecían en nada… Además, mientras que el jeque la hacía estremecer de repugnancia, su hermano tenía un efecto muy distinto en ella.

Contrajo el rostro al ver al jeque estrechar con más fuerza a su madre, como si, al verse desafiado por su hermano, pretendiera reivindicar que era de su propiedad.

–¿Nunca has sentido curiosidad por explorar las diferencias entre una generación y otra? –le espetó al recién llegado, mirándolos a él, a su madre y a ella.

–Me das asco –lo increpó su hermano–. No es más que una niña –añadió, posando un momento sus ojos en ella.

Fue algo muy breve, pero Millie sintió como si esa mirada la atravesara. Había ira en sus ojos, pero también preocupación por ella, y eso la hizo sentirse protegida.

–No me puedo creer que hayas caído tan bajo como para traer a una chiquilla a una de tus depravadas fiestas –masculló el joven con desprecio.

–¿Por qué no? –replicó el jeque, encogiéndose de hombros–. Es muy bonita. ¿No quieres que te la deje para que te diviertas un poco cuando haya acabado con ella?

–Yo no soy como tú.

–Eso es evidente –concedió el jeque–. Pero no es asunto tuyo con qué me entretenga en mi tiempo libre.

–Si lo es cuando con tus actos traes el descrédito a nuestro país.

Millie se fijó en que el hermano del jeque había captado la atención de todos los presentes, y no era de extrañar, con esa piel de bronce y ese ensortijado cabello negro como el azabache. Tenía el cuerpo de un gladiador, los ojos fieros de un halcón y sus afilados pómulos y sus elegantes cejas le daban un aire aún más exótico.

–Me repugnas –reiteró–. Vuelvo de luchar junto a nuestros hombres y te encuentro entregándote a las diversiones más depravadas que cabría imaginar. Y supongo que no pararás hasta que hayas puesto de rodillas a nuestro país.

–A nuestro país no sé, pero tal vez… –murmuró el jeque, lanzándole una mirada lasciva a Millie.

Ella gimió, sorprendida, cuando el hermano del jeque le rodeó los hombros con el brazo, en un gesto protector.

–No dejaré que la toques.

El jeque agitó la mano con pereza.

–El príncipe Khalid se toma todo demasiado en serio –dijo, mirando a sus invitados–. Siempre has sido igual –añadió, posando de nuevo los ojos en su hermano–. Pero te agradecería que no me dieras la murga con tu sensiblería –le lanzó irritado.

–¿Llamas «sensiblería» a que me preocupe nuestra gente? –le espetó Khalid, apartándose de Millie–. ¿Dónde estabas cuando nuestro país te necesitaba, Saif? –lo increpó–. Dejaste desprotegidas nuestras fronteras y pusiste a nuestra gente en peligro. Deberías avergonzarte –concluyó con un gélido desdén.

–Eres tú quien deberías avergonzarte de haberles arruinado la velada a mis invitados –apuntó el jeque con despreocupación–. Y deberías disculparte.

Khalid sacudió la cabeza.

–Ven, voy a sacarte de aquí –le dijo a Millie con aspereza–. Y, si usted tuviera un mínimo de sentido común –añadió mirando a su madre–, se iría también.

Por toda respuesta, Roxy hizo un mohín y ocultó el rostro en el hombro del jeque.

–¿Es eso lo que quieres? –le preguntó el jeque a Millie.

–¡Sí! –casi gritó ella–, pero no me iré de aquí sin mi madre. Mamá, por favor… –la instó de nuevo.

Era inútil; su madre no se movió.

–Al menos llévate unos zafiros –le sugirió el jeque a Millie en un tono burlón.

–¡Ni los toques! –le advirtió su hermano.

–¡Como si se me hubiera pasado por la cabeza! –exclamó ella.

Era difícil que nadie lograra sacarla de sus casillas, no solía perder los estribos, pero la ofendía que hubiera pensado siquiera que se dejaría comprar con unos zafiros.

El príncipe Khalid esbozó una pequeña sonrisa al mirarla, y le pareció ver respeto en sus ojos.

–Eres una desgracia para nuestra estirpe –increpó este al jeque–. Si no fueras el gobernante de Khalifa…

–¿Qué harías? –inquirió el jeque en un tono meloso–. Soy un obstáculo para tu ambición de ocupar el trono, ¿no es así? –le espetó. Luego, dirigiéndose a sus invitados, abrió los brazos en un gesto teatral y dijo–: Mi pobre hermano no puede soportar que las cosas no sean como él querría que fueran. ¡Qué aburrida sería la vida contigo al frente del país, Khalid!

–Me llevo a la chica –reiteró el príncipe–, y cuando vuelva más vale que su madre ya no esté aquí. Su hija no debería pasar la noche sola.

El jeque lo miró con indiferencia.

–Pero no la pasará sola, ¿a que no, Millie? Te tendrá a ti a su lado –murmuró con una sonrisa burlona.

Millie, que temía por su madre, imploró al príncipe cuando le puso una mano en la espalda para sacarla de allí:

–No puedo dejar a mi madre aquí.

El príncipe Khalid la agarró con firmeza por el brazo y le dijo:

–No sé qué se te estará pasando por la cabeza, pero tú te vas de aquí ya.

–No me iré sin mi madre –insistió ella obstinadamente.

–¡Llévesela de una vez! –le gritó enfadada su madre a Khalid. Se había levantado y tenía los puños apretados–. Eres una aguafiestas –increpó a Millie–. ¡Nunca me dejas divertirme!

Sus palabras hicieron que Millie sintiera una punzada de dolor en el pecho, pero Khalid la arrastró con él fuera del salón, y estaba tan aturdida que ni siquiera oyó el golpe seco de la puerta cerrándose tras ella, y su último recuerdo de esa noche sería la voz de su madre, gritándole que se fuera.

 

 

–¿Cómo te llamas? –le preguntó Khalid a la chica mientras se dirigían a cubierta.

Estaba tensa, y muy pálida. Tenía que conseguir que hablara, que se olvidase por unos momentos del mal trago por el que estaba pasando. Estaba tan callada… Al principio ella permaneció en silencio un buen rato, pero luego, para su alivio, le contestó en un susurro forzado:

–Millicent.

–¿Millicent? –repitió él–. Es un nombre bonito; me gusta.

Aquel nombre iba bien con su expresión seria, sus gafas y sus trenzas.

–Pero todo el mundo me llama Millie –añadió ella tímidamente.

Cuando salieron a cubierta, los envolvió el aire limpio del océano. Al llegar a la rampa de desembarco, Millie se detuvo y miró hacia atrás antes de volverse hacia el príncipe.

–¿Podría hacer algo por mí? –le preguntó.

–Si está en mi mano…

–¿Convencerá a mi madre para que se marche? –le suplicó ella–. Puede que a usted le escuche. ¿Podría pedirle un taxi y mandarla a casa? Tengo algo de dinero; puedo pagarle…

–Veré qué puedo hacer.

–Por favor –insistió ella–, prométame que lo intentará.

–Te lo prometo. Y ahora vete –dijo Khalid señalándole un vehículo que estaba parado junto a la acera. Era la misma limusina que la había llevado allí–. Dale la dirección al chófer y te llevará a casa.

–Pero… ¿y mi madre? –insistió Millie, mirando de nuevo hacia atrás.

–Haré lo que pueda –respondió él. Apretó la mandíbula, repugnado ante la idea de tener que volver al interior del yate–. Y no vuelvas a hacer algo así de imprudente –añadió en un tono severo.

–No lo haré –respondió ella con fiereza.

Khalid siguió al vehículo con la mirada mientras se alejaba con la chica sentada en el asiento de atrás. Con la mochila a su lado y las manos entrelazadas sobre el regazo, iba con la vista al frente. ¡Qué contraste con su madre!, exclamó para sus adentros. Y lo último que pensó antes de subir de nuevo la rampa de embarque fue que Millie era una buena chica y no se merecía pasar por algo así.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Ocho años después…

 

–Ya está, ya funciona –anunció Millie satisfecha, apartándose de la caldera que acababa de reparar.

–Eres una joya –dijo la señorita Francine. Llevaba trabajando en la lavandería toda su vida, y ahora, cuando era octogenaria, se había convertido en la propietaria del negocio. Sonrió a Millie y le dio un abrazo–. No conozco a nadie que tenga tu paciencia para conseguir que estas viejas máquinas sigan funcionando. ¿Qué haría yo sin ti?

–Tendríamos que bajar al río a lavar las sábanas a mano, frotándolas contra una piedra –contestó con sorna la joven Lucy, una de las empleadas.

Millie le sonrió, tomó el lápiz que llevaba atravesado en el recogido que se había hecho esa mañana, y empezó a apuntar en una libreta los pasos a seguir para encender la vieja caldera si fallaba otra vez cuando volviera a sus prácticas como ingeniera marítima.

–Claro que… si se te ocurriera hacer eso con las lujosas sábanas de seda del jeque de Khalifa –apuntó Lucy con una sonrisa traviesa–, te pasaría por la quilla o… ¿qué pasa? –inquirió al ver que Millie y la señorita Francine se habían quedado mirándola con espanto.

–Nada –musitó Millie. Se obligó a relajar el rostro y le lanzó una mirada de advertencia a la señorita Francine para que no dijera nada–. Es que no sabía que había regresado el yate del jeque, eso es todo.

–¡Pero si es enorme! –exclamó Lucy, abriendo los brazos como un pescador explicando con gestos exagerados el tamaño de su última captura–. Si no llevaras toda la mañana trasteando con la caldera lo habrías visto atracar esta mañana en el puerto.

–¿Y cuándo han traído esas sábanas? –inquirió la señorita Francine, tratando de cambiar de tema de conversación–. ¿Dónde están?

Lucy fue a la mesa donde las había dejado para mostrárselas.

–Hará una media hora. Han dicho que tuviéramos cuidado al lavarlas porque son muy delicadas.

–Pues con un yate de ese tamaño en el puerto tendremos que espabilarnos, porque nos va a salir el trabajo por las orejas con todo lo que nos traerán para lavar –dijo la señorita Francine–. Espero que no se nos estropee también la planchadora –añadió inquieta.

–No te preocupes, si se estropea la arreglaré también –la tranquilizó Millie.

Cuando Lucy y los demás empleados estaban enfrascados en sus tareas, la señorita Francine le preguntó a Millie con discreción:

–¿Seguro que estás bien?

–Claro –asintió Millie–. Me encargaré de supervisar el lavado, el secado y el planchado de esas sábanas y las llevaré yo misma al yate –le aseguró en un tono grave.

–No tienes por qué hacer eso –replicó la señorita Francine, mirándola preocupada–. Ya las llevaré yo.

–Quiero hacerlo –insistió Millie–. Es una cuestión de orgullo.

Tenía que demostrarse que podía hacerlo. Además, después de ocho años buscando pistas para poder esclarecer la muerte de su madre, tal vez aquello supusiera una oportunidad.

–Bueno, si estás segura, no seguiré intentando disuadirte –respondió la señorita Francine–. Aunque no sé si creerte cuando dices que estás bien.

–Estoy bien, de verdad –insistió Millie, tratando de parecer animada.

A su anciana amiga, sin embargo, no la convenció demasiado. Mientras entre las dos metían las sábanas en un saco de algodón que usaban para los tejidos más delicados antes de lavarlos, Millie añadió:

–Hacía mucho que no venía con su yate por aquí. Supongo que después del accidente el jeque Saif se ha visto obligado a permanecer por un tiempo fuera del país.

–Millie…

El tono preocupado de la anciana la hizo alzar la vista.

–¿Qué ocurre?

–Debería habértelo dicho –murmuró la señorita Francine, sacudiendo la cabeza con pesar–: no es el jeque Saif quien está a bordo de El Zafiro. Murió hace unos años; por su obesidad, según la prensa –añadió con una mueca de desagrado. Millie estaba demasiado aturdida como para hablar–. Tú estabas fuera, haciendo prácticas en esa plataforma petrolífera.

–Pero entonces… –balbució Millie–, ¿quién está a bordo del yate?

–Su hermano, el jeque Khalid –contestó la señorita Francine.

Millie se sintió como si se hubiese quedado sin aire.

–La muerte del jeque Saif apenas ocupó una pequeña columna en los periódicos, y estabas tan animada cuando volviste que no quise contártelo por no hacerte recordar el pasado.

–Gracias –murmuró Millie.

–No tienes que agradecerme nada –replicó la señorita Francine, poniéndole una mano en el hombro.

Las dos se quedaron calladas. Millie había estado trabajando los sábados en la lavandería cuando había ocurrido la trágica muerte de su madre, y la señorita Francine le había ofrecido un lugar donde vivir. Y desde entonces la buhardilla que había encima de la lavandería se había convertido en su hogar.

–Claro, nadie me mencionó que el jeque Saif hubiera muerto –murmuró Millie aturdida–. ¿Por qué ibais a contármelo? –añadió encogiéndose de hombros. ¿Eran imaginaciones suyas, o estaba rehuyendo su mirada la señorita Francine?, se preguntó–. Perdóname, te debo tanto… No debería estar echándote eso en cara –murmuró, dándole un abrazo a la anciana.