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El último soltero estaba por fin dispuesto a comprometerse… con una mujer que no podía quedarse a su lado El sheriff Mac Delaney no podía ni creerlo, todos sus compañeros de póker lo habían abandonado para pasar por el altar. Los solteros estaban cayendo como moscas, pero Mac no. Jamás. Era el único agente de la ley del pueblo, por lo que estaba demasiado ocupado como para enamorarse… Pero entonces la conoció a ella. La doctora Francesca Carmichael era lista, valiente… e increíblemente sexy. Pero tenía un pasado que quería dejar atrás… y que iba a obligarla a seguir huyendo.
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Seitenzahl: 216
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Carolyn Hanlon. Todos los derechos reservados.
UN SOLTERO MUY ATRACTIVO, Nº 1476 - marzo 2012
Título original: The Last Bachelor
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9101-573-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
A Mac Delaney lo deprimían las bodas.
Y aquélla era verdaderamente deprimente para él.
Acababa de perder a su último compañero de póquer.
Con una sonrisa educada en la cara, Mac observó cómo Jack Hathaway conducía a su flamante esposa a la pista de baile para bailar un vals.
Durante el pasado año, cada miembro de su grupo de póquer de los martes por la noche había caminado hasta el altar. Oh, iban a seguir yendo a la cárcel a jugar a las cartas los martes por la noche. Se lo habían prometido. El matrimonio no cambiaría eso. Pero Mac sabía que no era así.
Mientras las demás parejas se unían a los novios en la pista de baile, Mac escudriñó con la mirada el salón de la vieja mansión Barclay, el parador más grande de la ciudad. La sala estaba llena de risas y de música. Había velas por todas partes y el champán corría libremente. Junto a la pared había una mesa de bufé llena de comida. Todo el mundo se lo estaba pasando bien.
Parecía difícil imaginar que hacía poco más de un año, la mansión Barclay hubiera estado cerrada. Algunos pensaban que estaba habitada por el espíritu de una mujer cuyo retrato colgaba sobre la chimenea.
Mac observó a la joven del cuadro.
Mattie Whittaker, el fantasma y chivo expiatorio favorito de Barclayville.
Parecía completamente inocente, pero durante cincuenta años, supuestamente habría estado provocando desgracias, hechizando la mansión, tocando el clavicordio, inundando el aire con olor a lilas y maldiciendo los matrimonios de la gente.
Pero entonces, un año atrás, todo eso había cambiado cuando el sobrino nieto de Mattie, Grant Whittaker, se había casado con la bella Mattie Farrel y habían convertido la mansión Barclay en un parador. Ahora todo el mundo creía que el fantasma había retirado la maldición y se había vuelto casamentera. Y tenía tanto éxito que parecía haber infectado a todos los residentes de Barclayville con el gusanillo del matrimonio.
Mac Delaney no creía en maldiciones ni fantasmas casamenteros. Ni tampoco creía que el matrimonio fuese una enfermedad contagiosa. Pero como antiguo policía de Nueva York y actual sheriff de Barclayville, creía en los hechos. Y el hecho era que el índice de matrimonios había subido en Barclayville. Incluso el viejo George Zinder, que llevaba el restaurante local y que había permanecido soltero hasta los ochenta, finalmente había caído prendado de la solterona Ada Mae Clemson.
–Tío Mac, ¿por qué no bailas?
Mac se dio la vuelta y le dirigió una sonrisa a Katie, su sobrina de once años. Llevaba detrás a su compañero de clase Benny Wilson, un joven con síndrome de Down que repartía el periódico semanal de Barclayville.
–Me parece a mí que todo el mundo aquí tiene una pareja. Yo soy el raro –dijo.
–No, no lo eres –dijo Katie escudriñando la habitación–. Hay una chica a la que deberías conocer. Está por allí. O lo estaba hace unos minutos. Le he prometido a Benny que le enseñaría a bailar el vals. Luego volveré y la encontraré.
Mac observó cómo Katie arrastraba a Benny hacia la pista de baile y escudriñó la sala de nuevo. Le había dicho la verdad a Katie hacía unos segundos. Él era el raro.
No tenía hambre y tampoco quería bailar. No estaba de humor para bodas. Se abrieron las puertas de cristal que daban al porche y una leve brisa con olor a flores inundó el lugar. Pero Mac olió a vía de escape. Sonriendo a amigos y vecinos, comenzó a caminar hacia la puerta.
Estaba a tan sólo un par de metros de la puerta cuando se topó con su amigo Grant.
–¿Ya te marchas? –preguntó Grant.
–Tengo que fichar en la cárcel –contestó Mac.
–No habéis encerrado a nadie allí durante casi un año –dijo Grant riéndose–. Sólo tienes miedo de que, si te quedas aquí mucho tiempo, mi tía abuela Mattie te encuentre una esposa.
–Muy gracioso.
–Sólo es cuestión de tiempo. Hicimos una lista en la despedida de soltero de Jack. Y los únicos solteros que quedáis en el pueblo sois tú y el viejo Hannibal. Creo que es justo que sepas que apostamos para ver quién sería el próximo objetivo de mi tía abuela.
Mac miró hacia el porche, donde Hannibal, un perro enorme, estaba tumbado dormitando junto a la barandilla.
–Espero que tú apostaras por Hannibal.
–Claro que lo hice. Créeme. Pero yo estaba en minoría, amigo. Jack y los demás apostaron por ti. Ya veo los titulares. «El último soltero de Barclayville muerde el polvo» –sin dejar de reírse, Grant se acercó a la mesa del bufé para reunirse con su esposa.
Mac salió al porche y entonces se dio la vuelta para mirar una vez más el retrato sobre la chimenea. Si él era el último soltero del pueblo, desde luego pretendía seguir así.
Fue entonces cuando Mac la vio y se detuvo en seco. Fue la larga melena de pelo negro lo que primero llamó su atención. Pero fue su cara lo que la mantuvo. Aquella piel pálida y rasgos delicados indicaban fragilidad. Pero, viendo su barbilla decidida, no quedaba duda de su fortaleza de carácter. Los contrastes siempre lo habían fascinado.
¿Quién era? Siendo el sheriff, su trabajo era conocer a todo el mundo en Barclayville. Los misterios también lo fascinaban. Ya había dado un paso hacia ella cuando se dio cuenta de que también se dirigía hacia las puertas de cristal como había hecho él hacía unos instantes. Mac esperó mientras ella se dirigía hacia él, advirtiendo cómo su vestido blanco dejaba ver sus hombros desnudos. La chica se giró justo antes de salir y sus miradas se encontraron.
Mac sintió inmediatamente un vuelco en el estómago y, por un momento, se quedó con la mente en blanco. Aquella experiencia no tenía precedente. En ese instante, lo único que veía era a ella.
Ni siquiera se había dado cuenta de que se hubiera acercado más, pero cuando ella tropezó, estaba lo suficientemente cerca como para agarrarla por los brazos y enderezarla. De pronto se sintió rodeado por un intenso olor a lilas.
–Mi zapato –dijo ella. El zapato yacía entre ambos, con el tacón atrapado entre dos tablas. Los dos se arrodillaron y ella le cubrió la mano con la suya mientras trataban de desatascarlo.
Mac levantó la mirada y observó sus ojos. Eran hechizantes. Grises, un color que lo hacía pensar en el cielo en verano al anochecer, haciendo promesas de una noche caliente y bochornosa.
–Necesito el zapato.
–Soy Mac Delaney, el sheriff local –dijo él–. ¿Y tú eres…?
De pronto ella se puso en pie. Para cuando él se levantó, la desconocida ya estaba a medio camino atravesando el césped. Incluso con un zapato, se movía con rapidez. Parecía asustada.
–Espera… –dijo él yendo tras ella–. Tu zapato…
Fue la música del clavicordio lo que hizo que Mac se detuviera en seco.
Parecía la Marcha Nupcial de Mendelssohn.
No podía ser. Mac se giró hacia la mansión y frunció el ceño. Noo creía en los fantasmas.
Y, desde luego, no pensaba que una mujer pudiera hechizar a un hombre sólo con sus ojos. Con el ceño aún fruncido, miró hacia abajo y observó el zapato que sostenía en la mano.
Entonces sonrió. En cualquier caso, sería muy arriesgado ir tras ella y tratar de devolverle el zapato. Ése había sido el error del príncipe de la Cenicienta. Y había acabado casado.
Cuando comenzó a atravesar el césped hacia el lugar donde había aparcado su furgoneta, su sonrisa se hizo más amplia. Siendo el último soltero de Barclayville, un hombre tenía que ser muy, muy cuidadoso.
Corría. Parecía que llevase así horas. Pero no parecía estar más cerca del coche.
Estaba oscuro. Eso no importaba mientras siguiese viendo las luces del coche. La lluvia caía con fuerza. Eso no le había importado hasta que el agua comenzó a pegarle la falda a las piernas. Un relámpago cortó el cielo oscuro y, acto seguido, se oyó el trueno. Pero eso no le dio miedo. El miedo llegó cuando perdió de vista los faros del coche.
Comenzó a correr más rápido y resbaló sobre el suelo mojado. Recuperó el equilibrio y siguió hacia delante. Volvió a ver los faros del coche. Parecían más lejanos. El coche estaba ganando la carrera. El viento la golpeaba en la cara, empujándola hacia atrás. Tenía que llegar. En aquella ocasión tenía que alcanzar al coche y detenerlos antes de que se llevaran a Suzanna.
Estaba llorando. Pero, por encima del sonido de sus sollozos, podía oír el chirriar de los neumáticos y el motor del coche cuando llegaba a la autopista.
Justo antes de que todo se volviera oscuro, gritó.
Frankie se incorporó en la cama respirando entrecortadamente. Estaba temblando de frío. Su camiseta estaba empapada. Y su teléfono… ¿no había estado sonando? Descolgó inmediatamente, pero no oyó más que el sonido de los tonos. ¿Habían sido sus propios gritos los que la habían sacado de la pesadilla?
Volvió a colgar el auricular y se rodeó las rodillas con los brazos. En sólo un minuto estaría bien. Lo único que tenía que hacer era tomar aire. Con una mano se secó las lágrimas de la mejilla. No había tenido aquella pesadilla durante casi un año. No desde que dejara Syracuse y se mudara a Barclayville. ¿Por qué la habría tenido esa noche?
Gradualmente fue siendo consciente del olor de la vela de vainilla de su mesilla, del sonido casi silencioso de su reloj y del goteo del agua en los aleros. Había estado lloviendo cuando se había quedado dormida.
Se acercó a la ventana y pasó los dedos por las gotas del alféizar. Se había quedado dormida durante un aguacero. Quizá la tormenta hubiera desencadenado la pesadilla. O quizá el hecho de que el próximo domingo se cumpliese el primer aniversario del suicidio de Suzanna Markham.
O podría ser su subconsciente advirtiéndole que había roto la promesa que se había hecho a sí misma cuando había comenzado a implicarse en los problemas de Benny Wilson. No era que tuviera otra opción. No con Katie Delaney por medio.
Frankie sonrió al pensar en aquella niña, pero su sonrisa desapareció al recordar el día en que Benny y Katie se habían ofrecido a ayudarla a limpiar las hojas muertas del invierno de su jardín. Cuando Benny se había quitado la camisa… Frankie aún recordaba perfectamente los cardenales en la espalda del chico. Y la mirada en la cara de Katie cuando le había rogado que lo ayudase. No había tenido elección.
Frankie se obligó a recordar la noche que acababa de pasar con Benny en su nueva casa. Sus primos, Jim y Nancy, estaban entusiasmados de tenerlo allí. ¿Sería eso lo que había desencadenado la pesadilla? Quizá el éxito al haber ayudado a Benny hubiese hecho que su subconsciente la traicionase haciéndole recordar el fracaso con Suzanna.
–Contrólate, Carmichael –dijo mientras se apartaba de la ventana y se dirigía hacia el vestidor. Si siete años de estudio y un doctorado le habían enseñado algo, era que una psicóloga que trataba de psicoanalizarse a sí misma era carne de sanatorio psiquiátrico.
Se quitó la camiseta empapada y se puso la de baloncesto de la universidad de Syracuse. La enorme «S» en la camiseta hizo que volviera a pensar en Katie Delaney. La niña era una fan incondicional del equipo de baloncesto de la universidad, incluso cuando perdían.
–Aprende de Katie –se dijo a sí misma mientras bajaba por las escaleras–. Piensa en positivo, Carmichael. Has ayudado a Benny Wilson. E hiciste todo lo posible por Suzanna.
Frankie tomó la pila de catálogos por correo de la mesita del café y se apresuró hacia la cocina. Lo que necesitaba era una taza de café y una noche de escape. Los catálogos eran la vía más rápida que conocía a un mundo de fantasía. En pocos minutos estaría eligiendo algo nuevo para su armario, algo que reemplazara los vaqueros y las camisetas.
Estaba buscando el interruptor de la luz de la cocina cuando advirtió la luz en su contestador automático. De modo que sí había sido el teléfono lo que había oído. No había sido sólo parte del sueño. Vaciló antes de pulsar el botón. No sabía quién podía haberla llamado a esas horas de la noche. Su padre sólo llamaba por Navidad, y eso prácticamente le dejaba sólo a su madre. Aunque la doctora Cecilia Carmichael, famosa bióloga, sólo llamaba a su hija para echarle una charla. Con un suspiro de resignación, Frankie pulsó el botón.
–¡Váyase! Antes de que desaparezca otro niño. ¡Váyase ahora mismo!
Frankie se quedó quieta mirando al teléfono mientras el miedo de la pesadilla reaparecía de golpe. No podía estar ocurriendo de nuevo. No había recibido una llamada telefónica ni una amenaza desde que se había mudado a Barclayville. ¿Cómo podía él haberla encontrado? Se había mostrado cuidadosa a la hora de mantener su anonimato. Durante casi un año había vivido en paz, construyéndose una nueva vida. No podía estar volviendo a ocurrir.
Bien. Observó la luz del contestador durante un segundo y encendió la de la cocina, bordeando la encimera que separaba la cocina del salón y encendiendo todas las lámparas de la habitación. No iba a volver a ocurrir. Sacó un filtro del armario y el café del frigorífico. Los colocó en la cafetera automática, echó agua y pulsó el botón. No iba a permitir que volviese a ocurrir.
La última vez había huido. Pero en esa ocasión no iba a huir, y no cometería el error de llamar a la policía. En Syracuse no la habían ayudado en nada. Tras indagar un poco en su pasado, habían decidido secretamente que merecía ser acosada.
Se había construido una nueva vida en Barclayville y no iba a dejar que nadie se la arrebatase.
–Tess, aún no es momento de entrar en pánico –dijo Mac Delaney agarrando el auricular con fuerza y tratando de seguir su consejo. Su sobrina, Katie, se había escapado. Llevaba cinco horas desaparecida. No, Katie no estaba desaparecida. Simplemente había discutido con su madre y se había ido con la bicicleta.
–Siento que debería estar haciendo más –dijo Tess–. Quizá si me acercara a la cárcel…
–No. Katie regresará en cualquier momento. No querrás que regrese a una casa vacía.
–No. Claro que no. ¿Se te ocurre alguien más a quien pueda llamar?
Mac escuchó cómo su hermana repetía la letanía de llamadas telefónicas que había hecho. Una hora antes, el único caso que el sheriff de Barclayville había estado dispuesto a resolver era el de la última novela de misterio llegada a la biblioteca. Y ni siquiera había podido ponerse con ello. En vez de eso, había estado caminando de un lado a otro, matando el aburrimiento.
Observó las fichas de póquer y la baraja de cartas que había colocado junto a la cafetera. Incluso había conseguido un par de bolsas de aperitivos. Su esfuerzo había caído en saco roto porque su partida de póquer de los martes había sido cancelada.
Todos sus amigos habían ido llamando con diversas excusas. No es que Mac se hubiese quejado. De ser así, Grant le habría asegurado que él sería el próximo en caminar hasta el altar.
Pues haría falta algo más que un fantasma casamentero para conseguir eso, pensaba Mac. Pero, mientras lo hacía, recordó a la mujer que había conocido en la mansión Barclay. En las pasadas dos semanas, ella se había colado en sus pensamientos con frecuencia. Incluso en sus sueños. Había comenzado a pensar en ella como su «encantadora».
No, no era suya. Y no iba a serlo.
Volvió a mirar las fichas de póquer. No creía en los fantasmas que infectaban a la gente con el gusanillo del matrimonio. Lo más importante, no creía en el matrimonio. Mac se dejó caer en su silla y miró a la calle. El matrimonio significaba echar raíces, y había decidido escapar de las raíces la noche en la que había huido de la granja de los Delaney y de las mentiras.
El libro que pretendía leer seguía en su escritorio. Pasó los dedos por la cubierta y sonrió. Era Katie la que lo había elegido en la biblioteca para que tuviese algo que hacer las noches que pasara en la cárcel. El amor por los libros era algo que había compartido ella desde siempre. Recordaba claramente cómo ella solía sentarse frente a él durante horas mientras Mac le leía.
–¿Mac, qué piensas?
–¿Sobre qué? –preguntó él devolviendo la atención a su hermana.
–¿Sobre lo de llamar a Martha Bickle? ¿Crees que debería hacerlo?
Mac sonrió. Martha Bickle era la cotilla del pueblo por experiencia.
–Por supuesto. Será más efectivo que dar un aviso a todas las unidades.
–Y había pensado otra cosa, aunque parecerá una locura –dijo Tess–. Quizá se le haya metido en la cabeza ir a visitar a su padre. En este momento podría estar en un tren o en un autobús camino a Nueva York.
Era una posibilidad que se le había ocurrido también a Mac cuando Tess le había contado los detalles de la discusión. De algún modo, Katie había descubierto la verdad sobre su padre, que estaba vivo y que su madre le había mentido.
Diez años de experiencia en el departamento de personas desaparecidas de la policía de Nueva York le habían enseñado a Mac a meterse en la mente del desaparecido. En esa ocasión, había sido fácil. Sabía exactamente lo que Katie estaría sintiendo.
Él era mayor, con dieciocho años, cuando averiguó que el tipo que siempre había considerado como su padre era en realidad su tío. Aún recordaba la ira que había sentido.
Pero, tras dejar a un lado la rabia y el resentimiento, recordaba haber sentido curiosidad por su verdadero padre, incluso a pesar de llevar años muerto. El padre de Katie estaba vivo. Y su primer impulso habría sido visitar a la persona que no había existido durante diez años. Su padre, Dexter Thorne.
–He contactado con un amigo que es investigador privado en Nueva York. Se llama Logan Campbell. Me ha ayudado con algunos casos y está vigilando el ático de Thorne. También le he enviado una foto de Katie para que uno de sus hombres pueda comprobar las estaciones de tren y de autobús.
–¿Entonces no crees que esté loca? –preguntó Tess.
–He pensado que estás loca desde que tenía diez años.
–Hablo en serio –insistió Tess.
–Lo que creo es que estamos los dos sacando las cosas de quicio. Katie está furiosa y herida. Pero es lista y te quiere. Tan pronto como lo solucione, regresará a casa.
–De acuerdo –dijo Tess–. Seguiré diciéndome eso a mí misma. ¿Has tenido ocasión de averiguar algo sobre esa doctora Frankie? Katie estaba segura de que ella lo comprendería. Quizá haya contactado con ella.
–Estoy trabajando en ello –dijo Mac observando un archivo que tenía delante. Lo había comenzado cuando Tess lo había llamado por primera vez, y lo último que quería era que su hermana supiese lo que había descubierto sobre la popular psicóloga radiofónica hasta el momento–. Tienen que llamarme en cualquier momento.
–Dímelo tan pronto como lo sepas –dijo Tess.
–Katie ya habrá vuelto para entonces –contestó Mac, pero tenía el ceño fruncido cuando colgó el teléfono. Estaba más preocupado de lo que quería admitir. En los años que había pasado siguiendo el rastro de desaparecidos, siempre eran los niños los que más lo habían afectado.
Se puso en pie y atravesó las celdas hasta llegar a la tabla de madera que había sobre la máquina de café. Sus tres peores miedos lo miraban desde aquellos carteles que estaban colgados en el mismo lugar desde que había regresado a Barclayville hacía dos años.
Tres niñas desaparecidas. Janie Coulter, de dieciocho años; Casey Matthews, de dos años; y Lisa Ann Walters, de diez años, que había salido en bicicleta y nunca alcanzó su destino.
Fue en la última niña en la que la mirada de Mac se detuvo por más tiempo. Mientras la miraba, la imagen de Katie se sobreponía en la foto. Katie Delaney, once años, un metro cincuenta de estatura, pelo pelirrojo y rizado, ojos verdes.
Regresó al escritorio y levantó el archivo sobre la doctora Francesca Carmichael. Lo último que Katie le había dicho a su madre antes de marcharse de casa era que la doctora Frankie lo comprendería. Si Mac descubría que la doctora tenía algo que ver con la desaparición de su sobrina, tendría que contestarle a unas cuantas preguntas.
Aunque Mac nunca había escuchado personalmente el programa de Pregunta a la doctora Frankie, era evidente que todos los niños de Nueva York de entre ocho y dieciocho años sí lo habían hecho. El joven que había contestado al teléfono en la emisora de Syracuse se había mostrado encantado de hablar sobre la doctora Frankie y sus maravillosos logros. También le había proporcionado una breve biografía. De acuerdo, era una doctora bondadosa. Hija de dos biólogos de renombre. Francesca Carmichael había obtenido su doctorado en psicología infantil a los veintiséis años y luego había pasado un año trabajando en la clínica Summerhaven, un centro para niños con problemas en uno de los cercanos lagos Finger. Tras despedirse de la clínica un año antes, la psicóloga infantil se había convertido en presentadora radiofónica, ofreciendo consejo a adolescentes.
Lo que el joven de la emisora no había mencionado era que la doctora Frankie tenía un historial policial. Era la policía del estado la que le había enviado la información, y la policía de Syracuse se había mostrado encantada de rellenar las lagunas. Tenían un historial sobre ella desde que la arrestaran hacía más de un año por secuestrar a Suzanna Markham, de once años.
El inspector de policía de Syracuse con el que había hablado no tenía una buena opinión de la doctora Carmichael. Suzanna Markham había sido una de las pacientes de la doctora en Summerhaven. Poco después de ser devuelta a sus padres, Suzanna se había escapado para ver a la doctora Frankie. La buena mujer había mentido a la policía en varias ocasiones, consiguiendo esconder a la niña en su apartamento durante casi una semana.
Los cargos por secuestro habían sido levantados poco después de que Suzanna regresara de nuevo a casa de sus padres. Pero, un mes después, Suzanna Markham se había suicidado.
Aquello no era muy reconfortante, pensaba Mac mientras dejaba caer el archivo sobre la mesa. Su opinión durante años había sido que, en el momento que un psicólogo empieza a meterse en la cabeza de un niño, puede hacer tanto bien como mal.
En ese momento, comenzó a sonar la máquina de fax. El departamento de policía de Syracuse había prometido proporcionarle la dirección y el número de teléfono actual de la buena doctora.
Se sintió entusiasmado al ver que el número era local y que la dirección estaba a menos de tres kilómetros, por la carretera que separaba Masons Corners de Barclayville. Miró el mapa que había colgado en la pared. A Katie le habría llevado media hora ir en bici hasta allí.
Pero, si Katie estaba con la doctora Carmichael, ¿por qué ella no habría llamado a Tess para decirle dónde estaba su hija? Quizá tuviese el hábito de mantener a los niños escondidos.
En ese momento, recibió la segunda hoja del fax.
La llevó al escritorio y se encontró a sí mismo viendo fotos de Francesca Carmichael. La mujer de la boda de Jack Hathaway, su encantadora.
Una vez más, se quedó mirando sus ojos. Incluso a pesar de la baja calidad de las fotos y de la impresión, los ojos de la doctora eran… fascinantes.
Mac se dio cuenta de que quería ver a Francesca Carmichael de nuevo. Y no sólo porque ella pudiese saber dónde estaba su sobrina. Quería averiguar si se había imaginado aquel efecto que le había producido en el porche de la mansión Barclay. Debía de haber sido un desliz.
Mientras colocaba las hojas en su escritorio, volvió a mirar las fichas y la baraja de cartas y recordó la huida de sus compañeros de póquer. Fuera lo que fuera lo que los hubiera hecho llegar hasta el altar, puede que hubiese comenzado por algo así. Soñando con una mujer.
¡Ni hablar! Lo suyo con Francesca Carmichael era cuestión de negocios. Y, con un poco de suerte, podría matar dos pájaros de un tiro. Podría encontrar a su sobrina y descubrir qué era eso de la doctora Frankie que tanto lo intrigaba.
Tomó las llaves de su escritorio y salió de la cárcel. Si la doctora había decidido proporcionarle a Katie un refugio lejos de su familia, él no tenía ninguna intención de avisarla de su llegada.
Grande. Ése fue el primer pensamiento de Frankie al ver al hombre bajar de la furgoneta aparcada frente a su casa. La luna llena desprendía su luz por el jardín, y él proyectaba una larga sombra mientras lo atravesaba.
Llevaba la chaqueta vaquera abierta, dejando ver una camiseta y el brillo de lo que parecía ser una cadena de plata. Sus pantalones parecían gastados, al igual que sus botas. Tenía que ser un vaquero. Lo único que le faltaba era un sombrero y un rancho.
Cuando subió el último escalón del porche, miró hacia ella y Frankie lo reconoció. El hombre de la boda. El hombre que había… ¿qué? En las dos semanas que habían pasado desde la boda, Frankie no había sido capaz de poner nombre al efecto que él le había producido. Serían sus ojos. Eran tan oscuros, tan intensos que, por un momento, había pensado que había conseguido leer su mente.
El hombre miró hacia la puerta y llamó tres veces, pero Frankie no se movió. Primero tenía que respirar. Se sentía como si acabara de subir a lo alto de una colina.