Un trato escandaloso - Clare Connelly - E-Book

Un trato escandaloso E-Book

Clare Connelly

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Beschreibung

Bianca 2994 Su única esperanza era el griego... y las condiciones abrasadoras que los unían. Tessa Anastakos tenía todas las de perder después de una relación desastrosa que la había arruinado. Tenía que salvar la empresa familiar y la respuesta a todas sus oraciones podría ser el hombre del que había huido hacía años. Eso, si él aceptaba su disparatada petición de matrimonio. La pasión entre Tessa y el magnate Alexandros Zacharidis no estaba apagada ni mucho menos. Aun así, él, antes de aceptar el escandaloso trato, tenía ciertas condiciones. La primera, que sería un matrimonio de verdad. La segunda, que quería un heredero.

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Clare Connelly

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un trato escandaloso, n.º 2994 - marzo 2023

Título original: Emergency Marriage to the Greek

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411413893

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ALEXANDROS Zacharidis, fuerte, poderoso y hecho a sí mismo, no cometía errores, pero ese era uno de los mayores de toda su vida.

Se apartó de ella aturdido y dominado por una sensación de traición.

–Cristos…

Theresa lo miró con los ojos muy abiertos, las mejillas sonrojadas y los labios hinchados por la pasión.

–¿Alex…? ¿Qué pasa?

Eso le irritó más. ¿Cómo era posible que ella no entendiera lo que estaba sintiendo? Miró fijamente su cuerpo desnudo, lo que hizo que ella se sonrojara más.

–Esto no debería haber sucedido.

Ella frunció los labios, unos labios que le habían recorrido todo el cuerpo unos minutos antes.

–Fue un error –añadió él con un leve gruñido.

–No lo entiendo –ella se incorporó un poco–. ¿Qué pasa?

–Eras virgen –contestó él entre dientes y casi sin poder mirarla.

Se había acostado con la hermana menor de su mejor amigo y había sido el primero para ella, pero, además, lo había hecho el día del entierro de Stavros.

Ella bajó la mirada para no tener que mirarlo y él sintió un arrebato de desesperación. Eso no debería haber sucedido, pero no era culpa de ella… o, al menos, no solo. Él la había abrazado hasta que el dolor y las condolencias se habían convertido en otra cosa.

–Deberías habérmelo dicho.

–Yo… Es que… No se me ocurrió.

Ella lo dijo entrecortadamente, como si estuviera haciendo un esfuerzo para no llorar. Tenía que desistir, tenía que olvidarse, pero no le gustaban las sorpresas ni equivocarse. Era una pesadilla.

–Maldita sea, Theresa. ¿En qué estabas pensando? Sabes quién soy. ¿Por qué lo has hecho?

–Yo… creía…

Estaba pálida como la cera y miró alrededor como si quisiera encontrar una explicación.

–Te pedí que vinieras a mi cuarto y pensé que la intención estaba clara. ¿Viniste creyendo que ibas a acostarte conmigo?

Fue una pregunta tan directa y descarnada que debería haberlo aplacado, pero no podía, necesitaba una explicación, necesitaba entenderlo.

–Cristos, tengo que saberlo –añadió él mirándola fijamente.

–Sí –contestó ella asintiendo lentamente con la cabeza.

–¿Puede saberse por qué lo hiciste? Eras virgen. ¿Acaso creías que yo agradecería el… regalo? Maldita sea, Theresa, tenías que habérmelo dicho, no me interesa haber sido tu primero. ¿Entiendes lo que ha pasado?

Ella separó los labios y movió la cabeza de lado a lado. La lealtad a Stavros debería haberlo mantenido callado, pero la impresión por lo que había permitido que pasara lo dominaba por encima de todo.

–Sexo y nada más que sexo. Algo que hago constantemente con otras mujeres y que no significa nada. ¡Tú eres casi una niña!

Ella dio un respingo y él volvió a pensar que tenía que contenerse, pero le bullía la sangre con una rabia que no había sentido hasta ese momento. Para él, la lealtad era inquebrantable y su lealtad hacia Stavros era incondicional. Sin embargo, el cuerpo de su mejor amigo no había terminado de enfriarse y él había seducido a su hermana. Se dio la vuelta y miró la pared dominado por el pánico y con la sensación de que iba a vomitar.

–Vístete, Theresa. Tienes que marcharte.

Él salió de la habitación sin mirar atrás y tan abochornado que no podría olvidarlo jamás. Se juró a sí mismo que no volvería a pensar en ella, ni en el temblor de rodillas que le había producido.

 

 

Un mes después, Theresa recibió una llamada de Alex. Fue completamente inesperada y se dirigió a ella en un tono inexpresivo. No se traslucía ni la pasión que habían vivido aquella noche ni la rabia incandescente que lo había dominado después.

–¿Qué tal estás?

A ella estaba a punto de explotarle el corazón. ¿Eso era lo que pretendía él?

–Alex, ¿por qué me has llamado?

–Nos acostamos hace un mes.

–¿Y…? –preguntó ella con un hilo de voz.

–Si esa noche hubiese tenido consecuencias…

–No las ha tenido –replicó ella con los ojos cerrados y sacudiendo la cabeza.

–Me alegro. Entonces, asunto zanjado.

–¿Tan horrible fue? –preguntó ella con amargura.

Se hizo un silencio vibrante entre los dos.

–Sí, lo fue.

Él cortó la llamada y ella se alegró de que la conversación hubiese sido por teléfono porque así no podía ver el brillo de las lágrimas en sus ojos. Se quedó con la mirada perdida, pero con una firmeza cada vez más sólida por dentro. La muerte de Stavros la había desolado y la noche que había pasado con Alex lo había rematado, pero no estaba dispuesta a ser una víctima. No iba a permitir que sus padres siguieran tratándola como a un bebé. Era su vida y tenía que vivirla, tenía que agarrar con las dos manos lo que deseaba, y lo que más deseaba era olvidarse de que Alexandros existía, olvidarse de la perfección de sus caricias y borrarlo definitivamente de su cabeza.

Era muy obstinada y en ese momento se alegraba. No volvería a pensar en él.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TESSA no conseguía acostumbrarse a tener el dedo anular vacío aunque hubiesen pasado doce meses desde que, afortunadamente, se firmó el divorcio. Si hubiese tenido que seguir un día más atada a ese hombre atroz con el que se había casado, se habría hecho un ovillo y se habría quedado así para siempre. Aun así, se miró el dedo vacío mientras el ascensor la llevaba a lo más alto de ese edificio en Atenas e intentó convencerse de que el cosquilleo que sentía por dentro tenía más que ver con eso que con que fuera a verse con Alexandros Zacharidis por primera vez después de cuatro años, y menos todavía con la propuesta que tenía que hacerle.

Al fin y al cabo, era una propuesta de negocios y ese era un lenguaje que Alexandros hablaba con soltura. Se quitó un poco de pintura blanca que tenía en un nudillo, un recuerdo del paisaje que había estado pintando esa mañana mientras intentaba armarse de coraje.

¿Qué pasaría si no conseguía verlo? Aquella noche le había cambiado todo su universo. No porque hubiese sido su primer amante ni porque hubiese sucedido justo después de haber perdido a su querido hermano y amigo de Alex, había sido porque el encaprichamiento que había sentido por Alex desde su más tierna infancia podía haberse convertido en otra cosa.

Hasta que la cruda realidad había hecho acto de presencia y él se la había quitado de encima sin contemplaciones. Le había roto el corazón, o eso fue lo que creyó en aquel momento. Ya era lo bastante mayor como para creer en corazones y sueños hechos añicos. Muchas cosas habían cambiado desde aquella noche, entre ellas, su idealismo.

Se abrió la puerta del ascensor y vio un suelo de cemento pulido, unas lámparas industriales de techo y una mesa con tres recepcionistas en el centro del espacio. Detrás de ellas, y enmarcada como un cuadro, se veía una vista impresionante de la ciudad.

–Hola –murmuró ella con cierta indecisión–. ¿Está el señor Zacharidis?

La recepcionista más cercana frunció el ceño sin dejar de mirar la pantalla del ordenador.

–Buenas tardes. ¿Tiene cita?

–No.

–Ah… Lo siento, pero el señor Zacharidis está muy ocupado. Si quiere, puedo intentar que la reciba la semana que viene.

Sin embargo, los titulares de esa mañana seguían dándole vueltas en la cabeza y ella sabía que no podía esperar ni un día más. La salud de su padre estaba empeorando muy deprisa y si su atroz exesposo seguía vendiendo historias a la prensa sensacionalista, eso podría afectarle. No solía ser insistente, pero estaba desesperada.

–Estoy segura de que me encontrará un hueco.

Había estudiado en un internado británico muy exclusivo y tenía un acento tan cristalino como el de la reina, lo que hizo que la recepcionista titubeara, y Tessa aprovechó ese silencio.

–Por favor –ella se inclinó hacia delante–, dígale que estoy aquí. Me llamo Tessa Anastakos.

–Tessa Anastakos… –repitió la recepcionista antes de levantarse casi de un salto.

Al fin y al cabo, el apellido Anastakos era muy conocido en Atenas y en el mundo entero.

–Sí, señora –añadió la recepcionista aunque estaba casi corriendo hacia una puerta.

Tessa esperó y la recepcionista reapareció un momento después.

–Tenía razón. El señor Zacharidis la recibirá.

–Gracias.

A pesar de la calma aparente, sentía un cosquilleo y mil cosas más mientras se acercaba a la puerta. El dolor los había unido hacía cuatro años y se había sentido aliviada en aquel momento mágico, hasta que él se alejó precipitadamente por lo que había pasado. Su virginidad lo había sorprendido, pero había algo más. Era la hermana menor de Stavros, una niña para él.

¿Su propuesta le repelería igual? ¿Su lealtad a su familia haría que dejara a un lado sus sentimientos personales y aceptara su plan? La incertidumbre la atenazaba las entrañas e intentó quitarse las dudas de la cabeza. Tenía que pensar en positivo para que eso saliera bien.

Tessa, para preparar la reunión, había escrito unas mil listas que enumeraban los motivos para que eso tuviera sentido. Sin embargo, no había buscado a Alexandros en Google últimamente y casi se cayó de espaldas cuando él abrió la puerta. Le flaquearon las rodillas y todo se le revolvió por dentro, pero mantuvo una apariencia impasible y esbozó media sonrisa tensa aunque los recuerdos de aquella noche la estremecían de los pies a la cabeza.

«Maldita sea, Theresa. Tenías que habérmelo dicho, no me interesa ser tu primero. ¿Entiendes lo que ha pasado?». Le había dicho él agarrándola de los brazos y mirándola a los ojos como si así fuera a entenderlo mejor. «Sexo y nada más que sexo. Algo que hago constantemente con otras mujeres y que no significa nada. ¡Tú eres casi una niña!». Había añadido él.

Se estremeció otra vez al acordarse de esas palabras con toda nitidez. Además, no era verdad. Era posible que hubiese sido virgen y un poco mimada, pero a los veintidós años ya no era una niña y había estado harta de que todo el mundo la viera así.

–Theresa…

Él la llamó por su nombre completo, como hacía siempre su hermano, y ella notó una punzada en el corazón.

–Todo el mundo me llama Tessa –ella sacudió una mano y volvió a fijarse en el dedo sin anillo–. ¿Qué tal estás, Alex?

Él tenía un gesto burlón inconfundible y cuando la miró lentamente de arriba abajo, estuvo a punto de caerse otra vez de espaldas mientras sentía llamaradas por debajo de la piel.

–Estoy muy bien, gracias, Theresa.

Él dijo su nombre con un susurro socarrón y el pulso se le aceleró un poco. ¿Había cometido un error descomunal? Estaba riéndose de ella y no estaba de humor para eso. Toda Europa estaba riéndose de ella después de lo último que le había contado Jonathan a la prensa.

Se paró en seco irradiando tensión por todo el cuerpo.

–Si vas a burlarte de mí, me daré media vuelta y me marcharé.

Él entrecerró los ojos y a ella casi se le paró el pulso. Llevaba un traje azul marino hecho a la medida de sus casi dos metros y su enorme espalda. La chaqueta estaba en el respaldo de una silla y tenía la impecable camisa blanca desabotonada lo justo para que se viera el cuello poderoso y bronceado. Los recuerdos de sus labios recorriéndoselo se adueñaron de ella y el pulso se le aceleró como un maremoto. Sin embargo, todo le dio vueltas cuando vio su rostro.

Cuando se acostaron juntos, ella tenía veintidós años, era virgen y sus padres la habían protegido obsesivamente del mundo exterior, no sabía nada de hombres o de sexo a pesar de que había estudiado en un colegio de Inglaterra, el país de su madre, y en una universidad de Nueva York. En ese momento, era mayor, se había casado y su encaprichamiento infantil por Alex estaba a años luz de distancia, por eso, la reacción de su cuerpo era inesperada e inoportuna.

Siempre le habían fascinado los cientos de músculos diminutos que se contraían cuando sentía algo, los ojos marrones que pasaban a ser grises cuando se enfadaba o dorados cuando se reía y, cuando llevado por la pasión, separaba los labios.

Quizá estuviese cometiendo un error. Los dos últimos años le habían pasado factura. Estaba maltrecha emocionalmente y, aunque estaba jugando su última baza en ese momento, no sabía si estaba preparada para lo que sentiría si él la rechazaba… o la aceptaba.

Se quedó completamente quieta mientras él le miraba fijamente los ojos color caramelo y los carnosos labios rojos, bajaba la mirada al generoso escote y los abundantes pechos, seguía por la cintura y las estrechas caderas hasta llegar a los zapatos con suela roja que se había puesto para darse seguridad en sí misma, y luego repetía el recorrido en sentido contrario dejando un rastro ardiente a su paso.

–¿Por qué no me cuentas para qué has venido? –preguntó él cruzándose de brazos.

–Yo…

Ella, inusitadamente, se había quedado sin palabras y tragó saliva para intentar concentrarse.

–Han pasado cuatro años –comentó él con frialdad–. ¿Es una visita social o has venido para hablar de algo concreto?

–Lo segundo –contestó ella.

Tessa se dirigió hacia los asientos y notó la mirada de él clavada en su espalda. Se sentó, cruzó las piernas y mantuvo las manos unidas sobre las rodillas.

–Entonces, tendrás que explicármelo.

Él estaba manteniéndola a cierta distancia, como hizo aquella noche, y notó que se le tensaban las entrañas, y volvió a preguntarse si su plan era acertado. Sin embargo, haría cualquier cosa por su padre y el legado que había levantado durante toda su vida.

–Tengo que proponerte… una cosa. Sé que te parecerá un… disparate, pero ¿me escucharás?

Él asintió con la cabeza y ella entendió que no podía seguir dándole evasivas.

–Naturalmente, todo lo que diga es confidencial.

–Naturalmente.

Ella hizo una mueca como si le pidiera disculpas. No tenía ningún motivo para desconfiar de Alex, pero no pudo evitar dejarlo claro después de todo lo que había pasado con su exesposo.

–Tengo que estar segura –murmuró ella.

–Lo juro por Arturo –replicó él con un brillo burlón en los ojos.

–Lo digo en serio, Alex –insistió ella sin hacer caso de su sarcasmo–. Es… importante.

Él inclinó la cabeza para animarle a que siguiera.

–De acuerdo –ella se aclaró la garganta–. Naturalmente, sabes lo que mis padres piensan de ti.

–¿Les pasa algo a Elizabeth y Orion? –preguntó él con el ceño fruncido.

Sintió un dolor muy penetrante por dentro. Ya había perdido muchas cosas, pero la idea de tener que vivir sin su padre la dejaba helada.

–El corazón de mi padre no está respondiendo a la medicación y otra operación, aunque sea necesaria, no está exenta de riesgos. El especialista le ha ordenado que evite todo estrés hasta que pueda llevarse a cabo.

–Sé que se toma la salud muy en serio –murmuró Alex sin disimular la preocupación.

–Siempre te han adorado –siguió ella con tanta delicadeza que él tuvo que acercarse–. Después de que muriera Stavros, tus frecuentes visitas les consolaron mucho.

Él no dijo nada y fue un silencio algo inquietante.

–Eres importante para ellos –siguió ella con nerviosismo–. Te quieren.

–Tus padres son unas personas especiales.

–Sí, lo son.

Ella lo miró a los ojos porque sabía que tendría que apelar al cariño que él sentía por ellos si quería que eso saliera bien.

–Siempre esperaron que acabáramos juntos –a Tessa le costó seguir mirándolo a los ojos, pero sabía que tenía que hacerlo–. Sin embargo, yo no era partidaria de los matrimonios concertados.

–¿Y menos conmigo? –murmuró él.

Ella contuvo la respiración al recordar que, cuando era una niña, había soñado a todas horas con una boda por todo lo alto con Alex. Sin embargo, ya había pasado por el matrimonio y había sido un desastre. Se puso muy recta y sacudió la cabeza una vez.

–No –ella tuvo que morderse el labio inferior–. Eras el amigo de Stavros, no el mío.

–Menos por una noche.

Ella cerró los ojos e intentó tragar saliva.

–Esa noche no nos convirtió en amigos.

Ella no captó que él la miraba detenidamente o el corazón podría habérsele salido del pecho.

–¿Por qué has venido hoy?

Los nervios le corroían por dentro.

–Estoy preocupada por él.

–¿Por quién?

–Por mi padre.

Tessa miró a Alex, parpadeó y sintió un nudo en el estómago por la preocupación sincera que vio fugazmente, antes de que él la disimulara con su habitual máscara de firmeza.

–Cuéntame qué está pasando.

–Yo… –ella apretó los labios cuando no pudo decir ni una palabra.

–Sigue.

Su orden fue como un estímulo y ella se dio cuenta de que no podía hablar con nadie de eso. Jonathan había hecho que fuera recelosa, sus declaraciones constantes a la prensa sensacionalista la tenían en vilo y le aterraba confiar en los demás, pero Alex era distinto.

–Está muy enfermo, Alex. No sé cuándo lo viste…

–Hace meses –la interrumpió él con remordimiento.

–Entonces, no lo habrás notado. Ha adelgazado y está cansado todo el rato. No parece él –a Tessa se le quebró la voz y tuvo que reconocerse lo que ya sabía–. No creo que vaya a durar.

–¿Lo crees o lo sabes? –le preguntó él con el ceño fruncido.

–Lo sé –contestó ella con un susurro tembloroso mientras se dirigía hacia la ventana–. Él no lo ha dicho, pero lo sé. No para de hablar de mi madre y de cómo ocuparse de ella.

Levantó un dedo y se secó una lágrima antes de que cayera. Se dijo a sí misma que no lloraría delante de ese hombre después de que la hubiese tratado como la había tratado.

–Si podía pedírselo a alguien… –siguió ella en voz baja–. Tienes que entenderlo, lo he valorado desde todos los ángulos.

–¿Necesitas ayuda con tu padre?

–No… Sí –Tessa suspiró con desesperación–. Sí en cierto sentido. Yo… cometí un error, Alex, y necesito ayuda para enmendarlo.

–No te entiendo.

–Lo sé –ella se frotó las sienes–. Mis padres lo odian.

–¿A quién?

–A Jonathan, mi exesposo –contestó ella sin poder mirarlo a los ojos.

La decisión de casarse con Jonathan había tenido mucho que ver con el rechazo desalmado de Alex. Todo su mundo se había vuelto del revés por la muerte de Stavros, por haberse acostado con Alex y su reacción, por el dolor devastador de sus padres, que habían canalizado protegiéndola tanto que habían sido asfixiantes… Jonathan había sido su escapatoria, pero no se había dado cuenta de que había ido de mal en peor.

–Entonces, ya es tu exesposo. ¿No soluciona eso el problema?

–No es tan sencillo. Desgraciadamente, no para de decir sandeces sobre nuestro matrimonio a todo el que quiera escucharle. En este momento, va a participar en ese repugnante programa de televisión donde todo el mundo cuenta sus intimidades y el vídeo promocional ya está aireando todo sobre mí.

El silencio de Alex no fue especialmente estimulante.

–Cada vez que se publica un artículo que habla mal de mí o de mi familia, le afecta a mi padre. Tengo que acabar con eso.

–Sí, eso lo entiendo. ¿Quieres que hable con mis abogados?

–No daría resultado –Tessa sacudió la cabeza–. Ya lo he intentado. Él no va a firmar un acuerdo de confidencialidad porque es mucho más rentable cantar como un canario.

–Entonces, está infravalorando tu patrimonio.

–Está intentando exprimir al máximo nuestro matrimonio –ella puso los ojos en blanco–. Él no tiene la culpa. No tenía nada y no quiere volver a esa situación.

–¿Los términos del divorcio no fueron lo bastante generosos?

–Creo que habría dado igual lo que le hubiese dado, siempre habría querido más.

–Es un lío…

–No he venido para hablar de los defectos de mi esposo.

–Exesposo –le corrigió él–. Al parecer, has venido porque necesitas mi ayuda. ¿Qué puedo hacer?

–Quiero recuperar el control –ella levantó la barbilla–. Si ha podido contarle tantas cosas a la prensa es, en parte, porque estoy completamente retirada.

Alex estaba mirándola fijamente, pero ella no podía mirarlo a él.

–¿Por qué? ¿Qué has estado haciendo?

Era una buena pregunta que no tenía respuesta. Llevaba mucho tiempo sin pintar, desde que el estrés por su padre, su matrimonio y su madre le habían secado la creatividad.

–No esperé divorciarme, pero, la verdad, tampoco había esperado casarme con alguien como él.

Tessa soltó el aire y dirigió la mirada hacia él.

–¿Qué significa eso? –le preguntó Alex.

–Da igual.

Tenía que guardarse como fuera la cruda realidad sobre su matrimonio.

–¿Te hizo… algo?

–No me pegó –susurró ella mirando hacia otro lado–, pero me hizo daño de otras maneras. Era posesivo, celoso, iracundo… Cuando creía que no le prestaba suficiente atención, intentaba minarme la seguridad en mí misma. Me insultaba. Unas veces sutilmente y otras, no. Unas veces en privado y otras, tampoco. Es increíble lo deprisa que puede anularte una persona y conseguir que pierdas la fe en tus propias posibilidades. Cuando no conseguía lo que quería, se acostaba con otra y se ocupaba de que me enterara.

–¿Y te quedaste con él?

¿Cómo podía explicárselo? Su matrimonio había sido insoportable al cabo solo de unos meses, pero Jonathan la había tenido bien atada y la idea de divorciarse, de alterar a sus padres, la había mantenido donde estaba.

–Siempre me amenazaba con hacer esto si lo abandonaba –contestó ella con resignación–. Yo no quería que mi vida y la vida de mis padres fuese así, y me quedé con él hasta que fue insoportable de verdad.

–No deberías haberle dado nada con el divorcio –replicó él con rabia.

–Solo quería que desapareciera –le explicó ella con la mirada perdida.

–No me extraña que tus padres lo odien.

–He hecho que pasaran por un infierno, Alex.

–Me parece que tú eres la que has pasado por un infierno.

La compasión sería su perdición y se concentró en sus padres para que sus palabras no fueran un bálsamo.

–Ha sido muy doloroso para ellos y era lo que les faltaba después de la muerte de Stavros. Ahora, con la salud de mi padre, tengo que enmendarlo.

–¿Tienes pensado algo?

–Sí –ella dominó el manojo de nervios–. Puedo tener la solución, pero no sé si tú estarás de acuerdo. Me temo que parecerá un disparate, pero ninguna idea es un disparate, ¿verdad?

–Sigue –contestó él sin parecer muy convencido.

–Me preguntaba qué te parecería casarte conmigo.

 

 

Se hizo un silencio tan sepulcral que se habría oído el sonido de una aguja al caerse.

–Para que quede claro, ¿es una broma?

–No.

Ella hizo un mohín con los labios y desvió la mirada, como había hecho muchas veces a lo largo de esa breve reunión. Además, él no sabía qué se había esperado, pero no había sido eso.

–Entonces, ¿has venido a mi oficina a pedirme que me case contigo?