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Fue un encuentro inolvidable… ¡que la ató a un multimillonario! Cuando el hermano de Ago dio calabazas a Victoria Cameron, la novia con quien debía casarse, Ago, orgulloso y cumplidor, quiso enmendarlo, pero solo quiso disculparse, no acostarse con la preciosa heredera. El padre de Victoria había utilizado toda la vida su virginidad como moneda de cambio. Su inolvidable noche con Ago significaba libertad aunque, claramente, él no quería saber nada más de ella. Sin embargo, meses más tarde, tuvo que hacer frente a la reacción del inflexible italiano ante su sorprendente noticia... ¡Estaba esperando un hijo suyo!
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Seitenzahl: 189
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Caitlin Crews
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una apasionada disculpa, n.º 3017 - julio 2023
Título original: The Accidental Accardi Heir
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411800976
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
AGO Accardi no quería volver a ver a Victoria Cameron por nada del mundo… y menos vestida de blanco, con un ramo de flores entre las manos y recorriendo el pasillo de la antigua iglesia de la finca familiar en las colinas de Toscana.
Se dirigía hacia el novio que la esperaba, a regañadientes, en el altar y ese novio era, casi literalmente por los pecados cometidos, el propio Ago.
Apretó los dientes mientras ella se acercaba con una serenidad que le parecía insultante dadas las circunstancias de la boda. Le asombró que no se le hiciese añicos la mandíbula.
Ago Accardi no había pensado nunca casarse de esa manera. Era famoso por su compromiso con sus obligaciones y con sus responsabilidades y por sus estrictos principios morales.
Si bien nadie estaba apuntándolo con una pistola en la preciosa capilla de piedra que sus antepasados habían construido en el Renacimiento, la amenaza era la misma porque solo había un motivo para que estuviese celebrándose esa ceremonia.
Miró el rostro de Victoria, que, para su desgracia, era indiscutiblemente hermoso. El vestido era muy sencillo, pero ella no necesitaba aderezos. Era alta y esbelta como un sauce y llevaba el pelo dorado recogido hacia atrás de tal forma que todo el mundo pudiera ver su jovial inocencia sin que lo tapara un velo con encajes.
Sin embargo, bajó la mirada hacia el abultado abdomen que contradecía esa expresión de inocencia, el abdomen que le había trastocado su vida meticulosamente organizada, el abdomen que era el motivo para que la boda se celebrara en una capilla oculta en medio de la inmensa finca de los Accardi y no en la catedral, como le correspondería a su fortuna y legado aristocrático, por no decir nada de ella.
Ella, su abdomen y su colérico padre se habían presentado ante él hacía solo dos semanas. Habían desfilado por sus oficinas de Londres como si quisieran que todo el mundo pudiera comprobar que el abdomen de la virginal Victoria Cameron, hija de uno de los mejores clientes de Accardi Industries, era el abdomen de una mujer embarazada y que, por lo tanto, su presencia en la oficina central de Accardi Industries solo podía significar unas cosa.
Hacía un año, Victoria había estado prometida, casi prometida para ser más exactos, al hermano menor de Ago, quien no había tenido las más mínima intención de casarse aunque sabía que era lo que quería su hermano mayor. Ago había querido pasarlo por alto porque, según su manera de pensar, ya había llegado el momento de que el deshonroso Tiziano sentara la cabeza, de que hiciera algo por la familia, que hiciera algo que no fuese perseguir mujeres por todo el mundo para acostarse con ellas. Sin embargo, debería haber sabido que no se le podía imponer nada a su hermano menor.
Tiziano, en vez de seguir sus instrucciones, se había enamorado aparatosa y abiertamente de una mujer que Ago no habría elegido nunca para él. Sobre todo, porque esa mujer había sido, antes de su relación con Tiziano, una secretaria en Accardi Industries.
Todo había sido una pesadilla porque él se había tomado la molestia no solo de empeñarse en que Tiziano se casara sino que había elegido a Victoria Cameron y había concertado la boda con el padre de ella, como si estuviesen en el Renacimiento.
Él ya sabía lo que se murmuraba. Su hermano lo había llamado hacía una semana entre risas por lo que contaba la prensa sensacionalista, que la hija de Everard Cameron, quien, según Tiziano, era un dechado de virtudes que nunca sucumbiría a la tentación, se había quedado embarazada y había resultado ser tan inmoral como el común de los mortales. Tiziano añadió, con una carcajada, que creerían que era suyo.
Ago no se había reído y tampoco se reía en ese momento, cuando Victoria estaba acercándose.
El padre de ella estaba sentado en el banco más cercano y lo miraba como un ave de presa, como si creyera que él podría salir corriendo. Los bancos de su lado estaban vacíos. ¿A quién podría haber invitado? ¿Acaso podía querer que alguien presenciara esa demostración de su flaqueza y su deshonra? Bastante era que estuviese sucediendo y no había encontrado ningún motivo para complicarlo con invitados a su sórdida caída.
Esa decisión había hecho que los días pasados hubiesen sido especialmente desagradables. Everard Cameron no era de los que descargaban su ira una sola vez si podía hacerlo sistemáticamente y en un tono más hiriente cada vez.
Cuando irrumpió en el despacho de Ago con su hija, no podría haberse imaginado, como había sospechado Tiziano, que él fuese capaz de hacer algo así… y nadie se lo habría imaginado.
–¡Mira el estado de mi hija! –había bramado Everard–. ¡Mira lo que ha hecho el sinvergüenza y cretino de tu hermano!
Ago había mirado. Victoria era alta y esbelta, era una rubia inmaculada que irradiaba serenidad independientemente de lo que estuviese sintiendo, como él sabía para su desgracia. El vestido que llevaba no disimulaba el abdomen que no había tenido la última vez que la había visto. Ella se había quedado con las manos sobre el abdomen en cuestión y mirando recatadamente el suelo. Él había apretado los dientes con todas sus fuerzas.
–Todo el mundo sabe que mi hermano está… muy enamorado –había conseguido replicar él.
–¡Como si eso fuese un obstáculo para un canalla como él!
–¿Te ha dicho Victoria que ha sido Tiziano? –había preguntado él en un tono gélido.
Everard no miró a su hija. Él se había dado cuenta de que no la miraba nunca. Para él, su hija solo era un peón en la partida que había estado jugando toda su vida, la de acumular toda la riqueza que pudiera antes de morirse… y, conociéndolo, de encontrar la manera de llevársela cuando dejara este mundo cruel
No hacía falta decir que ese embarazo imprevisto le impedía especular con la inocencia de su hija como había hecho siempre. Había velado celosamente su virginidad y la había rodeado de vigilantes después de que se graduara en una serie de deprimentes colegios de monjas. Luego, la había presentado a sus conocidos adinerados como la yegua de cría perfecta, a un precio muy elevado. Para cierto tipo de hombres, centrados en su dinastía por encima de todo lo demás, Victoria Cameron era un verdadero trofeo.
Un trofeo que, según Tiziano, Ago debería lograr ya que parecía tan partidario de ella.
Ago, no obstante, se había concentrado en resolver el problema de la mala fama de su hermano y no en sus necesidades sucesorias. Él era el intachable Ago Accardi y había estado barajando los historiales de unas cinco herederas igual de intachables con el convencimiento de que cualquiera de ella estaría deseando convertirse en la matriarca Accardi.
Se había propuesto no casarse hasta que se hubiese solucionado el problema de Tiziano y lo había cumplido una vez que Tiziano había dejado claro que no pensaba dejar a su amante y, con toda certeza, sí casarse con ella, algo que, seguramente, sería mejor a que no se casara nunca.
Sin embargo, la ascendencia impecable que exigía el legado Accardi dependía de él, como siempre. Por eso, durante el último año, había reducido la lista de candidatas a dos jóvenes impolutas… a las que abrumaba hasta un punto desesperante. Sin embargo, allí, en ese momento, sus adulaciones y su nerviosismo ya no importaban lo más mínimo.
Victoria Cameron, quien, gracias a la prensa sensacionalista, todo el mundo sabía que había estado destinada a su hermano hasta que él se la había quedado en el último momento, no había estado nunca en su lista. Aun así, allí estaban…
–Lo único que dijo mi hija en su defensa fue Accardi Industries –había gruñido Everard Cameron hacía dos semanas–. Tú y yo sabemos lo que tiene que decir eso.
Era evidente que se refería a Tiziano y su conocida afición por las mujeres. Entonces, mientras la insinuación de su padre seguía flotando en el aire, Victoria levantó fugazmente los ojos del suelo, lo miró y volvió a bajarlos, pero él había captado lo que tenía que captar.
Peor aún, se había sentido tentado una vez más por culpa de esa mujer y era insoportable.
Hacía seis meses, había caído en la tentación y, hacía dos semanas, había entendido que ella estaba dándole una escapatoria. Él podría haber acusado a su hermano. Habría sido muy fácil cuando Cameron daba por supuesto que Tiziano era el culpable. Podría haberse lavado las manos y culpar al hombre que, para todo el mundo, ya era el responsable de que estuviese embarazada.
Sin embargo, había sido incapaz al ver su abdomen y al acordarse, con todo detalle, de por qué estaba así. No había podido articular las palabras e, incluso, se había sentido mal solo por intentarlo.
También había intentado, en silencio, que volviera a mirarlo, pero no lo había hecho. Victoria Cameron sería muchas cosas, pero, como comprobó aquella noche de hacía seis meses, él no la abrumaba y tuvo que acabar mirando a su padre.
–Tu hija y yo nos casaremos lo antes posible –había replicado él con frialdad.
Luego, salió de la habitación para ordenar a sus empleados que hicieran los preparativos y para que lo ayudaran a no responder a los exabruptos de Everard Cameron.
Durante esas dos semanas, no había estado a solas con la que iba a ser su esposa. Se había ocupado de que no lo dejaran solo en su presencia porque no serviría para nada bueno, y no había servido para nada bueno.
Por otro lado, no había manera de aplacar al padre de ella. Hasta ese momento, había habido gritos en dos países. Ago había tenido que acudir al menos tres veces a su mansión en Wiltshire. Había llegado a esperar que Cameron recordara que ya no estaban en la Edad Media. Quizá entonces se limitara a no presentarse en las tierras de los Accardi que se extendían por la Toscana. Aun así, aunque hubiese ocurrido eso, se conocía lo bastante como para saber que no era uno de esos hombres que no iban a caer en las trampas de la modernidad. Llevaba la Italia medieval en lo más profundo de su ser.
Además, el meollo del asunto era que Victoria Cameron estaba esperando un hijo suyo, su heredero. Por eso, independientemente de lo que hiciera o dejara de hacer el padre de ella, solo había habido una solución. Algo que le había repetido una y otra vez al padre de ella la noche anterior mientras el hombre, ya mayor, le había gritado en el despacho de la casa solariega para exigirle más concesiones.
–Por una cuestión de honor –había replicado Ago en un tono tajante–, voy a renunciar a cualquier gesto parecido a una dote, Everard, pero no fuerces las cosas. Creo que no te gustaría cómo podrían acabar.
Allí, en la capilla, Ago miró al sacerdote, quien, según se decía por la zona, era primo suyo en algún grado. Luego, miró a Victoria, quien estaba parándose delante de él. No sabía si su padre no la había llevado al altar porque estaba castigándola por algo o porque ella había rechazado su brazo. Si tuviera que decir algo, diría que por lo segundo. Sabía mejor que la mayoría que su padre no controlaba a Victoria Cameron tanto como él podría imaginarse.
La ira se adueñó de él aunque también sabía que no se reflejaría lo más mínimo en su rostro. Sintió la misma oleada de rabia cuando le tomó la mano e hizo un gesto con la cabeza a su padre, que echaba chispas en el banco, antes de mirar al sacerdote.
Victoria le agarró la mano con decisión, aunque solo consiguió que esa oleada rugiera con más fuerza. Quiso soltarla como si le hubiese quemado… pero siempre había cumplido con su deber. Quizá no le gustase lo que representaba esa mujer, quizá le reprochara que le hubiese demostrado que solo era un hombre, y un hombre indigno, pero eso no significaba que no estuviese dispuesto a cumplir con su deber.
Pensó en su complicado padre mientras el sacerdote de la familia empezaba la ceremonia y repitió las palabras de rigor cuando tuvo que hacerlo. Pensó en su abuelo, más inflexible todavía, mientras Victoria repetía las palabras con dulzura. Sabía muy bien que tanto su padre como su abuelo se habrían desesperado por lo que había hecho y por la deshonra que era para la familia, pero también sabía que habrían acabado aplaudiendo que hubiese asumido sus responsabilidades tan firmemente porque Victoria estaba esperando un hijo suyo, el próximo heredero de los Accardi.
Dejando al margen la deshonra personal y el posible escándalo, eso era lo único que importaba de verdad y era lo que le habían inculcado su padre y su abuelo. En definitiva, él tenía la responsabilidad de que el legado Accardi siguiera en el futuro y de que su propio hijo siguiera sus pasos, no los de su hermano, y sirviera dignamente a su nombre cuando le tocara… como había hecho él hasta que se encontró con Victoria.
Intentó convencerse de que eso era lo que le había dado fuerza mientras el sacerdote los declaraba marido y mujer. Se inclinó y besó fugazmente a su esposa, fue un beso rotundo en el mejor de los casos y se dijo que la calidez que sentía por dentro era fruto de su imaginación.
Se giró bruscamente y se la llevó hacia la puerta de la capilla quisiera ella o no. Ella, sin embargo, no se resistió y le siguió el paso como en una especie de ballet que él prefirió no analizar por motivos que no pensaba indagar.
Una vez fuera, tomó el camino entre cipreses que llevaba a la casa principal, hasta que se acordó de que no hacía falta que le sujetara la mano y se la soltó como si le hubiese quemado de verdad.
–Ya está, ¿no? –comentó Victoria en un tono casi burlón e impropio del momento–. Ya estamos casados.
Entonces, para pasmo de él, ella se rio como si no pudiera creérselo, como si hubiese sucedido algo mágico. Ago miró hacia atrás y vio que el sacerdote había atrapado a Everard en la puerta de la iglesia y parecían enfrascados en una conversación.
Él, sin embargo, aprovechó la ocasión. Era la primera vez que estaba a solas con Victoria desde aquella fatídica noche de hacía seis meses.
–¿Era lo que habías planeado desde el principio? –preguntó Ago como si fueran balazos–. ¿Lo planeaste hace seis meses? ¿Me tendiste una trampa?
Él esperó que lo negara y que quizá llorara un poco, pero Victoria Cameron, Victoria Accardi se corrigió a sí mismo con rabia, se limitó a mirarlo con seriedad.
–Sí y no –contestó ella sin parpadear.
La miró con el ceño fruncido y dominado por una ira sombría, pero, aun así, no era inmune a su perfección. El azul de sus ojos, algo más claro que el de él; el pelo dorado recogido alrededor de la cabeza y que le caía suelto sobre los hombros; la aristocrática nariz; la elegante boca que podía ser, como él sabía para su desgracia, deliciosamente maliciosa…
Además, no sabía si siempre le había parecido tan tentadora, incluso cuando creía que tenía que casarse con su hermano, o era una dolencia más reciente.
–Supongo que debería agradecerte que hayas tenido el valor de reconocérmelo a la cara.
Ago no se lo agradecía y tampoco creía que lo pareciera. Victoria, al contrario que las otras candidatas, no se inmutó lo más mínimo por su tono o su expresión implacable.
–No se me ocurrió en ningún momento que fueras a fijarte en mí –replicó ella en un tono neutro–. En ese sentido, no había ningún plan. Tampoco me imaginé que fuese a encontrarte en aquella fiesta y aunque me lo hubiese imaginado no se me habría pasado por la cabeza que quisieras hablar conmigo, como hiciste. Tampoco había ningún plan por ese lado.
Era un día soleado de noviembre en la Toscana, pero hacía frío. Aun así, hacía más calor que aquel día de finales de mayo cuando se la encontró en ese caserón antiguo de la costa sur de Inglaterra. No había esperado encontrarse a Victoria y menos tan poco vigilada. Siempre la había visto rodeada de toda una serie de… acompañantes, pero esa casa era del hermano de su padre y la consideraba segura para la inocencia de su hija. Sus guardianes habituales no estaban vigilándola tan de cerca como de costumbre y por eso pudo pasear con ella por el jardín, a pesar del frío. Peor aún, había podido disculparse por lo que le había hecho o, mejor dicho, no le había hecho su hermano las navidades anteriores.
No había esperado que le pareciera fascinante y había muy pocas cosas que le parecieran inesperadas.
No le hacía gracia que ella hubiese conseguido sorprenderlo otra vez.
–Antes dijiste que sí –gruñó él.
Victoria se encogió de hombros y él no pudo evitar darse cuenta de que su expresión era casi jactanciosa.
–No habría podido planear nada de eso, pero tengo que reconocer que una vez que pasó, esperé que acabara así.
–Es el sueño de cualquier chica, ¿no? Un matrimonio precipitado para legitimar un hijo antes de que nazca.
Ago lo dijo en un tono de rabia contenida y necesitó un dominio de sí mismo desproporcionado para no agarrarla de los hombros y estrecharla contra sí, solo para enfatizar su ira, se dijo a sí mismo.
–Lo siento si no ha sido lo que tú querías…
Victoria volvió a reírse y él volvió a sentir un arrebato de rabia. Ella lo miró a la cara y se rio otra vez al ver la expresión que ponía.
–¿Acaso lo dudas?
–Por fin estoy libre, Ago. Si tienes que odiarme, lo aceptaré, es una consecuencia aceptable.
Victoria se encogió de hombros otra vez como si quisiera dar a entender que le daba igual lo que él quisiera, que podía odiarla y no iba a importarle lo más mínimo.
A VICTORIA le importaban los sentimientos de su flamante esposo más de lo que le gustaría.
Ago Accardi era el hombre más impresionante que había visto en su vida y, además, era el único al que había besado… y aquella noche, en el jardín del tío Edward, la cosa no se había quedado en un beso. Algunas veces, incluso en ese momento, solo podía pensar en lo posesiva que había sido su boca y en la magia que había descubierto en su cuerpo gracias a él, en ese cuerpo que él había hecho suyo con tanta facilidad.
Pensaba demasiado en Ago y no podía fingir lo contrario, pero ya era libre por fin. Tenía veinticuatro años y era libre por fin. Solo podía concentrarse en que por fin había escapado de las garras de su padre a pesar de lo imponente y abrumador que le parecía Ago, de su rostro serio y pensativo… por no decir nada de cómo le estampó aquel beso incontenible en los labios.
Sobre todo, cuando Everard se deshizo del sacerdote y tomó el sendero para alcanzarlos.
Era un día despejado, pero frío. Notaba la carne de gallina por todo el cuerpo y le daba igual que fuera porque estaban casi en diciembre o por el hombre ceñudo que tenía al lado. Por fin se sentía viva, era libre.
Además, tendrían que pasar por encima de su cadáver para que el hijo que estaba esperando acabara tan enjaulado como lo había estado ella hasta ese momento. Una jaula era una jaula por muy bonita que fuera.
Estaba segura de que Ago estaría de acuerdo, tenía que estarlo. Al fin y al cabo, no se había quedado con ella solo para que tuviera sus hijos, como habrían hecho los otros hombres que la habían rondado, a instancias de su padre, si hubiesen ganado el trofeo.
Lo que había pasado en aquel jardín había sido físico e inesperado. Si no, él no se habría quedado tan… desarbolado. Esa vez, sí supo que la carne de gallina era por los recuerdos, no por el frío.
–Espero que estés contenta –masculló su padre cuando llegó sin mirar siquiera a Ago–. Esta ceremonia indigna es todo lo que recibo después de todos los esfuerzos que he hecho por ti, después de todo lo que te he dado.
–¿Te refieres a haberme educado después de que muriera mi madre? Era tu responsabilidad como único progenitor. ¿Es eso lo que hiciste por mí, papá?
–Casarte así… –siguió él en el mismo tono ofendido.
No estaba escuchándola y ella creía que no le había escuchado nunca. Podía decirle cualquier cosa siempre que mantuviera una expresión serena y moderadamente alegre, y él no la asimilaría. Solo era como un sonido de fondo para él.
–El bochorno y el atrevimiento de llevar un vestido blanco sobre tu evidente embarazo. Me alegro de que tu madre no pueda ver lo bajo que has caído, Victoria.