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Bianca 2977 El testamento de su padre era meridianamente claro... o se casaba con él o lo perdía todo. Annika Schuyler, para conservar el legado de su familia, tenía que unirse con el hombre que más la enfurecía. Sin embargo, aunque sabía que Ranieri Furlan se había casado con ella por conveniencia, le provocaba una llamarada interior que no se habría imaginado jamás... Ranieri, consejero delegado de Schuyler Corporation, cumpliría las últimas voluntades de su mentor, pero no podría amar a la inocente Annika por mucho que la deseara. Aun así, entre las cuatro paredes de su piso de Manhattan, ese matrimonio de conveniencia se convirtió en algo más, en algo que podría acabar derritiendo el gélido corazón de ese multimillonario.
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Seitenzahl: 193
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Caitlin Crews
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una boda muy conveniente, n.º 2977 - diciembre 2022
Título original: Willed to Wed Him
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-216-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
ANNIKA SCHUYLER miró con incredulidad hacia el otro extremo de la mesa de reuniones.
–Eso es imposible.
Era la enésima vez que lo decía y eso le habría abochornado si no estuviera fuera de sus casillas.
–Tu padre dejó muy claras sus últimas voluntades.
Stanley noséqué, el abogado, era el único que parecía apenado de todas las personas que llenaban ese extremo de la mesa, como si le hubiese sorprendido lo sucedido. A juzgar por la expresión de avidez de todos los demás, se temía que ella era la única desconcertada.
–Es posible que sus voluntades estén claras, pero yo estoy segura de que no son legales.
Annika intentó serenarse, pero el pánico y la desesperación la atenazaban por dentro. Las demás personas que estaban en la sala de reuniones del exclusivo despacho de abogados que estaba a cincuenta pisos por encima de las calles Nueva York tenían un aire formal y profesional. Ella también había querido tenerlo porque se había imaginado que la lectura del testamento de su padre sería un momento complicado. Daba igual que Bennett Schuyler iv hubiese estado ausente desde muchos años antes de que muriera a principios de ese mes. Había estado y ya no estaba.
Ella había esperado que fuese complicado por motivos sentimentales y lo era, pero no podía dejar de pensar en que estaba prácticamente desheredada en esa habitación llena de guerreros con traje oscuro. Había creído que le tranquilizaría bajar al centro de Manhattan para tener esa reunión y necesitaba esa tranquilidad, pero había sobrevalorado el efecto de sus zapatos cómodos y profesionales.
La situación se había descontrolado enseguida. Tenía el pelo enmarañado y no estaba segura de que el desodorante pudiera imponerse al caluroso día de septiembre, al testamento de su padre y, naturalmente, a él. Ranieri Furlan estaba de espaldas y miraba la ciudad por uno de los ventanales. Tenía un físico y una energía tan imponentes que los hombres se amilanaban cuando entraba en una habitación, por no decir nada de lo que les pasaba a las mujeres.
Ella no había conocido a ningún hombre tan irritante ni quería conocerlo. Había esperado que ese fuera el día que se liberaría de él, no que… Ni siquiera podía pensarlo.
–Su padre no ha exigido que haga nada concreto –estaba explicándole Stanley–. Eso sería cuestionable. Podría marcharse tranquilamente de aquí si no le importa una pequeña parte de su patrimonio porque el resto irá a sus manos. Solo ha puesto unas condiciones en lo relativo a dos elementos concretos de su patrimonio. Si tres meses después de la lectura del testamento este despacho de abogados comprueba que no está casada, se donará Schuyler House a la ciudad. Si el señor Furlan tampoco se ha casado durante esos tres meses, perderá el cargo de consejero delegado de Schuyler Corporation. Habrá sanciones considerables si no se han casado el uno con el otro. Usted no podrá trabajar en Schuyler House y se apercibirá oficialmente al señor Furlan.
Annika había esperado que la histeria le hubiese impedido captar todo el alcance de lo que había hecho su padre, pero no. Su padre quería que se casara o la apartaría de Schuyler House, el museo que habían creado sus abuelos a partir de la casa que construyeron sus antepasados. Era muy especial y estaba lleno de arte y antigüedades. Lo había adorado desde que era pequeña y se había graduado en Historia del Arte para dedicarle su vida a ese legado tangible que albergaba la casa original de la familia Schuyler. Había pensado muchas veces que era lo mejor después de tener una verdadera familia.
Era la última Schuyler y el museo la ayudaba a sentirse menos sola, rodeada por los tesoros reunidos por su familia a lo largo del tiempo, por sus retratos. El museo la unía a todos ellos.
Eso era lo que le había provocado cierta histeria íntima, pero en ese momento, al obligarse a prestar atención, se daba cuenta de que era mucho peor.
Se le impondría una multa si no estaba comprometida veinticuatro horas después de que se hubiese leído el testamento. Se le multaría si no estaba comprometida con Ranieri. Se le multaría si no vivía con Ranieri, o con quien se hubiese comprometido, al cabo de una semana. No solo tenía que casarse antes de un mes, sino que se le sancionaría económicamente, se le restaría una cantidad considerable del dinero que le había dejado su padre, si no seguía casada un año después. Perdería Schuyler House si se arrepentía después de haber cumplido las condiciones, si rompía el compromiso, si pedía el divorcio o si se negaba a casarse. Debería consolarle que si el sancionado económicamente era Ranieri, se le restaría de su remuneración. Si era cualquier otro incauto al que pudiera convencer de que quisiera casarse con ella, algo muy improbable porque llevaba siglos sin salir con nadie, la sanción no se le restaría sino que dejaría de recibir compensaciones… o sobornos. Dio las gracias a su padre…
–¿Lo ha entendido? –le preguntó Stanley.
–Lo entendí a la primera –contestó ella sin conseguir esbozar una sonrisa–. Hasta hoy, había creído que mi padre me quería.
Se dio cuenta entonces de que todos esos abogados creerían que estaba triste cuando solo estaba intentando dominar la rabia. ¿Podía saberse en qué estaba pensando su padre?
No estaba mirándolo, pero supo que Ranieri se movió en ese momento. También supo que no fue la única que se encogió de miedo ante el gesto implacable que lucía con la misma naturalidad que lucía el traje oscuro cortado a medida para resaltar su poderoso cuerpo.
Ranieri Furlan descendía de un linaje muy antiguo de italianos del norte que tenía el mismo pelo oscuro, los mismos ojos dorados y la misma estatura. Ahí estaba fuera de contexto, pero allí, en Italia, pasaría inadvertido, o eso quería pensar ella. Había estado en Milán un par de veces y había intentado convencerse de que solo sería uno más si paseaban juntos por el Duomo.
Desgraciadamente, sabía que eso no era verdad. Había recorrido todo el norte de Italia sin ver a un solo hombre que vibrara como parecía hacerlo Ranieri. Conseguía bullir por dentro sin perder un ápice de su sofisticación natural, y ella no entendía cómo lo hacía.
Había llegado a Schuyler Corporation después de haber estudiado Administración de Empresas en Londres y Harvard. Ella estaba en el instituto cuando él impresionó a su padre, que llevaba tiempo queriendo ceder sus tareas como consejero delegado. Ranieri no solo había sido audaz y seguro de sí mismo, como todos los que querían ocupar ese cargo, también había querido mantener intacto el espíritu familiar de la empresa. Había creído desde el principio que eso era lo que hacía que Schuyler Corporation pudiera triunfar en un mundo rebosante de empresas sin alma. Había hablado el mismo lenguaje sentimental que Bennett.
A Annika, una adolescente, no le había impresionado ese intruso en los asuntos de su familia, pero su padre tampoco le había pedido su opinión. Además, hasta ella podía reconocer que Schuyler Corporation había florecido. Ranieri había mejorado los resultados todos los años y había mantenido los principios esenciales en los que creía su padre.
Ella sabía que los periódicos de información económica lo idolatraban y que a todas las mujeres de Manhattan, o del mundo, les daba un vahído solo al oír su nombre. Había sido la anfitriona para su padre desde que murió su madre y lo había acompañado a todo tipo de actos en Nueva York, donde había podido observar de cerca el efecto que causaba Ranieri. Lo había estudiado.
Era impresionante, eso era innegable, pero había muchos hombres impresionantes en Nueva York. Ranieri era distinto por su estilo, por su manera de combinar sus rasgos. Tenía el pelo desmesuradamente corto, como si quisiera que sus ojos dorados resplandecieran al entrar en una habitación, y ella estaba segura de que era lo que pretendía.
Sabía perfectamente el efecto que tenía y lo utilizaba sin compasión. Su nariz descarada y su boca sensual bastaban para que a cualquiera se le alterara el pulso. Sus cejas siempre estaban prestas para fruncirse o para arquearse con un gesto burlón. No sonreía mucho y solo se reía con un breve sonido grave pensado para intimidar. Tampoco se molestaba en caer en algo que pudiera tomarse por una charla trivial. Aun así, podía ser encantador a su manera, concentrando su intensa atención en la confiada persona que tenía delante y haciendo que se alterara.
En una ciudad rebosante de glamour, Ranieri era como un puñal mortal que podía clavarse en cualquier momento. Se distinguía porque no parecía… civilizado y ese día menos.
Habían sido cinco años arduos. El accidente de coche había sorprendido a todo el mundo y, más que a nadie, a Annika y Ranieri. Al principio, todos habían creído que se repondría enseguida. Había dado sus órdenes habituales desde la cama del hospital y se habían cumplido sin que nadie se imaginara que entraría en coma una semana después del accidente y que quedaría entre la vida y la muerte durante años.
Annika se había imaginado que la tutela de su padre terminaría cuando se muriera y que, afortunadamente, Ranieri no tendría nada que ver con su vida. Se alegraba de que ya se hubiese graduado en la universidad cuando su padre tuvo el accidente. No era tan joven como para que Ranieri la controlara todo lo que habría podido hacer, solo había controlado todo el dinero y, además, había decidido actuar como director no deseado del museo. Ella había argumentado durante años que él no sabía lo que habría deseado su padre para el museo… y él había replicado, inflexiblemente, que ella tampoco.
Había estado segura de que se libraría de él en cuanto se hubiese leído el testamento, eso no debería estar sucediendo.
Ranieri miró alrededor y todo el mundo se calló, como siempre.
–Dejadnos, por favor.
No tuvo que levantar la voz, y no lo hacía casi nunca. Su voz era grave con un leve acento italiano y británico que hacía que fuera más intensa todavía. Todo el equipo legal se había marchado antes de que ella pudiera asimilar siquiera la orden y se encontraron los dos solos.
Ranieri la miró y por lo menos conoció esa mirada. Era la mirada gélida que le dirigía siempre, como si no pudiera creerse que era la hija de Bennett Schuyler, famoso en todo el mundo por su perspicacia para los negocios y su distinción. A él le alteraba que ella careciera de las dos cosas.
Ella lo sabía porque él se lo decía y también notaba que iba a darle más vueltas al asunto.
–Tienes un aspecto horrible –él tenía razón, pero no hacía falta que se lo dijera–. ¿Así es como honras a tu padre?
–Mi padre me quería.
Ella intentaba parecer tan implacable como él, pero no podía, era como si trinara. Él había dicho que era un trinar incesante.
–No me pedía imposibles –añadió ella.
–¿Es imposible? –el tono de Ranieri era más cortante que el viento en Nueva York–. Me he cruzado con algunas mujeres cuando venía a la sala de reuniones y, al parecer, todas habían podido peinarse.
Annika miró su reflejo en la superficie pulida de la mesa y dejó escapar una risa de resignación.
–Me he peinado, pero no me he peinado otra vez después de haber venido andando. Lo habría hecho, pero tuve un problema con los zapatos y pensé que te daría un síncope si me retrasaba demasiado. Si quieres culpar a alguien, cúlpate a ti mismo.
–Y, efectivamente, te retrasaste –replicó él con un gesto granítico.
–Cinco minutos no se cuentan.
–Ya serán diez.
–El ascensor puede tardar mucho en un edificio como este –ella se encogió de hombros–. Además, me parece que mi pelo no es el asunto que nos ocupa.
Había muchos asuntos, pero Annika decidió concentrarse en uno de los más importantes; que ella le disgustaba profundamente desde siempre.
Cuando era más joven, creía que eran imaginaciones. Lo conoció cuando ella tenía dieciséis años y vio que era insolente y atractivo con todo el mundo menos con ella. Aunque a ella le alteraban las cosas que eran muy fáciles para sus amigas; qué ponerse o comportarse como si fueran diez años mayores de lo que eran. Su madre la habría ayudado, pero había muerto cuando ella era pequeña. Algunas veces le costaba recordar la idea que tenía de ella.
Ranieri, sereno por naturaleza, la había mirado siempre como si fuese una versión humana de un tornado, como si pudiera derribar el edificio en el que estaban si no se le vigilaba de cerca.
Su rechazo también creció a medida que ella crecía y había dejado muy claro que era un engorro para el nombre Schuyler. Según Ranieri, su padre y él estaban intentando consolidar ese nombre y ella dejaba un rastro de caos y bochorno por donde pasaba. Siempre iba desaliñada y era torpe.
Ella, antes de Ranieri, lo había considerado su encanto personal. Su padre le había sonreído y le había dicho que su madre también era un tornado, pero en sentido positivo.
En realidad, no estaba acostumbrada a ser un engorro. Era posible que no encantara a todo el mundo, pero tampoco la rechazaban. No despertaba sentimientos intensos en los demás y lo aceptaba. Solo Ranieri había dejado claro su rechazo y que era una afrenta para su sensibilidad. Solo él de entre todo el mundo. Afortunadamente, eso ya no le afectaba lo más mínimo.
–Yo quiero Schuyler House y doy por supuesto que tú quieres seguir siendo consejero delegado –ella le dirigió una sonrisa cortés–. ¿Qué opinas? ¿Nos fugamos?
Ranieri la miró como si le hubiese propuesto una vulgaridad.
–¿Fugarnos? –preguntó él como si no entendiera esa palabra.
Como pasaba siempre, cuando se le metía algo en la cabeza, Annika solo podía seguir adelante.
–Es una solución perfecta –contestó ella en tono jocoso.
Él seguía de pie al fondo de la mesa y a ella le pareció que quizá quisiera resultar imponente, aunque, siendo deferente con él, Ranieri nunca quería resultar nada, sencillamente, era imponente.
Sin embargo, ella no tenía que competir en ese terreno. Giró la silla, se dejó caer sobre el respaldo y lo miró majestuosamente, como si no tuviera que levantarse para hablar con él.
–No sé por qué mi padre decidió que iba a dedicar el poco tiempo que le quedaba a hacer de casamentero –siguió Annika–, pero creo que es muy fácil cumplir al pie de la letra sin que sea un incordio excesivo. Podemos fugarnos y eso lo resolverá todo. Sé que tienes un loft y también está la casa de mi familia. Estoy segura de que cualquiera de las dos es lo bastante grande como para que podamos vivir nuestras propias vidas. Luego, al cabo de un año, cada uno seguirá su camino y todo el mundo saldrá ganando.
Ella sonrió con aire victorioso y Ranieri no se inmutó.
Ranieri no se inmutaba nunca, era como si estuviese tallado en piedra, pero era menos accesible todavía.
–¿Y qué crees que pensarán? –él se lo preguntó como si estuviesen en un tribunal y ella fuese una asesina–. Me refiero a la gente en general.
Ella lo miró fijamente sin entender ni el tono ni las palabras en sí.
–¿Qué importa?
–Naturalmente, a ti no te importa y no me sorprende. Sin embargo, yo tengo una reputación, Annika, y no puedo hacer lo primero que se me pase por la cabeza sin pensar en la repercusión que tendrá en Schuyler Corporation.
Él hizo una pausa como si quisiera que ella captara que estaba llamándola alocada.
Ella, sin embargo, no reaccionó porque no tenía sentido cuando era lo mismo que le había dicho siempre, y él siguió.
–Es insultante tener que pasar por este aro para conservar un cargo que ya me he ganado –la mirada gélida de Ranieri fue como una bofetada–. Es muy irritante imaginarse a los colegas y rivales riéndose por las condiciones de tu padre. No volverán a tomarme en serio.
Annika siempre lo había considerado tan serio como un ataque al corazón, pero no se lo dijo.
–Si lo prefieres, podemos no decir que son las condiciones de su testamento. A mí me da igual lo que piensen de mí.
–Eso es evidente.
Ella estaba acostumbrada a sus desaires, pero ese le dolió un poco, aunque no dijo nada. Sabía por experiencia que cualquier muestra de temperamento hacía que él se quedara impresionado por lo sensible que era.
–Pero nos crea otro dilema… –murmuró él con un brillo en los ojos.
Parecía que disfrutaba mirándola desde el extremo de la mesa, como si hiciera un esfuerzo para demostrarle que se consideraba mucho mejor que ella. Si hacía lo mismo en las reuniones de trabajo, a ella no le extrañaba que todos los ejecutivos cayeran a sus pies.
–Es completamente creíble que quieras casarte conmigo –añadió Ranieri.
–Solo si no me conoces –replicó ella más dolida de lo que quiso analizar.
–A nadie le extrañará que te hayas pasado la vida suspirando por mí –siguió él como si ella no hubiese dicho nada.
Además, lo más indignante era que él no esperaba que ella dijera algo, ni siquiera se daba cuenta de lo indignada que estaba. Se creía sinceramente lo que estaba diciendo. Ella se habría levantado para rebatirlo, pero él volvió a atravesarla con una mirada gélida.
–Sin embargo, Annika, me temo que nadie se creería que yo quiera casarme contigo.
Él se rio como si la idea fuese tan graciosa como absurda.
Annika abrió la boca para proponerle que saltara por la ventana que tenía detrás y se olvidara de ella durante la caída, pero volvió a cerrar la boca.
Casi se había olvidado de lo que pasaría si él conseguía que ella se lavara las manos sobre ese asunto.
Sin embargo, estaba segura de que él no se había olvidado. Era un manipulador magistral, ese era su auténtico trabajo.
–No seas ridículo –replicó ella en cambio–. Tu historial de conquistas está repleto de lo más granado del mundo de la moda, pero a nadie le extrañará que un hombre que solo sale con supermodelos acabe con una mujer normal. Los hombres como tú siempre sientan la cabeza con mujeres normales y corrientes. Es como indicáis que os tomáis en serio el matrimonio. Es como un rito de iniciación para hombres penosamente superficiales.
–Vamos, Annika… –Ranieri hizo un gesto con la barbilla que la recorrió de los pies a la cabeza–. Tienes que ser realista. No es que tú seas anodina, es que yo soy como soy –él sacudió la cabeza como si no tuviera que explicarlo–. Soy un hombre con gustos muy exigentes. ¿Quién iba a creerse que estoy dispuesto a atarme voluntariamente a una mujer que le da tan poca importancia a su aspecto? ¿Quién iba a aceptar que me paseara del brazo con semejante horror?
Ella tardó un instante en darse cuenta de que lo verdaderamente insultante no eran las cosas que estaba diciendo sino que él no las considerara insultos. Para él solo eran evidencias, no opiniones.
Se quedó mirándolo boquiabierta. Normalmente, él arquearía las cejas y le preguntaría si se había quedado muda, pero esa vez ni siquiera se dio cuenta.
–Es inverosímil –siguió él como si estuviera solo… y era probable que siempre creyera que lo estaba–. Tenemos que encontrar un motivo distinto si no queremos que todo el mundo piense que estoy haciendo una obra de caridad o que tengo una lesión cerebral.
Annika tuvo que hacer acopio de todo su dominio de sí misma para quedarse sentada con la boca cerrada y no decirle a dónde podía irse.
–No te precipites, Ranieri –ella consiguió sonreír con indolencia como si todo eso le pareciera divertido–. Las lesiones cerebrales pueden curarse.
LO INSULTANTE de la situación lo corroía por dentro.
Era humillante.
Se sentía como si casi sufriera esa lesión cerebral.
–¿Estás amenazándome? –él lo preguntó sin alterarse porque no podía imaginarse una amenaza con menos peso–. ¿Piensas tirarme una de tus valiosas esculturas?
Annika resopló con un desdén que nadie se atrevería a mostrar en su presencia.
–No me arriesgaría a estropear una escultura de Rodin con tu cabezota, Ranieri.
Como era habitual, bastaban unos minutos con ella para que le doliera la cabeza. No tenía que utilizar ninguna escultura, Annika existía y era desquiciante.
No podía reprocharle a Bennett Schuyler, un hombre al que había llegado a admirar profundamente, esas maniobras a favor de su hija. En realidad, él mismo se había preguntado infinidad de veces qué podría hacerse para resolver el problema de Annika, la última de la prominente familia Schuyler. Era un problema sin una solución clara. Nueva York estaba rebosante de ricas herederas, pero, según su experiencia, todas eran más o menos iguales.
Annika era categóricamente distinta pese a haber ido a los mismos colegios y a los mismos bailes de presentación en sociedad. Siempre había sido ella misma. La conocía desde hacía muchos años y no se había refinado lo más mínimo durante todo ese tiempo, ni por casualidad.