Un servilón y un liberalito o Tres almas de Dios - Cecilia Böhl de Faber - E-Book

Un servilón y un liberalito o Tres almas de Dios E-Book

Cecilia Böhl de Faber

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Beschreibung

Un joven y orgulloso liberal deserta del Ejército y se refugia casualmente en la morada del mayor conservador y monárquico del pueblo.«Un servilón y un liberalito, o Tres almas de Dios» se trata de una novela breve de Cecilia Böhl de Faber ambientada en el campo andaluz. Gira en torno a tres personajes de vida sencilla y está cargada de elementos populares y folclóricos. Un maestro, su mujer y su hermana viven en un antiguo castillo. Una noche, entrando como un ladrón, aparece Leopoldo, un militar que acaba de desertar del Ejército.-

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Cecilia Böhl de Faber

Un servilón y un liberalito o Tres almas de Dios

 

Saga

Un servilón y un liberalito o Tres almas de Dios

 

Copyright © 1857, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726875225

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Capítulo I

El castillo de Mnesteo

Souvent a l'aspect d'une belle

contrée on est tenté de croire

qu'elle á pour unique but d'exciter

en nous des sentiments

élevés et nobles.

 

Al contemplar una hermosa

vista, suele uno sentirse llevado

a creer que es su único objeto

excitar en nosotros sentimientos

elevados y nobles.

Madame de Stael

Ya en otra ocasión hemos hecho mención del antiguo castillo de Mnesteo, que existe en el Puerto de Santa María, y pertenece a los Duques de Medinaceli,. Fue llamado de Mnesteo por haber sido construido por un príncipe fenicio de igual nombre. Pasó después a la dominación romana: luego a la de los moros; hasta que en 1264 lo conquistó el Rey D. Alfonso el Sabio, para cuya conquista le alentó, apareciéndosele la Virgen de los cristianos; en memoria de lo cual dio el sabio y religioso Rey su venerado nombre a aquella población, perdiendo así la bautizada villa su pagano nombre de Mnesteo.

Mas si interesase ahora a alguno de nuestros lectores penetrar con nosotros en su recinto, le serviremos gustosos de cicerone. Haremos aun más; toda vez que en ello le complazcamos, le haremos conocer a sus moradores, y tendremos, según la expresión de una amiga nuestra de infinito talento y gracia1 , un rato de comadreo.

Sentimos que a fuer de verídicos no nos sea posible divertir al lector con una descripción lúgubre y medrosa en el género de las de la autora inglesa Anna Radeliff, en vista de que, según dice Custine, l'imagination aime á frémir (la imaginación gusta de extremecerse). Porque opuestamente, para ser verídicos, tenemos que descender a los pormenores más sencillos, más cándidos, y si se quiere, más triviales de la vida común, si hemos de describir el estado actual del castillo, de este adalid muerto y petrificado, de este grandioso y fuerte esqueleto con pies fenicios, cuerpo romano, cabeza morisca y brazos españoles, que ostenta el Puerto como antiguo y noble blasón de cuatro cuarteles sobre una eminencia, a la entrada de su río Guadalete, a cuya orilla y al amparo de su valiente defensor, se ha ido extendiendo la población, como crece el vástago a la sombra del árbol que lo cría.

Al penetrar en el recinto por la puerta que se halla en la gran plaza a que da nombre, esto es, la plaza del Castillo, se atraviesa un pequeño espacio, se suben unas gradas, y se entra en el compás que precede a la iglesia, que es el punto céntrico del edificio. Fórmala un espacio grande, abovedado, cuyo techo está sostenido por enormes pilares, sin tener más luz que la que recibe por una gran ventana que está al pie de la iglesia, y la toma de un corral interior. No hemos podido averiguar el primitivo destino de esta vasta pieza: si fue aduana, lonja, mezquita o almacenen que se depositasen víveres. Hoy es el adornado, bendito y recogido santuario de un culto sostenido y devoto, al que con gran asiduidad concurren los habitantes de la ciudad.

A la derecha del compás hay una escalera empinada que conduce a lo alto. La plataforma o azotes que está sobre la iglesia, constituye un gran espacio enladrillado, que fue, -y conserva aún hoy día el nombre- de Plaza de Armas. Alrededor de esta plazoleta están las habitaciones que fueron morada de los caudillos, y salas de armas; y que hoy subdivididas forman habitaciones. Vive en la mejor el capellán del castillo; en otra el sacristán; en otra un maestro de escuela; en la más pequeña una anciana viuda: todos tipos los más genuinos de gentes pacíficas; por lo cual uno de los formidables torreones se ha convertido en oratorio, otro en cocina, otro en palomar y otro en jardín. ¿Cómo, pues, amalgamamos con estos objetos la aparición de un moro feroz llevando su cortada cabeza debajo del brazo o de un formidable caudillo cristiano entre cuya celada se divisase una calavera siniestra? ¿Cómo podrían oírse gemidos ni amenazas entre las bóvedas y escaleras de aquellas torres, en que tan pacíficamente cuelgan los chorizos y ristras de pimientos, en que tan amorosamente arrullan los palomos; en que unidas están las almenas con las flores, a las que sirven de reclinatorio, y que por ellas han olvidado de un todo dardos, flechas y arcabuces; en las que tan suaves suenan las preces, y con tan esforzado ¿ qué se me da a mi retumba el doméstico almirez?... No, no; allí no hay malos espíritus, asombros ni horrores: las oraciones, el sol de Dios, la paz material y la del alma, las buenas conciencias y las flores los han ahuyentado.

Si nos asomamos por la ventana de la sala del capellán, que está a la derecha de la plaza de armas, vemos un corral, que sería quizás el cementerio en tiempos de guerra, convertido en un diminuto huerto, presidido por una aislada y austera torre cuadrada, en la que se han amontonado gran cantidad de huesos de bizarros cristianos y valientes moros enterrados en aquel lugar. En cuanto a los huesos romanos que allí puedan hallarse, deben bailar de contento, al considerar que la tierra, a fuerza de oír su famosa plegaria, de que les sea ligera, se ha ido aligerando hasta el punto de no cubrirlos. Los honrado moradores actuales del castillo suplicaron atentamente a estos huesos errantes que cediesen su sitio a las coles y rábanos, a la yerba-buena y al perejil; y que se fuesen apiñando en amor y compañía en aquella torre, testigo de sus hazañas. Los huesos no se negaron a acceder a lo que con tan buen modo se les pedía, y allí están sin que nadie se meta con ellos, sino unos preciosos conejos caseros, que viven, juegan y procrean alegre y pacíficamente a su lúgubre sombra.

Necesaria, es, pues, una fuerza de abstracción, -que no le es dada sino al historiador o al anticuario-, para poder prestar todo el vivo y solemne colorido de su heroico pasado, a aquella mansión de sol, de flores, de paz y silencio, de lindos animalitos caseros y de buenos vecinos.

Hasta los ecos que repitieron los bélicos sonidos de trompas y clarines, han caído en un obstinado mutismo, no queriendo descender a alternar con el canto del gallo, cantor que cual no otro, cumple con una de las primeras reglas de su arte, que es la de echar la voz; con la algarabía de las golondrinas que charlan hasta por las alas; con el ronco y poco armonioso arrullo de los palomos, amantes formales, fieles y comedidos; ni con los destemplados arranques de los patos poco filarmónicos, que sin la más mínima aprehensión, hieren el aire que los rodea y los oídos que los oyen; pero ni aun con los alegres cantares del canario saltimbanqui, que prefiero a las de laurel, coronas de jaramago.

Un lugar hay, sin embargo, en que la mente deja de sonreír, y el alma se eleva ampliamente a otras esferas. Es esta la plataforma de las altas torres, que coronadas de sus almenas, se alzan erguidas en su ancianidad y abandono, tan bellas, tan derechas y tan señoras, como cuando dominaban y defendían el país.

La vista que desde su altura se descubre admira, eleva, embelesa; y si nos es permitido decirlo, deslumbra. ¡Tal es el esplendor de la atmósfera, del cielo y de la mar, la lontananza de los horizontes, la belleza de los objetos, y lo grandioso del inmenso paisaje, que desde aquellas alturas se presenta a la vista!

Al lado del Sur, se extiende en toda su majestad y su brillo el mar, que hacia la izquierda viene a ostentar sobre la barra que precede al río Guadalete el garbo de sus olas y la blancura de sus espumas. Al frente se ve a Cádiz, que aunque distante dos leguas, muestra claro sus tersos y delineados contornos, como dibujados con firme pulso en el esmalte del horizonte.

A la izquierda, siguiendo con la vista el recto camino real por medio de un verde coto, se llega con él, a las dos leguas, al elegante Puerto Real, y siguiéndolo después en su curva, se llega a la isla, o ciudad de San Fernando, donde muere entre albinas la bahía, dejándoles por legado gran cantidad de la afamada sal, que en blancos montes apiñan. En lontananza se extiende Chiclana en su llano, llevando por bandera una ruina, que fue lindísima capilla de Santa Ana, y se encarama Medina en su monte, como vigilando sus verdes campos y sus ganados.

Volviendo la vista a la derecha, se ve subir la carretera en suave cuesta por entre viñas y arboledas, la que más adelante se arrastra por ricos campos de trigo, hasta llegar a San Lucar de Barrameda.

Al Norte, esto es, en dirección opuesta al mar, vése el camino de Jerez atravesar la vega, derecho como el que quiere llegar pronto, y torcer después a la derecha, para salvar los altos cerros, en cuyo seno se ocultan las magníficas canteras que hace tantos siglos están formando los edificios que levanta el hombre, y dedica ya al culto, ya a labrarse sus moradas; y después de pasar cerca de lo que fueron ruinas del castillo de doña Blanca, desaparece detrás del monte.

Este castillo, de que apenas resta vestigio, fue edificado por D. Alonso el Sabio sobre una eminencia que dominaba el río; pero el río ha tomado las de Villadiego como un desertor, si no a sus banderas, a su cauce. Relevado por consiguiente el castillo del cargo de vigilarlo, cansado de su soledad y de su farniente, se ha caído como una barraca sin respeto a su poético nombre de Castillo de doña Blanca, nombre que debe a la tradición, que jura y perjura que en aquel solitario albergue encerró el Rey D. Pedro a la mujer que le faltó a la fe debida.

Vése también en la vega otro objeto lleno de actualidad y palpitante de interés (según se espresan en francés traducido los periódicos de la corte y sus socios de las provincias), se ve, sí, se ve, poniendo cuidado o sacando un anteojo de larga vista, el camino de hierro; pero... ¡qué chico! ¡qué mezquino! Cuando en seguida se baja la vista, y se mira aquel castillo de otras edades, tan grande, tan fuerte y sólido; cuando se miran las iglesias seculares, allí, en Cádiz, en Puerto Real, serenas e inmutables entre huracanes, vicisitudes, guerras y siglos... y se comparan a esa moderna obra magna, no puede uno menos de considerar que mientras más se emancipa el hombre de Dios, más mezquinas, efímeras, e inconsistentes son, no solamente sus ideas, sino también sus obras.

Sirven de punto de vista a este cuadro del Norte, los montes de Ronda, que el San Cristóbal tiene á sus pies, mientras alza su cabeza entre nubes.

Esta vista toda es magnífica y grandiosa. Ostenta el país tan abierta y completamente sus contornos, como muestra su índole una persona franca. Todo lo alcanza la mirada, que después de vagar con delicia por la tierra, tan bella como la ha hecho Dios, se alza al cielo más bello aun, lleno de admiración y gratitud ofreciendo ambos al Criador; que agradecer es amar, y admirar es tributar homenaje

Pero volvamos a bajar con cuidado para no perder pie, los vetustos y carcomidos escalones de las escaleras, y regresemos a la Plaza de Armas, la más pacífica del mundo que conserva, -a pesar de ser el más descarado anacronismo, -su nombre, como prueba palpable de la fuerza de la tradición.

A la derecha de la escalera está la habitación del sacristán, que es la menos buena, por tener Inces a corrales; en esta es donde se halla el torreón, poco elevado, sobre cuyo turbante de almenas ha puesto la sobrina del sacristán una corona de flores.

Una vez en la Plaza de Armas, vemos a la izquierda la habitación de la viuda, dueña del corral de gallinas y del torreón-palomar, torreón bonachón que no se desdeña de proteger al palomo persergido por el gavilán, como protegió a príncipes contra reyes, a caudillos contra caudillos.