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Cuando Serenity Alston se hizo una prueba de ADN para experimentar el proceso y poder plasmarlo con más exactitud en sus libros, hizo bromas con la idea de sacar a la luz algún escándalo oscuro sobre sus ancestros. Lo que menos esperaba era descubrir que tenía dos hermanastras. De repente, todo lo relativo a su adorada familia quedó en entredicho, y supo que solo conociendo a aquellas dos mujeres obtendría respuestas. Las tres decidieron investigar aquel misterio refugiadas en la cabaña que los padres de Serenity tenían a orillas del lago Tahoe. Reagan estaba capeando una difícil situación en su trabajo y Lorelei estaba enfrentándose al colapso de su matrimonio. Todas se encontraban en una encrucijada vital, y, antes de que terminara aquel verano, tendrían que afrontar el pasado y decidir cómo iban a continuar sabiendo que todo en lo que creían era una mentira. Sin embargo, era más fácil mirar al futuro al lado de la familia.
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Seitenzahl: 511
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Brenda Novak, Inc.
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un verano perfecto, n.º 234 - abril 2021
Título original: One Perfect Summer
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-362-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
A mis hermanas. Uno de los mejores regalos que me hizo mamá fuisteis vosotras tres.
Serenity
Serenity Alston iba conduciendo por la autopista en dirección este, hacia Donner Summit, agarrando con fuerza el volante. En el horizonte había unas nubes oscuras que no presagiaban nada bueno. Aunque llevaba un BMW X5 con tracción a las cuatro ruedas, si empezaba a nevar la policía podía cerrar la autopista antes de que consiguiese llegar a la salida. Aquello era California, y el mal tiempo, aunque no fuera muy malo, causaba pánico.
La canción Ho Hey, de los Lumineers, que estaba muy de moda cuando ella se había casado con Sean ocho años antes, empezó a sonar por los altavoces y le recordó cómo era su marido en aquel tiempo: guapo, encantador, sincero y formal.
O eso parecía…
Le dijo a Siri que la borrara, pero la siguiente canción, I Won’t Give Up, de Jason Mraz, le recordó lo mucho que ella se había dedicado a él, y el dolor que le había costado esa entrega.
Como no quería revisar toda la lista de canciones en aquel momento, porque, seguramente, tendría la tentación de borrarla casi entera, y debía concentrarse en la conducción, decidió quitar la música. Después de abril no solía nevar en las montañas de Sierra Nevada; sin embargo, aunque ya estaban casi a finales de mayo, había unas nubes negras en el horizonte. Tenía que adelantarse a la tormenta, por si acaso. Las dos mujeres con las que iba a reunirse en la cabaña eran relativamente desconocidas para ella. Y solo ella tenía la llave. Si se quedaba atrapada en la carretera, ¿cómo iban a entrar?
Aunque…
Levantó el pie del acelerador. Tal vez fuera mejor que no llegase a tiempo. Se había arrepentido un poco de organizar aquella reunión. Por fin había podido cerrar el capítulo de Sean y seguir adelante con su vida. ¿Para qué se buscaba nuevos problemas? En aquel momento, su familia era fuerte, funcional, feliz. Y podían seguir así si ella ignoraba y olvidaba lo que había descubierto.
Tenía la tentación de hacerlo. Podría darse la vuelta. Sin embargo, otra parte de sí misma tenía un deseo incontrolable de saber la verdad. Nunca había sido capaz de pasar por alto las cosas y, seguramente, ese era el motivo por el que había elegido la profesión de autora de novelas de no ficción sobre crímenes.
En cualquier caso, no podía pedirles a dos personas que cruzaran todo el país para reunirse con ella y, después, dejarlas plantadas.
Su madre la llamó en aquel momento. Respiró profundamente para intentar calmar su nerviosismo y le dijo al Bluetooth que respondiera.
–Hola, mamá.
–¡Hola! –respondió su madre, con alegría, tan despreocupadamente como siempre.
Serenity se estremeció al oír su voz. Era difícil ocultarle algo a Charlotte; pero, si no hubiera respondido a la llamada, la habría vuelto a llamar. Y, si no se comportaba con normalidad, Charlotte sospecharía que estaba sucediendo algo y se pasaría los próximos meses intentando averiguarlo. Eso le pondría las cosas más difíciles.
–¿Qué tal? –le preguntó Serenity.
–Bien. ¿Qué estás haciendo?
–Voy hacia la cabaña.
–¿Otra vez?
–Claro. ¿Por qué no?
No entendía por qué le importaba a su madre, porque no estaba al tanto de lo que ella tenía planeado. Desde que sus padres se habían ido a vivir a San Diego, desde Berkeley, la cabaña estaba vacía muy a menudo. Ni sus dos hermanas ni su hermano vivían cerca de Tahoe, y su hermano, de veinticuatro años, estaba terminando un doctorado en la UCLA. Sus hermanas, dos mellizas de veintiocho años, vivían en San Antonio. Una de ellas se había casado con un hombre de allí, y la otra, con un hombre lo suficientemente flexible como para ir a vivir a Texas con tal de que las dos hermanas no tuvieran que separarse.
–Bueno, no sé… –dijo su madre–. Has estado yendo a Tahoe casi todos los fines de semana.
–Me encanta estar en el lago.
La cabaña se había convertido en un refugio para ella. En cuanto habían condenado a Sean, y ella ya no había tenido que preocuparse más de que sus abogados le consiguieran la libertad condicional, había empezado a salir de San Francisco siempre que tenía ocasión, en busca de la paz y la tranquilidad que reinaban en las montañas. Eso le proporcionaba algo que hacer y un sitio al que ir durante el tiempo en el que, normalmente, habría estado con su marido.
También le daba la oportunidad de tomarse un descanso de la investigación de los horrendos crímenes de Maynard, que eran el tema central del libro que estaba escribiendo. Frank «Coop» Maynard era un farmacéutico que había asesinado a toda su familia, había huido del estado, había vuelto a casarse y había empezado de nuevo. Por lo general, tenía la capacidad de mantener aislados los crímenes sobre los que escribía, pero parecía que estaba perdiéndola. Desde que había encontrado aquellos archivos en el ordenador de Sean, el hecho de que una persona pudiera ser un monstruo en lo más profundo de su ser era algo que cada vez la afectaba más. Temía no poder seguir escribiendo.
Y, entonces, ¿qué iba a hacer?
–A todos nos encanta ir a la cabaña –dijo Charlotte–, pero… ¿tienes que ir todos los fines de semana? Todavía eres joven.
–¿Y qué tiene que ver mi edad con todo esto?
–Deberías salir a conocer gente. Durante la semana no ves a nadie, porque escribes en casa y nunca sales.
Tenía que trabajar. Tenía que cumplir plazos de entrega. Y, ahora que ya no estaba pensando en tomarse una temporada sabática para tener un bebé y que Sean mantuviera a la familia, porque, gracias a Dios, había encontrado aquellos archivos antes de llegar tan lejos, debía ser muy cuidadosa manteniendo su actividad profesional, o cabía la posibilidad de que terminara sin ingresos.
–¿Te refieres a otro hombre? ¿A otra relación?
–Por supuesto.
–No me interesa conocer a ningún hombre, mamá.
–En algún momento tendrás que superarlo, Serenity. Te vas haciendo mayor.
–Acabas de decir que soy demasiado joven como para encerrarme todos los fines de semana en una cabaña. ¿En qué quedamos?
–Estoy diciendo que, si quieres tener una familia, no puedes esperar eternamente.
–Sí, me gustaría tener una familia algún día, pero si no está escrito, no está escrito.
–Si lo abordas de una forma tan pasiva, por supuesto que no va a ocurrir. No todos los hombres son como Sean. Mira a tu padre.
¿Su madre estaba poniendo a su padre como ejemplo de integridad, cuando era muy posible que él supiera la mentira en la que vivían? Ella ya no estaba segura de si tenía relación con él ni con el resto de la familia. Hacía seis meses, después de hacerse una prueba de ADN para comprobar cómo funcionaba el procedimiento y poder describirlo con exactitud en sus libros, había recibido un mensaje por Facebook. Y ese mensaje que había destruido todo aquello en lo que pensaba que podía apoyarse.
–Todavía no estoy en condiciones de salir con nadie –repitió.
–¿Y Sawyer? –preguntó su madre–. A mí me parece que siempre se ha sentido atraído por ti.
–¿El hermano de Sean?
–¡Ya está bien! No lo mires como al hermano de Sean. Estuvo en el ejército durante la mayor parte de tu matrimonio. Casi nunca lo veías.
Pensó en Sawyer. Su cuñado medía un metro noventa centímetros y tenía una complexión fuerte, el pelo rubio y los ojos verdes.
–Se crio con Sean.
–¿Y qué? En realidad, no son familia de sangre. Ni siquiera vivió con él mucho tiempo.
Pero tenía relación con Sean.
–Sawyer debería estar contento de no tener parentesco con él –dijo Serenity, gruñendo.
–Bueno, salvo por el hecho de que, ahora, Sawyer ya no tiene familia.
Serenity se sintió mal por él. Sawyer no había tenido una infancia fácil. Su madre había muerto poco después de casarse con el padre de Sean que, después, se había encargado de criarlo. Así que, cuando Sean había tenido que someterse a un juicio y todo el clan Alston se había puesto de su parte, habían considerado a Sawyer un traidor y un desagradecido por no unirse a ellos.
–No fue justo cómo lo trataron cuando empezó el juicio. Él solo quería estar del lado de la justicia. Pero, a pesar de eso, él y yo no podríamos estar juntos. Siempre nos hemos enfrentado en todo. Sea cual sea el asunto, tenemos puntos de vista contrarios.
–En lo referente a Sean sí estabais en el mismo bando –dijo su madre.
–Porque Sawyer fue capaz de poner la cabeza por delante del corazón, algo que el resto de su familia no quiso hacer.
El modo en que Sawyer se había enfrentado a la situación demostraba que tenía madurez emocional. Ella se había quedado impresionada, pero no muy sorprendida. Era un hombre muy inteligente, y ese era el motivo por el que a ella le molestaba tanto que estuvieran en desacuerdo. Tenía una gran rapidez mental, era la única persona a la que ella no podía ganar, fuera cual fuera el juego.
Hacía dos años, durante una reunión familiar, habían estado desafiándose el uno al otro en todo, al juego de la herradura, al voleibol, al ajedrez, al backgammon, al trivial… Ella había ganado un par de veces al backgammon, pero había perdido en el resto de los juegos. Nunca iba a olvidar la sonrisa indignante de Sawyer cuando trató por todos los medios de que le concediera la revancha.
–Sean fingió muy bien. Me engañó a mí durante mucho tiempo. Y a ti, también –dijo su madre.
Serenity no necesitaba que se lo recordaran. Se había enamorado locamente de él, y había planeado el resto de su vida a su lado.
–Mentía muy bien –dijo ella–. Y sus abogados, mejor todavía.
Eran tan buenos mintiendo que, en algunos momentos, ella se había preguntado si se había vuelto loca al confiar en su intuición más de lo que confiaba en los abogados de Sean durante el juicio. Había llegado a plantearse si no era una malísima esposa y si no estaba destrozándole la vida a un hombre inocente.
–Estuvo a punto de librarse –continuó su madre–. Y lo habría conseguido de no ser por tu declaración. Estuviste magnífica en el estrado. Todo aplomo. Y Sawyer te estuvo apoyando. Me encantó que se pusiera de tu parte; eso requiere mucho valor, sobre todo, cuando el resto de su familia lo estaba fulminando con la mirada continuamente.
Empezó a llover, y cayeron gruesas gotas de agua sobre el parabrisas. Serenity frunció el ceño y miró al cielo.
–Solo lo hizo porque creía que Sean era culpable –respondió, mientras ponía en marcha el limpiaparabrisas–. De todos modos, seguro que se alegró mucho de que terminara el juicio. Así, pudo seguir con su vida y olvidarse de mí.
Aunque, por extraño que pudiera parecer, había tenido noticias de Sawyer últimamente. Él la había llamado de repente, solo para saber qué tal estaba. Eso, por supuesto, no iba a contárselo a su madre. La conversación que había mantenido con Sawyer había sido un poco embarazosa, y él no había hablado mucho. Habían colgado enseguida.
–Deberías llamarlo para ver qué tal le va –dijo Charlotte.
Ojalá hubiera sido más amable durante su última conversación. Sin embargo, no esperaba volver a tener noticias suyas. Además, estaba muy decepcionada después de lo que había ocurrido con Sean y no quería tener contacto con ningún hombre, y menos con alguno que tuviera relación con su exmarido. No quería recordar todo lo que le evocaba Sawyer. Prefería olvidarse de los últimos dieciocho meses y empezar de cero.
–Si surge la oportunidad…
Antes de que su madre siguiera insistiendo, Serenity le preguntó qué tal le iba a su hermano en la universidad. Últimamente le estaba costando sacar buenas notas, algo poco habitual en él.
Su madre le dijo que creía que Beau iba mejor en los estudios. Después, Serenity le dijo que el tiempo estaba empeorando y que tenía que colgar.
A los diez minutos de terminar la conversación con su madre, la lluvia se transformó en nieve. La carretera se volvió resbaladiza y el tráfico se hizo cada vez más lento, hasta que se quedó parada, mirando la fila de luces rojas de la parte trasera de los vehículos que la precedían.
–Vamos, vamos –murmuró, con impaciencia.
Quería llegar a la cabaña antes que Lorelei y Reagan para dar un paseo por la casa y aclimatarse. Para sentirse envuelta en un ambiente familiar antes de conocer a dos extrañas que eran sus hermanastras.
Pero, tal y como estaban las cosas, ellas iban a llegar primero.
Lorelei
Lorelei Cipriano leyó el último mensaje de su marido:
¿Me estás tomando el pelo? ¿Te has ido una semana fuera en mitad de todo lo que estamos pasando? ¡Creía que estabas de acuerdo en que intentáramos arreglar las cosas!
Ella no había accedido a nada. Su marido había tratado de convencerla, le había rogado que lo perdonara desde que la horrible verdad había salido a la luz. Y ella había estado aturdida, había seguido viviendo durante las últimas tres semanas como si fuera un autómata.
Pero ella no había llegado a ningún compromiso con él, y ni siquiera estaba segura de que pudiera olvidar lo sucedido…
Estaba deseando decírselo, porque él se estaba comportando como si fuera ella la que estaba haciendo algo malo. Sin embargo, ya se había encontrado con Reagan en el aeropuerto de Reno, en Nevada, y ambas habían alquilado un coche para ir hasta la cabaña de Serenity. No quería discutir con Mark delante de nadie, y no quería que Reagan, que iba conduciendo, le hiciera preguntas. Se sentía tan humillada por lo que había hecho Mark que no quería que nadie lo supiera.
Por desgracia, no iba a poder ocultárselo a su familia y amigos. A medida que pasaban las semanas y las pruebas eran cada vez más obvias, ella iba a empezar a darles lástima a los demás, le gustara o no.
–Mamá, quiero salir –dijo su hija, quejumbrosamente.
Pobre Lucy. Solo tenía cuatro años, y le había resultado muy difícil estar sentada en un avión durante casi todo el día. Después, había tenido que colocarla en el asiento de un coche durante otra hora y media, y eso era más de lo que una criatura tan pequeña podía aguantar. Además, debido al mal tiempo, parecía que aquel viaje iba a durar eternamente.
–Pronto –le prometió.
¿Había cometido un error yendo allí con todo lo que estaba ocurriendo en casa? Se hizo aquella pregunta mientras observaba los copos de nieve que caían formando remolinos en el parabrisas y en la calzada.
Sí, era posible. Pero necesitaba una vía de escape y algo de tiempo para pensar en lo que iba a hacer. Y la esperanza de tener un apoyo familiar, algo con lo que no había podido contar nunca, había sido una tentación demasiado grande para ella, no había sido capaz de resistirse. Aunque, al final, decidiera no contarles a Serenity y a Reagan cuál era su situación, le resultaba agradable tener un lugar neutral al que ir mientras reflexionaba. Un refugio, un lugar en el que nadie la conociera y donde no tendría que hacer frente a todas las preguntas que iban a hacerle en cuanto se supiera la noticia.
Era posible que no volviera nunca. Al menos, con Mark.
Contuvo un suspiro y guardó el teléfono en el bolso.
–Hay mucho tráfico –murmuró.
–Sí, demasiado –dijo Reagan, con la frente fruncida.
Lorelei había sentido una enorme curiosidad acerca de sus hermanastras, cuya existencia había descubierto recientemente. Habían intercambiado fotos y se habían proporcionado información sobre su altura, su peso y su físico hacía meses. Las tres tenían el pelo oscuro y los ojos azules. Serenity y Lorelei llevaban la melena larga. Reagan tenía un corte más estiloso, que encajaba con su personalidad segura y sociable. Las tres medían más o menos lo mismo, un metro setenta centímetros, y su diferencia de peso estaba en unos diez kilos. Ella era la que más pesaba, debido a los kilos de más que nunca había conseguido perder después del embarazo. Reagan era la más delgada. Si caminaran juntas por un centro comercial, la gente habría adivinado que eran hermanas, debido a que las tres eran desgarbadas. Sin embargo, Lorelei se preguntó si no habría más parecidos, similitudes que no fueran tan evidentes. ¿Cómo se comportarían sus nuevas hermanas? ¿Serían parecidos sus gustos? ¿Les disgustarían las mismas cosas? ¿Tendrían las mismas peculiaridades?
Al haber sido una niña que nunca había tenido una verdadera familia, que había estado sola y a la deriva tanto tiempo, se había emocionado mucho al encontrar a Reagan y a Serenity. Todas las preguntas, la espera, la búsqueda y la esperanza habían dado resultado, por fin. Había otras dos personas en el mundo, además de su hija, con su mismo ADN. Y, tal vez, el hecho de tener aquellos vínculos y ser parecida a otra gente pudiera llenar el terrible vacío que sentía.
Sin embargo, la emoción de haber encontrado a Reagan y a Serenity se había desvanecido en cuanto su marido le había hecho aquella confesión tan dolorosa. Había perdido los cimientos de su vida. Nunca se hubiera esperado aquel golpe.
–¿Llamamos a Serenity? –le preguntó Reagan–. Deberíamos avisarla de que hemos aterrizado.
–Sí, buena idea.
Lorelei sacó el teléfono e intentó hacer la llamada, pero no pudo.
–Creo que no tengo cobertura.
Reagan, sin apartar los ojos de la carretera, buscó a tientas el teléfono móvil dentro de su bolso, y se lo entregó a Lorelei.
–¿Y yo?
Lorelei miró la pantalla. A pesar de que Reagan tenía otra operadora, la cobertura no era mucho mejor.
–No, igual que yo.
–Vaya… A lo mejor es porque estamos en este desfiladero. Vamos a intentarlo otra vez dentro de un rato.
Lorelei le envió un mensaje a Serenity para decirle que estaban atrapadas en la tormenta y para preguntarle si ella tenía el mismo problema.
Aparentemente, el mensaje llegó a su destinataria, así que Lorelei dejó el teléfono en su regazo y, una vez más, frunció el ceño al ver el tiempo.
–Creo que vamos a necesitar el GPS, así que espero que recuperemos pronto la cobertura. Si no, ¿cómo vamos a encontrar la cabaña?
–Por ahora, estoy siguiendo las señales hacia King’s Beach, porque Serenity me dijo que nos llevarían hacia Incline Village.
–De acuerdo.
Lorelei sonrió como si creyera que todo estaba bajo control, pero era difícil confiar en que una desconocida condujera en aquellas condiciones, sobre todo, con Lucy en el coche. Como vivía en Florida, no estaba acostumbrada a la nieve y, por ese motivo, Reagan le había dicho que ella conduciría. Una vez más, había cedido en contra de sus deseos, y eso se debía a su pasado. Cuando era niña había estado en tantas casas de acogida que había crecido sabiendo que, si no era dócil y dulce, sus padres de acogida podían decidir en cualquier momento que no la querían. Aunque ya era una persona adulta que no tenía que preocuparse de que la enviaran nuevamente a un orfanato a esperar a la siguiente casa de acogida, no conseguía superar los miedos tan arraigados que le había creado aquella situación. Así pues, se había pasado la vida intentando construir lo que siempre le había faltado, lo cual significaba que cedía con demasiada frecuencia y, en aquel momento, ella iba en el asiento del copiloto, y Reagan, que era ejecutiva de una agencia de publicidad de New York, iba conduciendo.
¡Reagan ni siquiera tenía coche propio! ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había conducido?
Su teléfono emitió un sonido para avisarla de que tenía un mensaje.
–¿Es Serenity? –preguntó Reagan.
–No. Es mi marido.
Ojalá no te hubiera dado esa prueba de ADN, le había escrito. Pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Se la había regalado el verano anterior para que ella pudiera averiguar cuáles eran sus orígenes.
Después de haberse hecho la prueba y haber recibido los resultados, no habían encontrado a nadie que pudiera ser su padre ni su madre en la lista de correspondencias que le habían enviado. Sin embargo, nunca olvidaría el correo electrónico en el que la informaban de que alguien llamado Reagan Sands tal vez sí compartiera lazos con ella. Había entrado en la página web de la empresa y había seguido el link de Reagan y, desde entonces, las dos habían mantenido contacto. Todo eso había ocurrido en agosto.
Después, en noviembre, había recibido otro correo del laboratorio de análisis de ADN con una fotografía de Serenity Alston, que se parecía mucho a Reagan y a ella, y que estaba catalogada como «pariente cercano». Serenity no respondía a los mensajes, ya que les había contado posteriormente que nunca abría los correos electrónicos que le enviaba el laboratorio, así que Lorelei la había buscado en Facebook y había dado con ella. Y, después, la había puesto en contacto con Reagan, y habían formado un chat en Messenger.
Qué año. ¿Descubriría en algún momento que tenía otra hermana? Eso era lo que tenía el esperma de un donante. Y, como Reagan, Serenity y ella habían nacido con dos años de diferencia la una de la otra, pero en unas circunstancias tan distintas, ella suponía que ese era el origen de las tres.
Reagan estaba concentrada conduciendo en medio de la tormenta, así que Lorelei aprovechó la oportunidad para contestar a Mark, que le había destrozado aquel año maravilloso y decisivo al causarle tanto dolor.
La prueba de ADN no es el problema, y tú lo sabes.
Él contestó, pero ella no se molestó en leer su respuesta. Seguramente, Mark no iba a querer hablar de lo que había hecho, sino de lo inoportuno que era que se hubiera marchado en aquel momento, teniendo en cuenta la situación de su hogar. Él no entendía lo que había ganado al conocer a Reagan y a Serenity. Ya le había dicho que era una tonta por entablar relación con ellas, teniendo en cuenta los problemas que podían surgir.
«Las relaciones no son solo diversión, Lorelei. También conllevan una responsabilidad». Esas habían sido sus palabras cuando ella le había contado que iba a conocer a sus hermanas en persona.
Y, sin embargo, era él quien le había fallado más que nadie en el mundo.
«¿Y si una de estas mujeres son como Osha y Mercedes? ¿Es que no tienes ya a suficientes personas desequilibradas en tu vida?».
Mark también le había dicho eso y, aunque ella sabía que lo había hecho por egoísmo, no podía negar que sí había demasiadas personas con problemas en su vida. Ella no querría a otra Osha cerca. La más joven de las niñas a las que Lorelei había conocido en su última casa de acogida era tan narcisista que no podía llevarse bien con nadie. Se había casado dos veces y había pasado por dos amargos divorcios y, en aquel momento, trabajaba en la industria del porno y no permitía que nadie se lo cuestionara. Por las cosas que decía y hacía, y por la gente con la que se relacionaba, ella no podía permitir que Lucy la viera. Aunque, en realidad, la propia Osha no había mostrado nunca interés en la niña.
Mercedes, que era dos años mayor que ella, también estaba en la misma casa de acogida cuando ella había empezado el instituto, pero había ido en una dirección opuesta: se había metido en una secta y no hablaba con nadie que no perteneciera a ella por temor a que la llevaran por el mal camino. El líder de la secta les había advertido a sus seguidores que Satán estaba acechando a la vuelta de la esquina y, con eso, les había puesto en guardia contra cualquier cosa que pudieran decirles aquellos que no pertenecían al grupo. Mercedes sí se había interesado por Lucy durante un corto periodo de tiempo, pero ella temía que fuera incluso más peligrosa que Osha.
«Osha y Mercedes son el motivo por el que quiero conocer a Reagan y a Serenity», le había dicho ella a Mark. «No tengo familia de verdad. Tú te criaste en una familia con siete hermanos y hermanas, así que no sabes lo que es eso».
«Algunos de mis hermanos pueden llegar a ser muy difíciles», le había respondido él. «Reagan y Serenity podrían empeorar tu vida, en vez de mejorarla. Aunque tengáis parentesco o un vínculo genético, no sabes cómo se criaron ni qué tipo de gente pueden ser».
Él le había dado unos argumentos tan convincentes que, al principio, había intentado hacerle caso. Durante una breve temporada, incluso, había evitado tener contacto con ellas.
Eso había ocurrido antes de que su marido borrara de golpe sus creencias, su sensación de bienestar, su confianza en él y sus esperanzas para el futuro. Cuando le había contado lo que había hecho, ella había decidido que no quería distanciarse más de Serenity y de Reagan. Tal vez él estuviera equivocado y sus hermanas le ofrecieran alegría, amistad y apoyo.
–¿No hay ninguna noticia de Serenity? –le preguntó Reagan.
Lorelei miró su teléfono.
–Todavía no.
El coche que las precedía se resbaló a causa del hielo. Lorelei contuvo la respiración hasta que el conductor recuperó el control. Había estado a pocos centímetros de chocar con el quitamiedos y, posiblemente, caer por el precipicio.
A Reagan se le pusieron los nudillos blancos sobre el volante, pero no hizo ningún comentario al respecto. Siguió hablando, probablemente para distraerse.
–¿Y qué dice tu marido? ¿Está preocupado porque vayas en coche con este temporal?
–Sí, seguramente –dijo Lorelei–. ¿Y Drew? ¿Qué le ha parecido que vinieras desde la otra punta del país a pasar una semana con unas hermanas a las que no conoces?
Reagan no respondió.
–¿Reagan? –insistió Lorelei.
–Tenía vacaciones –respondió Reagan.
–No estaba hablando de tu trabajo. Me preguntaba si le ha preocupado que estuvieras cometiendo un error al venir a conocernos en persona, o si le parecía bien que vinieras, o si…
–No he hablado de esto con él –dijo Reagan–. En realidad, él no puede decir nada sobre lo que yo haga.
Lorelei se quedó sorprendida.
–Es tu novio, ¿no?
De nuevo, Reagan se quedó callada.
–Vaya –dijo Lorelei, suavemente–. Si estáis pasando por un mal momento, lo siento. Cuando lo mencionaste en Messenger, me dio la impresión de que las cosas iban muy bien entre vosotros, me pareció que estabais enamorados.
–Yo sí estoy enamorada –dijo Reagan–. Ese es el problema.
–¿Y por qué?
Reagan se mordió un labio y la miró de reojo.
–Porque él está casado.
Lorelei se quedó boquiabierta.
–¿Tienes una relación con un hombre casado?
¿Por qué?, quiso preguntarle Lorelei. Reagan era muy guapa y tenía una exitosa carrera profesional. Seguramente, podía conseguir al hombre que quisiera; no necesitaba robarle el marido a nadie.
–Mamá, ¿cuánto falta? –preguntó Lucy, desde el asiento trasero.
Lorelei se había quedado tan asombrada que no respondió hasta que la niña empezó a llorar.
–Vamos a llegar pronto, cariño –respondió, cuando, por fin, fue consciente de la angustia de su hija. El problema era que había estado diciéndole lo mismo durante las tres horas anteriores, y no tuvo ningún efecto.
Al ver que Lucy no dejaba de llorar, Lorelei sacó una piruleta del bolso. Detestaba calmar a su hija con azúcar, pero era lo único que pondría a Lucy contenta hasta que llegaran a la cabaña. Y, con la tormenta y lo que acababa de saber de Reagan, el ambiente ya era lo suficientemente estresante.
–Mira, toma esto. ¿Te sirve?
Su hija miró la piruleta entre lágrimas y sonrió. Aceptó el soborno, y Lorelei consiguió mantener una expresión agradable, aunque ella también tenía ganas de echarse a llorar. Había albergado la esperanza de que sus dos hermanas fueran el tipo de persona que necesitaba en aquel momento. De que el tiempo, el dinero y el esfuerzo hubieran valido la pena. Pero no tenía ganas de esforzarse por alguien que no era mejor que Francine. Su mejor amiga la había decepcionado aún más que Osha y Mercedes.
Reagan la miró con timidez.
–Sé lo que estás pensando.
Lorelei lo dudaba. Reagan no podía saber lo repulsiva que era para ella aquella revelación. No dijo nada, y se puso a mirar por la ventanilla.
–Lorelei, por favor, no me juzgues con tanta rapidez –le dijo Reagan–. Tú eres madre y estás dedicada a la crianza de tu hija y, seguramente, no estás sometida a la tentación con mucha frecuencia. Pero, cuando estás trabajando, como yo, pasas mucho tiempo con tus compañeros y… algunas veces empiezas a sentir cosas que no deberías. Yo nunca hubiera pensado que ocurriría esto. Nunca me había sucedido nada parecido. Fue como si saliera de la nada.
–No me importan las excusas –dijo Lorelei–. Ese es un límite que no debe cruzarse.
Reagan enrojeció. Lorelei sabía que su reacción era exagerada, puesto que no estaban hablando de su marido. Sin embargo, era una situación tan parecida, y ella había albergado tantas esperanzas de que sus hermanas fueran gente a la que pudiese admirar, y con la que pudiese contar, que se había llevado una profunda desilusión.
Reagan ya le había demostrado que no era de fiar en una de las cosas más importantes para ella.
–Gracias por tu comprensión –dijo Reagan, con tirantez.
Lorelei se frotó las sienes.
–Lo siento. Lo que hagas no es asunto mío. Pero quiero que sepas que yo también he trabajado. Soy licenciada en marketing, y fui directora de marketing digital de una empresa grande durante unos años. Ganaba un buen sueldo. Lo que pasa es que…, cuando Mark y yo hablamos de tener hijos, pensamos que lo mejor era que yo me quedara en casa en vez de llevar a los niños a la guardería todos los días.
–¿Por qué es siempre la mujer la que tiene que hacer ese sacrificio? –preguntó Reagan–. ¿Por qué no fue él quien se quedó en casa?
–No siempre es la mujer. Cada vez lo hacen más hombres, y…
–Una parte muy pequeña.
Lorelei hizo caso omiso de la interrupción.
–Y, cuando tuviéramos que pagar la guardería, yo no ganaría lo suficiente como para cubrir todos los gastos y mantener a la familia si hubiera sido Mark quien se quedara en casa.
Dejar su profesión había sido difícil, pero ella había pensado que era lo que tenía que hacer, lo más práctico. Sin embargo, ahora que estaba ante un posible divorcio, pensaba que tal vez hubiera sido más inteligente continuar trabajando.
–Bueno, vamos a ver si sigues teniendo la misma opinión cuando Lucy se haya marchado de casa y estés sola.
–¿Qué has dicho? –preguntó Lorelei.
Reagan frunció el ceño.
–¿Qué tendrás entonces?
–Espero tener una hija feliz y equilibrada. Mark estaba ganando más que yo, así que…
Tenía sentido.
Reagan intentó justificar sus propios actos.
–He estado intentando alejarme de Drew –dijo–. Pero no es tan fácil como tú piensas. Es uno de los socios de la agencia. Lo perdería a él y me quedaría sin puesto de trabajo, y llevo diez años dejándome la piel para llegar donde estoy en Edison & Curry. El mundo de la publicidad es muy competitivo.
–Si es tan vengativo como para despedirte porque ya no quieras acostarte más con él, sobre todo, teniendo en cuenta que está casado, es un imbécil y deberías alejarte de él lo antes posible, cueste lo que cueste –le espetó Lorelei.
–Mamá, ¿os estáis peleando la tía Reagan y tú?
Lorelei exhaló un suspiro y se apartó un poco el cinturón de seguridad para poder girarse hacia su hija.
–No, no, cariño. Es que estamos… cansadas. Hoy hemos hecho un vuelo muy largo, ¿a que sí? ¿Tú no estás cansada?
–No –dijo Lucy, inmediatamente.
Lorelei volvió a suspirar y se giró hacia delante.
–Bueno, pues yo sí.
–Ahora te arrepientes de haber venido –dijo Reagan–. Lo sé.
–No es verdad –dijo Lorelei, mintiendo.
En realidad, tenía la esperanza de que Serenity no la decepcionara tanto como Reagan.
Se había comprometido a estar allí una semana entera y no iba a poder marcharse antes, a menos que se gastara mucho dinero extra en comprar dos billetes de avión en el último momento.
Y eso ni siquiera era posible. Apenas había dinero en la cuenta bancaria que compartía con Mark, y su tarjeta de crédito estaba al límite porque había pagado la reciente obra de la cocina. Él había empezado a pagar muchas de las facturas desde una cuenta separada, y ella sabía por qué: Mark estaba intentando proteger su dinero por si acaso se separaba de él.
Si eso ocurría, iba a quedarse sin nada hasta que el juez repartiera sus propiedades y obligara a Mark a pagar la manutención de la niña y, hasta ese momento, podían pasar varios meses.
Así pues, debía ser muy cuidadosa con los gastos. Y eso significaba que Lucy y ella iban a tener que pasar toda la semana en Tahoe hasta que pudieran tomar de nuevo el avión de vuelta a casa.
Reagan
Reagan estaba indignada consigo misma. Mientras seguía conduciendo en medio de la tormenta y del tráfico, se preguntó en qué estaba pensando al contarle a su hermanastra que era la otra mujer de un triángulo amoroso.
Era la forma más rápida de destruir su credibilidad y su imagen de persona decente, y la forma más rápida de crear rechazo en los demás y de perder su respeto. La pobre Lorelei ni siquiera había tenido la oportunidad de conocerla.
Sin embargo, sentía tanta culpabilidad que ni siquiera pensaba que se mereciera ningún respeto. Por otro lado, ocultar aquella información haría que se sintiera como una embustera. ¿Qué sentido tendría ir a conocer a sus hermanas si iba a mentir sobre quién era en realidad?
A decir verdad, probablemente también estaba buscando a alguien que la comprendiera, que creyera que ella no quería que ocurriera algo así. Ella pensaba lo mismo que Lorelei: que un hombre casado estaba fuera de los límites. Sin embargo, Drew había conseguido atravesar sus defensas sin que ella supiera cómo.
–¿Tú nunca has hecho nada de lo que te arrepientas? –le preguntó a Lorelei.
–Nada como eso.
–Tu situación es muy diferente a la mía. Seguramente, tu marido es el único hombre al que ves diariamente –replicó Reagan. Era una justificación muy débil y ya la había utilizado, pero fue lo mejor que se le ocurrió.
–Preferiría que dejaras de retratarme como si fuera alguien aislado del resto del mundo. Tengo vecinos, amigos y socios. Podría encontrar a alguien con quien… estar, si quisiera.
Sin duda, Lorelei pensaba que ella se estaba acostando habitualmente con Drew. Sin embargo, solo habían mantenido relaciones sexuales una vez. Hacía una semana se habían quedado a trabajar después del horario laboral, hasta muy tarde, y lo que sentían el uno por el otro se había desbordado.
Después de que ocurriera, ella se había quedado hundida. Los días siguientes se había quedado a trabajar en casa para no tener que verlo antes de hacer aquel viaje. Porque estaba enamorada de Drew, porque lo deseaba más de lo que nunca hubiera deseado a nadie, sabía que tenía que alejarse de él hasta que pudiera dominar sus emociones, o volvería a suceder.
–Pero tú estás enamorada de tu marido. ¿Para qué ibas a querer hacer algo así? –le preguntó a Lorelei–. Me has hablado de lo maravilloso que es Mark. No todas tenemos tanta suerte como tú.
–Sí, ya, tengo mucha suerte –le espetó Lorelei–. Como la mujer de Drew, más o menos.
Reagan enarcó las cejas.
–¿De qué estás hablando?
Lorelei se pellizcó el puente de la nariz.
–De nada –dijo.
–Cuéntamelo –insistió Reagan.
Lorelei se giró de nuevo para mirar a su hija.
–Ahora no puedo.
–¿Qué, mamá? –preguntó Lucy.
Ella volvió a mirar hacia delante.
–Nada, cariño.
Reagan observó un segundo a su hermana.
–¿Está ocurriendo algo entre vosotros?
Lorelei asintió.
–¿Desde cuándo?
–Desde hace dos semanas, seis días y… tres horas.
–No me digas que está viéndose con otra persona…
Lorelei asintió.
–¡Me estás tomando el pelo!
–Ojalá –dijo ella, con amargura.
Apareció una señal que anunciaba la distancia hasta Incline Village, pero los números estaban cubiertos de nieve. Reagan esperaba que estuvieran cerca.
–¿Es alguien del trabajo?
Lorelei la miró con el ceño fruncido.
–No.
–¿Una vecina?
–Peor.
–¿Qué podría ser peor que eso?
–Mi mejor amiga sí sería peor.
Reagan la miró boquiabierta.
–Ahora, por supuesto, es mi examiga –dijo Lorelei.
–Lo siento –le dijo Reagan su hermana. No era de extrañar que hubiera reaccionado tan mal cuando le había hablado de su propia situación.
Lorelei no dijo nada.
–¿Cómo te enteraste?
–Me lo dijo él mismo.
–¿Cuando estábamos preparando este viaje?
–Justo después.
El teléfono de Reagan sonó, pero ella lo ignoró. Estaba segura de que era Drew. Estaba impaciente por ponerse en contacto con ella; la había llamado y le había dejado mensajes muchas veces desde que habían pasado aquella noche en su despacho.
–Me sorprende que vinieras.
–Tenía que venir –le dijo Lorelei–. Me sentía asfixiada en aquella casa, con él.
Reagan bajó la voz y trató de elegir cuidadosamente las palabras.
–¿Te imaginabas algo así?
–No.
–Entiendo –dijo Reagan. Miró a Lucy por el espejo retrovisor. La niña estaba concentrada en la piruleta, pero ella subió el volumen de la radio, por si acaso–. ¿Vas a seguir con él?
–No lo sé. Dice que lo siente. Me ha pedido que no le deje.
–¿Y crees que te será fiel en el futuro?
Lorelei se pasó los dedos por el pelo oscuro.
–Ya no lo sé. No confío en él, pero tengo que pensar en mi hija. Y no estoy segura de querer quitarme de en medio para que mi mejor amiga me sustituya. Tampoco sé si podría ganarme la vida. Como tú bien has dicho, llevo seis años alejada del mundo laboral, así que no sé si alguien me contrataría.
Reagan se encogió.
–Pues parece que tienes que sacar a esa examiga tuya de vuestras vidas. Empieza por ahí. Así, tal vez tengas la oportunidad de recuperar vuestra relación y dejar todo esto atrás.
–Ojalá pudiera sacarla de nuestra vida.
–¿Y por qué no vas a poder? No le debes nada.
–Está embarazada –murmuró Lorelei, en voz baja.
Reagan volvió a quedarse boquiabierta.
–Oh, Dios mío…
Lorelei no dijo nada.
–¿Y va a tener el niño? –susurró Reagan.
–Parece que sí.
–¿Y se lo va a quedar?
–Por supuesto. Así tendrá una forma de retener a mi marido.
–Quieres decir que Mark tendrá que mantener al niño.
–Sí. Le extenderá un cheque a Francine todos los meses.
Eso sería infernal, pensó Reagan. Los tres estarían enredados en una situación tan difícil como dolorosa.
–¿Y tendría derecho a visitas?
–Yo tendría que permitírselo. El niño no tiene la culpa de nada. Se merece tener a su padre.
Aquello iba de mal en peor.
–Eso es cierto, pero… Vaya, si lo perdonas, tendrás que tratar con esa amiga tuya, una persona que te ha traicionado, indefinidamente. Y también tendrías que relacionarte con su hijo.
Lorelei bajó la voz un poco más.
–Sí. Pero, si no lo perdono, Francine será quien cuente con él para criar a su hijo. ¿Y mi hija? Ella será la que tenga que hacer la maleta todos los fines de semana para estar con Mark y con alguien con quien yo ya no tengo contacto.
–¿Yo, mamá? ¿Estás hablando de mí? –preguntó Lucy, de repente.
Reagan tuvo que contenerse para no soltar una maldición.
–No, cariño –le dijo Lorelei–. Solo estaba hablando de una amiga con la tía Reagan.
–¿De Francine?
–Sí.
–¿Estás enfadada con ella?
–Sí.
–¿Por qué?
–Porque me ha puesto muy triste.
–¿Por qué?
–Porque me ha quitado algo que era mío.
–¿Sin preguntar?
–Sí, sin preguntar.
En aquel momento, sonó el teléfono de Lorelei, y ella lo abrió.
–Es Serenity –dijo–. Por fin tenemos cobertura.
Reagan escuchó su respuesta.
–Creo que estamos cerca… No, por fin podemos utilizar el GPS. ¿Dónde estás tú?… Sí, nosotras también. Sí, sí. Me alegro de que estés bien… Nos vemos enseguida.
–¿Qué te ha dicho? –le preguntó Reagan a Lorelei, cuando terminó la conversación.
–Parece que el tiempo es todavía peor en la otra dirección, que es desde donde venía ella. Pero acaba de llegar. Quería saber qué tal estamos.
–Tengo que ir al baño –dijo Lucy.
–Oh, no –murmuró Lorelei.
Ese era el motivo de que su hija todavía no se hubiera quedado dormida.
–¿Qué hago? –preguntó Reagan–. No hay ningún sitio donde podamos parar.
Lorelei miró hacia atrás.
–¿No puedes aguantarte un ratito más, nena?
–¡No! –exclamó Lucy, con angustia–. ¡Tengo que ir!
Lorelei miró a Reagan con inquietud.
–¿No podríamos parar al lado de la carretera un segundo?
–No, es demasiado peligroso. Podrían chocar con nosotras. O podemos quedarnos atascadas en la nieve.
Lorelei pasó los siguientes quince minutos intentando calmar a su hija, lo cual fue tan difícil, que Reagan se alegró de no haber pensado en tener hijos.
Aquello terminó con la conversación sobre Mark y Francine, pero, a medida que se acercaban a la cabaña, Reagan no podía dejar de pensar en aquello. Empezó a darse cuenta de que su relación con Drew podía costarle mucho más de lo que hubiera pensado, incluyendo una relación importante con su nueva hermana.
Serenity
Serenity se detuvo frente a una de las paredes de la cabaña de su familia, que estaba llena de fotografías. Las había visto tantas veces que ya casi ni las miraba. Había varias del lago Tahoe, el lago de montaña más grande de Estados Unidos, situado en las montañas de la frontera entre California y Nevada. Era un enclave que gozaba de mucha popularidad entre los fotógrafos y los pintores. Ella tenía varias pinturas en su casa de Berkeley, adquiridas en galerías y tiendas de la zona. Toda la zona estaba llena de belleza, pero Emerald Bay era especialmente deslumbrante. En aquel momento estaba delante de una fotografía espectacular de la bahía, en la que podía verse Fannette, la única isla que había en el lago, con algunas manchas de nieve que contrastaban con el intenso color del agua. Aquella imagen estaba en el centro de todas las demás.
Sin embargo, a Serenity le interesaban más las fotos familiares que estaban alrededor. Había una de sus tres hermanos y ella, de niños, delante del árbol de Navidad, tomada poco después de que sus padres compraran la cabaña. Una era de su padre, que la tenía en brazos mientras bajaban en trineo por una colina, y otra en la que estaba con su hermano, sus hermanas y su madre, todos ellos sentados en un pequeño banco de arena y roca que servía de playa, con las montañas cubiertas de nieve al fondo. En verano, la temperatura iba desde los cuatro a los veintiún grados, y Serenity recordaba que aquel día hacía demasiado frío como para bañarse, pero que era un día cálido para estar en el lago Tahoe, así que había muchos bañistas a quienes no les importaba.
En circunstancias normales, habría sonreído al recordar aquellos momentos felices. Sin embargo, después de enterarse de que tenía dos hermanastras que nunca le habían mencionado, no podía mirar aquellas fotos de sus padres con la misma feliz ignorancia que antes. Las imágenes le parecían algo falso, coreografiado, y eso le suscitaba muchas preguntas y le provocaba un intenso sentimiento de pérdida.
–Mierda –murmuró, al fijarse en una fotografía pequeña de sus padres, riéndose en un casino que había al sur del lago, en los años ochenta.
Siempre habían sido elegantes y, gracias al dinero que habían heredado de los padres de su padre poco después de casarse, también habían sido ricos. Ahora, ambos tenían casi sesenta años, pero no habían cambiado mucho. Su padre era abogado especializado en propiedades inmobiliarias y había tenido éxito en su profesión. Había trabajado en el distrito financiero de San Francisco hasta que se habían ido a vivir a San Diego. Su madre era jardinera, especialista en producción orgánica, y vendía verduras, frutas y flores cortadas a los restaurantes de la zona. Mientras Serenity crecía, Charlotte había apoyado a muchas organizaciones sin ánimo de lucro, sobre todo a aquellas dedicadas a financiar la investigación contra el cáncer, ya que Beau había tenido leucemia. Serenity siempre había considerado que sus padres eran unas personas jóvenes de espíritu para su edad, de mente abierta, inteligentes.
Entonces… ¿por qué le habían ocultado los detalles de su nacimiento? Conociendo a sus padres, tenía la impresión de que si solo hubiera sido por una dificultad a la hora de conseguir un embarazo, se lo habrían contado. Tenía que ser algo distinto.
–¿Qué ocurrió? –les preguntó a las imágenes–. ¿Por qué tengo dos hermanastras a las que nunca se ha mencionado? ¿Y por qué he tenido que descubrirlo de este modo?
Se mordió el labio inferior mientras trataba de recordar alguna señal que les hubiera delatado, algún susurro, o algo que hubiera podido dar la sensación de que sus padres ocultaban algo desde que ella era pequeña. Llevaba pensándolo desde que había sabido de la existencia de Lorelei y de Reagan, pero no conseguía acordarse de nada que le pareciera raro o inusual.
Además…, ¿sería un secreto compartido por los dos? ¿Habrían hecho un pacto? ¿O sería algo que solo conocía uno de ellos?
Había muchas posibilidades. Tal vez ella no tuviera parentesco con ninguno de los dos y, si era adoptada…, ¿cuál era su verdadero origen, y cómo había terminado con aquella familia?
Al oír el ruido de un motor, miró por última vez las fotos de sus padres y sus hermanos e irguió los hombros. Antes de llegar a la entrada principal, oyó la voz angustiada de alguien que trataba de consolar a una niña.
Tenía que ser Lucy.
Serenity abrió la puerta justo cuando Lorelei y su hija subían corriendo las escaleras, protegiéndose la cara del viento y la nieve.
–Lucy tiene que ir al baño –anunció Lorelei, sin preámbulo.
Serenity respiró profundamente para calmarse. Había visto fotografías, así que no le sorprendió que Lorelei se pareciera tanto a ella. Sin embargo, era algo inquietante.
–Al final del pasillo, a la derecha –dijo, haciéndose a un lado para dejarlas pasar.
Reagan tardó un poco más en llegar al porche porque llevaba algo de equipaje en la mano, lo cual era inteligente por su parte. Después sería más difícil salir, porque haría más frío y estaría más oscuro, y el coche estaría cubierto de nieve.
–Me alegro de que hayáis llegado sanas y salvas –dijo, y tomó una de las maletas que llevaba Reagan.
–Esta es de Lucy –le dijo Reagan–. Lorelei tendrá que salir luego a buscar la suya. No he podido traerlas todas.
–No pasa nada.
Serenity sabía que conocer en persona a sus dos hermanas sería difícil, pero no se había imaginado que sería un momento tan surrealista. Aunque no quería que se le notara, no pudo evitar mirar varias veces a Reagan. Al comprobar el parecido entre ellas en vivo y en directo, supo que el resultado de la prueba de ADN era irrefutable.
–¿Qué tal el vuelo?
–Mejor que el trayecto en coche hasta aquí –dijo Reagan.
Serenity pensó que Lucy había contribuido a la dificultad del viaje, pero no insistió.
–Bueno, por suerte, ya se ha terminado, y tengo el fuego encendido en el salón –dijo. Quería disimular su nerviosismo, así que le hizo un gesto a Reagan para que la precediera, y consiguió cerrar la puerta a pesar del viento–. ¡Vaya! Es increíble que haya una tormenta como esta en pleno mes de mayo.
–Qué suerte la mía –dijo Reagan, cabeceando–. En Nueva York hacía treinta grados cuando despegué de La Guardia.
–Con suerte, la tormenta pasará pronto. Normalmente, a estas alturas del año aquí hace muy buen tiempo.
Serenity no podía dejar de mirar a Reagan, y se dio cuenta de que Reagan no podía dejar de mirarla a ella.
–¿Tienes hambre? ¿Habéis podido comer algo después de aterrizar?
Reagan tardó un momento en responder. Ambas estaban paralizadas.
–Sí, umm… Lo siento. Es que… Bueno, ya sabes. Te pareces tanto a mí que… Y Lorelei también.
–Sí, es una situación única, desde luego.
–Exacto. Sabíamos a lo que veníamos. Pero has preguntado si habíamos comido. Lorelei traía la comida preparada para Lucy, y ella y yo hemos comprado algo en una máquina expendedora.
–Entonces, supongo que todavía tendréis hambre. Yo he traído la compra hecha. He pensado que podía preparar una sopa de brécol con queso.
–Seguro que está deliciosa.
La conversación se interrumpió de nuevo, porque las dos se quedaron mirándose boquiabiertas.
–No puedo creer que tenga parentesco contigo –susurró Reagan–, pero tengo que admitir que es como mirarme al espejo. ¿Estamos haciendo bien las cosas? Me refiero a que… esto es un riesgo, ¿no?
–No tengo ni idea –respondió Serenity–. Pero, aunque no sea lo mejor, yo tengo que saber cómo y por qué ocurrió esto. Y por qué no me lo dijeron nunca. ¿Tú no?
Reagan siguió mirándola fijamente y, al final, asintió.
–Me alegro de que hayáis venido –dijo Serenity–. De que… de que tengamos la oportunidad de conocernos.
–Debería advertirte que Lorelei y yo no hemos empezado con buen pie –dijo Reagan. En aquel momento, se abrió la puerta del baño y, cuando Lorelei y Lucy salían al pasillo, añadió, en voz baja–: No importa.
Serenity no sabía qué significaba aquello. Esperaba que solo fuera una cuestión de nervios, de haber estado encerradas en un coche en medio de una tormenta con una niña de cuatro años.
–Lorelei –dijo Serenity, volviéndose para saludar a su otra hermanastra–. Gracias por venir.
No parecía que Lorelei estuviera feliz. No se acercó a abrazarla tampoco. Parecía muy cautelosa, como si quisiera cerciorarse de que todo era seguro antes de aproximarse.
–Gracias –dijo Lorelei–. Esta casa es preciosa.
Serenity miró a sus dos hermanas. Ambas eran muy guapas. Lorelei tenía una imagen más suave. Parecía que Reagan le daba más importancia a la moda, lo cual tenía sentido, porque su madre era diseñadora. Tenía los rasgos un poco más angulosos, y parecía más decidida y acostumbrada a estar al mando.
–Sí, es verdad. Pero deberías ver otras cabañas de las que hay más arriba de la ladera. Algunas son chalets –dijo Serenity–. Son de gente muy rica, y valen millones de dólares.
Lorelei miró a su alrededor.
–Esta tampoco puede ser barata.
Aquel comentario recordó a Serenity que sus hermanas y ella tenían un pasado muy diferente, y que Lorelei no había crecido con demasiadas comodidades.
–Cuando mis padres la compraron no les costó mucho, pero eso fue hace treinta años. Con los años, han ido haciendo mejoras en la casa, y los precios de las casas han subido mucho por la zona.
Serenity miró la maleta que habían dejado junto a la puerta.
–Reagan ha traído la maleta de Lucy, pero no podía traer también la tuya. ¿Quieres ir a por tu equipaje mientras le enseño a Reagan su habitación?
–Claro –dijo Lorelei. Miró a Serenity y a Reagan como si ella también se sintiera en un universo paralelo. Obviamente, pensó Serenity, ella no era la única que estaba luchando por adaptarse a la situación.
–He dejado el coche abierto –le dijo Reagan.
Lorelei se giró hacia su hija.
–Cariño, quédate aquí, que hace calor. Siéntate ahí –le dijo, señalándole el sofá–. Ahora mismo vuelvo.
Después de que Lorelei saliera en busca de su maleta, Reagan habló a Serenity en voz baja.
–A lo mejor esto es más difícil de lo que nos habíamos imaginado –le dijo.
–¿Por la niña? –preguntó Serenity.
–No, eso no tiene por qué ser ningún problema. Me refiero al hecho de que hemos sido educadas en familias muy diferentes, tenemos unas experiencias vitales y un pasado distintos y unas emociones también muy distintas. Tal vez, incluso, algunas cicatrices. ¿Tú crees que vamos a poder pasar aquí una semana juntas llevándonos bien?
–Claro que sí. Lo que tenemos que hacer es mantener la mente abierta y ser comprensivas.
–Esa es una respuesta muy californiana.
–¿Es que los neoyorquinos no lo harían así?
–Un neoyorquino sería menos eufemístico respecto a la situación.
Serenity miró a Lucy, que estaba sentada en el sofá, observándolas con los ojos enrojecidos e hinchados. Aquella niña era su sobrina. Su primera sobrina, porque sus hermanos todavía no habían tenido hijos, lo cual hacía que la situación fuera todavía más rara.
–¿Y qué diría alguien de Florida?
Reagan se encogió de hombros.
–Como ya he dicho, tres perspectivas diferentes.
Serenity fue a saludar a Lucy. No consiguió que la niña respondiera; Lucy agachó la cabeza con timidez, pero Serenity sabía que para ella también era una experiencia muy nueva.
Se levantó, y dijo:
–Es solo una semana, Reagan.
Reagan no estaba muy convencida.
–Una semana se puede hacer eterna.
–Bueno, pero será suficiente para que sepamos si queremos repetirlo o no –dijo Serenity, y se echó a reír para que Reagan se relajara. Entendía que su hermana tuviera dudas; ella también las había tenido.
–Si tú lo dices… –dijo Reagan, y miró hacia la parte superior de las escaleras–. ¿Cuántas habitaciones tiene la casa?
–Cinco. Y una biblioteca en la buhardilla.
–Vaya, ¿cinco habitaciones y una biblioteca? Podrías tener a un ejército de hermanos quedándose aquí contigo, todos a la vez.
–No digas eso.
–Después de lo que ha pasado con nosotras, nunca se sabe.
–Exacto.
En aquella ocasión, las dos se echaron a reír, y Serenity se sintió aliviada. Tal vez una broma que ambas podían compartir no fuera el mayor de los vínculos, pero sí era un comienzo.
Reagan
El dormitorio de Reagan era amplio comparado con los de Nueva York, donde las habitaciones de hotel, frecuentemente, tenían el tamaño de un armario. Se acercó a la ventana a admirar las vistas.
A causa de la nieve, solo veía las copas de los pinos cubiertas por un manto blanco, y remolinos de copos formados por el viento, que soplaba con fuerza. Sin embargo, aunque no hubiera tormenta, no habría podido ver mucho más; tal vez, algunos riscos de granito al fondo. Su habitación daba a las montañas y al bosque, no al lago.
Era una habitación bonita, no lujosa, pero sí decorada con buen gusto. Había muebles tapizados y alfombras gruesas sobre el suelo de madera, y las cortinas y la ropa de cama eran de color amarillo, blanco y azul. Había una butaca en una esquina, junto a una pequeña librería. Era evidente que aquel lugar estaba pensado para retirarse del mundo. Era un refugio en el que disfrutar de la naturaleza, descansar, leer y recuperarse.
Aun así, ella no sabía si iba a poder relajarse durante aquella visita. Tenía miedo de que su estancia en Tahoe complicara más su situación, y no había confiado a sus hermanas los detalles de su vida. Era hija de una madre adicta al trabajo y estaba acostumbrada a estar sola, así que no sabía interactuar con ellas. Además, no necesitaba que nadie más criticara lo que había hecho, no quería cerca a nadie que nunca iba a entender cómo había podido cometer aquel error. Ella ya era lo suficientemente dura consigo misma.
Giró el cuello y los hombros lentamente, para intentar calmar el dolor de cabeza que estaba empezando a notar. Hubiera bajado a la cocina a ayudar a Serenity a hacer la cena, aunque nunca cocinaba, porque no tenía tiempo y no se le daba muy bien.
Pero oía a Lorelei y a Lucy hablando con Serenity, y pensó que era más importante que Lorelei y ella se dieran un respiro. Sacó su teléfono del bolso y se dejó caer sobre el grueso edredón de plumas que había sobre la cama. Apoyó la cabeza en dos almohadones y empezó a revisar las llamadas más recientes. Había intentado ponerse en contacto con ella mucha gente. Drew, por supuesto. Él llevaba días llamándola y enviándole mensajes. Ya sabía que iba a ver su nombre en la lista. También la habían llamado otras personas de Edison & Curry. Todo el mundo estaba asustado en el trabajo, preguntándose por qué no respondía a los correos electrónicos.
Aquello no era propio de ella. Normalmente, siempre estaba encima de todo. Pero era como si la vida que siempre había conocido hubiera explotado. Había cometido un error tan garrafal que no sabía cómo arreglarlo, y ella era incapaz de enfrentarse a un fracaso.
Se le apareció la imagen mental de su madre, con el ceño fruncido de disgusto, y su dolor de cabeza aumentó. Si no dejaba de imaginarse cómo reaccionaría Rosalind si se enteraba de lo de Drew, en cómo reaccionaba cada vez que se sentía decepcionada, iba a tener un ataque de pánico. ¿Cuántas veces le había dicho su psicólogo que dejara de valorarse según la opinión de su madre?
«Hablando del rey de Roma», pensó, al ver que su madre también había intentado dar con ella.
No podía hablar con Rosalind en aquel momento, así que siguió deslizando la pantalla hasta que vio el nombre que había al final. Rally McKnight, un arquitecto a quien había conocido en un evento para recaudar fondos para la investigación sobre el sida, hacía un mes, la había llamado mientras ella estaba en el avión. Le parecía un poco mayor para ella, pero era un hombre guapo. Y tenía una buena carrera profesional, lo cual significaba que era una persona responsable. Muchos de los hombres a quienes había conocido en páginas web de citas tenían más excusas que logros.